Autor: arbolfest

  • El disco de diamante

    El disco de diamante

    En mis últimos días, cuando el sol ya era un cuadrado pálido y los biomas se desdibujaban como acuarelas bajo la lluvia, un peregrino me habló del Disco de Diamante. Decía que contenía la música original del mundo, la que sonaba antes de que el código comenzara a olvidar sus propias reglas.

    El Peregrino había llegado desde los confines del mapa, donde los chunks se generan incompletos y las criaturas nacen sin texturas. Sus palabras caían como bloques sueltos: —En este mundo vasto, debe haber una cueva que contiene una Ciudad Antigua y un Minotauro que dispara muerte de su boca. Adentro encontrarás la Biblioteca Infinita y más allá, podrás abrir el cofre que no tiene coordenadas.

    Qué emoción, pensé. Un secreto adentro de un secreto. La promesa de una búsqueda infinita. Cuántas veces no me había entregado a encontrar lo imposible.

    Fui arquitecto de catedrales de obsidiana en las llanuras, albañil de puentes de piedra sobre vastos océanos con la misión de conectar los continentes separados. Fui testigo de la belleza, si es que así podía llamársele, bloques se multiplicaban y ordenaban en patrones perfectos que simulaban la nieve, la tierra, los bosques boreales. Pesqué tantos días bajo el sol, mirando atardeceres rosas de tiempos dulcemente muertos.

    Pero entonces el mundo empezó a corromperse. Me fijé en la lejanía que el mundo estaba incompleto y roto, las texturas se volvieron moradas y opacas, y las aldeas fueron habitadas por seres sin rostro que repetían “hmm” mientras el cielo sangraba una luz imposible.

    Antes de que La Corrupción viniera por mí, en vez de perder el tiempo buscando lo que podía estar depositado en cualquier lugar del infinito, empecé a juntar los materiales para la biblioteca mencionada por El Peregrino, siguiendo los planos de un sueño y sus instrucciones veladas. Con el tiempo, al abrir túneles y túneles en el subsuelo, descubrí la Ciudad Antigua que había mencionado. Escuché los gritos mortales del Minotauro. A las afueras de aquella Ciudad, inicié la construcción de mi propio destino, y mi propia condena.

    Mil pisos de estanterías cúbicas, cada una conteniendo todos los libros posibles de sesenta y cuatro páginas. Entre ellos, como lo dijo el Peregrino, estaba el manual de instrucciones original del mundo, el que explicaba por qué los bloques respetaban la gravedad y por qué las semillas generaban los mismos paisajes eternamente. Sabiendo que La Corrupción seguía extendiéndose en el mundo de afuera, me convertí en un ciudadano del subsuelo. Construí mi propio paraíso de bibliotecas donde podía leer todos los libros del mundo y pensar en otra cosa.

    Diez mil pisos después, le pregunté:

    —¿Por qué no ayudas?

    —Yo no ayudo, solamente señalo.

    Pensé, ilusamente, que podía vivir así. Sin los atardeceres dulces, sin los días de pesca. Encerrado, encorvado, siempre leyendo los libros de mi imaginación, enloqueciendo disimuladamente mientras inventaba fórmulas y narrativas contenidas en estos pixelitos difuminados. Ya me había vuelto experto en evitar al Minotauro con la muerte en la boca, solo debía ser silencioso. El Peregrino, como una entidad curiosa, siempre me acompañaba. Y como una promesa, se cumplió su profecía cuando me señaló un cofre encontrado en uno de nuestros paseos. Sentí un salto en el corazón. No podía ver las coordenadas del cofre. Entonces supe que habíamos saltado de sueño en sueño hasta llegar a este lugar.

    Adentro del cofre encontré un círculo de diamante pulido que reflejaba no la luz, sino el vacío entre los bloques.

    —Este disco no se reproduce en ningún gramófono. Es un mapa de lo que perdimos.

    —¿A qué te refieres con lo que perdimos?

    No respondió. Pero yo seguía preguntándome cosas. ¿Se refiere a lo que estamos perdiendo? ¿Qué ha perdido El Peregrino? ¿Me engañó? Al tomarlo en mis manos, percibí que el mundo se deshacía en ecuaciones fallidas. El Peregrino y El Minotauro se fusionaron en una sola criatura que se descompuso, y partió en dos los cielos y la tierra. Algo similar pasó con mis texturas, con la forma de mi existencia; no podía verlo, solo sentirlo. Los árboles se redujeron hasta ser algoritmos de madera, las nubes se descompusieron en números sueltos, y yo mismo me di cuenta que era un avatar consciente de su propia mortalidad, viviendo en los dos planos: la realidad, y esta otra realidad.

    Mi consciencia era un glitch.

    El disco no tenía música: tenía un silbido lejano, proveniente de otros juegos, otras partidas; todos los mundos del pasado que fueron colocados sobre este, el eco de realidades que nunca se estabilizaron. La Corrupción se lo tragó todo como una bestia imparable: la ciudad antigua, la biblioteca, los puentes que conectaban los continentes, las catedrales de obsidiana.

    Ahora deambulo por un bioma plano, infinito, bajo un sol que ya no se mueve. Quema, todo el tiempo quema. Construyo torres inútiles con bloques que se desvanecen al colocarlos. Algunos días, creo oír una melodía lejana —un piano sencillo, melancólico— pero quizás solamente se trata del viento que roza los bordes rotos del mundo.

    El Disco yace enterrado bajo mis pies.

    A veces cavo para verlo, pero no vuelvo a tocarlo por temor de que incluso esto se acabe.

    Sigue ahí, parece brillar con la luz de un sol inexistente.

    Como yo.

    Como todo.

  • ⏳ El jardín de senderos que se bifurcan: Chrono Trigger como laberinto borgeano

    ⏳ El jardín de senderos que se bifurcan: Chrono Trigger como laberinto borgeano

    Hay videojuegos que se convierten en casa, en memoria, y se habitan como se habita una ciudad de la infancia: con rutas conocidas, atajos secretos y rincones que se visitan no por necesidad, sino por afecto. Chrono Trigger (1995) es uno de esos mundos que trascienden su condición de entretenimiento para convertirse en espejos de nuestras propias paradojas existenciales. No es únicamente un jRPG sobre viajes en el tiempo: es una máquina lúdica de espacio-tiempo, un artefacto que permite manipular el pasado, el presente y el futuro como si fueran piezas intercambiables de un mismo tablero. Cada salto temporal no es solo un recurso narrativo, sino una declaración filosófica: nada está fijo, todo puede reescribirse.

    De algún modo, Chrono Trigger materializa el espíritu del Jardín de senderos que se bifurcan de Borges: un universo donde cada decisión crea realidades paralelas que coexisten en la sombra, apenas separadas por un cristal de posibilidades. Un mundo donde salvar a un personaje en el presente significa alterar el eco de un milenio, y donde ignorar una misión secundaria es condenar a un reino entero en otra línea temporal. Como en Borges, el tiempo no se despliega en línea recta ni en círculo perfecto, sino en una red infinita de caminos simultáneos, todos igualmente verdaderos, todos igualmente condenados a existir.

    1. El mapa que era un Aleph

    En los años noventa, abrir un videojuego nuevo era desplegar una promesa. Los mapas de papel que venían doblados dentro de las cajas eran más que guías: eran la perfecta declaración de intenciones, la prueba de que existía un mundo esperándote. Chrono Trigger entregaba algo más radical (y, según leí por ahí, un reto técnico para un cartucho de Super Nintendo): la promesa de un mismo continente que mutaba en siete variantes distintas, determinadas por el tiempo o por tus decisiones. El mapa como organismo vivo que respondía a tus actos. Salvar un bosque en el pasado borraba desiertos en el futuro; encender una chispa en un siglo podía cambiar el clima, la historia y hasta la arquitectura de otro.

    Era, sin que yo lo supiera, mi primer contacto con una cosmovisión borgeana: el tiempo como red de posibilidades, no como línea recta. Un espacio donde cada decisión abre una derivación y cada derivación es tan real como cualquier otra. Borges imaginó laberintos que se ramificaban en el tiempo; Squaresoft los hizo jugables. El mapa o, mejor dicho, un Aleph porque contenía todas las versiones posibles de esos lugares, visibles una por una a medida que viajabas.

    En Chrono Trigger, cada salto temporal era la puerta hacia un ahora alternativo. Y en ese ahora podía suceder que:

    • Curar la enfermedad de un robot en el año 2300 resucitara una especie vegetal extinta en el 1000.
    • Salvar a una princesa medieval fundara una dinastía que aparecería en los libros de texto de 1999.
    • Dejar morir a tu protagonista (sí, Crono podía quedarse muerto) creara un futuro donde su sacrificio se volvía leyenda.

