Autor: arbolfest

  • The Orville

    The Orville

    Vi el primer capítulo en un camión a Pachuca, Hidalgo. Me interesó tanto la premisa, que me contraté un mes de Disney+ para acabar de verla.

    El capitán Ed Mercer (Seth MacFarlane) llega a su departamento y descubre a su esposa, Kelly Grayson, teniendo sexo con un alienígena azul que se llama Darulio. Más tarde nos enteraremos que Darulio es papacito Rob Lowe. Para darle ese humor vulgarsón, característico de Seth MacFarlane, Darulio desprende un líquido de su cabeza cuando Ed los cacha. El tono de The Orville queda claro: Star Trek con Family Guy, el espacio pero no tan en serio.

    En décadas posteriores, Star Trek no solo sería reconocido por los trajes chafas de los monstruos, el barrido de las imágenes para pretender que las naves trascienden planos para viajes hiperveloces o por usar un juego de luces y maquetas para interpretar la opereta espacial; también serían conocidos por tratar, a manera de metáforas y analogías, los temas sociales complejos de aquel entonces.

    Como ya era una serie progresista, que miraba a un futuro utópico, quizás una versión amable del destino manifiesto, fue la primera en tener a la teniente de comunicaciones, una africana, Uhura, ocupando un lugar privilegiado en la nave.

    En otro capítulo, Uhura se besa con Kirk, el típico chancero todasmías de ojos claros, y eso provocó un revuelo en su época. A mucho gringo blanco se les expandió la cabeza y pensaron: “podemos besar a los negros”. O afroamericanos, como insistirían más tarde que debían ser llamados. Ojo, considérese que los afroamericanos no son africanos, como Uhura, o afromexicanos, o afroirlandeses (por eso me llaman Red, dirían en Shawshank Redemption).

    En Orville, unos minutos después, el capitán Ed Mercer y su compañero, Gordon Malloy, tienen una videollamada con un científico que inventó sabe qué cosa de viajes en el tiempo. Atrás, en el fondo, aparece un perro que empieza a cogerse a un peluche. El chiste, muy MacFarlane, es que todos los hombres tienen qué mantenerse serios mientras miran los que está pasando en el fondo. Humor de colegiales. De eso se compone la primera temporada de Orville, más o menos: parodiar a Star Trek y, a la vez, poner el dedo sobre lo chistosa que es la tecnología contemporánea que a veces parece magia.

    Sin embargo, la serie después empieza a tomarse en serio. Todavía no demasiado, pero va por ahí. Deja de ser The Orville para convertirse en, precisamente, Star Trek: The Orville Generation. El entorno de los personajes cambia misteriosamente, evoluciona para darles pie a crecer como gente.

    Por ahí de la segunda temporada, abandonan el humor de colegiales para hacer el intento de tratar temas complejos. Por ejemplo, tienen una raza espacial que está compuesta de puros hombres. Algún escritor decidió rascarle a ese tema y eventualmente, la Unión de Planetas Confederados (tiene otro nombre, lo olvidé), se da cuenta que el planeta cambia de sexo a todas las niñas para convertirlos en niños porque las niñas son débiles y sentimentales. Obviamente, la Unión se estresa porque no está bien visto que apoyen a un planeta que cometa estos actos barbáricos, pero no pueden sacarlos del club de Tobi porque venden las armas para defenderse de los Krill.

    Cuando Star Trek inventó los teletransportadores instantáneos, The Orville inventó dos cosas: un aparatito médico que prácticamente se maneja solo (aunque lo supervisa una médica, psicóloga, neuróloga, porque un doctorado ya no es suficiente) y un cuchumbito al que le picas los botones y te da lo que quieres: comida, cigarros, teléfonos celulares del 2020. Esto último, me corrijo, también fue un invento de los Supersónicos. El cambio de sexo, dentro de la ficción, afortunadamente, no es doloroso y tampoco es una pesadumbre sobre el cuerpo. Quizás se plantea otra pregunta interesante: si puedo ser lo que yo quiera, cuando yo quiera, entonces… ¿qué? La vida son esos niveles de libertad. Cuántos necesitas para ser lo que deseas. The Orville deja entrever esa delgada línea metaficcional.

