Autor: arbolfest

  • Isekai VII y VIII

    Isekai VII y VIII

    Alex y Omar siempre han querido vivir aventuras en un Isekai. Pero, al final, solo tienen este mundo. Salen a rayar en las noches, grafittean unas waifus esplendorosas y luego, resguardados bajo un puente, con otros compas, se beben una chela y platican de lo chingona que se pone Naruto cuando uno se salta los fillers.

    Gozan la noche porque creen, de alguna manera, que es atravesar el umbral: del mundo urbano pasan al mundo nocturno y viceversa. Isekai del mundo real, se convierten en navegantes del espacio liminal. En ese estado del espíritu, hablan el lenguaje de las sombras, del color mutilado y de las criaturas nocturnas.

    El dios del vacío, de visita en su mundo, escucha a uno de ellos. Se siente seguro, acecha en la noche y las sombras de múltiples mundos, infinitos universos. Resguardado en las esquinas y en los callejones, persigue a Alex. El dios del vacío escucha fascinado cuando se pone a hablar del isekai, o la resurrección de algún mundo fantástico.

    Los dioses entienden todo, pero lo entienden mal, porque no tienen tiempo o paciencia para examinar los deseos de un corazón humano. Por eso jamás pidas un milagro.

    Alex, sin saberlo, recibe una bendición del dios del vacío. Queda marcado. Cuando es atropellado por un camión de basura, el dios del vacío recoge su alma y lo deposita en un universo de su creación. Alex, al abrir los ojos, se descubre en un mundo desprovisto de materia, de cuerpos y de lo tangible. Lo único que existe es el pensamiento, que él solamente podía interpretar como una oscuridad profunda, inabarcable.

    Alex se pone a chillar, pero no salen lágrimas y no tiene brazos o cuerpo para darse consuelo. Al atravesar el isekai, se convirtió en una consciencia que flota en una especie de universo sin estrellas. No hay otras presencias, no puede asir el tiempo. Un segundo, de inmediato, se siente como la totalidad de su vida multiplicada por mil. Es forzado a alcanzar la sabiduría de los eternos y a su vez, se desprende de todo lo que sabe. Reconoce la última contradicción: es libre y es prisionero. En segundos, es un niño, un viejo, una mujer, un elfo, un ogro, polvo. Descubre el último milagro; no hay nada después de la muerte: cielo, paraíso, limbo, mundo isekai fantástico desbordante de waifus.

    Reza.

    Necesita una finalidad.

    Aunque Alex se olvida de Omar, Omar no se olvida de él. Raya un último graffiti de su amigo debajo de un puente de Mayorazgo. Lo ilustra abrazando a Hinata Hyuga. “Pinche Alex, te la volaste”, escribe con plumón.

    El dios del vacío está muy satisfecho de su brevísima hazaña. Mucho tiempo no sabe de Alex porque sigue recorriendo callejones, charcos de agua, rabillos del ojo, folículos pilosos, espacios entre el suelo y la cama, en fin, todos aquellos lugares que están vacíos hasta que uno los mira y encuentra al monstruo, al bicho, al amante, una revelación importante o mínima.

    Gabriela despierta en el mundo de Karmesh; en su único continente, dos facciones han luchado una guerra desde tiempos inmemoriales adentro de dos círculos designados por los dioses. Pueblos, asentamientos y pequeñas ciudades se han erigido alrededor de los círculos, y continuamente son destruidas, y también abandonadas.

    En los círculos, han construido coliseos antiquísimos donde los magos, los guerreros, los sacerdotes, los bárbaros y otros aventureros del norte y del sur continuamente pulen sus habilidades mientras destruyen a sus enemigos.

    Es una batalla perpetua con un objetivo simple: reclamar la ventaja sobre el otro para declarar a uno de los bandos como un ganador absoluto.

    En este Isekai no existen los monstruos o los calabozos, solo existen razas diversas que luchan por la supremacía.

    Algunos filósofos de Karmesh, en todas sus épocas, ya comprendieron que ser el mejor es imposible. El laberinto de Karmesh es una lucha individual por aceptar su dependencia a cualquiera de los círculos. Uno de los coliseos, por ejemplo, está bendecido por dioses que potencian las habilidades. Los guerreros serán más fuertes y tendrán mejor destreza; los magos sentirán que su magia es inagotable; los sacerdotes tendrán en sus hombros a los mensajeros divinos. El otro coliseo otorga bendiciones de sabiduría; los guerreros en ese círculo, se hacen más inteligentes y se adaptan mejor; los magos aprenden magias creativas e imposibles; los druidas pueden hablar con las raíces de los árboles más viejos para conocer la historia del mundo.