    En cada línea temporal, el mapa se plegaba como una hoja de origami que podía adoptar siete formas distintas, pero todas pertenecientes a la misma hoja. El Aleph borgeano mostraba todos los puntos del universo a la vez; el mapa de Chrono Trigger te obligaba a recorrerlos uno por uno, sabiendo que cada uno era una variación inevitable del otro.

    2. Los finales que nunca terminan

    Los chorrocientos finales de Chrono Trigger son ventanas abiertas a universos paralelos, pequeñas rendijas por las que es posible espiar vidas que podrían haber sido. Derrotar a Lavos en distintas eras no solo cambia la estética del epílogo: reescribe la historia misma. Puedes acabar en una Edad Media tecnológicamente avanzada, gobernada por reyes que conocieron la electricidad siglos antes; o en un apocalipsis frío y silencioso, donde los protagonistas viajan al espacio como los últimos supervivientes de un planeta arruinado. Incluso hay finales absurdos, como el de ver a los programadores del juego dentro del propio juego, rompiendo la cuarta pared como si el universo entero se hubiera colapsado sobre su propio código.

    Esta estructura narrativa me parece un Borges de lo más puro: no hay un “final verdadero”, porque todos ocurren simultáneamente en el tejido invisible del juego. Ninguno cancela al otro; todos coexisten como líneas temporales legítimas, divergentes, que siguen su curso aunque el jugador ya no las vea. Como en El jardín de senderos que se bifurcan, cada decisión abre un camino que termina por construir un árbol de raíces y ramas, en una red infinita de posibilidades.

    La genialidad está en cómo Chrono Trigger te hace sentir esto sin explicártelo: cuando eliges un final, lo vives con la certeza incómoda, o la emoción ingenua, de que los otros once siguen ahí, respirando en otra parte. No los ves, pero los intuyes. Sabes qué están ocurriendo al mismo tiempo que recorres otro destino. Siguen existiendo como ecos: rumores contados por tus amigos en el patio de la escuela, referencias encontradas en una revista de videojuegos mal fotocopiada, o la voz entusiasta de un YouTuber retro que narra ese final que nunca sacaste. Cada versión es una realidad que persiste, aunque solo hayas tocado una. Y esa consciencia, esa sensación de que el juego no se agota en tu experiencia personal, es lo que lo convierte en un Aleph jugable: un lugar donde todas las historias ocurren, aunque solo camines una.

    3. La ética del viajero temporal

    Chrono Trigger trasciende las mecánicas de “elige tu propia aventura”. Plantea dilemas que, incluso fuera de la pantalla, te dejan pensando durante días. No son solo decisiones tácticas sobre qué arma usar o qué aliado llevar a la batalla para abusar de la mecánica de combinar poderes o especiales; son preguntas de peso existencial que, disfrazadas de fantasía pixelada, cuestionan la raíz misma de nuestras nociones de ética, memoria e identidad.

    • ¿Es ético cambiar el pasado si eso borra identidades enteras del futuro? Restaurar el bosque de Zeal, por ejemplo, trae de vuelta un ecosistema exuberante… pero condena al olvido la cultura nómada que surgió en su ausencia. ¿Es progreso si aniquilas un modo de vida para revivir otro?
    • ¿Vale la pena revivir a Crono si su muerte heroica inspiró a generaciones? Su sacrificio se convierte en un mito que cohesiona a los supervivientes, y devolverlo a la vida no solo reescribe la historia: tal vez diluye su propio significado.
    • ¿Qué sucede con las líneas temporales que descartamos al cargar una partida guardada? Esos mundos siguen existiendo, invisibles, abandonados a su suerte. Mundos donde Crono nunca volvió, donde Lavos ganó, donde tus decisiones fueron distintas aunque ya no las recuerdes.

    El juicio, en Chrono Trigger, es una ilusión que el jugador se concede a sí mismo. Crees que decides, pero en realidad estás recorriendo un laberinto ya trazado, donde todos los caminos, incluso los que no tomaste, persisten en silencio. Como lo sugiere Borges, la moral aquí no es un código fijo, sino otro laberinto sin salida única, un entramado de posibilidades donde el bien y el mal son perspectivas que cambian con el ángulo del reloj.

    Esa es quizá la trampa más elegante del juego: hacernos creer que somos dioses del tiempo mientras nos recuerda, partida tras partida, que nuestras decisiones son apenas variantes en un patrón infinito. El héroe que salvas hoy podría ser el tirano de mañana; la catástrofe que evitas puede dar origen a una paz más frágil que la guerra que fue reemplazada. Y entre cada salto temporal, la pregunta que persiste no es “¿qué final quiero ver?”, sino “¿cuántos finales ya existen sin mí?”.

    4. El rizoma lúdico

    Lo que me obsesiona de Chrono Trigger es cómo convierte la metafísica en experiencia sensorial, tangible, casi táctil. El tiempo es maleable, y te proporciona un ambiente sonoro, interactivo y lúdico para darte a entender cómo el tiempo se trastorna a lo largo de tu viaje.

    • El sonido claro de una campana en el año 600, festivo y solemne, que reaparece siglos después en el 2300 como un eco metálico, distorsionado por el viento y el óxido, como si el propio tiempo lo hubiera masticado.
    • El sprite de un niño jugando en la plaza del año 1000 que, novecientos noventa y nueve años después, reaparece convertido en anciano, encorvado, portador de recuerdos de un mundo que ya no existe más que en su memoria pixelada.
    • La espada de Crono, sencilla en sus orígenes, que tras generaciones de manos y batallas se transforma en reliquia, más importante por las historias que carga que por el filo que apenas ha conservado.

    Estos detalles son migas de pan esparcidas como en un Jardín de senderos que se bifurcan. Pistas de que todo lo que haces deja huellas, de que cada decisión —incluso la más trivial— resuena como un eco en otros siglos, deformándose, reapareciendo, cruzando los mares del tiempo.

    Cada uno de esos elementos funciona como el verso de un poema que se reescribe a sí mismo cuando es releído. Y en esa reescritura, el sentido cambia, las conexiones se multiplican, los significados se contradicen. No hay una historia definitiva, sino variantes que se rozan y se contaminan. Chrono Trigger me enseñó que la narrativa puede ser rizomática: un jardín que crece hacia adentro y hacia afuera al mismo tiempo, sin centro que lo ordene, sin borde que lo contenga, y donde cada nueva rama es también un regreso a otra anterior.

    El juego que nunca termina

    Cuando apagué la Super Nintendo en 1996, no sentí haber completado un juego. Sentí haber dejado un libro abierto en alguna página intermedia, sabiendo que todas las demás seguían vivas en algún lugar de la memoria del cartucho.

    Borges decía que el tiempo es “una trama de incontables hilos”. Chrono Trigger le dio un gamepad a esa trama y nos dijo: “Te toca tejer”. Dos décadas después, sigo pensando en aquellos hilos, en la música que los acompaña. Porque los buenos laberintos —como los buenos juegos— no se resuelven: se viven una y otra vez, sabiendo que cada vez que entramos, somos personas distintas.

    Al final, no importa si Crono derrota a Lavos o si el mundo arde. Lo que importa es entender que cada decisión —en la pantalla o fuera de ella— abre un camino que no se cierra. Y que todos esos caminos, visibles o no, forman el mismo jardín donde Borges pasea, donde Crono corre, y donde nosotros seguimos, control en mano, buscando la próxima bifurcación. Y quizás, en algún universo paralelo, hay una versión mía que todavía está jugando, descubriendo un final nuevo.

  • “¿Dónde está mi maldito dinero?”: Los NPCs como personajes borgeanos atrapados en el limbo digital

    “¿Dónde está mi maldito dinero?”: Los NPCs como personajes borgeanos atrapados en el limbo digital

    Hay un hombre en Los Santos que siempre dice lo mismo. Lo he visto vender boletos de metro, o eso me parece —la virtud de ser un NPC es esta mirada descuidada que les echas, siempre es el jugador quien completa la historia—, después cruza la calle con un café en mano y se pone a discutir con un amigo invisible. No importa la hora ni el clima; si me acerco lo suficiente, repite la misma frase. Es casi un mantra, una oración mínima para invocar a los dioses del glitch, del sagrado sistema, inventada por un guionista mal pagado y repetida por un actor cuyo rostro probablemente desconozca la ciudad que habita.

    Alguien —probablemente un programador con ojeras marcadas y tres cafés en el sistema, uno de los pequeños y numerosos dioses de ese mundo— escribió esas líneas de diálogo hace años. Las capturó en un archivo de texto, las guardó en una carpeta con el nombre NPC_DIALOGUE_GTAV_FINAL_FINAL2, y sin saberlo, además de aquel hombre de Los Santos, condenó a miles de entidades digitales a repetir las mismas frases hasta el fin de los tiempos. La maldición de Zeus. No son personajes: son ecos; no son seres: son patrones. Cuando caminas por Los Santos y escuchas a un vagabundo gritar “¡El fin se acerca!” por vigésima vez en una hora, algo en su tono te llama la atención: ¿estaremos ante los personajes más borgeanos de la historia digital?