    Los Krill, otro escritor decide rascarle, son una raza alienígena sumamente conservadora, cuya palabra divina es la única que existe en el mundo. ¿Qué quieren los Krill? Quedarse con el universo. Destino Manifiesto. Del otro lado, sin embargo, la Unión, compuesta primordialmente de hombres blancos, chanceros, todasmías de ojos claros, tienen una manera más democrática de repartirse el universo, espolvoreando unos cuantos alienígenas en el fondo de la pantalla, otros tantos más como secundarios y finalmente, como ya descubrieron que pueden besar a los afroamericanos, pues hay uno que otro por ahí, y también alguno que otro chino, aunque no es chino declarado, y también hay una máquina que tiene más sexo que todas las razas interplanetarias, como una representación fiel de los tiempos que se viven donde pronto preferiremos intimar con el metal y las inteligencias artificiales.

    Hago esta acotación porque la creo muy necesaria: los gringos todavía viven la ilusión de que superan a los chinos aunque les deban hasta los calzones. Por eso hay chinos, pero no los hay. Les da cosita. Al menos Star Trek tenía un personaje japonés.

    Disfruté mucho las tres temporadas de Orville, aunque se necesita una buena dosis de Suspension of Disbelief. The Orville se siente como la ciencia ficción vieja, no solamente en términos de Star Trek (la clásica o New Generations) pero los cuentos que vendía Asimov en sus antologías. Eventualmente muchos de los personajes mejoran, así como mejoran los entornos donde se desenvuelven y tienen desarrollos interesantes. No solo hay viajes planetarios, pero hay viajes en el tiempo (muy doctor who) y viajes entre dimensiones (!). Los más beneficiados son los personajes femeninos en este sentido.

    La doctora Finn es uno de mis personajes preferidos, la versatilidad de Penny Johnson como actriz, la ha convertido en uno de los personajes más arriesgados e interesantes de toda la serie. Si no la veo por Ed Mercer, o por Kelly Grayson, o por la familia de Moclans (otros alienígenas por ahí), definitivamente es porque la doctora Finn tendrá algo interesante qué hacer y que alimentará mis ganas de vivir en ese futuro mejorado. Sirva esto como una carta de amor a un personaje que todavía no sé si volverá pero que me dio algo en qué pensar.

  • Skyrim

    Skyrim

    Recién me mudé a Cholula, por ahí del 2013, compré una compu de media gama con algunos ahorros. No tenía la mejor tarjeta gráfica, pero apostaba que podía llegar a la calidad media de una playstation tres. Y si no, podía intentar abrir mis juegos pesados con una mac pro del 2013 (bootcamp), resultado de una chamba que hice ese diciembre. En ese tiempo era una bestia, hoy… digamos que es una compu aguantadora.

    La mac pro ya no se actualiza porque está vieja y todos los días está rumiando que le gustaría morirse, pero sigue aguantando porque me gusta escribir mis piensos en ella y ya hicimos un pacto.

    La idea era adquirir una computadora para jugar otra cosa que no fuera World of Warcraft. Quería evitarlo en la mac pro. Estaba abandonando ese vicio que me estaba costando salud (fumaba una cajetilla, a veces dos al día y me tomaba mi coca-cola de dos litros, sí, sí, como en el episodio de South Park) y era un gasto recurrente.

    Necesitaba acceso a juegos menos tóxicos.

    De lo primero que se me ocurrió instalar: Skyrim. Fue una bendición pero también fue un error. Despiertas en un carrito tirado por caballos. Solo puedes mover tu punto de visión. Miras a tu alrededor y descubres unos duros y hermosos nórdicos, parecidos a los hermanos Hemsworth, que te dicen de cosas muy vikingas, entre ellas: “Talos te bendiga porque estás a punto de ser ejecutado”. Las voces son increíbles, los bosques también, la iluminación renderizada cuidadosamente modifica las sombras de mediodía a la vez que vas llegando a tu cita con el verdugo.