    Un círculo otorga vitalidad y juventud, mientras que el otro brinda experiencia y vejez. Los grupos de aventureros se mueven libremente entre ellos para desafiar a sus rivales. El problema es que nunca consiguen estar en el mismo círculo, parece que la maldición es un eterno balance. Un mago aprende la magia para doblar espadas justo cuando el guerrero está dando el mejor golpe de su vida, y un arquero aprende a dar el tiro que persigue brevemente a su presa mientras que un mimo consigue, por primera vez, materializar una pared de aire.

    Las batallas son frustrantes, largas y solo los tontos ignoran una verdad sencilla: ambos bandos estarán empatados para siempre.

    Gabriela le ha sacado el mejor provecho. Vende panes porque en su vida original fue una panadera. Durante veintitrés años, ha viajado continuamente alrededor de los círculos para abrir y cerrar panaderías. Ya sabe que recorrer el borde de los coliseos toma, al menos, dos años. Usa ambos círculos a su favor: el de la juventud para revitalizar sus brazos y sus piernas; el de la experiencia para crear nuevas recetas de masa madre y panes maravilloso.

    En su camino ha conocido muchos aventureros, y sin importar el bando al que pertenezcan, le da mucho placer cuando sonríen después de morder su pan. Sin embargo, ella no puede confesar su crimen: ha usado ambos círculos sin intenciones de guerra, pero una paz estúpida, y los sigue recorriendo como el infinito, para obtener nuevas habilidades y hacerse cada vez más poderosa.

    Si sus clientes lo supieran, la ley obligaría a matarla fuera de los círculos. Pero nadie se ha dado cuenta y Gabriela piensa que ya habría sido castigada por un dios si estuviera haciendo el mal. Tiene fe de que está haciendo lo correcto, y que eventualmente se convertirá la diosa panadera de su mundo.

    Gabriela cree que es la protagonista, y cree que es la única que ha reconocido el poder de ambos círculos: un recorrido vital, sencillo y perpetuo sobre los círculos que juntos, arman el símbolo del infinito. En este otro mundo, quizás, Gabriela ha conseguido una paz verdadera.

  • Isekai IV-VI

    Isekai IV-VI

    Mueres para resucitar en una aldea de humanos. Es importante decirlo: humanos, porque también pudieron ser orcos, goblins, enanos, elfos. En unos años te darás cuenta que también existe el hambre, el odio racial, las jerarquías. Quizás, la única diferencia esencial es la magia. Por eso te dedicas a ser mágico, es la promesa de tu nuevo mundo. Y tienes una especie de magia, la de ser el protagonista.

    La diosa de los ojos dorados se aparece en un sueño. Dice algo bonito: “eres el elegido”. Después de la música celestial, hay una pausa, toma tu rostro y besa tu frente: “tienes qué matar al vampiro”. Al despertar, te sientes poderoso, como si hubieras envejecido catorce años.

    Descubres habilidades sobrehumanas en tu juventud. Eres bueno con el látigo, con los bumeranes, con el agua bendita. Te haces de una bandita de carnales para viajar a las tierras del maestro vampiro, pero como sabes que estás en un ISEKAI, no crees que sean reales. Richelieu, Balmora, Ukina, ninguno de ellos existe de verdad, y no sabes cómo decírselos, pero disfrutas su presencia y te ríes como si todavía estuvieras en la secu 23, rayando bancas y tirando piedras.

    Tú eres el verdadero héroe, el mundo existe para cumplir tus caprichos. Está perrón porque truenas los dedos y haces chispas de fuego divino. Podrías quemar todos los bosques, pero no lo haces, porque eres bueno, eres dadivoso, eres justo. Tú y tus carnales beben aguardiente a la caída del sol, los colores naranjas y púrpuras del atardecer te enamoran, escuchas el canto de los pterodontes lejanos, en la tierra salvaje.

    Te enamoras de Richelieu, se dan unos besos salvajes; Balmora y Ukina, testigos luminosos, se ríen y se enternecen. Por fin sientes que puedes estar en paz.

    En el camino, una aventura de cinco años, destruyen a tres bestias imposibles: un león gigante con una melena dorada como el sol, la invocación de un demonio llamado Focalor, una hidra de cinco cabezas. Balmora murió valientemente. Ukina perdió un brazo. Richelieu encaneció por el terror de visitar los cuartos de tortura infinitos que le mostró Focalor. Pero tú estás bien, impávido. No tienes bronca.

    Quédense acá, le dices a tus cuates, hemos llegado al castillo del vampiro, yo solito me lo aviento. Pero Richelieu te da una cachetada. El sacrificio de Balmora no será en vano. Asientes. Qué chingones carnales tienes, pero no les dices así porque no van a entender tu idioma. Asientes heroicamente. Alzas tu látigo para dirigirlos a la última muerte.