    Borges nos enseñó personajes condenados a repetir. Funes el memorioso atrapado en cada instante; los inmortales vagando sin dirección, repitiendo batallas y diálogos; Pierre Menard reescribiendo palabra por palabra el Quijote. El NPC, en cambio, repite no por obsesión o destino literario, sino porque el código es una condena. La diferencia es mínima. El resultado, posiblemente idéntico: la prisión del bucle.

    Lo inquietante no es que el NPC hable, sino que lo haga con una cadencia que parece humana. El timing de la respiración, la pausa antes del chiste, la entonación que casi sugiere ironía. En Rockstar son artesanos para construir mundos creíbles. Y aunque uno sabe que esas frases han sido programadas, hay algo en ellas —como en los espejos de Borges— que nos devuelve una sospecha: tal vez nosotros también somos líneas de diálogo asignadas, reaccionando al mismo conjunto de estímulos una y otra vez. No somos maestros del entorno, pero somos parte de ello.

    En un cuento breve, Borges imaginó una biblioteca infinita donde todos los libros posibles ya existen. En un videojuego, la biblioteca es el script que contiene todas las frases posibles de los NPCs, aunque apenas unas cuantas se activen en una partida. Los demás diálogos duermen en el código, esperando una condición que quizá nunca se cumpla. Ahí, en ese rincón olvidado, vive una potencialidad borgeana: frases que existen sin haber sido pronunciadas, personajes que nunca veremos pero que esperan en silencio.

    Quizá los NPCs no sean simples comparsas. Quizá sean como los actores secundarios que Borges admiraba: figuras fugaces que sostienen el andamiaje del mundo mientras nosotros creemos ser los protagonistas. Ellos ya saben lo que van a decir. Nosotros, en cambio, lo descubrimos a cada paso… o tal vez también lo sabíamos, pero lo hemos olvidado.

    1. Los condenados de Babilonia

    Borges escribió en La lotería en Babilonia sobre un universo donde el azar se convierte en ley, donde los ciudadanos aceptan que sus destinos están dictados por sorteos imprevisibles, tanto para el placer como para el castigo. Los NPCs de los videojuegos son los babilonios perfectos: no eligen gritar “¡Me cago en tu madre, Franklin!” cada vez que chocas contra ellos; están programados para hacerlo. Su “libre albedrío” es una ilusión matemática, un espejismo estadístico, tan frágil como el fragmento de código que lo sustenta.

    Pero hay una diferencia crucial: mientras los babilonios de Borges temían cada sorteo, cada alteración súbita de su destino, los NPCs son insensibles a cualquier cambio. Puedes dispararles, atropellarlos, volar su puesto de hot dogs con un misil, y dos minutos después estarán ahí otra vez, con la camisa limpia, el carrito intacto, murmurando las mismas líneas como si nada hubiera pasado. No recuerdan su propia muerte ni el incendio del mundo que los rodea. Para ellos, no hay trauma ni advertencia; solo un reinicio invisible.

    ¿No es este el verdadero “eterno retorno”? No el de Nietzsche, que exige abrazar cada instante como si quisieras vivirlo eternamente, sino uno más pobre y más inquietante: revivirlo sin saber que ya lo viviste, repetirlo sin conciencia, habitar un ciclo que no has elegido. En ese sentido, el NPC es el ciudadano ideal para cualquier lotería babilónica: acepta su papel sin queja, porque no puede imaginar otro.

    2. Funes, el memorioso pixelado

    En Funes el memorioso, Borges presenta a un hombre condenado a recordar cada instante de su vida, incapaz de olvidar el más mínimo matiz: la forma exacta de una nube vista un martes a las tres de la tarde, el ruido específico de una silla al arrastrarse por el suelo en 1882. Los NPCs son todo lo contrario: no recuerdan nada, pero tampoco necesitan hacerlo. Su existencia es un presente continuo, un bucle que se reinicia cada vez que el jugador se aleja y vuelve a acercarse, como si la distancia fuera un borrador invisible que los deja intactos.

    Un vendedor ambulante no sabe que le compraste hace cinco minutos. No sabe que lo atropellaste en otra partida. No sabe que lo mataste cien veces en el mismo callejón por pura curiosidad mórbida. No sabe nada, pero ahí sigue, ofreciendo su mercancía ficticia con el rictus congelado y animaciones que se repiten. Puedes destruir su puesto, incendiar su calle, provocar un tiroteo masivo a dos metros de él, y dos minutos después volverá a estar en su lugar exacto, como si nada hubiera pasado.

    Es el anti-Funes: un fantasma sin memoria, pero igual de condenado. Condenado no por el peso insoportable de lo recordado, sino por la levedad absoluta del olvido perpetuo. Vive —si es que puede llamarse vivir— en un presente que no se desgasta, pero tampoco se enriquece. No conoce la nostalgia, pero tampoco la posibilidad de aprender. En su mundo, cada encuentro contigo es el primero… y el último, y el mismo, todo al mismo tiempo. Una eternidad vacía, programada para sonreír en bucle.

    3. El Aleph en la esquina

    En El Aleph, Borges describe un punto en el espacio que contiene todos los puntos del universo, un lugar donde es posible ver, al mismo tiempo y sin superposición, todo lo que ha sido, es y será. Los NPCs tienen su propio Aleph: un instante mínimo, casi siempre producto de un error del sistema, en el que parecen cobrar conciencia. No es un Aleph cósmico, sino un Aleph roto, filtrado a través de la torpeza de la programación, donde lo que asoma no es el infinito sino un destello de duda.

    • El taxista que repite “¿A dónde vamos, jefe?”, pero que de pronto, en un glitch, responde algo completamente distinto, como si otra voz —ajena al código— hubiera tomado el control por un segundo.
    • La prostituta cuyo diálogo se corta y, por medio segundo, parece preguntar “¿por qué haces esto?”, antes de que el script la arrastre de nuevo a su papel.
    • El policía que, en medio de un tiroteo, grita “¡Esto no está en mi contrato!” con un pánico tan real que por un instante parece entender que vive dentro de una Matrix mal disimulada.

    Son momentos fugaces, fracturas microscópicas en el muro invisible del juego, pero quizás suficientes para hacernos preguntar: ¿y si su repetición no es una limitación técnica, sino un síntoma existencial? ¿Y si cada glitch es el equivalente digital de un sueño del que no pueden acordarse, pero que deja un eco en su voz, una vacilación en su mirada estática? Tal vez el Aleph de un NPC no sea una revelación de todo lo existente, sino apenas una conciencia efímera de que su mundo es finito… y de que, al cerrarse la partida, también ellos desaparecerán.

    ¿Somos nosotros los NPCs?

    Borges termina Tlön, Uqbar, Orbis Tertius advirtiendo que los mundos ficticios pueden devorar al real. Pero él no imaginaba que la ficción aprendería a monetizar su propia irrealidad. Hoy tenemos influencers en TikTok que fingen ser NPCs digitales: repiten frases mecánicas (“¡Dame like!”, “¡Suscríbete!”), simulan fallas de renderizado con movimientos espasmódicos, y hasta pausan sus transmisiones como si un jugador invisible hubiera apretado el botón START. La diferencia es que, mientras el NPC de GTA V grita “¡Me cago en tu madre!” por la gracia de un script, el influencer humano lo hace por engagement. Ambos son entidades atrapadas en loops, pero solo uno recibe patrocinios de Castle Crush.

    Hemos inventado una nueva categoría de existencia: el NPC performático, que no solo acepta su condición de personaje repetitivo, sino que la convierte en marca personal. Es el sueño borgeano distorsionado: ya no tememos que la simulación reemplace a la realidad, sino que preferimos la simulación porque es más rentable. El vagabundo digital que murmura “El fin se acerca” en Los Santos al menos lo hace por diseño; el streamer que corea “¡Dale a la campanita!” por trigésima vez en un live obedece a un algoritmo más implacable que cualquier código escrito en Rockstar.

    Alguna vez he sido un espectador por fascinación. Doy like. Comparto. Alimento el loop. Y mientras veo a un humano imitar con disciplina las limitaciones de una IA, entiendo que la diferencia entre personaje y persona ya no está en la memoria, la libertad o la conciencia, sino en la monetización. Porque en la era de la atención fragmentada, incluso la repetición más absurda puede convertirse en contenido. Y el contenido, como bien saben los NPCs de verdad, es lo único que importa cuando tu existencia depende de que alguien haga clic.