    Skyrim prácticamente inventó ese adjetivo espantoso que usan los jóvenes hoy en día: la inmersión. Si me dieran un septim cada vez que escucho: “es una experiencia inmersiva” cuando hablan, por ejemplo, de un maldito doujinshi, ya sería millonario y hubiera pagado todas mis deudas de enfermo. Otra: “es que es una narrativa inmersiva y se rompe, profe” y yo, ¿qué no puedes tener una imaginación saludable, y adentrarte solito en la historia, sin esperar que fuerzas misteriosas construyan eso que llamas inmersión? ¿Por qué le das un nombre tan feo a tu cerebro y su capacidad de imaginación? ¿Y por qué no puedes controlar tú solito el monito ese que te ayuda a imaginar adentro de tu cabeza? ¿Por qué debes dejarle la cosa de la imaginación a un producto? ¿Quieres vivir toda tu vida como un consumidor? Perdón, me estoy alejando de la reseña.

    Regresemos a Skyrim. ¿Querías ser un héroe? Te chingas, toma tu experiencia inmersiva; no puedes hacer nada, te van a ejecutar porque estabas en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Desde la introducción te confrontan con el verdadero espíritu de Skyrim: nunca estás donde debes estar dentro de la historia porque siempre estás distraído con alguna otra cosa, y cuando no eres tú, alguna circunstancia te empuja hacia otro lugar. Gentilmente, sin que nadie te lo diga o te lo venda, Skyrim se trata de tejer tu propia historia, el destino fantástico que más te guste. Si me dieran un septim por cada vez que me dediqué a sembrar papas para viajar al End, perdón, si me dieran un septim cada vez que recojo mis scaly pholiotas para hacer más pociones…

    300 horas Skyrim después, en el lejano 2013, estoy haciendo las misiones de Herma-Mora, buscando los libros prohibidos que te dan habilidades nuevas. Para mí, en este momento, el juego me parece el verdadero paraíso. Soy un guerrero de dos manos con una armadura dáedrica y estoy buscando libros, solamente libros, en el plano donde la deidad daédrica del conocimiento, los acertijos y los secretos es el dios único. “Maldito juego estúpido”, pensaba, con unas enormes ganas de llorar como la canción esa de los auténticos (me pone loco tu forma de ser).

    El juego estaba entretejido con mi alma: libros, dioses, tesoros.

    Al día siguiente se corrompió mi save file.

    No pude encontrar el Oghma Infinium.

    Unos años de distancia, seré sincero y no le voy a echar toda la culpa al juego, mi save file se corrompió por algo muy sencillo: le había metido mods. Muchos. Más de los que puedo contar. ¿Variedad de bestias en los parajes de Skyrim? Venga de ahí. ¿Más patrullas imperiales que navegaban el mundo para joder? Sí, me encanta. ¿Armaduras reveladoras para todos los actores femeninos? Joder, sí, tengo trece años. ¿Penes gordos para los nórdicos? Deme diez porque necesito mi Conan, el bárbaro. ¿Shaders papito? Por favor. ¿Quieres una Sailor Moon de posible compañera? En el nombre de la luna. ¿Quieres a Thomas, el tren, haciendo chu-chú por los cielos? Chingados, no, eso no porque rompe la inmersión. Tenía alrededor de cien mods instalados que empujaban mi juego a los límites: Skyrim se cerraba, los save files se corrompían, y la última vez fue más de lo que se pudo arreglar.

    Lo cerré y me dije nunca más.

    Hasta que hace unos años, escuché que iban a sacar la versión especial, actualizada para equipos más modernos y con algunos arreglos al motor de juego. Después sacaron una versión de aniversario que ya incluía todos los mods del club de creación como un DLC de esa edición especial. De lejos, empecé a escuchar nuevamente la canción del dovakhin. En un proceso alterno de mi cerebro, casi como un secreto, Herma-Mora me hablaba en sueños, o mientras estaba leyendo, o mientras pensaba en alguna otra cosa: “instálalo y juégalo, pero juégalo bien esta vez, ya no le pongas mods, juégalo y acábalo, ¿qué? ¿No quieres ser un héroe?”.

