Autor: arbolfest

  • Un volcán de chocolate, feliz 2022

    La otra noche dije que se me antojaba un chocolate, específicamente dije un volcán de chocolate, y a los pocos minutos, se encendió una notificación de Domino’s Pizza sugiriendo que debía probar sus deliciosos volcanes de chocolate. Este es el momento donde hacemos caritas y le decimos a la tía: “Oiga, tía, parece que alguien nos escucha todo el tiempo”, y la tía te dirá que sí, y te contará de aquella vez que recibió la notificación de comprar un kilo de limones mientras jalaba la fruta de un limonero.

    Esta tarde me puse a pensar que me gustaría escribir una lista de propósitos para 2022. Pero tengo pocas ideas al respecto. No tengo antojos de escribir un libro, aunque tengo algunos empezados. No tengo ganas de aprender una nueva habilidad, aunque ya empecé algunos cursos de programación y diseño. No tengo planeado ahorrar dinero porque estoy, como diría mi abuela, endrogado (es la primera vez que uso la palabra y si soy sincero, me divierte mucho). Tampoco quiero cambiarme de trabajo o irme de viaje. No he puesto una cantidad de libros en el goodreads y aunque tengo muchos juegos, no sé cuántos de ellos alcanzaré a jugar este año. Me gustaría bajar algunos kilitos porque ando en exceso, pero vamos, no estoy haciendo planes, calendarios y mentalizando dietas como en otros años. ¿Así se siente cumplir cuarenta años? ¿O así se siente este aburrimiento pandémico?

    Uno podría pensar, por el párrafo anterior, que estoy triste, deprimido, desganado, desconchinflado, despansurrado, aposcaguado, indiferente o seco. Pero nada más lejos de la verdad. Estoy siendo absurdamente realista como le gustaría a mi padre. En el otro lado de un umbral maravilloso, quizás producto de una variante mía, tengo una larga lista de proyectos que me gustaría iniciar pero son más bien egoístas, sin excesos y de una felicidad contenida. En el pasado, mucho tiempo me detenía la voz de mi abuela porque cuando planeaba algo, ella eventualmente asomaba su carita de mapache ansioso y me preguntaba: “¿y puedes hacer dinero con eso?”. Preguntaba eso cuando me veía específicamente obsesionado, entregado, y así lo hizo cuando me vio escribir mi primera novela, y cuando me vio criar pokemones. Aprendí a mentirle con amor para dejarla tranquila, porque su pregunta partía de una angustia horrible, la angustia del superviviente: “sí, abue, con esto puedo ganar mucho dinero”. Aunque ella tiene muchos años muerta, la pregunta persiste y responderle a su voz fantasmagórica a veces me hace sentir como un engañador. Y uno sabe lo que pasa cuando se trata de engañar a los fantasmas. Una película de Netflix con The Rock y Vin Diesel, eso pasa.

    En el párrafo anterior hay una mentira: “como le gustaría a mi padre”. La verdad es que no sé que le gustaría a mi padre porque nunca lo conocí, nunca hablé con él y murió el año pasado (probablemente de COVID, o consecuencias de COVID. Quizás no miento si digo que era un hombre muy grande y, como a todos los hombres grandes, eventualmente lo derrumbó su propio corazón). Lo único que puedo hacer es contarme historias de ese hombre, así como lo he hecho toda mi vida desde que era un chamaquito. Quizás pienso en él más a menudo porque estoy leyendo los encantos de Bettelheim y el tipo es muy freudiano de repente. Todo es resolverse según los padres, la familia y retorcer la imaginación para un desarrollo de pulsiones eróticas. Pulsión de vida. La otra noche pensé en mi padre porque no podía dormir (pensé en su calva de señor reluciente y que estoy adquiriendo conforme pasan los años) y no quise cambiar el canal, le di chance a mi cabeza de jugar con sus edipos porque los electros son más frecuentes y uno debe hacerse hombrecito (lo pongo en cursivas para que nadie venga a educarme, a ver si se entiende el tonito sardónico). Supongo, en un giro irónico y muy personal, que algunas noches, cuando no dormía, Agustín Fest también pensaba en algunas trivialidades de su hijo, el desconocido, porque no tenía otra cosa que pensar.

    De mi abuela: siempre estaba angustiada por el dinero. Murió pobre, sin nada a su nombre. Quizás es el destino de mi familia. Pero también me gusta pensar que el destino de mi familia es el pensamiento: ¿de verdad es tan necesario poner tu nombre en las cosas? ¿Por qué debería ser parte de mi destino genético ponerle mi nombre a las piedras?

    Está bien, antes de perderme en otros colores y la versión alterna de mis otras cabezas, haré el esfuerzo por escribir una lista de propósitos verdaderamente honestos para este año.