  • Los mapas perfectos y los mundos que se tragan a sus dioses: GTA, Borges y la simulación que nos supera

    Los mapas perfectos y los mundos que se tragan a sus dioses: GTA, Borges y la simulación que nos supera

    Hay un cuento de Borges, Del rigor en la ciencia, que narra la obsesión de un imperio por crear un mapa tan detallado que terminó cubriendo el territorio que pretendía representar. Los cartógrafos, enloquecidos por la precisión, construyeron una réplica inútilmente idéntica. Michael Ende regresaría a esa idea borgiana con Momo, donde una señora escucha una historia de cómo los habitantes de la Tierra construyeron su gemelo en papel para mudarse a ella. El exceso de precisión volvió al mapa inoperante. Al final, se pudría bajo el sol, mezclándose con la tierra que ya nadie podía ver sin su mediación.

    Cuando camino por Los Santos en GTA V, pienso en ese mapa. No el que aparece en la interfaz, sino el mapa invisible: la ciudad misma como cartografía viva, medible, con coordenadas exactas, un 1:1 de sí misma. Una urbe inventada que simula una urbe real, Los Ángeles, con tal fidelidad que deja de ser “un juego” para convertirse en un archivo inquietante: calles que existen y no existen, sombras que recuerdan a otras sombras. Una ficción tan precisa que empieza a tener la textura de un recuerdo.

    Rockstar no solo replicó California: la devoró, la redujo a signos reconocibles, a una serie de guiños y exageraciones que, sin embargo, pueden resultarnos más familiares que el paisaje real. ¿Cuántos conocimos Venice Beach por los trucos de Vespucci Beach que por Google Maps? ¿Cuántos no hemos reconocido en la televisión, aunque sea por un segundo, el Griffith Observatory gracias al Galileo Park?

    La simulación va más allá de representar: consigue sustituir.

    Borges en el hiperrealismo violento

    Los Santos es un territorio borgeano no por su realismo, sino por su exceso. Como el Aleph, contiene todo, pero de manera distorsionada: el narcotráfico es una parodia de sí mismo, los policías son psicópatas con licencia para matar, y los peatones gritan incoherencias que, sin embargo, suenan verdaderas. Es el mismo efecto de Ficciones: universos que se pliegan sobre su propia lógica hasta volverse autónomos.

    La paradoja: cuanto más se parece Los Santos al mundo real, más trabajo nos cuesta separarlo del mismo.

    Sin embargo, como lo narra Suárez Miranda en su libro, Viajes de Varones Prudentes, el mapa perfecto acaba abandonado y desintegrado en el desierto. En GTA V, la ciudad perfecta se recorre una y otra vez, sin sufrir la erosión del tiempo, la gentrificación generacional, el cúmulo de autos híbridos o eléctricos. No hay ruina posible cuando el tiempo está suspendido. El asfalto no se agrieta, el ocaso llega a la misma hora, el río siempre fluye igual. El tiempo no la devora: el código la conserva. Así, entrevemos la misma paradoja que Borges sugiere con elocuencia: cuando el mapa es tan perfecto como el territorio, se revela otra inutilidad. No hay misterio. Las calles ya están trazadas. El destino es una ilusión. El explorador no descubre, solo recorre lo que ya está predeterminado.

    Virginia Woolf y el flujo de conciencia pixelado

    Imaginen a Clarissa Dalloway caminando por Rockford Hills. No necesitaría un stream of consciousness: lo tendría en los murmullos radiales de los NPCs, en los fragmentos de conversaciones robadas al pasar. Al cruzar una esquina, un par de ejecutivos discuten sobre criptomonedas (o su equivalente cronológico de entonces, pero es que siento las criptos existen desde siempre); un repartidor se queja por teléfono de su jefe; un auto frena de golpe y el conductor lanza una sarta de improperios que se pierde entre el ruido del tráfico. Todo eso ocurre al mismo tiempo, como una partitura caótica de lo cotidiano. Woolf escribió sobre la simultaneidad de la experiencia urbana; GTA V la ejecuta. No solo la evoca: la programa, la hace repetible, accesible con cada nueva partida.

    Cada misión secundaria, cada diálogo absurdo, es una versión pop de esa conciencia colectiva que ella intentó capturar. En Woolf, esa simultaneidad es irrepetible, atada al momento; en Los Santos, es un bucle. Clarissa podría dar la misma vuelta por Rockford Hills cien veces y siempre encontraría las mismas voces, los mismos gestos, como si la ciudad fuera una máquina de eco. Esa repetición, quizás, no le restaría interés: la convertiría en arqueóloga de un instante perpetuo, atrapada en un Londres falso donde el tiempo no avanza, pero la sensación de estar inmersa en una multitud sigue siendo real.

    Woolf creía en la profundidad oculta bajo lo cotidiano; Los Santos nos recuerda que lo cotidiano ya es parodia. Clarissa compra flores y piensa en la muerte; la versión GTA de Clarissa compra una eCola en algo parecido a un 7-Eleven y muere tres minutos después, atropellada por un jugador que empujaba los límites físicos del nuevo parche. Impulso poético convertido en easter eggs. Un mundo literario de trampas, mentiras y simulaciones. Cuando la cámara se aleja —entonces ves la ciudad desde el cielo, con sus luces titilando como neuronas en una red neuronal artificial—, supones lo que Woolf quiso decir: el monstruo no es la ciudad, sino lo monstruoso viene de preguntarte si no eres una variante de esta misma simulación.

    Eres el sueño de dios.

    Michael Ende y la ciudad real

    Michael Ende nos reveló en La historia interminable que los mundos imaginarios son más reales que los reales, porque están hechos de lo que deseamos. GTA V, en ese sentido, no es solo una ciudad simulada; es una ciudad deseada. Una ciudad donde el tiempo no importa —donde puedes estrellar un avión contra un edificio y, diez minutos después, volver a caminar por la misma calle como si nada hubiera ocurrido—. Donde las reglas pueden romperse con un código de trucos o una bala bien colocada, donde el fracaso no tiene consecuencias más allá de una pantalla de “MISIÓN FALLIDA” y la oportunidad de volver a intentarlo. Es el mapa de una utopía invertida: no lo que aspiramos ser, sino todo lo que tememos convertirnos, exhibido sin juicio moral. Y sin embargo, volvemos. Volvemos como quien regresa a un sueño recurrente, sabiendo que la pesadilla es parte del atractivo, porque en su horror hay una verdad que el mundo real nos niega: la catarsis sin culpa.

    En Los Santos probamos la violencia sin cargar con su eco —sin las plañideras de los funerales, sin los gemidos de los heridos o de las prostitutas—. Podemos transgredir cada norma social —robar, matar, destruir— sin que la vergüenza nos acompañe a casa como un perro callejero. Podemos, en esencia, ver hasta dónde se rompe el mundo antes de que el mundo nos rompa a nosotros. Es una fantasía de omnipotencia y, al mismo tiempo, un exorcismo: lo jugamos para no vivirlo.

    En ese sentido, Los Santos es el espejo oscuro de Fantasía: en lugar de nutrirse de nuestra imaginación más pura, como el reino de Ende, se alimenta de nuestras sombras —de los impulsos ocultos, de las rabias domesticadas—. Pero también, como en La historia interminable, el viaje de ida no está completo sin el de regreso. Porque cuando apagamos la consola y salimos de la simulación, algo queda. Una certeza incómoda: que ese caos programado, esa ironía sangrienta, esa libertad sin costo, probablemente cambiaron algo. Recordamos que la frontera entre “yo” y “lo que podría haber sido” es más delgada que el cristal de la pantalla.

    Así, Los Santos trasciende su código. Ya no es solo un mapa o un escenario: es un síntoma. Un recordatorio de que lo que evitamos también nos define, de que nuestros monstruos internos necesitan jaulas pixeladas para no escaparse al mundo real. Y quizás, en última instancia, es lo contrario a Fantasía: no un lugar que desaparece cuando dejamos de creer en él, sino uno que persiste, como un sabor metálico en la boca, mucho después de haber cerrado los ojos.

