Esta es una de mis sesiones de juego de Skyrim. Llevo un año jugándolo. Confío en que pronto lo acabaré.
Autor: arbolfest
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Puentes
Ayer pedí un uber. Me fijé en su calificación: 4.77.
Una de mis pasiones, durante el cáncer, era mantener mi calificación de pasajero más arriba del 4.9; era fácil, solo decía a los conductores que iba al hospital siglo xxi por chequeos, quimioterapias, y ellos en su cabeza pintaban una historia triste, y lo menos que podían regalarme eran cinco estrellas.
Algunos de ellos, visiblemente afectados, se iban por la senda del guerrero. Se les llenaba el hocico de palabras fáciles: que yo era un gran luchador y que no dejara de rezar, y que te bendiga dios, y no hagas nada malo que no hiciera yo. Terminaba soportando el resultado de mi jueguito, escuchaba a tontos apasionados sobre mi guerra contra el cáncer, una guerra que se había convertido en suya y empezaba un echaleganismo necio e imbécil.
Remisión, y unos años después, cuando me subí al uber 4.77, me percaté de que se trataba de una conductora. Pensé que su calificación surgió a partir de los prejuicios. Así que no me la tomé en serio.
Abroché mi cinturón, me puse a revisar otras cosas, pasamos bajo uno de los puentes de periférico.
Ella susurró:
—Disculpe, joven, es que me distraje buscando los rostros.
En ese puente de periférico, el gobierno contrató unos grafitteros para pintar rostros. Todavía se ve a los artistas dando retoque a las pinturas. Pensé que hablaba de eso.
—Sí, son rostros muy peculiares —dije.
—En los puentes hay gente, luego los ve usted colgados.
Nuevamente, para tratar de darle sentido un sentido amable a su historia, miré al puente peatonal que estaba junto a periférico, y se me ocurrió que hablaba de los vendedores de cruceros, y de sus hijos, quienes aburridos, se cuelgan como changos y hacen travesuras, y el mundo está cada vez más triste y loco.
—Es que los puentes necesitan gente para que no se caigan, ¿sabe?
Finalmente comprendí que era un pasajero con boleto directo y sin escalas a mundo cucu.
Guardé mi celular, traté de ver a la conductora por el espejo pero solamente podía mirar su perfil.
—Dígame más, esa historia no me la sé.
—¿A poco no se ha fijado que en Tlaxcala desaparecen los indigentes?
—¿Desaparecen? ¿Por qué?
—Porque los meten en los puentes para que no se caigan.
Entonces Tlaxcala exporta indigentes, quise decirle, pero presentí que estaba entrando al territorio del hotel california. No importaba lo que yo dijera, íbamos a viajar a un mundo extraño y misterioso.
—¿Y qué pasa si no le meten gente a los puentes?
—Se quiebran, se rompen, y se caen. ¿No conoce la noticia del ingeniero?
—¿Qué hizo el ingeniero? ¿Metía gente en los puentes?
—Al contrario. Como no metía gente en los puentes, estos empezaron a caerse.
—Ya veo.
—Sí, por eso el ingeniero empezó a soñar con los puentes.
—¿Soñaba con los puentes?
—Así es, soñaba con ellos. Los puentes exigieron que metiera más almas. Como no tenían suficientes almas, no terminaba de construirlos, y estos seguían rompiéndose y cayéndose.
—Oh.
En ese momento me dejó en mi destino. Vi que me puso las cinco estrellas y correspondí con lo mismo, además de darle su medalla de “buena conversación”. Desde entonces, he pensado en su 4.77. Creo que la gente no sabe apreciar el mundo cucu como uno que es pasajero frecuente.
Quizás le gusta contarse cosas mientras maneja para no aburrirse. Tal vez siempre cuenta la misma historia de los puentes porque es su mejor historia, su one hit wonder.
O era ingeniera, y dejó de hacer puentes porque soñaba con ellos. Los abandonó porque pedían un precio más allá del que ella estaba dispuesta a pagar.
