Gamenobook. No game no life. Contar la historia debe ser el juego, pero la interpretación de lo lúdico siempre es distinta, siempre varía.
Versión 1: la ludificación de contar una historia es vestirse como payaso, no tenerle miedo al ridículo y expresar, en un papel de gritones y escándalos, la historia. En un ánimo primitivo y diferenciándola del teatro, se presenta como un performance, algo que «pasa de pronto» y «no estuvo para nada planeado». El intérprete es un alma valiente pero, quizás en palabras de Artaud, muy estúpida.
Versión 2: dije que las palabras de Artaud porque ese señor me cae muy mal, y para mí Artaud representa todo lo ridículo y todo lo malo. Un artista servil que solo podía construir pesadillas. Es más, cuando muera, y si voy a una especie de purgatorio, quisiera conocerlo para destruirlo como a jefe de Dark Souls.
Versión 3: creo que contar una historia como juego, escribir un libro que apunte hacia allá, necesita de misterios. El libro como rompecabezas. Sí, obvio, quizás estoy hablando de Agatha Christie, de Sherlock Holmes, de Edgar Allan Poe.
Versión 4: hay una cajita que adentro tiene la respuesta que estabas buscando y la imaginación (un espíritu silencioso) atraviesa ese laberinto. El lector es capaz de invocar, invocar, invocar. Lector musita en voz alta y reconstruye el mundo a su alrededor. No hay interacción, no hay elementos visibles, todo se desarrolla en el reino de lo abstracto.
Versión 5: regresando a la primera versión, cuando tu vecina cuenta un chisme, y nosotros escuchamos quién se acostó con quién y quién le robó a quién, somos este personaje que camina a un lado de un narrador. Jugamos los niveles, encontramos los secretos, las habilidades y los objetos que nos darán el valor más importante: la verdad única. Diría un insensato, un joven estúpido, diría Artaud de otro universo: joder, eso sí es literatura.
Versión 6: cómo construir un juego, o un laberinto, de estos niveles abiertos, inconclusos, que nos revelen los umbrales. Me gustaría ser ingenuo: creo que la ludificación de la literatura es cuando nos ayuda a construir paraísos personales, el espacio donde podemos jugar a pesar de nosotros mismos, a pesar de la realidad. El espacio que mejora nuestra vida y, por extensión, nos ayudará a mejorar la vida de los demás. La imaginación es la que nos ayudará a suponer distintas interacciones, caminos distintos a los que estamos dispuestos a recorrer. Esto debería ser, en un impulso, el final del juego.
Hace unos años, cuando recién me mudé a esta casa, podía ver el Popo: espléndido, formidable.
En días de mucha lluvia, se formaba un arroyuelo donde venían las garzas a mirarme a unos 50 metros de distancia.
Me sentía muy contento con mi pequeño jardín secreto.
Mi vista sin filtro de la naturaleza.
Luego algún imbécil puso edificios, otro puso departamentos, y otros más pusieron casas de tres pisos. Todos imbéciles, sí, pero yo también: como si hubiera aparecido un demonio a decirme: «de qué privilegios gozas, mi rey».
Después vino el dios gentrificador y no supe cómo sentirme al respecto.
Como soy optimista, igual que el tipo de las camisetas, traté de encontrar una bendición.
Tengo una handycam vieja, del 2,000. De vez en cuando la conecto (porque las pilas ya no le sirven) y miro a lo lejos con ella. Pensé que podría grabar los pájaros que se paran en mi reja, o alguna lluvia.
Resulta que tiene un zoom digital que me permite ver muy bien a lo lejos. Descubrí que puedo espiar a mis vecinos. No vi nada memorable, nomás gente dando vueltas de un lado a otro y a una muchacha, quizás, peinándose.
Sentí un vacío moral, y decidí no volverlo a hacer.
Cuando fui a dormir, pensé que también soy un objetivo fácil de sus ventanas.
