Autor: arbolfest

  • Escritura de libros en mundos virtuales

    Empecé un mundo en Minecraft (seed: Cholula) sabiendo que iba a entrar a un vicio poderoso. No soy ajeno a este tipo de juegos: alguna vez jugué Terraria, No Man’s Sky pero también se parece a otros simuladores de recolección que son sumamente satisfactorios (Animal Crossing, por ejemplo). Doy una materia sobre narrativa de videojuegos y, a lo largo de los semestres, cada vez que regreso al tema de Minecraft (y al tema del mundo abierto en general), veo que se acerca mucho a lo que Borges consideraba el laberinto más terrible, quizás el laberinto perfecto: el desierto creado por dios.

    En un desierto depositas a cualquier hombre y no tardará en darse cuenta que los caminos de la arena son infinitos. Igual sucede con Minecraft: si tienes un equipo lo suficientemente poderoso (no, aún no existe), el mundo y sus distintas variantes podría seguir generándose hasta el infinito.

    Minecraft es un mundo procedural (otra palabra fea para hablar de cómo el mundo se construye frente a ti, continuamente, a través de algoritmos, más o menos igual a la realidad que percibes). No existe hasta que lo miras, hasta que lo manipulas; un niño se tapa los ojos y cree que ha desaparecido todo a su alrededor, la existencia del niño-jugador como el centro del universo (y, quizás, por eso es tan poderosa la teoría de la simulación: nosotros somos el propósito de los datos que convergen, que se están midiendo, que continuamente están siendo estudiados por una entidad superior).

    Continuamente siento placer (¿el shot de dopamina?) cuando recorro mi pequeño mundo y veo que se erigen las montañas, los icebergs, los edificios. Minecraft me colocó en una isla en medio de una tundra. A donde mire veo un azul casi infinito, el mundo hostil del frío y la dulzura de los ositos polares. Me recuerda una de mis jovencísimas (y curiosamente emocionantes) lecturas: La prisión blanca de Alfred Lansig. Pero a diferencia de aquellos valientes marineros, soy un explorador en la seguridad de su simulación y la física es tan sencilla que casi siempre puedo manipularla a mi favor: tengo manos para romper los elementos más básicos y construir mis primeras herramientas, mis primeras comidas, mi primer fuego.

    El otro día, mientras Gaby (la moderadora estrella de mi canal de Twitch, donde juego todas las noches) me acompañaba en streaming, dios simulación me recompensó con un barco encallado adentro de una isla de hielo. Me sentí un gran explorador.

    Una de las cosas que descubrí es que puedes escribir libros. Tienen algunas limitantes medio extrañas: 256 caracteres por página, no más de 50 páginas. Basta para escribir algunas microficciones; la fluidez del documento apenas permite entrar en sintonía para escribir una novela. Quizás, para conseguir algo así, habría que fragmentar la cabeza de maneras curiosas: seguir una estructura laberíntica, como el mismo juego invita a hacerlo a través de sus materiales, sus edificios cuadrados, casi como Cortázar escribió la Rayuela en servilletas. Pero además necesitarías el apoyo continuo del entorno, modificarlo para ayudarte a contar una historia.

    Ya sabía de la existencia de los libros dentro de Minecraft, pero ignoraba la mecánica y sus características (cómo escribirlos, cómo firmarlos, cómo leerlos). Uno de mis temas preferidos (cuando menciono Minecraft), es la biblioteca sin censura. Puedes bajar este mundo y navegar los pasillos de esta biblioteca, y leer algunos libros censurados. Qué fabuloso eso: crear un mundo para perpetuar y mantener vivo el conocimiento, una cultura que no esté tocada por la política, por señores de gabardina y mirada adusta.

    Paradójicamente, los realms de Minecraft (y los libros contenidos en ello) tienen, al menos, dos niveles de censura. Si un diccionario online no detecta tus guarradas, algún diccionario interno lo hará. Supongo que es de esperarse porque el juego está hecho principalmente para niños (no para señores que simulan escribir, pero…). Si escribes groserías en uno o más idiomas, el libro lo convierte en gatos o asteriscos. Un “chingada madre” se desaparece como letras en la arena. Para evitar algún nivel de censura, tienes qué abandonar los aspectos online del juego, crear mundos que sean genuinamente solitarios. Yo estoy tratando de adaptarme a ella. Algunas veces escribo deliberadamente para que mis libros se vean borrados, tachado en negros, y sentir los efectos de una voz que se quiebra, una voz que pierde conceptos por culpa de la metafísica del mundo simulado.

    La escritura de libros en Minecraft me ha revelado un extraño estado mental: pienso en la construcción del mundo y también pienso en la construcción del libro. Escribo (trato de escribir con la simpleza que hago agujeros), y sigo adelante con ello porque si me detengo a pensar en la estructura, en las categorías o en explicar lo que está sucediendo, entonces quizás nunca ocurra o será más difícil de llevarlo a cabo. Hay otros creadores que ya tienen una generosa práctica de crear estas fantasías escapistas: construyen el mundo fantástico con los bloques, y también construyen el mito, el contexto, el microcosmos del juego (o, como lo llaman hoy, esa enfadosísima palabra: el lore) a través de la palabra. Yo estoy luchando para crear una especie de autoficción en este mundo virtual, un mundo de sonidos y de criaturas, de pequeñas eventualidades.

    De las primeras cosas que hice en mi isla, ya que me sentí más o menos seguro en ella, fue trasladar algunos de los espacios de mi infancia y mi realidad. Traté de hacer mi casa, a ojo de buen cubero, y me di cuenta del producto aburrido y limitado: mi casa en la real Cholula es hermosa, pero en el espacio virtual se siente retorcida, extraña. Bien pude aprovechar para crear un espacio más grande, generoso y, por qué no, de una arquitectura fantástica pero no lo hice en su momento, y me prometí hacerlo en un futuro: reconstruir mi casa en una segunda versión, con nuevos pasillos y techos distintos.