    Se meten al castillo, se pierden en las escaleras infinitas, una de las tantas ilusiones del maestro vampiro, lo último que escuchas es una risa, el sonido de una guadaña gigante que atraviesa el cuerpo y alma y ves la iluminación.

    La diosa está frente a ti, de nuevo, tomando tu rostro. Dice: “no eres el elegido, perdóname”. Y te empuja a un abismo de colores mientras gritas el nombre de Ukina y de Richelieu, sobre todo Richelieu, de quien vas a extrañar todos los besos del mundo.

    Unos años después, ya resucitado el jardinero en una modesta aldea de goblins colocada en el borde entre un bosque y un desierto, vive asustado durante algunos años porque está muy consciente de su vida anterior. Extraña su Caribe del ’89, su ataúd metálico. Con el tiempo acepta su nueva vida porque la belleza de las noches estrelladas lo ayudan a sanar.

    Pertenece a una familia de siete hermanos, un padre y una madre. Le parece que son medio salvajes. Extraña a sus hijos, pero acepta el designio de su virgencita kawai: en esta vida, le toca ser el chamaco.

    Sus hermanos mayores trataron de enseñarle a cazar huargos porque es inútil para ello. Dejaron de llevarlo porque era un peligro. Su nueva familia le parecía, en general, arisca, tan arisca como su padre y su abuelo en el mundo original.

    Todas las noches, cada diez días, su pueblo de goblins encendía enormes fogatas para sentarse alrededor de ellas, comer carne de lobo, y contarse historias con un ritmo especial en la lengua. Se movían en un ritmo lento, se reían escandalosamente, se tocaban sus pieles verdes y enrojecían sus mejillas. Era una manera de sentirse vivos, recordaba los sonideros de su primera vida. Corán, así fue llamado por sus padres, pensaba que era una música muy hermosa.

    Para hacer su parte, ya que era inepto para cazar, Corán pensó que podía usar sus habilidades como jardinero. No se equivocaba. Empezó con flores y pequeños cactos. Sus manos brillaban con un aura divina al tocar pétalos, semillas, hojas. Las flores reverdecían, los cactos se hacían más fuertes y pesados. Escuchó una voz en su interior: “si continúas, puedes hacer que tengan vida” y eso le espantó.

    Por lo pronto, usaba su poder modestamente. Todas las noches, empezó a traer plantas y flores a su aldea. Eran deliciosos, dulces, rebosantes de savia y capacidades curativas. Los goblins de la aldea empezaron a respetar a Corán. Y él, por primera vez, sintió que tenía un propósito.

    El autor anota otras posibilidades de isekai en una acepción muy básica, como cruzar a otro mundo (entorno mágico, entorno maravilloso, abandono del mundo original): la aldea vikinga en Canadá; los infames de Cristóbal Colón y Hernán Cortés; la entrada del tlacuache al mundo de los dioses; Sarah Williams cuando busca a su hermanito en el laberinto del Rey Goblin; Kevin Flynn apostado su vida en el mundo de Tron; El jardín de las delicias del Bosco; Akutagawa y su bosque; entrar al mercado municipal y salir con las manos llenas; Dark Souls cuando mueres la primera vez; la reencarnación del tipo sin trabajo; la música de Donkey Kong Country; la lucha de clases; la cabaña hecha de dulces cuando entran Hansel y Gretel; la promesa de Pinhead: “¡tenemos tantas delicias por enseñarte!”; espiar un diario ajeno; Dorothy del mago de Oz; el pequeño Nemo cada vez que duerme; sospecho que un concierto de Taylor Swift; la muerte de una madre; el médico cuando dice que tienes un tumor en el pecho de un mamey; la progresión a la basílica de Guadalupe; la primera penetración, una felación sin descansos; los tres portales sagrados de Minecraft, pero la primera cueva frondosa que encuentras es como entrar a un pequeño paraíso; atravesar el tubo para encontrarte con el parque de diversiones de Mario; el sueño de los cuartos infinitos de Aureliano Buendía; Kafka; Celes despierta en el mundo de la ruina (isekai dentro del ISEKAI) pero, en una versión más chafa, cuando Cloud atraviesa el río de la materia junto con Tifa; la pubertad.

  • Isekai (I-III)

    Isekai (I-III)

    Daniela quería vivir un isekai, uno de esos mundos fantásticos donde los perdedores como ella resucitaban como héroes divinos. Pero para eso, primero tenía que morir, y segundo, necesitaba un poder insignificante que, en el otro mundo, tuviera el potencial de alcanzar lo divino.

    Lo único insignificante que tenía en su vida era una perrita, un basset hound cachorra llamada Lila. El basset hound era muy torpe, durante los paseos, meneaba alegremente el culo y las orejas, como un payasito de crucero, y babeaba todo el camino. Daba mucha gracia y ternura, a pesar de su baba, y sus pedos, y sus ojos de nostalgia impertérrita.