Uno de ellos podría tener un rifle de francotirador y acabar con mi vida. Y así, de tanto pensarlo, se ha convertido en uno de esos terrores ocasionales que vivo en mi oficina mientras escribo, mientras reviso tareas, mientras trabajo en gamigo, mientras miro alguna película o algún video de youtube, mientras platico solo con la Nico y le cuento que antes vivíamos en un país mejor.
Al final cruzo los dedos; creo que también sería lo mejor, mucho mejor que una enfermedad horrible.
Cuando estoy harto de los ruidos, o de la soledad, hago un largo paseo: una hora, a veces dos. Los días de mucha familia, el escándalo de los platos, el televisor que hace ruido todo el día; tomo la correa, le digo a Nico que nos vamos y hacemos un largo paseo para pensar otra cosa.
Pero hoy ya estaba lejos, y recordé que Nico no estaba a mi lado. Me quedé un rato pensando en ello; en su vejez lenta e inevitable. Y la extrañé un poco. Caminábamos mucho, caminábamos juntos. Pensé en Nico todo el regreso, y también pensé en una pizza porque tenía mucha hambre y no había comido nada.
Después de un rato, regresé y ella estaba echada en la puerta, esperándome.
Entonces le explico que ya está viejita, que le duelen los huesos y que no hubiera aguantado mucho tiempo. Ella me ladra de todos modos, mueve la cola y sus ojos brillan. Y yo trueno los labios porque soy un viejo cursi.
Y ella salta sobre mí, me embiste como un toro mitológico y atravesamos el primer umbral de los dos mil, según los textos sagrados cinocánicos.
Y me digo: “otro día voy a escribir esto, porque parece un sueño y si no lo escribo lo voy a olvidar.”
Y ella me dice: “me debes un paseo, maldito animal, vamos, vamos, sácame a pasear”.
Y me babea la cara, y yo me tapo los ojos, y somos una caricatura grotesca. Entonces le explico a Nico que eso me pasa y le pido perdón por haberla metido en esto; uno de mis parajes de ficción preferidos es aquel donde podemos pasear toda la vida, es un paraíso inventado, uno que no ocurrirá pero me gusta apostar.
Y ella se ríe como un perro gordo y pulgoso, y corre muy lejos a las colinas oníricas, y me grita desde allá lejos, sumergida en esa situación de urbanidad y colores extraños: “¿recuerdas cuando comimos granos ancestrales?”.
“Ajá, sí”, le dije, “el Killer era un poderoso guerrero y yo envejecí sesenta años”.
“Pues hoy eres muy joven”, dice, “eres muy joven y poderoso y vas a pasear conmigo”.
Y se me olvida el cansancio, y caminamos la distancia de tres mundos, y en un momento de mucho sol, un descanso que parece interminable, uno que antecede el sueño de los muertos, escribo esto en un cuaderno como si fuera un hechizo y le prometo a Nico que este sueño donde nuestros dopplegängers que siguen discutiendo y ladrando, riendo y caminando, sucederá para siempre.
Mientras trabajo (siempre trabajo), veo fotos en algún canal de telegram, entre ellas miro el rostro de una muchacha y pienso: «ella es una desconocida, es una extraña y jamás me la encontraré en la calle». Luego veo a un tipo. Luego veo a una señora de los ochenta y me distraigo un rato. Me pongo a recordar.
Se ve señora porque la foto es vieja, pero en realidad es joven. Se ve señora por el cabello voluminoso, cuando en los ochenta te echabas un montón insano de spray y todo tu cuerpo adquiría vida propia (recuerdo a mi madre, este visaje divino de moda y actualidad de otra época), mutaban las células y despertaban para querer separarse de tu biología y te transformabas en el avatar de un ciervo hecho de luces neón y de concreto.