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El viejo loquito de los videojuegos y los libros
I
Estos últimos años, cansado de la facilidad con la que puedo posar el ojo en las cosas horribles y regodearme, estoy haciendo el ejercicio de buscar cosas maravillosas dentro las obras que consumo. Es una habilidad que estoy refinando a consciencia porque es muy fácil odiar las cosas y quiero vivir la ilusión de felicidad y contento. Ya odié muchas cosas durante el cáncer. También las amé, pero es porque mi cerebro estaba loco.
Por ejemplo, a principios de año, aunque algunas veces me desesperaba, o alienaba, aprendí a gozar los cuentos raros y puercos de Felisberto. Creo que consigue lo que se propone: sonar como una canción vieja, muy antigua, que despierta algunos espíritus, o demonios, o angustias.
Creo que he tenido pesadillas con el muchacho que se convierte en un caballo y luego es forzado a tener relaciones con una mujer.
Felisberto me recuerda un poco a Tario, con la peculiaridad de que Tario es ridículo, quizás humorístico y absurdo, como una película clase B, un Vincent Price dirigido por Ed Wood.
Tario es muy imaginativo, también es burdo, sencillo.
II
Clarice es otra cosa, creo que no tengo un punto de comparación sencillo. A veces me hace pensar en Proust, o en Joyce, y no por los artificios, pero los entornos, la elegancia y sus canallas disfrazados. Hay momentos donde ella es psicológicamente tenaz: toma a un personaje que distorsiona su narrativa hacia lo que ocurre adentro y el lector es arrastrado a esta furia, a una sonrisa descarnada, este juego de vivencias.
Más de una vez, leyendo sus cuentos sobre momentos cotidianos, me pregunté si no había gato encerrado, una pérdida que no estaba comprendiendo. Sí, quizá a eso me refiero cuando digo que Clarice me recuerda a Joyce (Dublineses).
III
Tuve la oportunidad de dar un diplomado / taller en Pachucha de literatura interactiva. Reuní algunas de las clases que doy en el semestre para construir una especie de monstruo tallerístico, con el propósito de crear libro-juegos. O juego-libros. O videojuegos como libros. O cuentos como videojuegos.
Daba una hora, quizás hora y media de teoría, y luego dejaba chambear a los alumnos (porque así me enseñó la universidad jesuíta, lejos están esos tiempos donde leíamos una hora y media y luego nos íbamos a pensar, a escribir, a reflexionar).
El perfil de los alumnos me pareció muy diverso. Al final, creo que la experiencia fue interesante, y muy valiosa. Mis alumnos consiguieron crear libros, juegos, entornos que se prestan tanto para la creación literaria como la creación de juegos y sus conceptualizaciones estaban detalladas.
Sorprendido, descubrí que algunos hicieron, inadvertidamente, casi sin quererlo, prototipos iniciales que parecían juegos de mesa.
He descubierto que mi trabajo como docente, y lo que he aprendido en el mismo, también me ha transformado.
Creo que me ha cambiado para bien.
IV
Para despedirme de Pachuca, fui a comer pizza con Julio Romano y Rafael Tiburcio. Platicamos un rato de trova —porque es un tema apasionante—, de la docencia, de películas buenérrimas y los tres mosqueteros. El lugar a donde fuimos a comer una pizza de arrachera y pimientos, también era una librería de segunda mano. Me paré para buscar cosas. Empecé a agarrarle cariño al lugar porque era una librería que contenía las cosas que luego hojeaba de chavito.
Julio Romano encontró un libro de Nostradamus, editado por Roca, y me lo pasó. Empecé a hojearlo y sentí una extraña familiaridad con el libro. Recordé las cajas y cajas de libros esotéricos pertenecientes a Nayaranath, que todavía guardábamos, y arrastramos con nosotros en incontables mudanzas. Locuras que hablaban de la astrología, los masones, los celtas. También recordé aquella película de Nostradamus que vi de chavito, una especie de documental que resumía sus profecías. Alguna decía que habría un gobernador africano, etíope, que podría salvar o destruir al mundo dependiendo de su decisión y mi yo niño conoció una angustia como pocas.
La chica que nos atendió, nos mencionó que había promoción de dos libros por uno. Resignado, me levanté de nuevo a buscar algún libro que pudiera llevarme y por casualidad, me encontré La vida interior de Alberto Moravia. Lo estudié un poco y era una edición reencuadernada, y me hizo pensar que la había rescatado alguien que quería mucho este libro, que lo había conservado a pesar de cualquier problema y cualquier mudanza. Me conmovió, pues me hizo pensar en mí, y en las cosas que he perdido a lo largo del tiempo.