    Eso hice en el 2024, y durante todo el 2024, no visité ningún otro mundo virtual que el de Skyrim. Es un juego que puede ser abrumador, desde el principio lo es. Skyrim se convierte en su propia lengua, es una experiencia única, pero también compartida (los foros de reddit están muy vivos). Con la dedicación y tenacidad de un viejo nórdico, lo viví de principio a fin, hice todas las misiones y dejé para el final las dos que consideré principales: escoger un bando entre el imperio y los nórdicos, y matar a Alduin. La edición de aniversario agrega unas cuantas misiones más que te dan cosas: casas, armaduras, expansión de hechizos e ingredientes, un rudimentario juego de pesca, monturas. No creo que el sistema gráfico haya mejorado mucho desde el 2013, pero los cielos, específicamente los nocturnos, se ven gloriosos.

    Esta vez lo jugué sin mods (eso lo dejé para el final). Pude revivir la misión del gremio de asesinos, una de las mejores escritas en un videojuego. También pude, por primera vez, completar las misiones de Herma-Mora hasta su final inevitable, y satisfactorio para un amante de los secretos y del conocimiento. Disfruté los diálogos de Serana, la mejor acompañante que interviene cuando debe hacerlo. Pude participar en el conflicto entre nórdicos e imperiales. Y como la cereza del pastel, gocé del cielo hermoso de Sovngarde durante la última confrontación con Alduin. Es un juego lleno de folclore, de historia, de referencias a viejos mitos. Pero más allá de eso, también te permite esa extraña libertad de ser un vagales sin propósito, que se construye a través de rolear con los npcs, y no hacer nada preciso mientras estás jugando.

    Puedes dedicarte, simplemente, a tener pequeñas aventuras con tus compañeros. Pero hay youtubers que se dedican a rolear que son herreros, o mineros, o granjeros, o indigentes. Es un juego que puede tornarse un sandbox de fantasía medieval oscura, si así lo deseas.

    Decidido a ya dejarlo por la paz, empecé a instalarle mods. Llevo unos 75 y el juego parece estable. Uno de los mods escogidos fue Legacy of the Dragonborn, el cual agrega todo un sistema de misiones para construir un museo, muy similar a Blathers en Animal Crossing. Me encantó. Aunque el mod recomienda iniciar un nuevo juego, lo estoy completando poco a poco, sin prisas, sin ganas en realidad de terminarlo o jugarlo completo. Esta vez, no me molestaría que mi salvado de Skyrim se corrompiera y eso me obligara a iniciarlo de nuevo.

    ¿Recomiendo Skyrim? No, mejor dedícate a aprender alemán o francés. O leer a Proust. Él también es increíble.

  • Dopamina

    Dopamina

    Hace algunos días, recibí un shot de dopamina por el acto de escribir en papel. Cuando fumaba, raras veces sentía una pequeña euforia, como que la cabeza saldría volando en cualquier momento, ligera como un globo, y esto se extendía por todo el cuerpo (Where is my Mind, Pixies).

    Hace unos seis años, la escritura era un acto de resistencia y de supervivencia. Una manera de decirle a la medicina (es momento de llamarle así, estoy en paz con ello) que no estaba de acuerdo con los estragos biológicos; tumores deshaciéndose y abandonando el cuerpo a través de la orina.

    La escritura se convirtió en una rutina, un acto de resolver la cabeza, mantenerla despierta. Pero hace unos días sentí placer mientras anotaba nimiedades en mi cuaderno. Espero que sea una cabañuela: la escritura es placer, una de las caras del amor y del paraíso. Una vez más nos hemos topado con el monstruo de las múltiples caras.

    Pero si quiero dopamina fácil, sin tener qué recurrir a la nicotina o drogas legales (e ilegales) del cuerpo, solo pongo a trabajar a MidJourney cual monito cilindrero. He encontrado maneras de que revele cosas extrañas, monstruosas, glitcheadas, eróticas y a veces una combinación de todas. Resulta que sí se puede pedirle un ahegao siempre y cuando le digas que es otra cosa. Juego con los términos para crear pequeñas criaturas, un bestiario de caprichos. Es como mirar la ventana de dibujantes en alguna existencia paralela. Los imagino como changuitos estresados que tratan de complacer a quien proporciona las palabras.