    1. Sobrevivir.
    2. Hacer un podcast. Pero pronunciado como padcaast.
    3. Terminar el tabique de Onetti que compré hace algunos años en la FIL. Voy despacito porque el maldito de Juntacadáveres no es un personaje amable y aunque ya lo leí, me da mucho placer la relectura.
    4. Conocer en persona a algunos de mis alumnos. Uno o dos. No a todos, la verdad. Me da amsiedá.
    5. Ganarme un millón de dólares en algún concurso o una lotería.
    6. Conseguir el Anti He-Man original que sacará Mattel este año de los Masters of the Universe antes de que los revendedores se los chinguen a todos.
    7. Ir a Alemania a una de esas convenciones de látex para conocer gente buenamente enloquecida. Mírame, abuelita, ya estoy planeando mi último rave.
    8. Escribir en este blog una vez a la semana aunque sean puras mentiras.
    9. Tatuarme el pinche cuervo que estoy con que me lo voy a tatuar como perro básico sobreviviente de cáncer que soy.
    10. Poner mi sucursal de Glory Hole Town en algún terrenito de Cholula.

    Feliz 2022.

  • La corrupción de las cintas

    Me detengo y pienso: no vayas a escribir a no ser que signifique algo. El texto (ugh) debe tener un destino implícito (algún bote de basura). El escritor debe labrar (argh) un camino que tenga finalidad. Sin paréntesis, quizá, escribir debe tener un propósito, un diseño más grande que tú mismo, debe ser un palacio de mil puertas que te lleven a un jardín central, al templo colosal y majestuoso. Un santuario que contenga todas las aves y todas las rosas (referencia facilona, abran su Palinuro). Qué ridículo cuando uno se pone sagrado, quizás la escritura, como otras cosas, también lo tengo separado en varias cabezas: una anhela esa construcción mítica de pasillos infinitos mientras que otra piensa solamente en sentarse a escribir, tomarse un boing con popote y hacer una que otra bromita (sí).

    Antes, cuando escribía en el blog, me era muy cómodo vomitar todo lo que pensaba así como me gastaba las cintas de mis películas preferidas (ritual que pienso, algunas mañanas muy ociosas, debería recuperar). Mi propósito para el 2022, si no me mata el COVID o cualquier otra porquería, es vomitar como el Agustín del pasado. Voy a desempolvar ese jovencísimo cerebro y le voy a pedir ayuda para que me ayude a hablar de cosas. Voy a escribir dos, tres, o cinco veces a la semana como diosa luminosa que mete la cabeza al horno.

    La obsesión del paráiso (y por qué uso mucho esa palabra últimamente): quizás como estos últimos años he estado coqueteando con la muerte, alguna parte de mi subconsciente (perdón, inconsciente) está muy interesada en tener una conclusión finalmente satisfactoria sobre el más allá. Como soy católico no prácticante, más agnóstico que real creyente, y no planeo volverme practicante en los próximos años, muy probablemente mi cabeza está resolviendo el enigma urgente como se resolvería en una película facilona y divertida: el paraíso y el infierno están en la tierra y es nuestra cosmogonía interna la que decide los castigos, los purgatorios, el peso verdadero de nuestro corazón en la balanza. Sin embargo, aún cuando ese fragmento de cabeza está trabajando en una solución metafísica para este misterio, otro pedazo de cabeza está muy segura de que la única finalidad es la muerte, que el placer, el castigo y la recompensa solo tienen significado para evitarse el aburrimiento de vivir, una existencia que puede ser muy larga, llena de incertidumbre y de angustias. Esa cabeza sabe muy bien que no hay más allá. Tenemos una única oportunidad, la de ahorita, la de hoy. ¿Vamos por unos esquites o ya valió madre y te quieres quedar en el sillón, mirando el muro, mirando la televisión, pensando en que el sueño es más agradable que la realidad?

    ¿Y qué piensa esa cabeza de la resurrección? Quizás ocurra, seré un organismo unicelular en un planeta muy alejado de aquí, donde el pasto es de un morado tan intenso como el de mi planeta preferido de No Man’s Sky. El sueño se materializa de maneras extrañas.

    Unos años más tarde entendí que haberme gastado aquellas películas es lo mismo que gastarse los libros que deseas habitar continuamente (el libro es una casa, cursi pero posible, una casa muy importante, quizá vital; casa que se multiplica en muchas casas, entiendes la importancia de construir un pueblo mental donde puedes guardar todos tus libros, los álbumes de los lugares visitados y, más allá que eso, empiezas a replicarlos, construyes líneas de autobús y metros que te ayudarán a visitar estos lugares deseables; la casa se convierte en una ciudad mental). Lugares de ficción que dificilmente puedes abandonar. La cinta se corrompe igual que se manchan las hojas de grasa, de sudor y de fluidos (¿Estás seguro que deseas pedir un libro prestado?).

    Qué películas me gustaba ver y gasté las cintas BETA/VHS pirata de mis 8 a mis 14 años: Aliens, Terminator 2, dos o tres colecciones de cortos de Tom & Jerry, La sirenita, Aladdin, Laberinto, La lista de Schindler, Akira, Orquidea salvaje, una porno cuya trama ocurría en un trailer park y era sobre una muchacha que recién había cumplido los veintiún años (o quizás los dieciocho, o —pienso con horror—, apenas los dieciséis), Bubblegum Crisis, Carne de sirena de Rumiko Takahashi, Urotsukidoji 3 la venganza del demonio de las mil vergas, Robocop porque me daba cosa pero también me gustaba ver cómo se derretía el malo cuando caía al ácido, Batman de Tim Burton que canalizó a mi primer nerdo y gordo interior y me invitaba decirle a la gente: ven qué si pueden haber películas de cómics que están muy chingonas, Pulp Fiction pero ya menos porque me conflictuaba ir a misa y explicarle a un cura que me fascinaba ver a Marcellus Wallace y Bruce Willis amordazados con un gagball.