    Ted Chiang y el lenguaje secreto de los oráculos

    En Story of Your Life, Ted Chiang explora cómo el lenguaje estructura la realidad hasta sus cimientos: aprender heptápodo, ese idioma alienígena circular, no es solo adquirir un nuevo vocabulario, sino reprogramar la mente para percibir el tiempo como un bucle en lugar de una flecha. El lenguaje se convierte en un virus cognitivo que desarma la noción lineal de causa y efecto, revelando que la sintaxis es destino. GTA V, y cualquier videojuego de mundo abierto, tiene estas aspiraciones pero al revés: su mundo no está diseñado para ser comprendido, sino construido para ser hackeado. No necesitas dominar una lengua arcana para alterar tu percepción de la realidad; solo memorizar un puñado de comandos escritos en un inglés crudo y funcional, como si los dioses programadores hubieran dejado intencionalmente grietas en su creación. Los códigos de trucos de GTA San Andreas, —ese lenguaje arcaico que los millennials aprendimos a balbucear desde que nos dieron nuestro primer juego de Konami o nuestra primera versión pirata de Doom— son una gramática secreta que desnuda el sistema: TURNDOWNTHEHEAT, FOOOXFT, ROCKETMAN. Cada uno es un verbo prohibido, un atajo lingüístico hacia un mundo que ya no se comporta según las reglas que nos vendieron. HESOYAM no es una palabra mágica, pero cumple la misma función que un conjuro: transforma la realidad con solo pronunciarla (o teclearla).

    ¿No es BAGUVIX, ese truco de invencibilidad que convierte tu cuerpo en una esponja de carne impenetrable, la versión pobre y pixelada de la piedra filosofal que buscaban los alquimistas medievales? Una alquimia de bajo presupuesto, que no promete la trascendencia del alma ni la sabiduría infinita, sino apenas la supervivencia temporal de un avatar en un universo que quiere matarte. Es un pacto fáustico con el código, un “hágase mi voluntad” ejecutado en tiempo real, pero con letra pequeña: el poder siempre tiene fecha de caducidad. Minutos de omnipotencia, lo que dure una sesión de juegos, hasta que se voltea el reloj de arena y la realidad exige nuestra presencia. Incluso PROFESSIONALSKIT, ese código que te proporciona todas las armas posibles, es una mentira piadosa: te hace sentir poderoso, pero solo estás posponiendo una inevitabilidad.

    En Chiang, el lenguaje alienígena expande el horizonte de lo posible, revelando una física donde el efecto puede preceder a la causa. En GTA V, los códigos hacen lo contrario: no iluminan, sino que corrompen. Convierten el mundo en un carnaval de física rota y moral suspendida, donde los coches vuelan pero siempre acaban estrellándose, donde puedes detener el tiempo pero no evitar que vuelva a fluir. Es una metáfora casi perfecta de nuestra relación con la tecnología: creemos que dominamos el sistema cuando en realidad solo estamos explotando sus grietas, y ni siquiera somos los primeros en descubrirlas. Los trucos son tan viejos como los videojuegos mismos —¿acaso IDDQD no era ya una forma de teología digital?—, pero su efecto sigue siendo mágico: por un instante, el jugador se convierte en un dios tramposo, un Loki urbano que sabe que su poder es prestado y que la realidad volverá a imponerse.

    Y tal vez ahí hay una lección borgiana: incluso en un universo artificial, construido desde cero para nuestro entretenimiento, el poder absoluto es una ilusión pasajera. Lo único que perdura es el sonido del teclado —ese tictac de plástico que alguna vez creímos era el ruido de la realidad resquebrajándose— y la memoria muscular de los dedos que aún recuerdan, años después, cómo se escribe un lenguaje crudo de una libertad simulada.

    Los mundos que nos consumen

    Me gustaría pensar que Borges sabía que toda simulación perfecta termina corrompiéndose, porque la perfección es el primer síntoma de su propia decadencia. Los Santos nació podrido, condenado: sus mecánicas se repiten como un eco cansado, sus habitantes son muñecos de trapo que solamente reflejan lo que el algoritmo les ordena reflejar, y nosotros, los jugadores, somos esos cartógrafos obsesivos que olvidaron qué había debajo del mapa. Los obsesivos hemos memorizado cada esquina, cada truco, cada atajo; identificamos los patrones como si fueran una vieja canción, y sin embargo, fingimos sorpresa cuando un peatón se atraviesa sin motivo o un helicóptero se estrella contra una avenida que debería estar despejada. Nos maravillamos, nuevamente, cuando sucede un error. O la ilusión del error, porque probablemente también está programado como parte de las directivas que construyen el azar. Y así, jugamos a que todavía existe el azar en el mundo ya explorado y reconocido, cuando en realidad solo estamos reciclando posibilidades preprogramadas.

    Pero seguimos jugando porque hemos aprendido que el juego es destino.

    Seguimos porque la corrupción misma se ha vuelto parte del encanto: los bugs que deforman un coche hasta convertirlo en escultura cubista, los peatones que flotan en medio de la calle como santos urbanos, el mar que se olvida de moverse durante unos segundos, como si el universo hubiera tenido un lapsus existencial. Esas grietas son la prueba de que, detrás de la perfección aparente, hay un artesano —o una legión de ellos— dejando costuras mal cosidas, migas de pan digitales que nos permiten rastrear el proceso creativo detrás del producto terminado. Y en esas costuras es donde ocurre la verdadera ficción: no en lo que el juego quiso mostrarnos, sino en lo que se le escapó, en lo que no pudo controlar.

    Porque, citando a Borges (y Trevor Philips podría gritarlo mientras quema una caravana y bebe whisky de una botella rota): “La realidad no siempre es probable ni plausible, pero es real”. Y en Los Santos, esa realidad se mezcla con el artificio hasta que no sabemos si nos divierte la ciudad o su promesa de descomponerse frente a nosotros, de revelarse como lo que siempre fue: un sueño colectivo, un espejismo compartido, un laberinto sin centro. Jugamos no para dominar el mundo, sino para ver hasta dónde puede romperse antes de que deje de funcionar. Y cuando finalmente se cuelga, cuando el juego crashea y volvemos al escritorio de nuestra computadora, por un segundo nos preguntamos si nosotros también somos un glitch en algún sistema mayor, un error que algún programador distraído olvidó corregir.

    “perfecte”, yo sé, yo sé. Pero la IA dominará el mundo. Escúchenme bien.

    PD: Si esto tuviera pretensión alguna, citaría al enfadoso de Deleuze hablando de rizomas y simulacros. Pero esta es una de esas escrituras disidentes, caóticas y necias, y se me cayó del cerebro en un momento de debilidad. Escritura glitcheada, pirata y de libre albedrío que navega códigos y pasillos, y callejones pixelados. Es un milagro que haya hablado de Virginia Woolf, la neta. Así que prefiero citar al marchantito que me vendió mi primer GTA pirata en 2004, o 2005, en un puesto callejero del mercadito de Cristo Rey donde la neblina de los tacos de barbacoa se mezclaba con el olor a discos recién quemados—: Mi cabrón, llévese este, calado y garantizado. En el fondo, creo que él también entendía algo de cartografía imposible: me vendió un mapa perfecto, pero en disco quemado, con cicatrices físicas que el juego aprendería a sortear como si fueran parte del diseño original. Se me ocurre, quizás, que esos rayones eran la mejor metáfora: ni siquiera las simulaciones más pulidas pueden escapar de las marcas que deja el mundo real.

  • Midgar y yo: crónicas de una ciudad falsa y de la melancolía provocada por otra ciudad

    Midgar y yo: crónicas de una ciudad falsa y de la melancolía provocada por otra ciudad

    Nunca olvidaré la primera vez que entré a Midgar. Tenía catorce años, una fabulosa tele Fischer de veintiocho pulgadas que compramos en una de esas noches locas de Liverpool para tenerla en la sala (recuerdo cómo se hizo vieja, algunas veces tenía que pegarle para que la imagen se viera correctamente), unas bocinas locas, y una PlayStation modeada que me permitía jugar los discos pirata que compraba por diez pesos en el tianguis.

    El Final Fantasy VII me lo compraron original, hicieron el esfuerzo para darme ese gusto y evitarnos el sufrimiento de los discos que muestran glitches, primera señal de vivir en una simulación. Los RPGs eran apreciados en mi casa porque ayudaban a practicar el inglés y todo muchacho que crece con inestabilidad y carencias sabe lo importante que es aprender inglés.

    Coloqué el primer disco, encendí la play y escuché la épica introducción de Nobuo Uematsu.

    Empezó la cinemática. Entra Aeris, la muchacha de las flores. Y después, un alejamiento. La ciudad se explicaba sola.

    Era un monstruo.

    Una megalópolis distópica entretejida de acero y humo, donde no había luz de sol, o al menos luces neón como ciertos paraísos cyberpunk. Muy distinto a las experiencias anteriores que tuve con un RPG de Square: Chrono Trigger comienza con un cumpleaños, una feria hermosa, llena de color; Final Fantasy VI revela un paraje de nieve donde una muchacha de cabello verde avanza sobre la tierra nocturna vistiendo una armadura exoesquelética (recuerdo de Ripley, en Aliens). En ambos videojuegos hay esperanzas de fantasía, y de aventura. Las ciudades de los RPGs, para mí, hasta entonces, eran lugares pintorescos donde comprabas pociones y armaduras, donde los NPCs te saludaban con una sonrisa pixelada.