«No es tan vieja», pienso, y regreso a ver a la primera muchacha; es una rubia, apenas puedo distinguir sus rasgos porque tomaron la foto desde detrás de una planta y se me ocurre la idea de que nunca la conoceré, y aun si la viera en la calle no podría identificarla. Pero su familia sí podría reconocerla. O sus amigos. Gente que se ha dedicado a mirar sus ángulos, memorizarlos por si algún día ella se pierde, memorizarlos porque la quieren o la aman, los aprenden por si ella desaparece (misteriosamente), cuando ella encuentre un amor intenso (el primero, uno de tantos), y se vaya lejos, a otro país, uno exótico, uno muy distinto a este (cualquiera que este sea).
Y se me ocurre, porque el mundo es nuevo y siempre está cambiando, que posiblemente ella no es real, pero es un objeto; una variante de humanidad construida por una inteligencia artificial, y entonces la veo con más atención porque no quiero pensar así, veo su nariz afilada y su ojo medio azul; trato de asirla porque no puedo dejar así las cosas, me cuesta mucho trabajo abandonarlas y me doy vergüenza: otra vez caí en mi propia trampa.
En los dosmiles, cuando los blogs estaban en su apogeo, mi cumpleaños era una especie de evento personalísimo (cumplo el mismo día que mi esposa, por si no lo saben) porque podía llegar a tener muchas lecturas y muchos comentarios (un día llegué a las 7,000 lecturas; la mitad de lo que alguna vez consiguió Big Blogger en un día regular, de mucho desmadre).
—Quizás por eso, ahora uno que otro extraño en Twitter amenaza con que algún día contará la historia del verdadero Agustín Fest (me da fiaca buscar el tweet, pero por ahí anda, se los juro)—.
(Suena el tema de alguna telenovela, una como la del Maleficio que, por cierto, para mi sorpresa, tiene remake este año).
Por eso trataba de escribir ese día, y trataba de hablar del amor, y el cariño, la cursilería, procurando, también, ser un gato arisco al respecto. Pero esta vez lo dejé pasar y ahora me encuentro el día de la Nochebuena escribiendo estos piensos.
Me esforzaba mucho por construir a una persona: la del narrador que contaba sus días, ese afán de ficcionalizarse a uno mismo.
Estos últimos tres años he dejado la escritura en un papel menos protagónico de mi vida (lo dice alguien que publicó un libro en seis versiones distintas, me odio. Soy enfadoso).
No estoy en paz; continuamente regreso como neurótico a contar algo a una hoja en blanco, papel digital, pero se hace lo que se puede con lo que se tiene.
Antes de cerrar el curso de otoño, una alumna me preguntó por la bio de mis redes sociales: «Qué significa eso de llámame nadie, déjame vivir». Lo explicaré por acá: es un poema de Amorak Huey: We Were All Odysseus in Those Days.
Recordarán que nuestro valiente y poderoso guerrero, Odiseo, acaba en la cueva del cíclope Polifemo, el monstruoso hijo de Poseidón, y este amenaza con comérselo, entonces Odiseo dice que se llama Nadie, y que no hay Nadie aquí, y saca una botella de vino y seduce al monstruo.
(Digo seducir porque esta es la generación del fanfic, en realidad nomás chacotea con él, están de chill en la cuevita).
Es una historia que me gusta contar en clase porque si algo hacen los videojuegos, es empujarnos a buscar el arethé, una simulación de virtud y de excelencia que son más eficaces de lo que imaginamos, o que desearíamos admitir.
Cada quién escoge su veneno: usar esta ficción virtual para abrazarse a su propio potencial, o apenas concientizar el impacto que puede tener un tablero de puntajes.
Cuando estamos en ese viejo camino de hongos, plomeros bebotes de ojos grandes, también vestimos los mantos de los viejos héroes. Odiseo, uno de los primeros, no solamente era violento, deportista y galán; también era un contador de historias, el embaucador inexorable.
Si algo tiene ese instante donde Odiseo se enfrenta al cíclope, es una pizca de humor y de absurdo.