    El problema (entra la voz de Arjona) es que ya tengo el cerebro muy gastado y mis temas están colocados en su lugar. Ya no tengo un horizonte de posibles destinos, ya sé cuales son los lugares donde me siento más cómodo, donde quiero pasar el resto de mis días y morir. Escribir en un blog puede ser el viejo en la mecedora repitiendo viejas glorias. Un patético Al Bundy rumiando a cámara que fue el muchacho más popular del high school mientras ignora el redondo, suculento y fodongo trasero animal print de Peggy. Quizás por eso dejé de escribir y pienso que es inútil, y quizás por eso, precisamente por eso, debería luchar contra ese pensamiento facilón y apostar una que otra ficha (porque empujarlas todas, tan rápido, es de adictos y hambrientos). La arrogancia del cerebro propio se cura con la insistencia, con la necedad y con el aprendizaje. Aprender a escribir de otras cosas, o aprender a escribir diferente (buenos deseos, aunque tontos). Escuchar otras voces que hablen distinto a los lugares donde estoy cómodo o donde no quiero pararme porque me da una flojera discutir con algunos lectores imaginarios. Es decir, hacer la chamba.

    Ya me voy a poner a escribir y me voy a quejar menos. Pinky promise. Pero creo, muy en el fondo, que también la queja es escritura.

  • El paraíso es un cubículo imaginario, íntimo y personal

    Estamos por llegar al 2022 y por undécima vez, veo uno de esos memes en redes sociales que te dicen que mereces una medalla por haber llegado vivo. Deja tú, la medalla extiende sus congratulaciones hasta por existir. El mínimo esfuerzo de ser una masa biológica que mira televisión, que apenas trabaja y se alimenta, que apenas se queja por las injusticias laborales y capitalistas, que apenas puede luchar contra las fuerzas de poder porque acaba muy cansado por la vivienda general.

    Toda medalla y toda gloria para la sombra desparramada en el sillón.

    Y el meme a veces remata diciendo que te quiere mucho, y que te manda un abrazo, y tomes tu juguito de bienestar. La voz del meme, claro, uno puede imaginarla como el compartidor del JPG (NFTes del espíritu) o puede imaginarla como ese personaje nebuloso, la sombra de una voz. El meme puede ser la voz de un padre, o de un abuelo, o de la tía chingona y loquísima con el cabello pintarrajeado de colores hermosos, o de la hermana que perdimos hace mucho tiempo porque le dio una enfermedad rarísima. También puede ser la voz de Tom Holland (hijo se perra madre me tiene harto), o la voz de Guillermo del Toro (otro güey) o, si eres como yo, la voz gruesa y profunda de un basset gordo, orejón y viejito.

    En este color, separado de todo lo demás, iba a mencionar algo de los sueños. Últimamente, para dormir muy bien, ya con los ojos cerrados, repito uno de esos sueños obsesivos y muy agradables como si fuera una película. Empecé a recordar que de niño solía gastarme las cintas (BETA, VHS) mirando las mismas películas, una y otra vez, pero ahora no las veo, ni siquiera las repaso. ¿Qué conseguiría con despertar esta viejas obsesiones? En mi película ritualística, está el espíritu de una muchacha morena que de rodillas, rezando a sabe cuál de todos los dioses que he mencionado en mis diarios, me mira insistentemente a los ojos. Y tiene un disfraz que retiramos por piezas, como una segunda piel que comienza con su rostro. Retirar estos fragmentos de la segunda muchacha es muy similar a contar ovejas. Esta imagen persistente abre una puerta de falsos espejos y duermo mucho, y muy bien, soñando con otras cosas que no son la muchacha. Dicen que ronco como un gato que ronronea. Entonces pienso en las esfinges de La historia interminable. Los héroes falsos que atraviesan umbrales y son destruidos por un enigma más grande que ellos.

    Esta es mi medalla por sobrevivir a la pandemia, híjole no manches, de cobre y de plomo, de latón y de cartón; írala cómo brilla, cómo pesa. Si alguien te la roba, pues la pone junto con los otros diez kilos de medalla a ver quién te las compra a centavos. Quizás esta es mi manera de decir que muchos días de los últimos dos años me he colgado esa medalla y que a nadie le importa, ni siquiera a mí, se me olvida fácil. Es que si la muerdes, desde el primer día puedes ver cómo se dobla bien gacho y ya doblada, la echas al cajón y te olvidas de ella. Perro oso cargar con esa medalla estúpida. Quizás se esconde una pregunta muy grande atrás de todo esto y su trivialización en el meme, como lo de todo lo demás, es insostenible para los hambrientos, los neuróticos, los paupérrimos del punk.

    ¿Qué es verdaderamente existir?