    Un propósito: me he prometido caminar diez mil pasos al día. A veces extraño correr, pero francamente acabo muy cansado después de hacerlo y no quiero vivir lo que resta de mi vida hecho un trapo. Correr me daba poderosos shots de dopamina, pero no sé si valen una perpetuidad de agotamiento.

    Descubrí que cuando salgo a dar vueltas a la cuadra (tres, cuatro o cinco), alcanzo fácilmente los 10,000 pasos que recomienda la OMS. La OMS —se sabe— es el mejor organismo para determinar esas cosas. Mi cuerpo pareció aceptar esta rutina espaciada sin queja, pero tampoco grandes ceremonias. La meta, porque estoy loco, es caminar 20,000 pasos al día (inicialmente eran 25,000, pero eso solamente pueden lograrlo los psicópatas). Quizás nunca lo consiga.

    De mi novela, anoto pequeños pasajes que me gustan para los personajes. Hoy soñé despierto con uno de ellos: Bragamón, un cuervo matademonios. Descansaba sobre uno de los hombros de Caeli. Escuché prometerle a su hermana que todos los cuervos eran el mismo cuervo, y si uno era fantasma, entonces todos los cuervos son fantasmas. Te ves terrible, Bragamón, dijo Caeli y Bragamón se reía como un canalla, villano destructor de mundos, y como una sombra puntiaguda que se extiende, respondió a Caeli: “no te preocupes, siempre me veo terrible para mis enemigos”.

    No tenía muchas ganas de escribir hoy, así que recurrí al método de las cartas. El tarot me permitió organizar mis pensamientos. Abrió puertas místicas e imposibles. Es el segundo café del día. Puede ser culpa de la dopamina, pero creo que el futuro saldrá misteriosamente bien. Eso también lo diría Dolly Parton.

  • El juego del calamar

    El juego del calamar

    Hay dos cosas que me gustaron del juego del calamar.

    I

    El viejo con el tumor cerebral le dice al otro cuate, el personaje principal cuyo nombre ya olvidé porque mi familiaridad con el coreano es nula, digamos que se llama Beto. El viejo se llama Enrique. Enrique, pues, le dice a Beto que no le queda mucho tiempo de vida y vemos, minutos después, cómo sonríe ampliamente mientras corre para no ser acribillado por las metralletas de los hombres de rojo.

    Están jugando luz verde y luz roja; enanos y gigantes; tú las traes pero con balazos. Es un recreo de niños y la sonrisa del viejo es una manera de distorsionar el tiempo. El espectador se confunde. ¿Cuántos años tiene? ¿Por qué se divierte cuando los otros, a su alrededor, son carne de cañón?

    Cuando éramos chamacos, jugábamos sin pensar en la finalidad y como no conocíamos eso, la posibilidad de morir, apostábamos sin preocupaciones, sin realizar el alcance de nuestras decisiones.

    Jugar nos enseña que siempre estamos apostando la vida, que estamos a una o dos piedras de caer en el abismo, y a uno o dos tiradas de tomar el triunfo.

    Anoté por ahí, en alguna de mis libretas rayadas de piensos, que los únicos juegos que valen la pena son los que fundamentalmente cambian la vida. Podemos encontrar los juegos que nos cambian cuando sabemos que lo apostaremos todo y nos sudan las manitas porque el cerebro se cree que es de vida o muerte.

    El viejo me agradaba como personaje hasta que reapareció en el último capítulo.

    II

    Mientras tanto, Beto, quien sonrió incómodamente en su foto de identidad cuando no sabía que estaba entrándole a un juegos del hambre coreano, es testigo de como los otros continuamente hacen planes y maquinaciones. Planean con sus manitas, hablan de porcentajes y estadísticas, revelan las armas que esconden en el puño.

    Beto es un idiota, pero uno de buen corazón.

    Y también Beto es el único que les recuerda a los demás: “un momento, amigo, no sabemos qué juego sigue”. Los demás lo miran como si estuviera estúpido pero Enrique, el viejo, sonríe cuando su amigo Beto dice esas locuras, asiente, asiente, y se hacen compadres. Enrique promete que lo compartirán todo, hasta la muerte.

    Es una historia del viejo que quiere ser niño y el idiota sin una aspiración verdadera.