Leí ese libro de Moravia a los doce años. Solo recuerdo la sensación de que me gustó mucho, pasé muchas desveladas leyéndolo. También recuerdo algún diálogo donde se burlaban de un muchacho que hablaba de política y era un masturbador compulsivo. Desde entonces, pienso que los politólogos o los apasionados de la política o los que separan izquierdas, derechas, y expresan en demasía su identidad política, son onanistas irredentos y suelen darme risa.
Es de esos libros que leí con lámparas y que me regresaba a leer mis momentos preferidos cada tanto, aunque solo lo leí una vez, de principio a fin. Y me hizo pensar que había otros libros, además de Stephen King y Clive Barker, y sus marranadas divertidas y terroríficas, y que quería leer mucho y más. Moravia, desde muy joven, abrió mi curiosidad lectora y me invitó a intentarlo con espacios más complejos. Aunque, hoy en día, no estoy seguro de poder recomendarlo a los jóvenes.
Lo dejé en su lugar después de mirar el precio, pensando que estaba muy caro para ser una edición vieja y abandonada. Y eso considerando el dos por uno.
Luego suspiré resignado.
Me pregunté cuándo lo volvería a ver y me lo llevé.
Ni siquiera me dieron ganas de regatear.
V
Arcanos menores del número cinco: número del caos, la disrupción del espíritu. La memoria es un juego por el cual transitan algunos deseos del presente. La memoria, quizás, abre caminos a la adicción, así como los juegos. Viene una persecución tenaz de la infancia, la inocencia, los primeros momentos.
Anoto eso por ahí, como si no me conociera. Por cierto, en algunas culturas, la palabra juego remite al loquito del centro: ese que siempre está jugando con uno, ese que ha terminado afuera del espacio social y sin quererlo, acaba teniendo una libertad horrible, y se burla de todos, y hace caras, y saca la lengua, y se le cae la baba mientras se ríe, y nunca se ha sonado los mocos.
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d100
Leí un titular, mientras navegaba, que decía cómo un escritor puede beneficiarse utilizando mecánicas del azar, como las de Dungeons and Dragons, para contar historias. Nada más leí el titular; me dio flojera entrar a leer porque a todas luces, el click bait estaba lampareando como luces neón sobre mis intereses.
Lamento no haberlo leído, me salí a los primeros párrafos, pero no me estaba diciendo nada nuevo; desde chamaquito he jugado con los dados para contarme cosas. Aquel artículo no me enseñaría nada nuevo, no en este momento, solo buscaba una reafirmación de identidad y de placeres.
Reconozco una de mis emociones preferidas en Street Fighter II: la duda. No sabes con certeza a dónde te llevará el avión después de escoger a tu personaje, o quién será tu primer reto. El camino del guerrero tiene sorpresas, una invitación a adaptarse continuamente.
Si otra persona se paraba junto a ti, el asunto podía ponerse cardíaco porque venía la emoción de saber a qué personaje escogería.
¿Tu contrincante sería un estratega? ¿Alguien que pensaba contrarrestar a tu Guile con un Ryu? ¿O sería uno de esos genios que saben utilizar a Zangief para darte vueltas por el aire y luego romperte el hocico? Quizás escogería a Dhalsim: el vago de Schrödinger, con Dhalsim nunca sabes si te van a madrear o son una pifia.
Generalmente es lo segundo.
En versiones caseras, un poco más avanzadas, agregaron esta cajita de pregunta que te permitía escoger a tu peleador al azar. Recuerdo el ding, ding, ding, la música de éxito al escoger un personaje, y luego viene el narrador que grita con su voz modulada: U S S R, y te sientes un ganador del casino o de la vida.
Cuando era morrito, una de las historias que escribí trataba de peleadores muy básicos: personajes con una motivación sencilla, ser los maestros de su oficio. Es decir, usaba como mis personajes a Ryu o Ken. Y para resolver la narrativa, en vez de planear, escribí el nombre de un montón de peleadores ya existentes (Guile, Baraka, Cinder, Wingnut) y tiraba un lápiz sobre esta hoja para definir el siguiente encuentro de Ryu o de Ken.