  • 40

    Cuando era niño, y alguno de mis cientos de tíos cumplía años (los Salazar porque los Fest no los conozco, y podrían importarme menos), solían tener este ritual que me fascinaba donde se decían que ya habían llegado a los tas, y que ya abandonaban los tes, refiriéndose a los treintas y los veintes, y después se decían muy divertidos y felices, casi picándose la panza como idiotas sonrientes, pero también amenazantes, con esa seriedad que oculta muchas cosas, muchas vivencias pícaras de adultos, que ya no había vuelta atrás; a partir de los tas vienen los treintas, y los cuarentas, y los cincuentas (pasando ese singular a plural porque cada año, dentro de su propia década, puede ser su propia experiencia melodramática, supongo).

    Así los más grandes asustaban a los más pequeños, y les daban una bienvenida a través de este ritual hablado que me parecía dulce y fantástico. Llegué a pensar que sería un momento esencial de mi vida, la travesía de un umbral místico. Entonces me preguntaba (como el niño que sabe poco)—: “¿Cuándo llegaré a mis tes?, ya quiero estar en mis tas”, y apenas estaba en mis dieces; intuía que los dieces no tienen ese saborcito rico en la lengua que tienen otras palabras. Tas, tas, tas. Codiciaba ese ritual.

    Pasaron décadas para darme cuenta que eso era una broma, chiste de bacardí blanco y de contadores, chiste menso pero adornado con los filtros del pasado y la memoria, y quizá era francamente una estupidez como lo son muchos otros rituales (y qué no es un ritual, pero abrir la comunicación esencial a un dios propio al que necesitamos rezar para darle diversos propósitos a la existencia; misiones qué cumplir para atravesar escenarios y niveles; mundo abierto de porquería, sin trampas evidentes y sin controles sencillos de usar).

    Hace casi diez años llegué a los tas y ninguno de aquellos tíos (o mi madre siquiera), a quienes alguna vez consideré como mis hermanos mayores, estuvo ahí para decírmelo. Y aunque mañana cumplo cuarenta, y me he apropiado de otros rituales muy distintos, soy inesperadamente más feliz de lo que pensé se podría ser. Quizás porque mis estándares de felicidad bajaron súbitamente. Sobreviví al cáncer, y a una vesícula (pudo ser mucho peor, le digo a la gente, como señora chismosa) y, a pesar de todos estos achaques, he sorteado milagrosamente los altos y los bajos de la pandemia, la cual estaba convencido de que al primer estornudo me iba a matar. Pero tampoco ha sido tan desesperado, tan frenético o tan paranoide como acaba de leerse. El miedo más franco me lo gasté en la primera supervivencia, las otras ya parecen de cajón, ya tienen procedimientos e instructivo, repeticiones más livianas de algo que debe hacerse para continuar. Lo inevitable para estar aquí.

    No por ello debe ignorarse lo demás.

    Y lo demás es mucho. Este año, gracias a una suave y dulce regresión a tiempos infantiles (alguien dirá: ya siéntese señor, hágase adulto, por favor), empecé a coleccionar figuras de acción, plástico que encarna la mitología de mi infancia: He-Man y Skeletor, sobre todo Skeletor, el villano más grande y gracioso, más querido y tenebroso (y recuérdese que fue Skeletor quien dijo que los libros son el verdadero tesoro del mundo). Su carita de calaca me enseñó que debían de adquirirse los miedos, jugar con ellos para olvidarse de su solemnidad. También empecé a coleccionar controles de juego, gamepads, como un altar a la memoria táctil, a tiempos mejores y más inocentes. Tengo más de los que voy a usar en mi vida y aunque a veces me preocupa el gasto, finalmente considero que no he gastado demasiado. Compro uno más, me digo que ya se acabó el espacio (pero siempre puede hacerse cachito para el siguiente, y el que sigue).

    Mis juegos conviven con mis libros, los leídos y los ignorados por igual, y así crece el tamaño de los altares, de lo único que pienso puede ser sagrado o, mejor dicho, de lo que yo mismo decidí que es verdaderamente sagrado, el único dios que vale la pena: la ficción y la imaginación, el control humano que tenemos sobre nuestra realidad, la historia propia que debemos inventarnos para caminar sobre la tierra hasta que alguien apague el monitor.

    Estuve a punto de morir una vez, quizá dos veces (depende de qué tan dramático y pensativo, Marlboro Cowboy, esté ese día), y esa ansiedad por pensar que nunca tengo dinero, y tratar de ahorrar por eventualidades, parece que la guardé en otro saco. Debí ahorrar, though, porque me cayó el chango de la vesícula y aunque no fue mi gasto más grande (gracias a mi familia), pude haberlo evitado. Así vive uno a perpetuidad, más en este siglo, en estos tiempos: “pude haberlo evitado de ser más previsor, más productivo, más ahorrador”. Por qué molestar a los otros si uno debería poder solucionar las circunstancias. Dice un señor trajeado, sombrero de copa y nariz roja: “su vida debería ser su entera y propia responsabilidad”. Pero de eso tratan los nuevo cuarenta años: la planeación de la vida, de los cuarenta años que siguen (ojalá), jugarle al adivino del futuro y de las crisis, gestionar la deuda como funambulista porque ya no existen los trabajos maravillosos, ni las empresas compasivas y es cada vez más difícil vivir una vida soñada: la de los televisores y las películas, la de una ficción complaciente donde nadie caga y ningún súper héroe planea cómo pagar una hipoteca. Mis circunstancias, aún cuando son curiosas, tengo que admitirlo, también están llenas de bendiciones. Pero no me voy a disculpar por eso y por nada, en general, estoy casi seguro de que me he ganado un pase dorado.