En la regadera, pensamiento quizás tonto pero lo dejo por ahí por si algún día se me antoja perseguirlo, vislumbré que el encuentro con Polifemo es el preciso instante que Odiseo invoca a Quijote; se quijotiza porque no sabe si algún día llegará a casa y tiene qué hacer lo más estúpido: negar su existencia, negar su nombre, convertirse en un chiste para sobrevivir al monstruo que tiene enfrente.
Odysseus escaping from the Cyclops with a bad pun & good wine & a sharp stick. It’s about buying time & making do, he’ll say. It’s about doing what it takes to get home, & you see he has been talking about the war all along. We all want the same thing from this world: Call me nobody. Let me live.
—Amorak Huey.
El viaje del Quijote, después pensé mientras mordía mi taco, es un viaje de amor, de absurdo y melancolía. Digo esto porque empecé a leer unos relatos largos, larguísimos de Chéjov. Y me di cuenta de lo neuróticos que son sus personajes, y cómo visten su propia neurosis hasta convertirse en una burla de su propia ficción, personajes despreciables, casi sin redención.
Me di cuenta de que hay una aspiración detrás de sus relatos más largos, y pensé que no están a la medida de su ambición por su falta de amor y de locura. Odiseo y Quijote enloquecen, y se ríen, se pitorrean o son su propia burla. También hay amor, porque Quijote ama a Sancho, lo ama muchísimo.
Hacen lo que deben de hacer para regresar a casa (uno a Ítaca, otro a la Cueva de Montesinos).
En una que otra clase, suelo regresar (a casa, porque mi casa son mis libros y mis historias) a contar la historia de Odiseo con el cíclope o la historia del Quijote cuando cae a la cueva de Montesinos.
Cuando se trata de Odiseo, recuerdo mi propio viaje de amor, y de ruina, mi viaje de enfermedad —todas esas islas, esas personas tristes y esperanzadas— que me dejó muchos regalos, historias lamentables.
Hice todo lo que debía hacer para regresar a casa, a Ítaca, con mi Sol y mi perro, Nico.
No me gusta hablar de cuando estuve enfermo, digo, cada vez menos; pero si algo aprendí en mi guerra, es que todo enfermo es un Odiseo. Odiseo es un héroe, pero su ausencia tiene el potencial de arruinar la vida de Argos, de Telémaco y de Penélope.
También los enfermos cometemos errores, y también somos gente despreciable; habría que recordar como Odiseo, en cada parte de su viaje, entregaba a la mitad de su tripulación como un tributo.
Así descubrí que todas mis relaciones podían terminarse si me dejaba transformar en una entidad que vive de la enfermedad y para la enfermedad. Si algo me costó trabajo y para lo cual estuve misteriosamente preparado, fue asumir que podía ser también un personaje absurdo, un personaje amoroso durante ese proceso.
O quizás eso me gusta imaginar.
Quizás esa es mi propia quijotización.
Felices 42 años. Estaría muy mal de mi parte no desearles esto: enloquezcan este 2024, sean absurdos y heroicos, y cuando todo acabe, no cuenten su guerra, pero cuenten la historia de cómo Odiseo mató al cíclope.
Sigo creyendo que compartir historias es lo único realmente valioso en este mundo.
Pero suficiente, en un ánimo para conservar esto como si fuese un newsletter, tengo dos recomendaciones y dos pequeños avisos:
Uno de los libros más maravillosos que leí este año es el pokédex ruso:
Uno de mis pokemones preferidos es el responsable de crímenes contra la humanidad porque ha matado al menos a 75 personas. Por supuesto, rusos teníamos qué ser.
Y en otro lado, un día se me ocurrió ver un campeonato de Tetris, 2018, y fue la cosa más cardiaca que he visto en mucho tiempo:
Estuvo fabuloso. Me quedé pegado a mi asiento viendo como un joven le sacaba los ojos al señor experimentado.