    Pero Beto es sincero y eso me agradó de él. Fue un cambio interesante a los genios que ya reconocen las reglas del juego desde antes de entrar al tablero. Si uno quisiera escribir un libro de la filosofía del juego del calamar (supongo que ya existe, así como existe la filosofía de la vida según Bart Simpson): luego estás jugando, manito, y no sabes ni siquiera que ya estás cumpliendo tu papel.

    Beto me parecía agradable hasta que se pintó el cabello de rojo.

    Qué pedo, Beto.

    III

    Lo demás que rodea al juego del calamar, es el clásico melodrama coreano donde abren unos ojotes que dan miedo cuando se están amenazando de muerte, problemas de jerarquías y discriminación, Netflix diciéndoles: papitos, hay que meterle más por acá porque nosotros tenemos datos: conviene que estos se mueran acá. O sea, no está mal, es un pozole bueno y económico, pero precisamente por eso tardé mucho tiempo en ver la primera temporada. Voy a ver la segunda con reservas porque me quitaron aquello que me daba placer: personajes de infancia perdida y la ingenuidad. Esas cositas que mataron rápidamente a favor de entrarle a la pérdida de la inocencia y convertir un juego que era elegante, sencillo, en una cosa monstruosa: de calamar a kraken.

    Quizás no estuvo tan mal si me hizo recordar cuando era niño, y jugaba en el parque con mis amigos gandallas, y hacía agujeros para buscar gusanos, y me robaban mis juguetes o me los cambiaban por palos y papeles, pero eso me enseñó a reconocer a los villanos de los chidos.

  • El cacto bajo el sol

    El cacto bajo el sol

    En la mañana de ayer hablé con Bob, el cacto, y mientras estaba pensando en el taco que iba a morder cuando fuera hora de comer, soltó triunfante uno de sus piensos:

    —Todo lo que no es gente me emociona.

    Me quedé un rato pensando en la construcción de su frase y como ya tengo más de veinte años conociendo a Bob, tomé una decisión muy consciente de no caer en su trampa.

    Al menos, no en ese momento.

    Me tomé un café, hice algunos exámenes, generé imágenes en MidJourney para buscar un demonio (uno de verdad, ojo), pensé en los millones de juegos que no he podido jugar.

    Dejé pasar unas horas, mientras aquello que dijo me mordía el cerebro como una ratita vagabunda y hambrienta.

    Una vez que satisfice una dosis balanceada entre el placer y el estudio, volteé a mirarlo.

    Parecía bailar bajo los rayos de sol dentro de su macetita.

    Se estaba bañando, o algo así.

    —Qué es eso de que todo lo que no es gente te emociona.

    Como es habitual en el cacto, se olvidó de lo primero para entrar a un segundo más escabroso.

    —Creo que tengo la finalidad en el cuerpo.

    —Cállate. Qué es eso. La gente, Bob, háblame de la gente. No te me vayas para otro lado.

    —Soy un cacto, tengo espinas, he crecido con espinas rodeándome. Un roce a un animal, un piquetito a un hombre con machete, y por mero reflejo me parten a la mitad o me muerden de regreso y vuelvo a hacer daño, pero tengo el daño en el cuerpo, me es inevitable, y el encuentro se convierte en una espiral infinita de estímulo-respuesta. Mi cuerpo tiene el propósito de lastimar al otro. ¿Cómo, entonces, no voy a ser la finalidad si mi cuerpo está construido para morder cuando abraza?

    —¿Estás triste, cacto estúpido?

    —No, solo estoy diciendo la verdad.

    No creo que estuviera diciendo la verdad, pero tenía razón. Si estuviera triste, me hubiera abrazado sin importarle hacerme daño, y yo lo hubiera permitido. Así como yo lo abracé cuando estaba malo y me llené de cientos de sus espinas.

    El cacto y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Hace veinte años que cuento nuestras historias, nuestras pláticas. Él cazaba gatos y comía niños y bebés mal portados, se enamoraba de las rubias y miraba porno en mi compu; era un adolescente vegetal e infinito. Yo lo toleraba, asombrado de tener como amigo a un cacto que vive como gente, mientras fumaba como chacuaco y trabajaba mil videos, dos mil videos, y le contaba que me había enamorado de una muchacha que vivía lejos.