    Daniela quería mucho a su perrito y por eso no buscaba, activamente, la manera de morirse para vivir su aventura. No quería pensarlo: dejar a su cachorra sola le rompía el corazón. Pero Lila, una mañana de extrañas bendiciones, resolvió todas las dudas de Daniela. Olió unos pollos, se soltó de su dueña y echó una carrera para capturar unos pollos fritos colocados a contra esquina de un crucero.

    Daniela, sin pensarlo bien, fue corriendo tras ella justo cuando se escuchó uno de esos temibles chirridos de llantas.

    Lo último que Daniela pensó, no lo duden, es que estaría chispa si un camión de Sabritas la atropellara para mudarse al otro mundo. Pero no fue un camión de Sabritas, fue un camión de pasajeros porque a los dioses les gustan los testigos de sus hazañas.

    Lo más curioso es que un niño, además de las vísceras, la sangre, las orejas grandes y los ojos, sintió menos horror y ansiedad cuando se percató de cómo volaron las almas de las atropelladas por un portal de luz. Ese niño crecería para creer en ángeles. Pero los ángeles no existen. No en este mundo, al menos.

    Seis notas de un isekai, según las ha visto un señor de reojo mientras su esposa pone uno de esos animes y ella desayuna tranquilamente, mientras él se pregunta cómo consiguen los japoneses hacer fan service de pokémones y personas cacto con una soltura envidiable.

    1. La persona atraviesa al otro mundo en forma de una resurrección. Una resucitada, como Daniela, tiene los conocimientos de su vida anterior y los aprovecha para navegar la niñez y la pubertad, esa-maldita-etapa.
    2. El resucitado no pasa de nuevo por las etapas eróticas. Es perturbador, quizás, cuando un cuarentón resucita y su nueva infancia, matizada por su edad original, ve con deseo a su madre (del otro mundo), sus hermanas (del otro mundo), sus primitos (del otro mundo) o a selectos y atractivos amigos de su infancia (del otro mundo).
    3. Los resucitados tienen conocimientos prácticos de su vida anterior. Si era un escritor, probablemente tendrá una magia de escritura que lo ayudará a someter su entorno; si era una música, potenciará la magia de su violín o de su guitarra; si era un barrendero, su escoba será un nexo donde convergen todos los tipos de magia.
    4. Eventualmente un dios del otro mundo buscará a los resucitados y les dirá: “interesante, ¡eres muy interesante en verdad!, Omoshiroi!!”. Y se reirán felices y canallas, pensando que tienen carne nueva con qué jugar.
    5. El isekai no es novedoso. Siempre ha existido la melancolía por los mundos ficticios. En el occidente, tenemos varias de esas historias: Alicia en el país de las Maravillas y A través del espejo; los viajes de Gulliver; aquella novela ilegible de las muchas dimensiones llamada Flatland; casi todos los cuentos de Mario Levrero y algunos de Felisberto Hernández; los juegos de Ultima diseñados por Richard Garriott; cuando Cristo navega el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches; Quijote cuando cae a la cueva de Montesinos y La historia interminable, de Michael Ende.
    6. Seguramente hay muchas más. Pero animes no faltan. Hay, al menos, seis isekais cada temporada.

    Torremanca no sabe lo que es un isekai pero, de todas maneras, ya le tocaba trasladarse al otro lado porque los dioses del otro mundo reclamaron su alma.

    Cuando despierte en el isekai, el otro mundo, y después de muchos años, no comprenderá si es lo mejor o lo peor que le ha pasado.

    Pero lo sobrellevará porque es un buen jardinero.

    Torremanca era un hombre de mediana edad, de sonrisa amable, y tiene una intuición divina para los jardines; solo de mirarlos, crecen las flores, los árboles y los cactos. Intentó ahorrar para abrir su propio vivero, pero nomás no pudo juntar porque siempre le pasaban cosas: se cortó un dedo con un cuchillo de carnicero; la operación de apéndice de su mamá; se cortó otro dedo, pero del pie, porque se le cayeron las tijeras directamente sobre los crocs; le tocaba comprar los útiles de los chamacos que no viven con él; lo picó una viuda negra y se lo llevaron a urgencias de un hospital de esos que tienen nombre caro; se compró una Caribe del 89 pensando que le ayudaría con el negocio y resultó más gasto de lo que hubiera pensado. Todo le pasaba a Torremanca.

    Si le preguntas a Torremanca que es un isekai, probablemente haría una mueca que versa entre la curiosidad y el espanto. Si le enseñas un personaje de Isekai, él alzaría los ojos, se sentiría rebasado, quizás preguntaría si se trata de Dragon Ball y después dirá que están cagadas las monas chinas. Dudaría en mostrarte una estampa de la virgen de Guadalupe kawai que conservó un día que separaba la basura.