Por otra parte, el ciclo de La feria del cerdo ha terminado. Ya se publicaron las últimas dos versiones, la morada y la amarilla:
Son las versiones más baratas de este libro que existen. La morada creo que solamente son textos que versan sobre el cáncer y la amarilla se trató de colocar los textos de acuerdo a algunos arcanos mayores y menores del tarot.
Hago este coso adicional porque ya estoy enfadado de mis deudas de cáncer.
Si te inscribes, mandaré mensualmente la lectura de tarot a tu correo y te la leo con mi dulce voz, para que no te pierdas de nada.
No es necesario inscribirse, trato de hacer una o dos lecturas gratuitas mensuales. Son lecturas muy generales, pero quién sabe, puede que te digan algo interesante. Pásale, sin compromiso.
Hace algunos meses, una señora —más o menos popular— en twitter/equis expresó uno de esos hot takes que, si yo no fuera docente y estuviera atrapado en la vorágine de la juventud y sus malditas ocurrencias, me parecería muy sensato: ningún adulto funcional —específicamente varón—, o deseable siquiera, llena su computadora o su tablet de estampitas.
Podría estar de acuerdo con la señora pero me es imposible porque estoy tomando un curso sobre violencias, y ya estuvo bueno de los estereotipos de género —golpe enérgico a una mesa imaginaria—.
Me habría gustado ser uno de esos señores sombríos y elegantes que poseen algún auto gris cobalto y tienen acceso a una isla misteriosa donde algún político, con la máscara de un minotauro, te persigue desnudo entre los matorrales, pero le doy clase a unos muchachos que consumen caricaturas y videojuegos, y continuamente me regalan estampas, y ahora mis chunches están llenos de colores, y de caras, y diseños chidos.
Y no me molesta, desde chavito ya llenaba mis cuadernos de estampitas.
Tampoco me alcanza el presupuesto para ser un señor misterioso porque, si algo vale un dineral en el capitalismo rampante del 2020 y tantos, es la privacidad.
Pronto ya no serás ni dueño de tu cara, pues. Ya hay una inteligencia artificial que está planeando alimentarse con el juguito de tus lágrimas mientras algún ruso en MidJourney programa tu cara para salir en una de esas épicas pornográficas.
Regresando a las estampitas, en publicidad también era lo mismo; los productores y seconds tenían sus equipos y sus maletines forrados de estampitas. Pero las estampitas solían tener algún mensaje chabacano, relacionado a alguna película, quizás una de Tarantino o una de Lars von Trier.
Parece que buscamos un significado en estos adornos, como si pudiéramos trasladar algunos de nuestros amores y encontrar almas afines. Usamos la imagen para expresarnos y apostamos que los otros nos escuchan.
Me acuerdo cuando, por ejemplo, me detuvieron en la calle para decirme que estaba chida alguna de mis playeras.
Dos cuadras después, rumiando mi ingenio de la escalera, pensaba: quizás ese que acaba de pasar es el nuevo amor de mi vida, es un hermano que me hubiera gustado conocer. Sin vergüenza, me hice de algunas ideas: «es que si juntamos los creditos infonavit, pues ya, abrimos nuestro vecindario para la gente de playeras padres y empezamos nuestro culto».
Mi cuerpo es un bestiario: pero más allá de las historias, y de los animales, también soy un catálogo de productos.
Por otra parte, he oído en los pasillos a otro profe, creo que de Arquitectura, burlarse gentilmente de las playeras estampadas. Dice que la gente parece botargas (matando así mis expectativas de un culto). Probablemente tiene razón; escribo esto mientras uso una de mis playeras de cacodemon, mi bestia preferida de Doom.
Soy la botarga de un ente diabólico y capitalista.
Si estuviera en mis posibilidades ser uno de esos señores elegantes y misteriosos, uno que siempre está vistiendo de colores sobrios y planos, y cuyos dispositivos no revelan marcas o dan a entender algún estado socioeconómico imaginario, ¿qué historia estaría comunicando?