    Fuimos jóvenes juntos.

    Ahora somos un par de chaqueteros en su primera adultez. Ambos hemos muerto más de una vez. Ya nos entendemos. Sabemos dónde nos duele, cuánto tiempo, por qué.

    Somos cuerpos con espinas que ya se reconocen.

    —Es verdad que tu finalidad —dije, atreviéndome—, no solo está en tus espinas y lo que puedan hacer con un accidente, pero también está en tu cuerpo. También quiero decirte que tu cuerpo tiene instrucciones de terminar, pero mientras tanto, seguirá creciendo, y crecerá muy grande. En ese tiempo de crecimiento, abrazarás a mucha gente y le harás daño, pero también los harás muy felices con tus bromas, tus ocurrencias, y tus diálogos extraños y estúpidos. Y después te dividirás en dos cactos, en cuatro cactos, en ocho cactos, en dieciséis cactos, en ciento veintiocho cactos, en doscientos cincuentaiseis cactos. Ya lo has hecho antes. ¿No recuerdas? Ya dividido, tu finalidad estará cada vez más lejos porque te has multiplicado, y vivirás en muchas macetas, y vivirás en la ventana o los jardines de otras gentes, y con algunos aprenderás a hablar, y serás ese adolescente infinito e irredento, y con otros solamente serás un cacto, uno que se baña de sol y piensa sabe qué cosas. ¿Qué me dices de eso, Bob? ¿Te tranquiliza un poco?

    Bob chocó espinas contra espinas, unas salieron disparadas a todas partes; era su manera de espabilarse. Parpadeó un par de veces y se acurrucó como un gato. Antes de dormir, me dijo:

    —Ya vi que tienes una gata en casa, me agrada porque es menos neurótica que tu perra. Pero me la voy a comer.

    —No te comas a mi gata, cacto estúpido, por favor.

  • Escuelo

    Escuelo

    Soñé que caminaba los pasillos de una escuela. Era joven, como unos 25-30 años (igualito que en los comerciales). Parecía estar satisfecho con mis calificaciones, pero me preocupaba la colegiatura. La escuela era una combinación de talleres y el centro universitario méxico, san marcelino champagnat colgado en las paredes y en los salones. Ad Jesum per Mariam. Me la pagaba yo solo, no tenía familia. Quizás trasladé al mundo sueño la última conversación que tuve con mi madre. Mandé un mensaje a uno de mis profesores, para ver lo de una de esas tareas en línea y recibí un mensaje de vuelta:

    —No te preocupes, sé que lo hiciste tú [¿quizás una ligera angustia por la IA?], sigue esta misma línea y al menos tendrás un ocho en mi materia.

    El mensaje me tranquilizó y entonces empecé a pensar en el personaje sueño como alguien diferente a mí. Los ochos le contentan, se paga solo la universidad, tiene las manos delicadas, había una sensación persistente de abandono. Me vi las manos. Sentí mi cabello largo, como cuando tenía veintidós años. Me hice cada vez más consciente.

    —Estoy soñando —pensé—, de todos los sueños por qué la escuela.

    Sentí que estaba aprendiendo, como si eso pudiera percibirse, como si jalara un montón de conocimiento de todas partes y empezara a asimilarlo. La escuela tenía gente, no estaba desierta, pero yo la percibía como un lugar solitario. Escuché esta canción de The Doors: “People Are Strange”. Caminé entre otros estudiantes, hice cuentas de algunas materias que me faltaban por cursar, materias que estaba dejando al final de todo y sentí una angustia que no sentía desde hace tiempo:

    —Voy a pasar años estudiando, no puede ser, cuándo acabará.

    Me reí de mi preocupación estúpida. Estaba despertando. Nada acaba, es un movimiento perpetuo y si tenemos suerte, aprenderemos toda la vida. Ayer aprendí, por ejemplo, que existe algo llamado el Vishnu Lila: el gran gozo, el gran juego. Dios construyó el universo como un juego, y un sueño. El propósito, si lo vemos como el absoluto divino, es la actividad creativa: jugar, crear, y sentir gozo. El sueño es un juego del cual no nos damos cuenta hasta que nos vemos en él.