    Torremanca saldrá una mañana fría de enero, no estoy seguro si de este año, o si ocurrirá en el futuro o en el pasado, en su Caribe del 89, escuchando un casete de ACDC, muy temprano, y desviará su ruta habitual porque quiere disfrutar de la carretera, el camino y la noche.

    No sospecha que sigue los designios de un dios del otro mundo.

    Torremanca entrecierra los ojos, verá una poderosísima luz. No habrá ceremonias, ruidos espantosos, dolores inenarrables. Despertará siendo un bebito haciendo sus necesidades mientras lo carga su madre de orejas extrañamente puntiagudas, y enormes, y lo besará en la frente. El jardinero sentirá paz. Y luego verá a su mamita, hará una mueca de bebé y porque todavía no sabe hablar, solo podrá pensar: “ah chirrión, están cagadas las monas chinas”.

  • La brevedad de la vida

    La brevedad de la vida

    Escribo en mi libreta a las 5:50 PM. Está bajando el sol, los árboles del baldío extienden su sombra; quieren tocar a alguien. Un loco, como siempre, está marchando felizmente hacia el abismo.

    A su lado, un perro viejo levanta las orejas. Está sordo, pero el maldito hábito. Levanta las orejas porque se niega a envejecer. Pero como siempre, no es el perro quien detiene a un loco de su caída inminente al abismo. Solo retrasa lo inevitable.

    He tomado el agua más deliciosa, más fresca. Justo acabo de leer un cuento sobre un muchacho que “toma agua”, da su primer “beso”, y probablemente se hace hombre. Hace cuánto me hice hombre, a veces pienso.

    El otro día, evitando unas franjas amarillas de algún estacionamiento, me puse a pensar en cosas que pasaron hace veinte años.

    Cuando tuve cáncer, a menudo hacía ejercicios de respiración para no romperme. Todo el tiempo estaba encabronado porque juraba que me iba a morir. Lo que me salvó fueron los ejercicios de respiración, y una lectura compulsiva del Quijote (la tercera de mi vida), y una mala lectura del Ulises, y jugar Dead Space y Doom, sobre todo Doom, lo jugaba tanto que seguía jugándolo en mi cabeza.

    En aquel entonces, cuando me ponía mal, cerraba los ojos un instante; contaba uno, dos y tres, hasta diez, hasta cien, hasta mil; asimilaba los sonidos a mi alrededor y aceptaba que era imposible controlar el ruido de fondo; perdonaba a la maldita señora con nariz de payaso —aquella que pretendía distraerme por no sé que porquería lúdica del seguro— al darme cuenta que estaba más triste que yo; finalizaba los ejercicios de respiración: soy uno con el infinito, con mi propia ira, con mis tumores, con lo inevitable.

    Vi una serie en Netflix que se llama Achtsam Morden. Se trata de un abogado de criminales, Björn, que toma un seminario de mindfulness. Dentro de la fórmula de cada capítulo, Björn recuerda a su maestro y algún tip de respiración y de meditación que lo ayuda a sobrevivir el conflicto del día. Ver la serie me recordó lo importante que es vivir el presente y tomarse el tiempo para respirar. No nomás cuando cree que se está muriendo y quiere rezarle a cualquier birgencita.

    Respiro mientras escribo esto.

    Tengo un pasatiempo. De repente le tengo confianza a la vida. Mientras escribo una historia en mi cabeza, paralelamente estoy planeando el gran escape.

    Creo que la escritura es un acto mágico y algunos de mis piensos son artificios de brujería. También me gustaría creer que, unas semanas antes de morir, a mis ochenta y tantos años, se revelará la fórmula del gran escape y escribiré mi última gran obra.

    Por eso me estoy dejando crecer la barba. Me siento sabio, barbón y bien diablo. Sigo los pasos de mis maestros: Nostradamus, Nabucodonosor, Tiresias, Baltasar y Melquiades. Puro viejo cabrón y mágico. No miento.

    Esa última gran obra, todavía no lo sé, puede ser un cuento, un libro de piensos, el epitafio de mi tumba.

    Espero descubrirlo antes de pelarme.

    Y si me mata un accidente, confiaré en mi cerebro: habrá señales de que el gran escape estaba trabajándose de manera paralela, pasiva, con el 1% del GPU según el monitor de actividades, y su camino se tejía a escondidas de todos, un desliz de la inconsciencia, el trabajo de la sombra, del thanatos, en los diversos textos de mis canciones para el desvelo.