    Mi siguiente proyecto fue trasladar un departamento en el que vivía cuando fui niño y quebré el espacio de mi memoria para reconstruirlo en una virtualidad abierta, más libre. Aunque el resultado me complace, también me hace pensar en la facilidad con que quebramos la memoria, reescribimos los recuerdos. Igual que los niños tratan de dar una explicación a los monstruos de este mundo (a través de los creepy pastas y de fantasías urbanas), he terminado por darme explicaciones de por qué no puedo ser veraz o metódico al momento de trasladar estas estructuras, y por qué debo darme cierta licencia poética / binaria al hacerlo. Y eso, también, se refleja en los libros cuando empiezo a combinar múltiples ficciones, las ficciones que nos construyen y nos mantienen vivos.

    La siguiente semana subiré una copia de este mundo al blog y reabriré un Patreon (el cual, por el momento, pretendía ser un taller pero tuve qué dejar en pausa porque empecé a dar clases), para quienes estén interesados en descargar la construcción continua y más reciente de esta ficción. También empezaré a compartir habitualmente mi servidor de Discord donde subiré algunos screenshots y, eventualmente, versiones del mundo. Quizás será un lugar alterno donde se pueden discutir, quizás, ideas de lo que está ocurriendo en la Cholula simulada. Tengo planeados algunos laberinto y misterios. Mi idea es liberarlo semanalmente, en Patreon lo liberaré mucho más rápido además de proponer algunas ideas, aunque la meta es que pueda ser atestiguado por casi todos. Me gusta porque es como escribir literatura de folletín, pero también construir el espacio donde solamente puede existir esta literatura de folletín, es un trabajo de escritura pero también de juego y de ocio; trabajo de construcción y de talacha.

    Descubrí los códigos para convertir las palabras de tu libro en un mensaje salvaje, aleatorio. Eso crea una sensación de inseguridad, como si estuvieras hablando con un dios que estuvo dormido durante mucho tiempo, como si empezaras a encontrarle sentido al ruido blanco. Da miedo, así como otro puñado de detalles sutiles dentro del mismo Minecraft provocan inquietud: los ojos de un Enderman, la noche que siempre libera a los monstruos, los ruidos en las minas y las cavernas, la configuración abrumadora de los otros mundos. Todas estas apariciones que en conjunto encienden los fuegos de la imaginación, y de los pequeños miedos, como si alguno de nuestros viejos contara mal las historias pero de todos modos nos dieran mucho miedo. En ese tipo de mundo me gustaría vivir: uno donde, a pesar tengas el control, jamás dejan de suceder historias.

  • I am the YES man

    Cuando más o menos me dijeron que iba a sobrevivir al cáncer, empecé a construir una idea (de unas cuantas) en mi cabeza: “a todo voy a decir que sí: trabajo y promesas de felicidad, viajes y acompañamientos, libros y videojuegos, hacer un maldito padcast o iniciar la escritura de un nuevo libro sin pretensiones de acabarlo o de publicarlo, tomarme fotos en el espejo todos los días como embajador poeta de no sé que país británico en algún otro país semicivilizado procurando ignorar lo viejo que me veo, lo calvo que me veo, lo definitivamente mortal y cadavérico que me veo”.

    Philip Larkin's Life Behind the Camera | The New Yorker
    Phillip Larkin tomándose fotos.

    Sí, sí, sí, como dice Molly Bloom al final del Ulises y ahoga todos los pensamientos de Stephen. Un sí, sí, sí que tiene toda la intención del pulso de Eros.

    Decir que SÍ, SÍ, SÍ a todo es lo menos práctico (refiérase uno a todos los cuentos o películas que acaban en la desgracia por una afirmación mal pensada) y, en general, es una terrible idea impulsada por la euforia de saberse vivo.

    No es que antes fuera el mamila ilustrado (aunque algunos pensarán o sostendrán que sí lo soy, o que lo he sido; hace algunos años leí un tweet de una extraña que decía saberlo todo sobre mí y que un día le contaría a las personas quién-es-el-verdadero-agustín-fest y me sentí profundamente interesado en el tema porque siempre es fascinante la descripción ajena, pero ya no pasó nada y ahora estoy acá, como tonto con la duda, preguntándome si seré ese agustín fest de la intuición ajena, de la observación, del chismecito jugoso).

    Cualquier afirmación de mi parte, la promesa de mi presencia o de mi trabajo, antes venía acompañada de una agudísima reflexión que determinaba cual era la mejor manera de echar el tiempo por el drenaje. El tiempo es una de mis máximas preocupaciones (aún lo es) porque además de ser un chilango que siempre ha soñado que todas sus quesadillas deben de llevar queso, siempre estuve en contacto con la brevedad, la inestabilidad de la vida.

    Mi abuela murió muy joven de cáncer. Mi madre también lo tuvo. Estos antecedentes y sumándole a la cajetilla y media de cigarros que fumaba como chacuaco, eso podría ayudarnos, quizás, a construir una idea muy superficial del personaje. Antes del YESMAN, teníamos a un EVERYMAN. La mirada adusta y el cinismo bien colocado. Doce, quince o veinte mudanzas en la Ciudad de México después, vivo en un pueblo de terrenos vacíos y enormes jaurías de perros. Tomo foto a las cajas de condones abandonadas y miro a los estudiantes correr, y viven su vida, lejos de sus padres, orbitando alrededor de ellos y de la ilusión de la responsabilidad; esta simulación de independencia que se aproxima a una realidad incómoda.

    Nomás me regalaron la idea de que tengo todo el tiempo —restante— del mundo escrita en un papelito, y traté de empujar esta idea del YES-man en estos últimos tres años (soy una película de Jim Carrey o un asqueroso libro de autoayuda) en mi cabecita, colocarlo como una instrucción primaria en el árbol de decisiones. Ahora vivo a través de una serie de condiciones (if-this-then-that) para decir que sí a las cosas minimizando el daño lo mejor posible.