    Esta década, de ser un hombre que paseaba solitario con su perro orejón (y aquel chiquito blanco, como una nube asesina, que ya se fue) en las calles de Momoxpan, me he convertido en un hombre colmado de nueva familia y de amistades. Amigos que tuve reaparecieron en mi vida, amigos que se construyeron a través de los momentos más oscuros y vulnerables, amigos que se han construido a través de los juegos, las risas y el deber.

    Claro, cursilería obligada: el sol junto a mí, pero el amor es una construcción (no diré que social, qué flojera, prefiero una metáfora más infantil: somos un mundito de minecraft o un diorama de lego), un invento, un espejismo adorable. A pesar de la ficción propia, el engaño que nos mantiene funcionales, amar a otra persona es dejarla trastornar el ambiente, es quitarte continuamente el papel de protagonista para desarrollar una narrativa paralela, la construcción mutua de un monstruo bicéfalo, perrito de dos cabezas, cada uno con su hueso y una memoria celosa de ciertos olores. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que ella ya abandonó su desarrollo y sus secretos, así como ella sabe que es ingenuo pensar lo mismo de mí. Qué tristeza pensar, por ejemplo, que vives con un ladrillo, con alguien que ya abandonó un libro de secretos, enigmas e íntimos paraísos. El ladrillo no tiene la culpa, pero la tiene el ingenuo que así lo ve. Aceptar esa historia ajena y sus bifurcaciones metafísicas, sus benditas posibilidades, quizás, ha sido una de las cosas más difíciles e interesantes de esta última década. Ambos cumplimos años (ella ya pasó ese chiste de los cuarenta, pero se ve veinte años más joven que yo) y, como suelo decir por ahí, cada quien es su propia persona. Eso nos ha dado paz, nos ha permitido sobrevivir mis enfermedades y también nos ha dado algo muy parecido a la felicidad. Eso me gusta creer todos los días, de peores inventos me he alimentado en el pasado.

    Inicié tres novelas este año, escribí algunos cuentos y escribí generalmente poco en mi blog. Nada me dice que pueda terminarlas, porque sigo cultivando el vicio de iniciar proyectos, escrituras sin conclusión aparente. Durante mis treinta, tuve una columna en La Jornada Aguascalientes, ahora nombrado LJA, un buen rato, donde yo solito me obligaba a hablar de política a pesar de que me daba mucho coraje, o mucha pereza. Aunque ya no escriba de ello, todavía me da coraje, pero la muina en secreto es más sabrosa y, por favor, recuerde: el voto es secreto. No hay nada más tonto que perder el tiempo con la política, o la patria. También escribí de otras cosas: libros, creación, ficción, videojuegos, la bondad posible. Alcancé la beca de los Jóvenes Creadores poco antes de que me la negaran por la edad y lo mejor de todo es que escribí un proyecto que de verdad quería escribir. He publicado varios libros, algunos a través de Amazon, otros porque alguna editorial se interesó brevemente en mis disparates. Traduje otros tantos: clásicos, fábulas y cuentos de hadas.

    En fin, era una máquina de escritura hasta que el cáncer me obligó a escribir del cáncer y me ha costado dejar de pensar en ello. Según me entero, viéndolo desde un lado más amable, a mucha gente le hizo bien acompañarme en esos piensos tristes, descolocados, viscerales porque sufrieron algo similar, porque tuvimos brevemente destinos paralelos. Algunos días todavía pienso en ese monstruo, no únicamente, pero apartarlo toma un trabajo mental que solía ocupar para inventar historias. No es tan terrible, considero que uno de los mejores cuentos que escribí salió de ahí. También gracias al cáncer me he convertido en una especie de “yes, man”. En vez de ponerme mis moños, a todo digo que sí, y hago la chamba para hacerlo y si siento a mi mitad oscura y quejumbrosa, la que se echa la carcajada fácil, le pido que aguante vara, que el perro tendrá su día, como lo escribió Onetti y quizás el plan de los siguientes años será huir de ese perro en lo que le encuentro un hogar cómodo donde podamos convivir. Mis dos personas se alimentan mutuamente como perros que se muerden los tobillos, la dualidad de las serpientes que se muerden la cola.