    No descarto que el gran escape esté escribiéndose en este momento y yo no tenga idea de lo que está pasando. Pero exclamaré sorprendido unos segundos antes de morir y diré: “¡lo entiendo todo! ¡Malditos liberales! ¡Viva la revolución y la libertad sexual!”.

    Hay una posibilidad mínima de que este sea el segundo ladrillo, o el quinceavo, o el ladrillo número quinientos de un edificio de tal complejidad, el laberinto máximo, el acertijo imposible, que si fuera descifrado, revelará a todos mis amigos, familiares, conocidos, a los amores del presente y del pasado, la verdad de lo que encontré en el otro lado.

    No lo sabremos hasta que alguien se anime a descifrarlo. Mi visión del futuro dice que pasará por ahí del 2042.

    Por lo pronto, me contentaré con haber descubierto el día de hoy este placer increíble, casi sexual, en ignorar, de manera irresponsable y consciente, la brevedad de la vida.

    Pero no demasiado. O uno enloquece y se cree inmortal.

  • Cheetos positrónicos

    Cheetos positrónicos

    Esta mañana sentí una rara angustia; leí a un tipo random en threads, cito: “tengo 85 años y me estoy muriendo. Leí ese poema de Borges y tengo amsiedá”. 

    “Será un tipo de mi edad”, pensé, “los jóvenes ya no escriben como estúpidos”. 

    Creo. 

    Traté de hacer memoria. ¿Era un poema del ciego? Me sonaba medio falso. Lo dejé para más tarde. Flashforward: gugleando, redescubro la cosa esa de instantes —ah, ese Instantes—, poemita cursilón pero sabroso para los ansiosos, ¿recuerdas cuando en el dos mil, un montón de blogs se pusieron a platicar de Instantes y de Borges?, somos un ciclo de lavado, fin de fl… prolepsis. 

    Me senté en una de las bancas universitarias, a la sombra de un ficus, y se me congeló el culo. 

    Flashback: camino la calle para llegar a mi camión, la soberana ruta 3A, y me pongo a pensar que soy un vikingo desde que me curé del cáncer; pienso en los límites del placer y de la tranquilidad; evalúo los límites del amor, las posibilidades de tomar; el vikingo tomará en el valhalla; whatever happens, happens; fin de analepsis. 

    Regreso a la ciudad del presente. El frío en la cola me obliga a pensar: “y qué va a pasar si cuarenta años después sigues trabajando aquí, dando clases. Como te crees un maldito vikingo, ya que sobreviviste, qué va a pasar si te quedan otros cuarenta años de vida… o sea, pronóstico de 80+. Ojalá te toque una maldita guerra, nada más eso te falta. El problema ya no va a ser la inteligencia artificial, a lo mejor será otra cosa; para entonces tu cerebro va a estar dando la clase dentro de un aparatejo, bip bip bup, y no te conservan ahí porque sepas mucho, nombre, qué vas a saber pobre idiota, pero te conservarán porque eres uno de los últimos vestigios de una humanidad que atravesó los siglos. Ríos de tiempo para alcanzarte, pinche Draculín. Una furiosa reliquia. Una experiencia anquilosadamente única. Ni vas a estar enseñando guionismo, o narrativa para medios, pero una jalada como los susurros expectorantes del humano posmodernista, testigo de los fake news y la amsiedá de Borges, y ni vas a reconocer a la gente porque todos van a ser azules, morados, naranjas u ocres, y cualquiera puede cambiarse los colores y el género con un botón, y algunos van a tener hocico de perro y van a decir cosas como que: ‘uh, furros, profe, eso me parece sumamente ofensivo’; y tú ahí, pidiendo perdón, y ya después te guardan en la bodega con los otros cerebros, y en tu eterna simulación, estarás limpiando el polvo de cheetos de una barba artificial que te pusieron por comodidad, y mañana aparecerá tu carita vencida en un monitor, hable que hable y hable y hable”. 

    Postdata: no sé si quiero ser un vikingo. No quiero la fuerza, pero prefiero el descanso. No pienso demasiado en el futuro porque es una apuesta, el tiempo es un dios mutante de tentáculos, ojos en la carne, vertientes y extremidades; pero a veces no puedo evitarlo, pienso en el futuro y después en lo imposible. Lo imposible como el monstruo que vive debajo de nuestra cama, en un nido de la cabeza, en la oscuridad detrás de nosotros, en el punto más iluminado del sol, en las entrelíneas de un poema apócrifo, en las sonrisitas de algunos bastardos, en el caminar deleitable de unas nalgas que se mueven sabroso porque alguien las acaricia sin reservas, en el muñeco de felpa —tamaño real— de un pokémon que se ve demasiado erótico para su propio bien, en las nubes cuadradas de Minecraft, en el ruido que hace el jardinero mientras coloca el pasto, en los ojos nublados de la Nico, en los bigotes de la gata, en la mamada piadosa que recibirá un buen hombre el día de San Valentín. Lástima que eres un vikingo.