    MANUAL DE CÓMO DECIR QUE SÍ, SÍ, SÍ A LA NUEVA AVENTURA QUE TENGO AL FRENTE:

    • ¿Estoy vivo y en condiciones aceptables? Afirmativo.
    • ¿Consiste en lastimar a otro? Mejor no.
    • ¿Mejora la vida de otras personas? Probablemente sí.
    • ¿Consiste en compartir historias o conocimiento? Claro que sí.
    • ¿Se trata de celebrar un chismecito? Tal vez. Depende del chismecito y si no se contradicen los puntos anteriores.
    • ¿Es trabajo que me gusta? Claro.
    • ¿Es trabajo que no me gusta pero me va a pagar algunos juguetes como un gamepad nuevo, un videojuego, un he-man? Está bien, puede ser.
    • ¿Tengo diarrea? En caso de afirmación, negación.
    • ¿Es una aventura extraña, misteriosa y que podría poner en entreduda el complejísimo tejido de la realidad y de todo aquello que doy por sentado? En definitiva.
    • ¿Es una aventura extraña y misteriosa que tiene el potencial de poner en peligro mi vida? Aquí te pregunto, Balbaleón, ¿qué no lo tiene? (pero probablemente no si el peligro es muy obvio, ya no tengo veintitantos años por el amor de dios).
    • ¿Está lleno de amargura y no tiene una pizca de humor? A la basura.
    • ¿Es sobre una idea política, habla sobre el presidente o un partido político? A la basura tres veces.
    • ¿Es religión que no hace daño? Está bien. Todo sistema de creencias también es un videojuego.
    • ¿Soy libre? Quizás.

    Y así me hago una serie de preguntas en milisegundos mentales que determinarán si voy a comprarme ese pay de guayaba en el Costco; si daré vuelta a la derecha en ese callejón que se ve medio oscuro o si me presentaré a la fiesta de fin de año de la tía Yemita. Las preguntas funcionan para mí, obviamente. Nadie más debería decir que sí irresponsablemente a todo lo que le avienten al frente.

    La cosa es que Oda ya reveló que Luffy, de One Piece, es el joy boy e inmediatamente recordé cuando el pirata sonríe cuando están a punto de decapitarlo, y pide perdón a sus amigos porque no podrá acompañarlos hasta el final del viaje, pero sigue sonriendo. Sonríe hasta el final y me acuerdo de mi propio viaje, y lo mucho que me costaba sonreír. Pero igual lo intentaba, porque me acordaba de este pirata imbécil.

    Esa imagen me pareció tan impresionante que sigo pensando en ella, sigo dándole vueltas como si fuera una especie de amuleto, una de esas verdades fundamentales que estaba dirigida a mí, únicamente a mí, profetica y verdaderamente construida para darme un mensaje, una importante-revelación-sobre-mi-vida.

    La última versión de Luffy.

    Veinte años después, se descubre que Luffy, el pirata, es la resurrección del júbilo, de la ridiculez y de la risa. La libertad a través del humor y de la comedia. Quitar el poder a través de la burla (y sí, por eso me burlaba del cáncer, y hacía chistecitos cuando estaba enfermo). Quien desee ostentar el poder debe ser automáticamente descartado como una broma. Sol ya me lo había platicado pero me mantenía escéptico porque me sonaba demasiado bueno (y a veces aburrido por todos esos videos de teorías que salían y que escuchaba de fondo, y que era contado por gente bien aburrida; los fanáticos solemos ser horribles).

    Cuánta catársis —pensé cuando vi la imagen. Un personaje del absurdo luminoso, a diferencia de Vladimir y Estragón, cuyo existencialismo es pesado, y grave (aunque también gracioso, la gracia a través de la condena, lo i-ne-xo-ra-ble).

    Y ese dibujito me conmueve y también me da un poco de tristeza: yo nunca estuve destinado, por ejemplo, a tener ese tipo de felicidad absurda, la ridiculez de una caricatura; pero a pesar de mí mismo, también es mi elección intentarlo. También soy esclavo de los poderosos, de lo que unos señores aburridos dicen que es legítimo, sería iluso decir que no lo soy. Pero puedo intentarlo: SÍ, SÍ, SÍ. Puedo gravitar alrededor de una felicidad sin explicaciones, felicidad sin mecanismos o artificios, felicidad que no está específicamente diseñada para mantenernos complacientes o dormidos.

    No puedo ser Joy Boy, pero puedo seguir siendo THE YES MAN.

  • Un volcán de chocolate, feliz 2022

    La otra noche dije que se me antojaba un chocolate, específicamente dije un volcán de chocolate, y a los pocos minutos, se encendió una notificación de Domino’s Pizza sugiriendo que debía probar sus deliciosos volcanes de chocolate. Este es el momento donde hacemos caritas y le decimos a la tía: “Oiga, tía, parece que alguien nos escucha todo el tiempo”, y la tía te dirá que sí, y te contará de aquella vez que recibió la notificación de comprar un kilo de limones mientras jalaba la fruta de un limonero.

    Esta tarde me puse a pensar que me gustaría escribir una lista de propósitos para 2022. Pero tengo pocas ideas al respecto. No tengo antojos de escribir un libro, aunque tengo algunos empezados. No tengo ganas de aprender una nueva habilidad, aunque ya empecé algunos cursos de programación y diseño. No tengo planeado ahorrar dinero porque estoy, como diría mi abuela, endrogado (es la primera vez que uso la palabra y si soy sincero, me divierte mucho). Tampoco quiero cambiarme de trabajo o irme de viaje. No he puesto una cantidad de libros en el goodreads y aunque tengo muchos juegos, no sé cuántos de ellos alcanzaré a jugar este año. Me gustaría bajar algunos kilitos porque ando en exceso, pero vamos, no estoy haciendo planes, calendarios y mentalizando dietas como en otros años. ¿Así se siente cumplir cuarenta años? ¿O así se siente este aburrimiento pandémico?

    Uno podría pensar, por el párrafo anterior, que estoy triste, deprimido, desganado, desconchinflado, despansurrado, aposcaguado, indiferente o seco. Pero nada más lejos de la verdad. Estoy siendo absurdamente realista como le gustaría a mi padre. En el otro lado de un umbral maravilloso, quizás producto de una variante mía, tengo una larga lista de proyectos que me gustaría iniciar pero son más bien egoístas, sin excesos y de una felicidad contenida. En el pasado, mucho tiempo me detenía la voz de mi abuela porque cuando planeaba algo, ella eventualmente asomaba su carita de mapache ansioso y me preguntaba: “¿y puedes hacer dinero con eso?”. Preguntaba eso cuando me veía específicamente obsesionado, entregado, y así lo hizo cuando me vio escribir mi primera novela, y cuando me vio criar pokemones. Aprendí a mentirle con amor para dejarla tranquila, porque su pregunta partía de una angustia horrible, la angustia del superviviente: “sí, abue, con esto puedo ganar mucho dinero”. Aunque ella tiene muchos años muerta, la pregunta persiste y responderle a su voz fantasmagórica a veces me hace sentir como un engañador. Y uno sabe lo que pasa cuando se trata de engañar a los fantasmas. Una película de Netflix con The Rock y Vin Diesel, eso pasa.