    Midgar, en cambio, era un lugar gris y roto, iluminado de manera enfermiza. No sabía que estaba entrando a un mundo quebrado. No solo roto por su estética industrial, por sus barrios suspendidos sobre planchas oxidadas, por su cielo de metal sucio que no dejaba pasar la luz. Roto como la explotación del cuerpo. Rotísimo como el ánimo del carnal que viaja tres-cinco horas del día en el metro. Midgar no era solo una ciudad cyberpunk (de esas feas, feas, deprimentes): era una ruina habitada. Como en los mundos abiertos de GTA, donde cada barrio propone una historia de clase, la ilusión de la realidad, Midgar lo hace con una verticalidad interesante, un diseño estridente que grita injusticia.

    Como chavo me costaba entenderlo, pero con los años hice la relación y repasé la historia. Los ricos vivían arriba, en placas de metal pulido que flotaban sobre los pobres como una burla arquitectónica. Abajo, los cuerpos febriles: los enfermos, los criminales, los ideáticos y los quijotescos. Respiraban el veneno de las fábricas y soñaban, tercamente, con un pedazo de cielo. También, ya pasados unos añitos, se me ocurrió el chascarrillo como se le ocurrió a cierto señor amable —un gordito que huele a hotcakes y hace unos peliculones chidos—, el que dijo alguna vez que lo entendió todo porque es mexicano.

    Con Midgar tenía, frente a mí, uno de los rostros de la desigualdad.

    Aerith es una navegante del sistema

    Aerith creció en los barrios bajos, pero no era como los demás. Tenía flores. Flores, en un lugar donde ni la hierba se atrevía a crecer. Ella era distinta —una Cetra, una sobreviviente—, pero también era ajena. Su atuendo rosa, vibrante, entallado y puritano. El primer diseño de Aeris es el de una madre amorosa, como una alta sacerdotisa, arcano número iv. Su canasta de flores como este objeto divino, colorido, el espacio de bendiciones. Sus ojos verdes e intensos. Me pregunto si entendía realmente el peso de vivir bajo la pizza podrida (como dice una de las canciones de Nobuo Uematsu), porque su jardín era un milagro, no una condena. O quizás seguía esta idea oriental de encontrar la belleza incluso en la destrucción, en la sangre, en la muerte.

    Mi niñez la crecí en barrios: la Balbuena, la Obrero Mundial. Me cuesta trabajo definirlas como marginales (especialmente la Obrero). Pienso que es uno de esos términos engañosos, limitantes, y que surgen a partir de cierta educación gringa, refinada. Pienso en José Revueltas y Los días terrenales. Por otra parte, hablar de una colonia marginal, en la Ciudad de México, no es lo mismo que hablar de lo marginal en Cholula, o más lejos de Cholula, en Amozoc o Chignahuapan. Las últimas colonias donde viví fueron la Lomas de Becerra y la Alta Tensión, y así, con esos honrosos nombres, uno podía darse mal la vuelta y encontrarse con el hogar de los Panchitos entre casas de lámina construidas en los riscos hacia las Minas de Cristo.

    Caminando Lomas de Becerra y Cristo Rey podían encontrarse los parques gratuitos, los mercados municipales y las bibliotecas. Podía encontrarme con un sonidero y ver a la gente bailar. El retrato de lo marginal en Midgar es, al fin y al cabo, una idea muy japonesa pop de lo que debe ser lo marginal. Es un punto de venta para el occidente, para empujar al muchacho privilegiado de los suburbios a imaginarse la miseria y la pobreza pero desde un lugar seguro y eventualmente concatenar este discurso de que los videojuegos son políticos. Discursos fáciles, digeridos, pero quizás útiles para abrir una que otra puerta a pensamientos un poquito más complejos.

    En lo personal, aun cuando viví en estos lugares pintorescos y añorados, esos lugares donde aprendí a amar la vida y encontrar lo hermoso en lo horrible, también descubrí las bendiciones, o las flores de Aeris en la iglesia abandonada: nunca me faltó comida, ni libros. Nunca me faltó escuela y enseñanzas. Había un espejismo de pobreza pero también una enseñanza de cómo navegar el sistema.

    Es algo que aprendí durante el cáncer de mi madre.

    Barret y la rabia que no sirve de nada (pero es necesaria)

    Hace un par de años, cuando jugué Final Fantasy VII por enésima vez, comprendí que los héroes son terroristas con aspiraciones ambientales. Quieren salvar al planeta, pero para salvarlo destruyen la ciudad y matan cientos, quizás miles, de personas. Cuando era joven, yo también imaginaba la destrucción de mi ciudad. Posiblemente era una imaginación recurrente y placentera (hasta que vi cómo se cayó el metro). Crecí pensando en la ciudad como un monstruo terrible al que aprendí a tenerle pánico: lluvias de ácido, leche radiactiva, taxistas como orejas de políticos, la fórmula de la tortilla —un secreto mejor guardado que el de la Coca-Cola—, los fantasmas en los edificios de Tlatelolco. Quizás por eso, además de que soy un exfumador empedernido, le tengo particular cariño al Marlboro de Final Fantasy VII; aquella criatura que tiene todos estos horrores tóxicos en sus tentáculos.

    En la Ciudad, era fácil entrar en un estado de paranoia y angustia. Era fácil enojarse de ser chilango y del laberinto que nos habíamos construido.

    El juego te sumerge en esta realidad sin preámbulos. No empiezas como un héroe reconocido, sino como un forastero en los suburbios, obligado a convivir con la miseria que la corporación ha creado. Cada misión en los barrios, cada interacción con sus habitantes, te enseña sobre la escasez, la desesperación y la resiliencia. Te obliga a ver el mundo desde abajo, a entender que la “civilización” de la placa superior se construye sobre la explotación y el olvido de los de abajo. No es una lección teórica; es una experiencia jugable, una narrativa interactiva sobre la carencia. La marginalidad no es un tema, es el terreno sobre el que caminas. Y quien te lo hace entender es un monín llamado Barret.

    Barret gritaba. Gritaba contra Shinra, contra el sistema, contra Midgar. Durante el disco uno, Barret es una sinfonía de mayúsculas y de quejas. Era fácil verlo como un exagerado, un tipo que no entendía cómo funcionaban las cosas, uno que no sabía navegar los mecanismos de la ciudad para sobrellevar la miseria. Barret expresaba su educación de calle, aunque, supongo, no podemos olvidar la ilusión japonesa que han construido para el occidente: Barret era negro, y como negro se supondría que tendría muchas cosas qué decir sobre la desigualdad y la exclusión, pero no lo hace. No tiene por qué hacerlo. En esa “marginalidad” de Midgar, aparentemente todos son iguales. Como siempre, el mexicano mira el chiste desde lejos.

    Quizás, después de unas décadas, a diferencia de Aeris y la protesta silenciosa de su iglesia cultivada de flores, Barret hace más sentido en los tiempos que corren y las protestas que florecen continuamente. Las redes sociales nos empujan el visaje de hombres y mujeres con las manos callosas y la voz rota de tanto maldecir a los de arriba. Gritan en las marchas, en las reuniones vecinales, en la cocina después de la tercera chela. Me gustaría tacharlos de locos, de amargados, pero sé que la frustración es verdadera. La construcción del odio a través de la educación es una de las tristezas más grandes que existen. Yo también he estado enojado mientras pienso en la inseguridad, en las fosas de los cuerpos, en los edificios altísimos que construyen esos rostros invisibles, a quienes no les importa tapar el sol.

    Y la explicación que da consuelo, cuando no es la destrucción de la ciudad, solo puede darse a través de entender el monstruo que hemos ayudado a construir.

    Tifa, la guía amorosa de un laberinto

    Lo que me gusta de Midgar es ese momento en que, en un bar, conoces a Tifa: esa muchacha imposible de cabello negro, larguísimo. A diferencia de Aeris, con su contraste luminoso, Tifa se mezcla con la ciudad. Lleva un tank top blanco, tirantes negros, un short pequeño, tenis y guantes de pelea rojos. Parece que siempre está sonriendo, y tiene palabras de aliento incluso cuando todo se desmorona.

    Mientras Aeris oculta su jardín a la vista de los demás —excepto a los niños del orfanato—, Tifa revela una canción de esperanza y melancolía cada vez que habla con alguien, especialmente el jugador. No es que lo diga explícitamente, pero hay algo en su forma de existir que convierte el desastre en posibilidad. En su existencia hay una revelación de que las cosas pueden ser mejor o, en palabras más adustas, que la vida puede ser un romance. Y, siguiendo el tema de los arcanos, probablemente ella sería el arcano número V: La Emperatriz.