De esa manera, escribía los capítulos de uno en uno. No pasé de los seis o siete capítulos antes de que mi propio experimento provocara sus propios problemas azarosos. Por ejemplo, ¿cómo podría ganarle Ryu a un personaje con stand o que tuviera la técnica del kaioken? Era especialmente difícil cuando los personajes se manejaban en ciertos entornos favorables, como un mutante de tiburón que solo pelea en el agua.
Ya no escribo historias sin una planeación (aunque sea una imaginaria, un mapita mental que me improviso en una servilleta), gracias al cielo, aprendí algo 30 y tantos años después; aunque todavía me divierto con el azar de las historias y hago experimentos cuya narrativa es medio mutante, medio extraña. Algunas veces, involucrarte con el personaje y navegar junto a él en un paraje laberíntico puede ser emocionante. Otras veces, imaginas al lector como un personaje al que puedes sorprender todo el tiempo (mentira). Todo lector de historias posee una brújula que les permite anticipar el camino. No solo pasa con los libros, pero también los chismosos, los cinéfilos, los espectadores, los voyeristas lo hacen con sus respectivos medios. Una historia es como un pachinko, sueltas una bolita de metal que puede agarrar muchos caminos pero la mirada ya está en el límite inferior, apostando por el final. Muchas veces son conscientes de esta brújula, otras veces no tanto.
Paradójicamente, algunos dependen de su brújula porque odian no saber lo que puede suceder después.
Como escritor, creo que la única manera para burlar esa brújula enfadosa, aguafiestas sabelotodo, es introducir un poco de caos dentro del entorno. Pero tampoco se trata de exagerar con los dados porque la historia se convierte en un casino.
Quizás hay historias que pueden escribirse con múltiples dados, y puedes lanzarlos todo el tiempo como un tributo al universo. Hay lugares para contar historias de laberintos, y hay casinos para quienes ya no quieren escuchar historias. Hay historias ancestrales, anidadas amorosamente por los espíritus, espíritus que nos ayudaron a construir las brújulas que nos ayudan a buscar el placer, y también el amor, cuando escuchamos a nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros amantes.
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Nopalitos
Como no podía dormir —me excedí de cafeína porque nunca, nunca aprendo—, anoche recordé a una muchacha maravillosa. Era mi vecina. Morena de cabello largo, muy bonita, y aunque yo era un niño, me saludaba amablemente y me retorcía el corazón, y el estómago, y quizás encendía mi cabeza, mi corazón [otra vez, dos veces, tres veces], un pedazo de mi páncreas y me enloquecía.
Vivía directamente en el piso de arriba.
Me gustaba mucho, pero la amplia diferencia de edad complicaba la cosa. Ella iba en preparatoria, seguramente. Y yo apenas en la secu.
Pensaba en ella y luego me arrepentí por navegar en el espacio del recuerdo; es un cinema paradiso, el viejo ciego que te toma de los brazos y te pide que no regreses, no cedas a la nostalgia, olvídalos a todos.
Aprovecho para confesar esto: alguna vez la vi en la ventana, se veía desnuda y divertida, con los ojos entrecerrados, mirando a la nada mientras una sombra detrás de ella la impulsaba. Eran las tres de la tarde. Obviamente, como chamaquillo de secundaria, no estaba preparado para eso y tan pronto me di cuenta lo que estaba pasando, fui corriendo a encerrarme en mi casa y rumiar sobre lo que acababa de ver.
Mis piensos enmarañados todos confundidos. Pero en la pubertad, hasta cuando un pájaro silba en tu oído, confunde.
Supe, años más tarde, que había perdido la oportunidad de un voyerista, pero también años, años más tarde, caí en cuenta que mi huída sirvió para proteger un recuerdo.
Como un Bart Simpson cualquiera, tuve el impulso de tocar su timbre, hacer la travesura e interrumpir la urgencia de la muchacha maravillosa y aquella sombra. Quizás lo hice, por cabrón y celoso, y porque uno debería reescribir sus recuerdos a satisfacción. Supongamos que sí pasó, y que vi a uno de mis vecinos salir del departamenteo de la chamaca, un güerillo que se engelaba el cabello como un punketo cualquiera, vistiéndose rápidamente mientras corría por las escaleras del edificio.