    En el párrafo anterior hay una mentira: “como le gustaría a mi padre”. La verdad es que no sé que le gustaría a mi padre porque nunca lo conocí, nunca hablé con él y murió el año pasado (probablemente de COVID, o consecuencias de COVID. Quizás no miento si digo que era un hombre muy grande y, como a todos los hombres grandes, eventualmente lo derrumbó su propio corazón). Lo único que puedo hacer es contarme historias de ese hombre, así como lo he hecho toda mi vida desde que era un chamaquito. Quizás pienso en él más a menudo porque estoy leyendo los encantos de Bettelheim y el tipo es muy freudiano de repente. Todo es resolverse según los padres, la familia y retorcer la imaginación para un desarrollo de pulsiones eróticas. Pulsión de vida. La otra noche pensé en mi padre porque no podía dormir (pensé en su calva de señor reluciente y que estoy adquiriendo conforme pasan los años) y no quise cambiar el canal, le di chance a mi cabeza de jugar con sus edipos porque los electros son más frecuentes y uno debe hacerse hombrecito (lo pongo en cursivas para que nadie venga a educarme, a ver si se entiende el tonito sardónico). Supongo, en un giro irónico y muy personal, que algunas noches, cuando no dormía, Agustín Fest también pensaba en algunas trivialidades de su hijo, el desconocido, porque no tenía otra cosa que pensar.

    De mi abuela: siempre estaba angustiada por el dinero. Murió pobre, sin nada a su nombre. Quizás es el destino de mi familia. Pero también me gusta pensar que el destino de mi familia es el pensamiento: ¿de verdad es tan necesario poner tu nombre en las cosas? ¿Por qué debería ser parte de mi destino genético ponerle mi nombre a las piedras?

    Está bien, antes de perderme en otros colores y la versión alterna de mis otras cabezas, haré el esfuerzo por escribir una lista de propósitos verdaderamente honestos para este año.

    1. Sobrevivir.
    2. Hacer un podcast. Pero pronunciado como padcaast.
    3. Terminar el tabique de Onetti que compré hace algunos años en la FIL. Voy despacito porque el maldito de Juntacadáveres no es un personaje amable y aunque ya lo leí, me da mucho placer la relectura.
    4. Conocer en persona a algunos de mis alumnos. Uno o dos. No a todos, la verdad. Me da amsiedá.
    5. Ganarme un millón de dólares en algún concurso o una lotería.
    6. Conseguir el Anti He-Man original que sacará Mattel este año de los Masters of the Universe antes de que los revendedores se los chinguen a todos.
    7. Ir a Alemania a una de esas convenciones de látex para conocer gente buenamente enloquecida. Mírame, abuelita, ya estoy planeando mi último rave.
    8. Escribir en este blog una vez a la semana aunque sean puras mentiras.
    9. Tatuarme el pinche cuervo que estoy con que me lo voy a tatuar como perro básico sobreviviente de cáncer que soy.
    10. Poner mi sucursal de Glory Hole Town en algún terrenito de Cholula.

    Feliz 2022.

  • La corrupción de las cintas

    Me detengo y pienso: no vayas a escribir a no ser que signifique algo. El texto (ugh) debe tener un destino implícito (algún bote de basura). El escritor debe labrar (argh) un camino que tenga finalidad. Sin paréntesis, quizá, escribir debe tener un propósito, un diseño más grande que tú mismo, debe ser un palacio de mil puertas que te lleven a un jardín central, al templo colosal y majestuoso. Un santuario que contenga todas las aves y todas las rosas (referencia facilona, abran su Palinuro). Qué ridículo cuando uno se pone sagrado, quizás la escritura, como otras cosas, también lo tengo separado en varias cabezas: una anhela esa construcción mítica de pasillos infinitos mientras que otra piensa solamente en sentarse a escribir, tomarse un boing con popote y hacer una que otra bromita (sí).

    Antes, cuando escribía en el blog, me era muy cómodo vomitar todo lo que pensaba así como me gastaba las cintas de mis películas preferidas (ritual que pienso, algunas mañanas muy ociosas, debería recuperar). Mi propósito para el 2022, si no me mata el COVID o cualquier otra porquería, es vomitar como el Agustín del pasado. Voy a desempolvar ese jovencísimo cerebro y le voy a pedir ayuda para que me ayude a hablar de cosas. Voy a escribir dos, tres, o cinco veces a la semana como diosa luminosa que mete la cabeza al horno.

    La obsesión del paráiso (y por qué uso mucho esa palabra últimamente): quizás como estos últimos años he estado coqueteando con la muerte, alguna parte de mi subconsciente (perdón, inconsciente) está muy interesada en tener una conclusión finalmente satisfactoria sobre el más allá. Como soy católico no prácticante, más agnóstico que real creyente, y no planeo volverme practicante en los próximos años, muy probablemente mi cabeza está resolviendo el enigma urgente como se resolvería en una película facilona y divertida: el paraíso y el infierno están en la tierra y es nuestra cosmogonía interna la que decide los castigos, los purgatorios, el peso verdadero de nuestro corazón en la balanza. Sin embargo, aún cuando ese fragmento de cabeza está trabajando en una solución metafísica para este misterio, otro pedazo de cabeza está muy segura de que la única finalidad es la muerte, que el placer, el castigo y la recompensa solo tienen significado para evitarse el aburrimiento de vivir, una existencia que puede ser muy larga, llena de incertidumbre y de angustias. Esa cabeza sabe muy bien que no hay más allá. Tenemos una única oportunidad, la de ahorita, la de hoy. ¿Vamos por unos esquites o ya valió madre y te quieres quedar en el sillón, mirando el muro, mirando la televisión, pensando en que el sueño es más agradable que la realidad?