    Quizás lo más triste es que, por eso mismo, se enamora de un don nadie: un bravucón que la mitad del tiempo es un patán, y la otra mitad, un engreído silencioso. No ahondaré en ello.

    Pero la última vez que jugué Final Fantasy VII, Tifa me recordaba a todas las muchachas que me gustaban en la primaria, o en la secundaria. Esos enamoramientos fugaces que te hacen imaginar que podrías conquistar el mundo si estuvieras acompañado por esa persona. El mapa de tu ciudad cambia con el enamoramiento. Ya no necesitas buscar flores en lugares ocultos ni leer cientos de libros para entender lo que puede ser la belleza. La muchacha —o el muchacho— que encendió tu corazón te da una guía muy especial, personalísima, de ese laberinto que antes odiabas.

    Gracias a esas miradas, por ejemplo, las canchas de basketball dejaron de parecerme peligrosas por la noche. Se volvieron un lugar para jugar y vernos. Dejé de encontrarme con los monstruos de mi ciudad para enfrentarme a ellos.

    Tifa, la mujer más fuerte del mundo, te acompaña en Midgar para destruir soldados de Shinra, máquinas espantosas, armas ancestrales, criminales que no quieren que cambien las cosas, y políticos que siempre querrán que vivas en un lugar miserable y apartado, lejos de ellos.

    Aprendizaje en los barrios de Midgar

    Midgar no tiene final feliz. Quizás mi ciudad tampoco lo tenga, siempre tiene algo qué dolerme de mi ciudad cuando sucede un temblor o cuando la negligencia mata a miles. En cuanto a Final Fantasy VII, no importa cuántas veces lo juegues: la ciudad se derrumba por culpa de unos muchachos ingenuos, neuróticos. El sistema los empuja exitosamente a consumar su odio, y a arrepentirse de ello.

    Habría que aceptar que la felicidad no es un final, sino un estado intermitente, una guerrilla que sigue luchando (honrando a nuestros queridos mercenarios digitales): pequeños asaltos de placer entre los escombros. Los barrios lo saben. Por eso siguen riendo, bailando, vendiendo tacos de dudosa procedencia en puestos que desaparecerán al amanecer. Siguen cerrando calles —a pesar de nuestros autos, de nuestro reloj— para enchufar el sonidero y retumbar las cumbias en el aire, mientras unos muchachos se buscan con manos torpes bajo la sombra de una esquina.

    Las bibliotecas persisten, sí. Islas de conocimiento donde, inevitablemente, algún escritor estatal presentará un libro que se disolverá como un secreto de arena. Pero eso también es necesario: todo sistema necesita sus fantasmas. Al fin y al cabo, son lugares de encuentro donde los personajes habitan, hablan, construyen historias nuevas y se apropian nuevamente de sus espacios.

    Nos enamoraremos cientos de veces en estos laberintos sucios. Aquí, entre rumores y monstruos que crecen en las alcantarillas, no hay héroes de videojuegos, solo gente que se aferra a otros para no caer. Si tenemos suerte, alguien nos tomará de la mano. No para matar diablos, sino para aprender a caminar entre ellos, robarles un poco de oro, y seguir avanzando —no solamente para subir al próximo nivel, sino hacia otra noche, otro día, otra forma de aguantar, otra manera más de ver el rostro de la felicidad.

  • Minecraft y el mito de Sísifo: construir y reconstruir a pesar de que el mundo está condenado a desaparecer

    Minecraft y el mito de Sísifo: construir y reconstruir a pesar de que el mundo está condenado a desaparecer

    Hay días en que abro Minecraft como quien entra a un sueño sin instrucciones. Miro el horizonte de bloques cuadraditos y perfectos, los árboles que desafían la gravedad (o los árboles inconclusos porque el algoritmo tiene un sentido del humor medio raro), los barcos suspendidos en el cielo, las inmensas cascadas de lava, las ovejas que pastan con una indiferencia programada.

    No hay misiones divinas, ni un destino escrito. Solo la libertad brutal de construir, construir y construir. Destino manifiesto: aprópiate del mundo, el entorno es tuyo, hazlo a tu imagen y semejanza. La enorme y apabullante libertad. Y entonces, mientras coloco el enésimo bloque de una torre inútil, la torre de Babel que surge de una obsesión personalísima, me asalta la pregunta: ¿Por qué sigo haciendo esto?

    La respuesta, creo, está en un viejo castigo griego.

    I. El hombre que juega con piedras

    Sísifo, el astuto mortal que engañó a la muerte dos veces, fue condenado a empujar una roca montaña arriba para verla caer una y otra vez. Los dioses olímpicos pensaron que no había tortura peor que el trabajo inútil. Se equivocaban.

    Minecraft es ese mito convertido en juego. Cada mundo generado es un nuevo monte, cada bloque colocado es una piedra que será destruida para colocarla en otro lugar, o para ser olvidada hasta que desaparezca en el siguiente tic azaroso. El juego nos da a entender que nada es permanente: un creeper puede reducir a escombros el puente que conecta nuestro país de islas, la siguiente actualización puede corromper una buena parte del mapa, un simple abandono puede condenar nuestras colosales y opulentas construcciones al olvido digital.

    Y sin embargo, volvemos.

    El modo Supervivencia es la versión más pura del mito:

    • Los phantoms te atacan si no duermes, como furias modernas.
    • Una lluvia de truenos tiene el potencial de convertir las horas de trabajo en cenizas.
    • Tu lobo, recién domesticado, puede morir mientras te sigue, estúpido y diligente, en la aventura que decidiste vivir en una ciudad antigua.

    No hay dioses aquí. Solo código. Y el código, a su manera, es tan implacable como el destino.

    II. Imagino que Steve es feliz

    Claro, siempre puedes facilitarte las cosas. Vivimos tiempos donde uno puede escoger qué tan cruda o podrida le gusta la verdura. En Minecraft, el modo creativo está a unos clics de sensatez y luego vuelas como Ícaro, con alitas fulgurantes de diamante, y construyes sin miedo a la lava o a la noche.

    Pero entonces, ¿dónde está la gracia? Un Sísifo con códigos de trucos dejaría de ser Sísifo.

    Sería un turista que navega felizmente su propio suplicio.

    Albert Camus decía que hay que imaginarse a Sísifo feliz. Es una imagen poderosa y demoledora; doblegar a los dioses a través de la aceptación. Posiblemente, en Minecraft, esa felicidad es saber que tu granja de hierro automática puede fallar mañana y tendrás que volver a reconstruirla, siguiendo paso a paso uno de esos tutoriales de 30 minutos o 40 minutos. O puede ser la belleza perversa del speedrun: derrotar al Ender Dragon en una hora solo para reiniciar el mundo.

    III. Después de la destrucción

    Lo fascinante no es que el juego te permita reconstruir, sino que te hace preguntarte qué vale la pena salvar. Cuando el fuego de tu fábrica de lava misteriosamente se extiende para incendiar tu bosque, ¿replantas cada árbol o te mudas al desierto? Cuando pierdes tu primera armadura de diamante en un lago de lava, luego del berreo y la frustración, ¿regresas a la mina que has tallado amorosamente, a lo largo de horas de abandono, o decides que ya fue suficiente y decides olvidarte de Minecraft unas semanas, unos meses, unos años?

    En el mito griego, Sísifo no tiene opciones. Los dioses, sabiendo que es un gandalla, lo depositan en una montaña y solamente le dan una piedra. En Minecraft, tienes todas las opciones del mundo, pero el destino invariablemente es el mismo: todo desaparecerá. Y sin embargo, ahí está la magia. Como escribió Borges: “El hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce”. Despiertas de un sueño digital, sales de tu cabaña para pescar y miras la puesta de un sol cuadrado. Miras atrás y aprecias la construcción de una ciudad despoblada; la ciudad que hiciste bloque por bloque. Tienes un presentimiento de belleza, pero no puedes definirlo con exactitud.

    Te quedas suspendido cuando intuyes, por cierto, que la despedida es inminente.

    IV. Herobrina morirá mil veces

    Hay un meme clásico de Minecraft: un jugador pasa meses construyendo una estatua colosal de Herobrine, solo para que un amigo, sin querer, active un bloque de TNT y la destruya. Lo genial no es la tragedia, la realización de todo el tiempo que se ha perdido, sino los comentarios que dejan los testigos: “Empieza otra vez”.

    Supongo que ahí está uno de los muchos secretos de Sísifo; sigue empujando su roca porque el esfuerzo es lo único que le pertenece (pero también, quizás, mi secreto preferido de Sísifo es que contempla, dentro de su esfuerzo inútil, maneras de escapar de la trampa. No olvidemos que Sísifo, primero que nada, es un jugador que conoce los secretos de los dioses). Minecraft no es un juego sobre la permanencia, sino sobre descubrirse finito. Es el pensamiento del constructor. Hoy voy a construir algo, aunque solo sea por hoy.