    Después de todo, gracias al sí, sigo trabajando en algo misterioso (videojuegos, juegos de guerra, gamigo) que me ayuda a percibir un mundo contemporáneo, a veces extraño, a veces fascinante. Por decir que sí, también estoy dando clases de guionismo y narrativa de videojuegos, aprovechando la experiencia de un jovencísimo Agustín, que se la vivía entre modelos, actores y filmaciones. Junta tras junta de tiempo desperdiciado y mamones que se creían más de lo que son, y ahora deben estar en una coladera evaluando si sus métricas eran las indicadas. Todos esos jóvenes productores de televisoras con los que jamás congenié. Un cúmulo de años donde grababa gente, los editaba en una computadora mientras escuchaba su nombre y eran torturados con actuaciones breves, algunos destellos luminosos pero la mayoría francamente estériles, sirven ahora como un destilado de experiencia para un puñado de jovencitos y contarles cómo funcionaba el mundo, y cómo está muriendo lentamente, cómo están mutando los monstruos de entretenimiento y crecen hacia lugares nuevos, inesperados y formidables. Viejito que le grita a las nubes pero, también les encuentra formas de manera sincera y apasionada. Con todo y pandemia, me parece que estoy a punto de cumplir dos años dando clases. No he conocido a ninguno de mis alumnos (quizás alguno de ellos), pero recuerdo la mayoría de sus nombres, de sus voces, de sus preguntas e inquietudes, a través de sus pequeños ensayos llenos de faltas de ortografía, y de ingenuidad, y a veces de optimismo o simulaciones de tristeza.

    He leído el Quijote unas tres veces durante esta década. Una mientras me inyectaban los químicos y pensaba lo mucho que me iba a doler después. Quizás por eso lo hacía, porque las palizas que le daban al Quijote y a Sancho me daban la insana paz de aquel que ve sufrir a otro, o de sentirse acompañado en la miseria. Ahora, en agradecimiento, hablo del Quijote en mis clases. También hablo de Borges, y de Michael Ende. Hace unos días, un alumno se conectó para saludarme en Twitch y decirme, más o menos orgulloso, que había leído La historia interminable, y que deseaba más de Ende. Y me contagié de su orgullo, pero también sentí una tristeza inexplicable, porque cuando uno sobrevive el único camino que queda es convertirse en un viejillo risueño y patético, el viejillo que se propone a enloquecer a los otros con sus ideales y sus despropósitos. Creo que he iniciado ese descenso. Este año he releído a Onetti y sus personajes miserables, y hermosos, y seguiré haciéndolo con unas diez páginas diarias, casi como religión, un ritual que me ha costado trabajo continuar pero que gozo enormemente. Quizás este año deba releer a Proust. Quizás recupere la costumbre de leer a Ende una vez al año. Quizás, por fin, cumpla mi sueño de devorar completamente a Levrero, Fogwill y Wilcock. Quizás terminaré la traducción de los cuentos azules, que empecé hace unos años. Quizás conseguiré terminar de escribir una de esas tres novelas o produzca mi primer videojuego, como un sueño continuo cuyas ramificaciones me hacen estúpidamente feliz, un invento que me hace reír cuando estoy en mi rollo. Quizás seguiré con vida. Quizá Nico no morirá en dos, tres, cinco años y seguiremos caminando juntos, lado a lado, con mi sol siempre quemando mis espaldas. Quizás no habrá una tristeza más en mi vida y dios será bondadoso conmigo, y se olvidará de mí. Quizá descubriré una fruta del diablo, el efluvio divino, el santo grial, el jutsu prohibido, la sonata de Vinteuil, el warp al camino 4-2, y encuentre una caja sorpresa con la verdadera inmortalidad, y pueda regalársela a todos los que amo, a todos los que amé alguna vez, y nada más se perderá. Quizá.

  • Danza vesicular

    Todo eso que creía era una gastritis, que también lo era por una úlcera maltratada, además eran unas piedritas en la vesícula. Imaginen mi sorpresa por todos los días de omeprazol y sufalcrato cuando el dolor me volvió a dar, la medicina moderna vencida por un phantom pain salido de sabe dónde, y andaba como alma en pena en mi propio hogar, todas las horas de la noche, haciendo la visita de las siete casas a todas las superficies que me ofrecieran un poco de comodidad (cama, sillón de la oficina, cama de visitas, sillón de la sala), para tratar de ignorar y dormir a través del dolor. Conseguí un récord personal: una vesícula de 7 centímetros, y unas piedritas como de 5. Y así uno se anota las palomitas en las estadísticas del cuerpo (con sus bendiciones y sus maldiciones).

    Mi doctora preferida me regañó: ¿pues qué desayunas? Fruta, pura fruta, y un puñito de almendras; una manzana al día para engañar a la muerte y los hospitales. ¿Y la proteína? Cuál, si más tarde comeré dos kilos de carne, o de salchichas, o de tocino. Bien librado salí de esa. El colesterol me salió un poquito alto, por cierto. Ahí quedaron las piedritas.

    En fin, durante el proceso de las citas médicas, los estudios, hasta que nos vimos con el cirujano, tuve unos flashbacks interesantes: en el 2018, mientras padecía un sabrosísimo linfoma de Hodgkin, los técnicos de los aparatos mágicos, tomográficos y petoscánicos, se detenían en mi vesícula para decirme con suavidad: “esto eventualmente va a ser un problema”. Y yo nomás les respondía: “ajá, ya sé, pero tengo un problema más grande ahorita y perdóname si te ignoro y se me olvida”.