    ¿Y qué piensa esa cabeza de la resurrección? Quizás ocurra, seré un organismo unicelular en un planeta muy alejado de aquí, donde el pasto es de un morado tan intenso como el de mi planeta preferido de No Man’s Sky. El sueño se materializa de maneras extrañas.

    Unos años más tarde entendí que haberme gastado aquellas películas es lo mismo que gastarse los libros que deseas habitar continuamente (el libro es una casa, cursi pero posible, una casa muy importante, quizá vital; casa que se multiplica en muchas casas, entiendes la importancia de construir un pueblo mental donde puedes guardar todos tus libros, los álbumes de los lugares visitados y, más allá que eso, empiezas a replicarlos, construyes líneas de autobús y metros que te ayudarán a visitar estos lugares deseables; la casa se convierte en una ciudad mental). Lugares de ficción que dificilmente puedes abandonar. La cinta se corrompe igual que se manchan las hojas de grasa, de sudor y de fluidos (¿Estás seguro que deseas pedir un libro prestado?).

    Qué películas me gustaba ver y gasté las cintas BETA/VHS pirata de mis 8 a mis 14 años: Aliens, Terminator 2, dos o tres colecciones de cortos de Tom & Jerry, La sirenita, Aladdin, Laberinto, La lista de Schindler, Akira, Orquidea salvaje, una porno cuya trama ocurría en un trailer park y era sobre una muchacha que recién había cumplido los veintiún años (o quizás los dieciocho, o —pienso con horror—, apenas los dieciséis), Bubblegum Crisis, Carne de sirena de Rumiko Takahashi, Urotsukidoji 3 la venganza del demonio de las mil vergas, Robocop porque me daba cosa pero también me gustaba ver cómo se derretía el malo cuando caía al ácido, Batman de Tim Burton que canalizó a mi primer nerdo y gordo interior y me invitaba decirle a la gente: ven qué si pueden haber películas de cómics que están muy chingonas, Pulp Fiction pero ya menos porque me conflictuaba ir a misa y explicarle a un cura que me fascinaba ver a Marcellus Wallace y Bruce Willis amordazados con un gagball.

    El problema (entra la voz de Arjona) es que ya tengo el cerebro muy gastado y mis temas están colocados en su lugar. Ya no tengo un horizonte de posibles destinos, ya sé cuales son los lugares donde me siento más cómodo, donde quiero pasar el resto de mis días y morir. Escribir en un blog puede ser el viejo en la mecedora repitiendo viejas glorias. Un patético Al Bundy rumiando a cámara que fue el muchacho más popular del high school mientras ignora el redondo, suculento y fodongo trasero animal print de Peggy. Quizás por eso dejé de escribir y pienso que es inútil, y quizás por eso, precisamente por eso, debería luchar contra ese pensamiento facilón y apostar una que otra ficha (porque empujarlas todas, tan rápido, es de adictos y hambrientos). La arrogancia del cerebro propio se cura con la insistencia, con la necedad y con el aprendizaje. Aprender a escribir de otras cosas, o aprender a escribir diferente (buenos deseos, aunque tontos). Escuchar otras voces que hablen distinto a los lugares donde estoy cómodo o donde no quiero pararme porque me da una flojera discutir con algunos lectores imaginarios. Es decir, hacer la chamba.

    Ya me voy a poner a escribir y me voy a quejar menos. Pinky promise. Pero creo, muy en el fondo, que también la queja es escritura.

  • El paraíso es un cubículo imaginario, íntimo y personal

    Estamos por llegar al 2022 y por undécima vez, veo uno de esos memes en redes sociales que te dicen que mereces una medalla por haber llegado vivo. Deja tú, la medalla extiende sus congratulaciones hasta por existir. El mínimo esfuerzo de ser una masa biológica que mira televisión, que apenas trabaja y se alimenta, que apenas se queja por las injusticias laborales y capitalistas, que apenas puede luchar contra las fuerzas de poder porque acaba muy cansado por la vivienda general.

    Toda medalla y toda gloria para la sombra desparramada en el sillón.

    Y el meme a veces remata diciendo que te quiere mucho, y que te manda un abrazo, y tomes tu juguito de bienestar. La voz del meme, claro, uno puede imaginarla como el compartidor del JPG (NFTes del espíritu) o puede imaginarla como ese personaje nebuloso, la sombra de una voz. El meme puede ser la voz de un padre, o de un abuelo, o de la tía chingona y loquísima con el cabello pintarrajeado de colores hermosos, o de la hermana que perdimos hace mucho tiempo porque le dio una enfermedad rarísima. También puede ser la voz de Tom Holland (hijo se perra madre me tiene harto), o la voz de Guillermo del Toro (otro güey) o, si eres como yo, la voz gruesa y profunda de un basset gordo, orejón y viejito.

    En este color, separado de todo lo demás, iba a mencionar algo de los sueños. Últimamente, para dormir muy bien, ya con los ojos cerrados, repito uno de esos sueños obsesivos y muy agradables como si fuera una película. Empecé a recordar que de niño solía gastarme las cintas (BETA, VHS) mirando las mismas películas, una y otra vez, pero ahora no las veo, ni siquiera las repaso. ¿Qué conseguiría con despertar esta viejas obsesiones? En mi película ritualística, está el espíritu de una muchacha morena que de rodillas, rezando a sabe cuál de todos los dioses que he mencionado en mis diarios, me mira insistentemente a los ojos. Y tiene un disfraz que retiramos por piezas, como una segunda piel que comienza con su rostro. Retirar estos fragmentos de la segunda muchacha es muy similar a contar ovejas. Esta imagen persistente abre una puerta de falsos espejos y duermo mucho, y muy bien, soñando con otras cosas que no son la muchacha. Dicen que ronco como un gato que ronronea. Entonces pienso en las esfinges de La historia interminable. Los héroes falsos que atraviesan umbrales y son destruidos por un enigma más grande que ellos.