  • U THERE

    U THERE

    Me siento cansado, tuve gripa unos días y el cuerpo se está reponiendo. Cada vez que me da tos, recuerdo la voz de algún médico: “hubo daño a los pulmones y el corazón, chéquese”. Y yo obligadamente asiento, pero como un fantasma, desde adentro y digo: “sí, sí, sí”. Molly Bloom, sí. Paso a la panadería, compro unos panes de dulce. Escucho a los panaderos: “Usted dígame, maestro… la masa, ¿así de dura?”. Y se ríen los cabrones. Y yo me aguanto la risa porque no soy panadero, soy cliente. Escojo una concha rellena de algo, creo que la llaman charro. Me llevo una dona de chocolate que no es una dona, pero parece un bigote. Pienso: “caminar a casa valdrá la pena, y ella estará feliz cuando vea el pan”. La caminata cansa. Veo a una muchacha de piernas bonitas en el camino, me distraigo un poco, empiezo a toser. Sigo. Ya mero llego. Trato de entender los nuevos semáforos. Un camión se pelea con el otro por el espacio. Unos chavitos de la UDLAP me pasan de largo. Entrecierro los ojos. Dormía mientras caminaba, dirán los periódicos. Los abro, estoy cruzando una calle, un coche rojo se detiene mientras yo paso el puente peatonal pintado sobre uno de esos topes monstruosos. Me hace el favor. Camino más lento, finjo cansancio que no tengo. Y sí tengo, estoy cansado, de verdad. Cruzo la calle como si tardara años. Escucho una mentada de madre. Yo pienso: “maestro, ¿así de dura?”. Me río solito. “Ya se compró el pan de otro lado”, me dice el guardia. “Fíjese”, le digo, “creo que es el mismo pan”. Nos reímos. Somos cómplices. Se me olvidaron las llaves, mi esposa me abre. Y en esa primera larga conversación de la tarde, nos contamos cosas. La perra, Nico, ya sorda, se da cuenta que ya llegué. Y ella sube al sillón conmigo. Junta las patitas como si pudiera hacerse chiquita. Y yo le digo: “mija, no te quedes mucho tiempo aquí abajo, porque tengo qué subir a checar unas cosas”. Me da la angustia porque ella no sabrá que ya no estoy, y que la he dejado sola en el sillón. Pero qué le va a importar si ya está dormida. La perra se siente segura conmigo. Ronca. Babea. Mija, no te quedes allá, ven conmigo. Pero ella se queda allá, en el otro lado, el mundo del sueño. Es una cachorra y estamos caminando. Es una cachorra y corremos juntos. “Su espalda”, dice la veterinaria. Es una cachorra y persigue diablos, goombas, pachucos, mataviejas, nazis, chocobos. Es una cachorra y me roba un sándwich. “¡Te pasas, Nico!”, le digo, muy enfadado porque era mi comida pero mañana me voy a reír de eso. Voy a acariciar sus orejas y le voy a decir: “eres la mejor compañera, la mejor”. Y ella sacará la lengua, y moverá las pompas de cubana que tiene, y moverá sus patotas de boxeadora como si nos fuéramos a madrear. Te quiero mucho, Nico. Ya me voy a subir, sigue durmiendo, sigue soñando, vamos a quedarnos dormidos mientras caminamos.

  • Recuerditos de mi vieja

    Recuerditos de mi vieja

    El otro día tuve un instante de iluminación: cuando fui un chamaquillo, a mi abuela le molestaba que no pensara en los demás y, por eso mismo, su educación social surgía de un amor airado. María se enfadaba conmigo por las tareas inconclusas, por no saber preparar mi desayuno ni el de los otros, por no entender el tiempo ajeno, especialmente el de los mayores. Pasaba horas explicando, me daba manuales para que comprendiera mejor el contexto de sus hijos. Se nos iba tiempo valioso, ella tratando de enseñarme el sentido de mi familia numerosa, incidental, y cómo podía contribuir a ese gran propósito.

    Repito los gestos frustrados de mi vieja cuando conozco a alguien que no muestra el menor interés por ponerse en el lugar del otro. Pero la mayor de las veces es una falta de interés ingenua, una inocencia salvaje que da risa. En mis clases, cuando me pongo ñoño, menciono a Charles Xavier y explico que es uno de los mutantes más poderosos del mundo porque es un empático nivel omega. Eso debería ser una señal: no cualquiera puede entrar y salir de ese espacio, y reconocer esa dificultad debería ayudarme a entender a algunos bobos, a los ingenuos. Desde el lado filosófico: el infierno son los otros porque nos revelan como seres mínimos, ignorantes. La incapacidad de vivir una perspectiva ajena es, de un modo sencillo, descubrirse tonto, sin imaginación, sin la suficiente humanidad o una humanidad singular.