    Si les interesa saber, y quieren mantener una vesícula saludable, la recomendación es que no se estresen en estos tiempos donde estresarse es fácil. Tampoco beban, fumen, coman grasas y controlen su colesterol. Dejen de beber y aunque la recomendación es no más de dos tragos al día, mi recomendación personal es no más de dos tragos a la semana. Pero a dios gracias el gobierno, siempre queriéndonos a nosotros los mexicanos, justo retiró unas sopas instantáneas en el súper que eran prácticamente tragar unas piedras para la vesícula. Ya pueden quitarse una preocupación y no olviden revisar los poderosísimos sellos de salud para darse una idea de la que están masticando.

    Mi relación con el dolor del cuerpo y la enfermedad, conforme pasan los años, cada vez es más estrecha.

    En fin, tengo qué poner la ofrenda de muertos.

    Primero me despediré de mi vesícula. Cosa más guácala pudriéndose en un contenedor hazmat.

    Después pensaré en mi abuela, que es una de mis muertitas más chingonas. Le pondré unos huesitos al Killer, el french minitoy, y después abrazaré a mi Nico, porque está muy canosa y muy vieja, y a veces le duele la espalda como si anunciara los finales próximos.

    También pondré en mi altar a toda esa gente que me he topado alguna vez: el muchacho actor que se colgó en su casa después de fumar un cigarrillo conmigo, el muchachillo diseñador que se ponía de nombre Ehécatl, Josefa Guerrero, Luzanna quien tenía una sonrisa muy hermosa y DC Jomi, quien siempre me pareció un hombre muy sincero. También aprovecho para prenderle una velita a Mauricio Ituarte y sus Lectio Divina. Unas velitas más para los abuelos de mi mujer, quienes son ejemplo de resistencia y de larga vida. Y una coca-cola para Rubén, el padrino, quien seguía bebiéndose galones de azúcar negra por testarudo.

    Pondré a todos los viejitos y viejitas con los que trabajaba, hace muchos años, y que por la inexorabilidad del tiempo solían irse, y también pondré algunos actores guapos que tenían una sonrisa brillante porque se fueron demasiado pronto y me arruinaron las posibilidades de algún proyecto.

    Quizás deba extender mi ofrenda a los videojuegos, y a los libros, que desaparecieron de mi vida por todas las mudanzas que he hecho. Ojalá los espíritus entiendan esta conjunción con el mundo material, pero también creo que las cosas tienen sus propios espíritus, pequeños dioses que crecieron con nosotros y de los que uno, obligadamente, debe despedirse cuando algo interrumpe nuestro camino juntos. Hasta pronto a todos ellos.

  • Suena la fiebre del Dr. Mario

    Leí unos poemas malos de una persona que estuvo muy enferma. Los leí de refilón y como por ahí de la séptima, octava línea, me declaré incompetente para criticarlos. No pude sentirme identificado, tampoco pude gozarlos o celebrarlos. Solo sentía desdén y desprecio. De enfermo a enfermo, pretendí que podía conectar con el poeta. Una conexión de micro ondas y rayos cósmicos, una conexión mística; cuando el lector hurga en su corazón y abre un portal para escucharse en voz del autor. Nada. Creo que mi juguito de lector mágico se ha terminado. Por último, intenté leer uno de los poemas en voz alta y me supo medio malo. Abandoné el último antes de leer los versos finales. Que otro se encargue de ellos, pensé, que otro enfermo, otro convaleciente, otro superviviente se sienta con ganas de abrazarlos porque mi cabeza se niega a regresar a ese otro lugar y vestirlo de palabrería chafa, cursilona y mal planeada. Regodearse o vivir sumergido en la enfermedad me parece lamentable pero no niego que es tentador, es un estado poderosísimo que todo lo pudre; la vida se convierte en salud, en sangre, en fortaleza, en biología y microorganismos, en lo saludable y lo espiritual, en el amor y la soledad del enfermo que nadie puede comprender, una soledad que se hace cada vez más profunda conforme pasa el tiempo y los estados corporales, los estados mentales, se hunden adentro de aquella inmundicia, de la sangre alterada y recompuesta por los químicos.

    La enfermedad arrasa con uno, se instala en el cuerpo y la cabeza como información persistente que continuamente dirige y cambia la percepción. Si fuera otro, quizás, hubiera llorado como un chamaco después de haber leído esos poemas tan malos.

    Aunque pasé casi dos semanas con una gastritis fulminante que me tiró en cama y me dejó bien chupado, al final de cada día, a pesar de todo el insomnio y el agotamiento, tolerando todo el dolor y la dopamina alterada por el jarabe tan chingón que me prescribieron, pude dar las gracias. Las gracias irónicas por el sadismo del creador, siempre presente (y siempre ausente) en nuestras vidas. Comparé con el cáncer, cómo no hacerlo, y luego me reí de esa babosada, sabiendo precisamente que no era lo mismo. Altas dosis melodramáticas se ganan los enfermos cuando superan el combate de su vida. Después pensé en escalas del dolor, siempre tan propias de uno, y llegué a la conclusión que la bruscellosis me había dolido más, y aun cuando el problema se estaba extendiendo por días, la parte sensata de mi cerebro declaró con voces retumbantes y poderosas: “esto algún día terminará”.

    Esa voz era muy difícil escucharla durante los días de inyecciones, y de análisis, y de náuseas y agotamiento.