    Esta es mi medalla por sobrevivir a la pandemia, híjole no manches, de cobre y de plomo, de latón y de cartón; írala cómo brilla, cómo pesa. Si alguien te la roba, pues la pone junto con los otros diez kilos de medalla a ver quién te las compra a centavos. Quizás esta es mi manera de decir que muchos días de los últimos dos años me he colgado esa medalla y que a nadie le importa, ni siquiera a mí, se me olvida fácil. Es que si la muerdes, desde el primer día puedes ver cómo se dobla bien gacho y ya doblada, la echas al cajón y te olvidas de ella. Perro oso cargar con esa medalla estúpida. Quizás se esconde una pregunta muy grande atrás de todo esto y su trivialización en el meme, como lo de todo lo demás, es insostenible para los hambrientos, los neuróticos, los paupérrimos del punk.

    ¿Qué es verdaderamente existir?

  • 40

    Cuando era niño, y alguno de mis cientos de tíos cumplía años (los Salazar porque los Fest no los conozco, y podrían importarme menos), solían tener este ritual que me fascinaba donde se decían que ya habían llegado a los tas, y que ya abandonaban los tes, refiriéndose a los treintas y los veintes, y después se decían muy divertidos y felices, casi picándose la panza como idiotas sonrientes, pero también amenazantes, con esa seriedad que oculta muchas cosas, muchas vivencias pícaras de adultos, que ya no había vuelta atrás; a partir de los tas vienen los treintas, y los cuarentas, y los cincuentas (pasando ese singular a plural porque cada año, dentro de su propia década, puede ser su propia experiencia melodramática, supongo).

    Así los más grandes asustaban a los más pequeños, y les daban una bienvenida a través de este ritual hablado que me parecía dulce y fantástico. Llegué a pensar que sería un momento esencial de mi vida, la travesía de un umbral místico. Entonces me preguntaba (como el niño que sabe poco)—: “¿Cuándo llegaré a mis tes?, ya quiero estar en mis tas”, y apenas estaba en mis dieces; intuía que los dieces no tienen ese saborcito rico en la lengua que tienen otras palabras. Tas, tas, tas. Codiciaba ese ritual.

    Pasaron décadas para darme cuenta que eso era una broma, chiste de bacardí blanco y de contadores, chiste menso pero adornado con los filtros del pasado y la memoria, y quizá era francamente una estupidez como lo son muchos otros rituales (y qué no es un ritual, pero abrir la comunicación esencial a un dios propio al que necesitamos rezar para darle diversos propósitos a la existencia; misiones qué cumplir para atravesar escenarios y niveles; mundo abierto de porquería, sin trampas evidentes y sin controles sencillos de usar).

    Hace casi diez años llegué a los tas y ninguno de aquellos tíos (o mi madre siquiera), a quienes alguna vez consideré como mis hermanos mayores, estuvo ahí para decírmelo. Y aunque mañana cumplo cuarenta, y me he apropiado de otros rituales muy distintos, soy inesperadamente más feliz de lo que pensé se podría ser. Quizás porque mis estándares de felicidad bajaron súbitamente. Sobreviví al cáncer, y a una vesícula (pudo ser mucho peor, le digo a la gente, como señora chismosa) y, a pesar de todos estos achaques, he sorteado milagrosamente los altos y los bajos de la pandemia, la cual estaba convencido de que al primer estornudo me iba a matar. Pero tampoco ha sido tan desesperado, tan frenético o tan paranoide como acaba de leerse. El miedo más franco me lo gasté en la primera supervivencia, las otras ya parecen de cajón, ya tienen procedimientos e instructivo, repeticiones más livianas de algo que debe hacerse para continuar. Lo inevitable para estar aquí.

    No por ello debe ignorarse lo demás.

    Y lo demás es mucho. Este año, gracias a una suave y dulce regresión a tiempos infantiles (alguien dirá: ya siéntese señor, hágase adulto, por favor), empecé a coleccionar figuras de acción, plástico que encarna la mitología de mi infancia: He-Man y Skeletor, sobre todo Skeletor, el villano más grande y gracioso, más querido y tenebroso (y recuérdese que fue Skeletor quien dijo que los libros son el verdadero tesoro del mundo). Su carita de calaca me enseñó que debían de adquirirse los miedos, jugar con ellos para olvidarse de su solemnidad. También empecé a coleccionar controles de juego, gamepads, como un altar a la memoria táctil, a tiempos mejores y más inocentes. Tengo más de los que voy a usar en mi vida y aunque a veces me preocupa el gasto, finalmente considero que no he gastado demasiado. Compro uno más, me digo que ya se acabó el espacio (pero siempre puede hacerse cachito para el siguiente, y el que sigue).

    Mis juegos conviven con mis libros, los leídos y los ignorados por igual, y así crece el tamaño de los altares, de lo único que pienso puede ser sagrado o, mejor dicho, de lo que yo mismo decidí que es verdaderamente sagrado, el único dios que vale la pena: la ficción y la imaginación, el control humano que tenemos sobre nuestra realidad, la historia propia que debemos inventarnos para caminar sobre la tierra hasta que alguien apague el monitor.

    Estuve a punto de morir una vez, quizá dos veces (depende de qué tan dramático y pensativo, Marlboro Cowboy, esté ese día), y esa ansiedad por pensar que nunca tengo dinero, y tratar de ahorrar por eventualidades, parece que la guardé en otro saco. Debí ahorrar, though, porque me cayó el chango de la vesícula y aunque no fue mi gasto más grande (gracias a mi familia), pude haberlo evitado. Así vive uno a perpetuidad, más en este siglo, en estos tiempos: “pude haberlo evitado de ser más previsor, más productivo, más ahorrador”. Por qué molestar a los otros si uno debería poder solucionar las circunstancias. Dice un señor trajeado, sombrero de copa y nariz roja: “su vida debería ser su entera y propia responsabilidad”. Pero de eso tratan los nuevo cuarenta años: la planeación de la vida, de los cuarenta años que siguen (ojalá), jugarle al adivino del futuro y de las crisis, gestionar la deuda como funambulista porque ya no existen los trabajos maravillosos, ni las empresas compasivas y es cada vez más difícil vivir una vida soñada: la de los televisores y las películas, la de una ficción complaciente donde nadie caga y ningún súper héroe planea cómo pagar una hipoteca. Mis circunstancias, aún cuando son curiosas, tengo que admitirlo, también están llenas de bendiciones. Pero no me voy a disculpar por eso y por nada, en general, estoy casi seguro de que me he ganado un pase dorado.