    Y cuando el mundo desaparezca -por un bug, por aburrimiento, porque la vida sigue- no importará. Volverás a generar otro: uno limpio, sin los defectos de la consciencia humana, solamente los horrores del algoritmo. Colocarás, entonces, tu primer bloque de piedra. Planearás los caminos de tu primera mina. Encontrarás un consuelo en aplanar el mundo para que las piedras no resbalen.

    Tal vez, solo tal vez, no jugamos Minecraft para construir.

    Jugamos para no rendirnos.

  • Los dioses callados y los héroes trágicos de Final Fantasy VI

    Los dioses callados y los héroes trágicos de Final Fantasy VI

    Kefka Palazzo ríe mientras el mundo arde. Nadie puede detenerlo. Aparece de pronto, cuando el jugador aún cree que el Emperador es el villano. Típico villano con su payasito, Kefka. Entonces suena su tema musical —una joyita que nos recuerda clásicas travesuras—. Y muy shakespereano el asunto, igual que Iago, Kefka hasta entonces solo aparecía para dar alguno que otro comentario, esta sensación metanarrativa de que se iba a romper la línea entre la ficción y la realidad.

    Kefka nos revela su verdadero propósito: este bufón sangriento y enloquecido destruye, como por casualidad, el mundo.

    Lo hace riendo, como si el acto mismo de reducir civilizaciones a escombros fuera un chiste privado entre él y el universo. No es un villano común: es la encarnación pura de la hibris griega, ese orgullo desmedido que lleva a los héroes a creerse iguales a los dioses y, por ello, a su perdición.

    No hay Zeus para fulminarlo con un rayo, ni Atenea para advertir a los héroes del error cometido. El universo de Final Fantasy VI es un mundo donde los dioses —los Espers, los cristales, los mitos— han sido domesticados, convertidos en herramientas para la guerra. En esa orfandad metafísica, los personajes enfrentan sus tragedias sin redención divina. Pero FFVI, a diferencia de las tragedias clásicas, no se conforma con mostrar la caída: interroga qué ocurre después.

    Terra Branford, la protagonista, carga con una hibris distinta: la de su propia naturaleza. Creada para ser un arma, olvida incluso qué significa ser humana. Locke Cole, el ladrón, no roba artefactos mágicos ni tesoros opulentos, sino redención. Carga con la culpa de haber perdido a Rachel, el amor de su vida, durante una de sus aventuras. Tal vez como un Orfeo moderno. Estos personajes no están condenados por el destino, como Aquiles o Edipo; su tragedia es íntima, psicológica, y su salvación —si existe— depende de algo que los griegos rara vez consideraban: la conexión con otros.

    Final Fantasy VI me pareció un juego único porque construyes una comunidad de héroes para salvar al mundo. Algunos pueden quedarse atrás, dependiendo de tus decisiones. Emocionalmente, sentí la necesidad de reencontrarme con todos ellos. En mi mitología personal, y en la manera que decidí jugar el juego, el único camino posible para ganar era reunirlos a todos.

    Como en una tragedia griega, cada integrante parece cometer una hibris. Terra, nacida entre mundos, cree que puede vivir sin pertenecer a ninguno. Celes se oculta en su máscara de general, y confunde el deber con el amor. Locke intenta revivir a los muertos. Cyan no logra soltar la mano de los fantasmas que lo arrastran. Shadow, vestido de negro, es incapaz de hablar de la culpa que siente por su historia con Clyde, y se autocastiga negando a Relm la verdad: que él es su padre. Kefka, por su parte, no comete ningún error: él es la hibris, su forma más pura y grotesca.

    Kefka es el producto de un mundo donde la ciencia sustituyó a los dioses, donde lo sagrado fue disecado en laboratorios. Su historia es un rumor. Nunca se explica exactamente quién es o de dónde salió. Un NPC —muy difícil de encontrar— te dice que fue el primer magitek knight, un experimento fallido. Su locura no es tanto una desviación como un eco del mundo que lo creó. Su risa es el nihilismo absoluto, una encarnación del eterno retorno: morir y resucitar para repetir la existencia. Es Dionisio sin éxtasis, solo destrucción.

    A diferencia de Edipo o Agamenón, que caen por sus decisiones, Kefka asciende por su indiferencia ante todo. Su transformación en dios —el ángel del apocalipsis al final— es una parodia cruel del mito cristiano: un dios sin redención, sin mensaje, sin amor.

    En la “última risa” de Kefka ocurre una transición. Celes está al borde del abismo, dispuesta a dejarse caer. Para mi chavito interior, esa escena fue demoledora: una mujer que ha perdido todo y contempla el suicidio como única salida. ¿No es un eco de Fedra, de Antígona?

    Final Fantasy VI va más allá del esquema clásico. Aquí la tragedia no se cierra con la muerte del héroe, sino con algo más devastador: la supervivencia. El mundo sigue después de la ruina, y los personajes deben reconstruirse sin guía divina, sin oráculos, sin épica. La tragedia es haber luchado y descubrir que el bien no siempre gana. Y es en esa grieta donde el juego nos ofrece su versión más humana, y más griega: la posibilidad de seguir, sabiendo que todo puede volver a caer.

    Sin embargo, al final, Celes recuerda a sus amigos y ofrece una posibilidad al jugador: ¿y si están vivos? ¿Y si juntos pueden navegar el Mundo de la Ruina? ¿Y si los reúne, serán capaces de sobrellevar el mundo trágico? Mientras tanto, en la Ilíada, los héroes trabajan juntos como una panda de gandallas o de chacales, pero cada uno quiere sobresalir entre los otros (excepto Odiseo, a quien ya desde ese momento le urge regresar a Ítaca). Aquí, el jugador, como los personajes, debe recomenzar desde cero. Ya no hay épica, solo fragmentos, ruinas.

    Recuerdo Zozo: un barrio repleto de criminales y gigantes enfurecidos. Hay vida, hay comunidad, pero está quebrada. Cuando visitas el castillo de Figaro, lo encuentras hundido. Los NPCs han perdido la esperanza. Algunos se han unido al culto de Kefka porque ven la destrucción como el único futuro posible.

    Es como si el coro griego se hubiera desintegrado en voces rotas. Y aun así, ahí nace la esperanza. No se trata de evitar el destino, sino de construir sentido desde el vacío.

    Final Fantasy VI no pide ganar. Pide resistencia, y pide continuar.

    No hay premio divino. No hay héroes puros. No hay justicia asegurada.

    Solo queda reconstruir con lo que se tiene: la memoria, el afecto, los restos del amor.

    La tragedia griega enseñaba que nadie podía escapar al destino si cometía hibris. Pero Final Fantasy VI propone otra cosa: tal vez la caída es inevitable, pero la redención no viene de afuera. Viene de formar una comunidad. De salvar a quien se dejó atrás. De sostenerse entre ruinas.

    Final Fantasy VI no es solo una tragedia sin dioses. Es una tragedia donde el jugador se convierte en demiurgo. La reconstrucción no está garantizada: depende de tus decisiones, de tus afectos, del tiempo que estés dispuesto a invertir para reconstruir a tus amistades y sanar el mundo. Repites la historia a través de los reencuentros. El juego nos devuelve la responsabilidad que los mitos antiguos ponían en manos del destino.

    Aquí, la hibris no cae fulminada por rayos divinos. Cae bajo el peso de la memoria. Y la redención no llega por designio celestial, sino por un gesto humano: el abrazo, la palabra, el regreso.

    La única forma de vencer es juntos.

    Esa es la ética que propone Final Fantasy VI: no la del héroe solitario, sino la del vínculo que persiste incluso cuando el mundo ya ha ardido.

    Final Fantasy VI no termina con una batalla, sino con un silencio. Kefka desaparece en un destello de luz, pero no hay coro que cante su caída, ni dioses que restauren el equilibrio. Los protagonistas, en cambio, se quedan mirando el horizonte de un mundo que ya no reconocen. Esta es la gran subversión del juego: la tragedia no es morir por la hibris, sino vivir con sus cicatrices.

    Quizá por eso, décadas después, sigo pensando en este juego insistentemente. No por su épica, sino por su honestidad. A veces, el verdadero heroísmo no es vencer al villano, sino aprender a caminar sobre las ruinas que dejó.

    Los griegos creían en la némesis como justicia cósmica. Final Fantasy VI propone que la justicia es humana, frágil y colectiva. Terra ya no es un arma, pero tampoco es “normal”. Locke no resucita a Rachel, pero aprende a dejarla ir.

    Quizás, en el fondo, eso es lo que hace de este juego una tragedia verdaderamente griega: no su estructura, sino su pregunta.

    ¿Qué hacemos cuando los dioses callan?