    Ya regresé a mi rutina. Antes de empezar mi día, en cualquiera de mis dos teletrabajos (me sentí muy español, me recuerda a esa otra palabra: los teleñecos, quizás ahora todos somos los teleñecos del controlador de esta simulación) y dar la primera mordida al desayuno, suelo dar una vuelta a la cuadra para activar los sistemas: el coco, las piernas, el estómago, la mirada. Me gusta ver a la Cholula perezosa, recién despierta, expulsando a las pulgas como un perro callejero en días de mucho sol. A veces se siente triste porque las universidades siguen medio cerradas (recuerdo de los estudiantes que daban vida a este barrio), pero también se ve a algunos trabajadores buscando el atole y los tamales. Poca gente lleva cubrebocas. La pandemia se ha terminado, según el ánimo de las hormigas (aun cuando puedes escucharlas toser, ¿no las oyes? Las hormigas casi están expulsando los pulmones). Todo este paseo matutino solo para confesarle al blagh que hoy me hice mi primer café, y como dije por ahí, el café es el paraíso en la tierra y que me perdone mi estómago unos veinte, treinta o cuarenta años más, si la biología es buena conmigo, porque espero que pueda seguir soportando una o dos tazas diarias hasta que se nos acabe el contrato.

    Ah, eso me hace pensar algo: el café sí es un poema que me ha hecho llorar.

  • Tuve un sueño que me volvió loco

    Eso escribí en mi lista de pendientes esta mañana: hablar del sueño que tuve y me hizo sentir alguna sensación extraña. No me gusta escribir de los sueños porque me parece algo sencillo, burdo y trillado. Tengo como regla general no escribir de los sueños (especialmente en mi blagh) a menos que me los invente como si fueran las pinturas de un maniaco.

    Si tuviera que contar lo que soñé anoche, primero tendría que decirles que las lluvias me despertaron de madrugada y me ha costado mucho trabajo recuperar el sueño. Al escuchar el golpeteo de las gotas contra los vidrios, automáticamente me levanto para cerrar las ventanas como si esto fuera vital para la protección del hogar, así como los hombres de las cavernas se levantaban para tomar la piedra al primer ruido de la oscuridad. No se vaya a inundar mi casa y se la vaya a tragar un kraken, pero kraken de motivos alebrijes, porque vivimos en México sí señor.

    Algunos otros escriben de sus sueños con dedicación, o con sinceridad, o con un sentido impecable de la estética para darse a la orgía del territorio onírico (ay ay ay) como género, pero yo prefiero guardármelos porque pienso que deben ser privados, que si empiezo a contarlos en todos lados me van a descubrir, se van a dar cuenta de mis secretos, alguien podrá descifrar mi subconsciente para controlarme con galletitas y recompensas o, peor todavía, los reptilianos van a marcarme como un objetivo y podrían suplantar mi identidad, entonces no habrá nadie que pueda confirmar si todavía estoy en mi lugar porque tienen mis sueños para hablar de ellos como si fuera yo, y yo existiré en una especie de purgatorio, y me preguntaré si no soy una presencia, o el recuerdo de una presencia, si alguien me habrá robado los sueños para pretenderse yo.

    Pero aquí estoy. Como lo anoté en mi lista de pendientes, contar el sueño se hizo un compromiso y estoy haciendo lo mismo que hago con otros compromisos que uno se hace: evitarlo. Porque uno puede ser un HOMBRE-HONORABLE (todavía se persiste en esas ridiculeces con todas las discusiones de género que ocurren y se repiten continuamente en las redes sociales) e inventarse palabras de caballero, contratos metafísicos y quijotescos, pero no encuentro la armadura que me voy a poner y prefiero rodear el camino.

    Esta noche, antes de hablar del sueño que me volvió loco, escucho los truenos y las lluvias que nos han traído los huracanes, y recuerdo los miedos de siempre, los de mi abuela, y siento que deseo abrazar su fantasma y decirle que no veremos a los árboles arder, con miedo de admitir que no deseo consolar a nadie pero primeramente a mí mismo, y esos miedos heredados de la infancia.

    Mejor voy a contarles un sueño sincero. En la tarde di mi clase de laberintos, espejos y el infinito, donde me dediqué a hablar del Minotauro, de Jorge Luis Borges y de Michael Ende. Antes, en la mañana, hablé de ficción interactiva y cuento cómo Zork ha evolucionado en los algoritmos de estas redes sociales que nos dominan. Y después salí a caminar, muy satisfecho, pensando que jamás se me hubiera ocurrido poder dar clases de estas cosas, y más tarde salí a correr para tratar de olvidarme del cansancio, y cuando regresé a casa me estaban esperando la esposa y el perro, y al perro lo abracé porque la esposa estaba contándome su día, y quizás más noche, antes de que nos venza el cansancio, seguiremos platicando pero en un espacio más reducido, uno que no cede a las malas interpretaciones y que a sus pies se enrosca un perro orejón y cansado, un perro cada vez más viejo que se la pasa soñando con el camino que labrará para nosotros, para el día que nos volvamos a ver si es que existe el mundo de los espejos, o el purgatorio, o el otro lado.

    Y será un camino torpe y lleno de huesos y de arrugas, pero le daré un beso en la frente y le diré que eso está muy bien.