    Esta década, de ser un hombre que paseaba solitario con su perro orejón (y aquel chiquito blanco, como una nube asesina, que ya se fue) en las calles de Momoxpan, me he convertido en un hombre colmado de nueva familia y de amistades. Amigos que tuve reaparecieron en mi vida, amigos que se construyeron a través de los momentos más oscuros y vulnerables, amigos que se han construido a través de los juegos, las risas y el deber.

    Claro, cursilería obligada: el sol junto a mí, pero el amor es una construcción (no diré que social, qué flojera, prefiero una metáfora más infantil: somos un mundito de minecraft o un diorama de lego), un invento, un espejismo adorable. A pesar de la ficción propia, el engaño que nos mantiene funcionales, amar a otra persona es dejarla trastornar el ambiente, es quitarte continuamente el papel de protagonista para desarrollar una narrativa paralela, la construcción mutua de un monstruo bicéfalo, perrito de dos cabezas, cada uno con su hueso y una memoria celosa de ciertos olores. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que ella ya abandonó su desarrollo y sus secretos, así como ella sabe que es ingenuo pensar lo mismo de mí. Qué tristeza pensar, por ejemplo, que vives con un ladrillo, con alguien que ya abandonó un libro de secretos, enigmas e íntimos paraísos. El ladrillo no tiene la culpa, pero la tiene el ingenuo que así lo ve. Aceptar esa historia ajena y sus bifurcaciones metafísicas, sus benditas posibilidades, quizás, ha sido una de las cosas más difíciles e interesantes de esta última década. Ambos cumplimos años (ella ya pasó ese chiste de los cuarenta, pero se ve veinte años más joven que yo) y, como suelo decir por ahí, cada quien es su propia persona. Eso nos ha dado paz, nos ha permitido sobrevivir mis enfermedades y también nos ha dado algo muy parecido a la felicidad. Eso me gusta creer todos los días, de peores inventos me he alimentado en el pasado.

    Inicié tres novelas este año, escribí algunos cuentos y escribí generalmente poco en mi blog. Nada me dice que pueda terminarlas, porque sigo cultivando el vicio de iniciar proyectos, escrituras sin conclusión aparente. Durante mis treinta, tuve una columna en La Jornada Aguascalientes, ahora nombrado LJA, un buen rato, donde yo solito me obligaba a hablar de política a pesar de que me daba mucho coraje, o mucha pereza. Aunque ya no escriba de ello, todavía me da coraje, pero la muina en secreto es más sabrosa y, por favor, recuerde: el voto es secreto. No hay nada más tonto que perder el tiempo con la política, o la patria. También escribí de otras cosas: libros, creación, ficción, videojuegos, la bondad posible. Alcancé la beca de los Jóvenes Creadores poco antes de que me la negaran por la edad y lo mejor de todo es que escribí un proyecto que de verdad quería escribir. He publicado varios libros, algunos a través de Amazon, otros porque alguna editorial se interesó brevemente en mis disparates. Traduje otros tantos: clásicos, fábulas y cuentos de hadas.

    En fin, era una máquina de escritura hasta que el cáncer me obligó a escribir del cáncer y me ha costado dejar de pensar en ello. Según me entero, viéndolo desde un lado más amable, a mucha gente le hizo bien acompañarme en esos piensos tristes, descolocados, viscerales porque sufrieron algo similar, porque tuvimos brevemente destinos paralelos. Algunos días todavía pienso en ese monstruo, no únicamente, pero apartarlo toma un trabajo mental que solía ocupar para inventar historias. No es tan terrible, considero que uno de los mejores cuentos que escribí salió de ahí. También gracias al cáncer me he convertido en una especie de “yes, man”. En vez de ponerme mis moños, a todo digo que sí, y hago la chamba para hacerlo y si siento a mi mitad oscura y quejumbrosa, la que se echa la carcajada fácil, le pido que aguante vara, que el perro tendrá su día, como lo escribió Onetti y quizás el plan de los siguientes años será huir de ese perro en lo que le encuentro un hogar cómodo donde podamos convivir. Mis dos personas se alimentan mutuamente como perros que se muerden los tobillos, la dualidad de las serpientes que se muerden la cola.

    Después de todo, gracias al sí, sigo trabajando en algo misterioso (videojuegos, juegos de guerra, gamigo) que me ayuda a percibir un mundo contemporáneo, a veces extraño, a veces fascinante. Por decir que sí, también estoy dando clases de guionismo y narrativa de videojuegos, aprovechando la experiencia de un jovencísimo Agustín, que se la vivía entre modelos, actores y filmaciones. Junta tras junta de tiempo desperdiciado y mamones que se creían más de lo que son, y ahora deben estar en una coladera evaluando si sus métricas eran las indicadas. Todos esos jóvenes productores de televisoras con los que jamás congenié. Un cúmulo de años donde grababa gente, los editaba en una computadora mientras escuchaba su nombre y eran torturados con actuaciones breves, algunos destellos luminosos pero la mayoría francamente estériles, sirven ahora como un destilado de experiencia para un puñado de jovencitos y contarles cómo funcionaba el mundo, y cómo está muriendo lentamente, cómo están mutando los monstruos de entretenimiento y crecen hacia lugares nuevos, inesperados y formidables. Viejito que le grita a las nubes pero, también les encuentra formas de manera sincera y apasionada. Con todo y pandemia, me parece que estoy a punto de cumplir dos años dando clases. No he conocido a ninguno de mis alumnos (quizás alguno de ellos), pero recuerdo la mayoría de sus nombres, de sus voces, de sus preguntas e inquietudes, a través de sus pequeños ensayos llenos de faltas de ortografía, y de ingenuidad, y a veces de optimismo o simulaciones de tristeza.