    Es más fácil mirar al otro como un planeta ajeno, el universo que jamás exploraremos. Y también es más fácil quedarnos con estos pequeños rasgos que ofrecen una explicación, una narrativa lo suficientemente satisfactoria para ignorar la curiosidad, esa que mata al gato.

    Mi abuela se molestaba porque no pensaba en los demás, pero ella, desde niña, fue enviada a una familia adinerada para servir como la extraña jovencita de piel blanca, muchacha de pueblo, instruida específicamente para atender las necesidades de unos extraños. Luego tuvo su propia familia, seis hijos, fue abandonada por su marido, y esa cadena de pequeñas bendiciones y desgracias la llevó a pensar constantemente en los otros.

    Primero, fue su trabajo pensar y cuidar a una familia que no era suya; ese aprendizaje le sirvió para cuidar a sus hijos y asegurar su supervivencia tras el abandono. Sus hijos se convirtieron en un laboratorio accidental, problemas que se resolvían a un ritmo desigual, a veces vertiginoso.

    Me frustro como ella porque así me enseñó a querer. Estamos condenados a repetir a nuestros viejos. He aprendido aceptar que puedo querer a otra persona a través del enojo, y que mi rechazo hacia otro puede ser una ilusión, un sentimiento fragmentado y confundido.


    Tengo un diario a mano para escribir mis ideas. Constantemente escribo cosas, personajes, piensos. Me deshago de todo lo que puedo.

    La relectura me llena de sentido, ilumina aspectos de mi persona que estaban apagados o difusos. Escribir un diario es el flujo de la conciencia y lo poético; es el sinsentido persiguiendo a los monstruos, lo tangible, el deseo.

    Mi abuela no solo amaba a través de la frustración o el enojo, no se trataba solo de empatizar o tener compasión por los demás. Creo que conmigo descubrió una paciencia infatigable, la de un animal creativo, para contarme historias. Pasábamos mucho tiempo juntos, y ya tenía colmillo cuidando niños, así que podía practicar otras formas de ser ella.

    Las horas se nos iban mientras ella me contaba historias en el puesto de zapatos; no llegaban clientes y no había nada más que hacer. Las historias que mejor recuerdo son sus chistes sobre el diablo o las abstracciones de su pueblo, como los caminos de girasoles o los sauces llorones alcanzados por algún rayo.

    Recordar sus historias significa escuchar el viento que atraviesa los campos de girasoles, a la vieja que nos vendía chapulines de una cubeta de metal.

    Rara vez me hablaba de su familia: su padre o sus hermanas, porque sospecho que detrás de esos recuerdos había una tristeza extraña que no me correspondía heredar, y cuya carga estaba recetada para otros.

    Me heredó la intuición del amor que surge a partir de contarles historias a los otros. Digo que es una intuición porque no lo sabes hasta que pasan los años, y una persona muy querida regresa a ti, te abraza, y tienen el tiempo de mirarse a los ojos, tomarse de las manos y reanudar el vínculo a partir de una historia que compartieron, una aventura que vivieron juntos. En su momento, desde el ruido de la juventud, ese amor surge de lo incidental, es un pedazo de vida que arraiga en palabras y risas, a veces deseo y caricias, como un arbolito que echa raíces en el patio y nunca te molestaste en podar.

    Contar historias a otros, pienso a menudo, fue lo que salvó mi vida. Sirva esto como un recordatorio de que lo aprendí a través de mi abuela, luego de mi madre, y también de mis tíos y tías. Más tarde lo descubrí con mi esposa. Y cuando estuve solo, mucho tiempo, le di voz a un cactus que se convirtió en mi mejor amigo, y después a mi perra porque era un bebé que necesitaba malgastar su exceso de vida a través de los tantísimos paseos. Cómo no iba a contarme cosas ese perro orejón de ojos grandes.

    Mis amigos tienen voces que me cuentan cosas, y pienso en sus tonos cándidos, amables, que se suavizan cuando comparten sus vidas. Pienso en mis amigas escandalosas, las que se ríen mucho, y rompen todas mis expectativas. Y me enamoro de ellos y de ellas. Cada voz es distinta, y me siento afortunado, al final, de tener a esa persona que me enseñó a escuchar el tejido que esconde la voz estratégica de Penélope, la cantaleta de amor y supervivencia de Scheherezade, el hilo que resuelve vida y laberinto de Ariadna, el violento rugido de Hel.

    Todas son una canción maravillosa que surge de tiempos inmemoriales y que me llevará de la mano a la tumba, cuando me toque.