Semanas después, la muchacha se tiró de un segundo piso. Todavía recuerdo el eco de su grito. Me asomé para ver lo que estaba pasando y me dio algo cuando supe que era ella. Obviamente no se mató, para vergüenza y alivio de todos. Los vecinos empezaron a cuchichear mientras se la llevaba una ambulancia: “se quiso matar por amor, es que se embarazó, es que vivía deprimida”.
No lo sé. Creo que se la pasaba bien.
Quizás se cayó por estar cogiendo pero yo no iba a ofrecer ese pedazo de información.
En adelante, cuando regresó del hospital, un par de meses después, no me saludaba muy bien. A nadie. Andaba con la cadera chueca y la carita cansada.
Mirándola a ella desde la memoria, desde el tiempo y la distancia, desde lo imposible y lo ideático, se me ocurrió que yo soy lo mismo para alguien más. Un tipo que era maravilloso y después empezó a caminar chuequito, cansado, mal cogido de muerte. Un personaje ajeno, uno que lo saludaba bien y parecía medianamente agradable; un objeto nostálgico que habrá sufrido una caída vergonzosa y en un universo paralelo, creció como los gusanos dentro de una lata.
La memoria es un tarro de conservas.
Hoy, para mí, que la memoria es un nopal en salmuera.
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Paleoceno
En el módulo de sexualidad que estoy estudiando, porque yo no sé nada de esas cosas y para mí todos son angelitos asexuados, dice la profesora que me está educando que la sexualidad puede ser una fuente de placer y aceptación. Además de lo malo, de todo lo malo, especialmente lo malo. Dicen los bellacos que en lo malo está la fuente de todos los placeres.
Como parte de un ejercicio diario de identidad (y de aceptación), estoy registrando mis emociones en el teléfono. Apple tiene un diario para eso y cuando tienes rato llenándolo, te ofrece unas estadísticas que explican detalladamente los ingredientes que componen tu alma.
Eso me agrada.
Sin embargo, así me di cuenta que soy irritable (cada tanto, normalmente soy el osito de taiwan, como la canción de estos güeyes cómo-se-llaman) y cuando genuinamente me pregunté por qué, la única respuesta aceptable es que soy irritable, soy lo que soy y ya. Es decir, irritarme es parte de mi identidad, y esa irritabilidad es un producto que surgió en el Paleoceno, con una amiba que registró esa emoción en su ADN e hizo todo lo posible para sobrevivir y transmitirme esa bendición en forma de alguna proteina cerebral.
Estoy agradecido con algunas partes de mi persona; me mantuvieron vivo. Una de ellas fue ese gusanito que me empuja a escribir historias y compartirlas. Haciendo un examen de mi vida, también me di cuenta que siempre me ha gustado enseñar a otros. Pero la irritabilidad, si acaso, solo sirve para recordarme que estoy vivo, y que la vida es una larga enfermedad. Quizás, si tuviera que definir la vida, diría que es muy semejante al túnel de Felisberto Hernández, ese cuento confuso donde sus personajes andan a oscuras y buscan cosas. He soñado con ese cuento que parece surge de una histeria muy peculiar.
Me pregunto si el túnel de Felisberto está conectado don el túnel de Sábato.
También estoy haciendo un ejercicio consciente de registrar instantes de gratitud y de placer. Eso está muy bien, me ayuda a recordar que no soy un gusano haciendo un agujero en un baldío. Doy gracias por esto y por aquello. A veces invento cosas raras para entrar en un estado de gratitud. Por ejemplo, doy gracias por los jaguares y sus hermosos colores; doy gracias por las amibas RESILIENTES del Paleoceno; doy gracias por los creepers de Minecraft porque cuando sesean a mis espaldas, casi me da un paro cardíaco y me da mucha risa, la verdad, morirme por el susto de un videojuego, además uno con esos gráficos tan pinchones, nomá, pero no me parecería nada mal si un videjuego me mata, no, no, está muy bien morirse así.
Pero si pudiera decidir la causa de mi muerte, preferiría que fuera por alguno de lo placeres, no por algo que me dé un sustito.
Ojalá.