    He leído el Quijote unas tres veces durante esta década. Una mientras me inyectaban los químicos y pensaba lo mucho que me iba a doler después. Quizás por eso lo hacía, porque las palizas que le daban al Quijote y a Sancho me daban la insana paz de aquel que ve sufrir a otro, o de sentirse acompañado en la miseria. Ahora, en agradecimiento, hablo del Quijote en mis clases. También hablo de Borges, y de Michael Ende. Hace unos días, un alumno se conectó para saludarme en Twitch y decirme, más o menos orgulloso, que había leído La historia interminable, y que deseaba más de Ende. Y me contagié de su orgullo, pero también sentí una tristeza inexplicable, porque cuando uno sobrevive el único camino que queda es convertirse en un viejillo risueño y patético, el viejillo que se propone a enloquecer a los otros con sus ideales y sus despropósitos. Creo que he iniciado ese descenso. Este año he releído a Onetti y sus personajes miserables, y hermosos, y seguiré haciéndolo con unas diez páginas diarias, casi como religión, un ritual que me ha costado trabajo continuar pero que gozo enormemente. Quizás este año deba releer a Proust. Quizás recupere la costumbre de leer a Ende una vez al año. Quizás, por fin, cumpla mi sueño de devorar completamente a Levrero, Fogwill y Wilcock. Quizás terminaré la traducción de los cuentos azules, que empecé hace unos años. Quizás conseguiré terminar de escribir una de esas tres novelas o produzca mi primer videojuego, como un sueño continuo cuyas ramificaciones me hacen estúpidamente feliz, un invento que me hace reír cuando estoy en mi rollo. Quizás seguiré con vida. Quizá Nico no morirá en dos, tres, cinco años y seguiremos caminando juntos, lado a lado, con mi sol siempre quemando mis espaldas. Quizás no habrá una tristeza más en mi vida y dios será bondadoso conmigo, y se olvidará de mí. Quizá descubriré una fruta del diablo, el efluvio divino, el santo grial, el jutsu prohibido, la sonata de Vinteuil, el warp al camino 4-2, y encuentre una caja sorpresa con la verdadera inmortalidad, y pueda regalársela a todos los que amo, a todos los que amé alguna vez, y nada más se perderá. Quizá.

  • Danza vesicular

    Todo eso que creía era una gastritis, que también lo era por una úlcera maltratada, además eran unas piedritas en la vesícula. Imaginen mi sorpresa por todos los días de omeprazol y sufalcrato cuando el dolor me volvió a dar, la medicina moderna vencida por un phantom pain salido de sabe dónde, y andaba como alma en pena en mi propio hogar, todas las horas de la noche, haciendo la visita de las siete casas a todas las superficies que me ofrecieran un poco de comodidad (cama, sillón de la oficina, cama de visitas, sillón de la sala), para tratar de ignorar y dormir a través del dolor. Conseguí un récord personal: una vesícula de 7 centímetros, y unas piedritas como de 5. Y así uno se anota las palomitas en las estadísticas del cuerpo (con sus bendiciones y sus maldiciones).

    Mi doctora preferida me regañó: ¿pues qué desayunas? Fruta, pura fruta, y un puñito de almendras; una manzana al día para engañar a la muerte y los hospitales. ¿Y la proteína? Cuál, si más tarde comeré dos kilos de carne, o de salchichas, o de tocino. Bien librado salí de esa. El colesterol me salió un poquito alto, por cierto. Ahí quedaron las piedritas.

    En fin, durante el proceso de las citas médicas, los estudios, hasta que nos vimos con el cirujano, tuve unos flashbacks interesantes: en el 2018, mientras padecía un sabrosísimo linfoma de Hodgkin, los técnicos de los aparatos mágicos, tomográficos y petoscánicos, se detenían en mi vesícula para decirme con suavidad: “esto eventualmente va a ser un problema”. Y yo nomás les respondía: “ajá, ya sé, pero tengo un problema más grande ahorita y perdóname si te ignoro y se me olvida”.

    Si les interesa saber, y quieren mantener una vesícula saludable, la recomendación es que no se estresen en estos tiempos donde estresarse es fácil. Tampoco beban, fumen, coman grasas y controlen su colesterol. Dejen de beber y aunque la recomendación es no más de dos tragos al día, mi recomendación personal es no más de dos tragos a la semana. Pero a dios gracias el gobierno, siempre queriéndonos a nosotros los mexicanos, justo retiró unas sopas instantáneas en el súper que eran prácticamente tragar unas piedras para la vesícula. Ya pueden quitarse una preocupación y no olviden revisar los poderosísimos sellos de salud para darse una idea de la que están masticando.

    Mi relación con el dolor del cuerpo y la enfermedad, conforme pasan los años, cada vez es más estrecha.

    En fin, tengo qué poner la ofrenda de muertos.

    Primero me despediré de mi vesícula. Cosa más guácala pudriéndose en un contenedor hazmat.

    Después pensaré en mi abuela, que es una de mis muertitas más chingonas. Le pondré unos huesitos al Killer, el french minitoy, y después abrazaré a mi Nico, porque está muy canosa y muy vieja, y a veces le duele la espalda como si anunciara los finales próximos.

    También pondré en mi altar a toda esa gente que me he topado alguna vez: el muchacho actor que se colgó en su casa después de fumar un cigarrillo conmigo, el muchachillo diseñador que se ponía de nombre Ehécatl, Josefa Guerrero, Luzanna quien tenía una sonrisa muy hermosa y DC Jomi, quien siempre me pareció un hombre muy sincero. También aprovecho para prenderle una velita a Mauricio Ituarte y sus Lectio Divina. Unas velitas más para los abuelos de mi mujer, quienes son ejemplo de resistencia y de larga vida. Y una coca-cola para Rubén, el padrino, quien seguía bebiéndose galones de azúcar negra por testarudo.

    Pondré a todos los viejitos y viejitas con los que trabajaba, hace muchos años, y que por la inexorabilidad del tiempo solían irse, y también pondré algunos actores guapos que tenían una sonrisa brillante porque se fueron demasiado pronto y me arruinaron las posibilidades de algún proyecto.

    Quizás deba extender mi ofrenda a los videojuegos, y a los libros, que desaparecieron de mi vida por todas las mudanzas que he hecho. Ojalá los espíritus entiendan esta conjunción con el mundo material, pero también creo que las cosas tienen sus propios espíritus, pequeños dioses que crecieron con nosotros y de los que uno, obligadamente, debe despedirse cuando algo interrumpe nuestro camino juntos. Hasta pronto a todos ellos.