Quizás diría que tengo un sastre, y que mando a hacer mi propia ropa. O bien, si tengo esta carcasa que esconde la manzana de mi teléfono, que valúo mi discreción antes de cualquier idea de pertenecer a una tribu.
Mis cosas dirían que me alcanza el dinero para comunicar que no tengo mensaje qué comunicar.
Pero este es un pensamiento que ya se siente viejo, o se siente rancio, incluso si la idea no es comunicar nada o comunicar en exceso. Nuevamente, quizás, o eso nos quiere hacer creer el diablo: la humanidad ya está convertida en un producto, ¿por qué luchar contra eso? ¿O por qué renegar de la imaginación humana, que es capaz de objetificar y transformar a cualquier persona que deseemos en consumo?
Me sorprende mucho, por ejemplo, que últimamente Tik Tok me presenta personas que se hacen pasar por NPCs y, simulando los encuentros que tendría un jugador con alguno de estos entes digitales, cuando les regalas algo durante sus lives, ellos reaccionan de alguna manera.
Si les regalas una rosa, ellos reaccionan con un diálogo predeterminado, como agradecer la rosa o maldecirla. Otros maúllan. Maúllan siempre. Nyah~.
Son como estas «estatuas vivientes» que puedes encontrarte en las plazas: les echas una moneda y empiezan a moverse. Incluso podrías animarte a tomarte una foto con estas extrañezas porque es mágico darse cuenta que esta persona existe para tu placer, y tu dinero.
El NPC casi tiene el mismo encanto —y provoca la misma extrañeza— sino fuera porque el ritmo frenético de los espectadores los obliga a actuar continuamente.
Ahí viene otro tema un poco escabroso, pero también juguetón, que va sobre cómo esperamos romper al NPC (esa persona que no es persona, pero así queremos quebrarla). En un videojuego, quizás un GTA, es común que sigamos a uno de estos entes virtuales para activar su diálogo una y otra vez.
En una de esas, en el proceso de curar nuestro ocio, tal vez nuestra soledad, buscamos un glitch.
Los NPC probablemente son una variante de este otro creador de contenido: el glotón de YouTube; la interacción no es inmediata pero también es de consumo cumulativo. Miramos a una persona comer hasta que rompe su salud. Lo fomentamos a través de likes y de comentarios, mientras en un proceso aparte, el del documentador, guardamos nota de cuánto está tragando y cómo gradualmente su cuerpo puede romperse.
Cuando salió Super Size Me, pensé que era uno de esos documentales morbosos, pero aislados, y que no habría de replicarse. No imaginaba entonces que YouTube se llenaría de alegres tragones dispuestos a engordar para sus audiencias.
Es encantador, pero también triste, cómo tenemos el poder para ser testigos de la ruina. Esa ruina, separada por una pantalla y la distancia, nos hace sentir seguros, lejanos.
Sabemos que eso que estamos viendo es una persona, pero es una persona generada, irreal. Si extendemos la mano, no nos preocupamos por tocarla. Convertimos al otro en una ficción, así como las celebridades cuentan su propia historia y crean sus propios mitos (son maestros en eso), el espectador se da rienda suelta para crear la vida de los extraños.
Pero creo que ya puedo cerrar el fárrago de esta ocasión. Tres cosas que llamaron mi atención en estas semanas.
Un compositor español usa Chat GPT para componer una rola como la de Rammstein. No creo que sea una gran canción, pero hace un ejercicio entretenido y valioso. Creo que las inteligencias artificiales son ejercicios de imaginación y excelentes compañeros de prácticas cuando están bien aplicadas.
En una de mis clases de narrativas, trato de transmitir la complejidad de Dwarf Fortress aunque es un reto desarrollar un poco de literatura generativa en una sola clase. La idea, quizás, es inspirarlos a crear algoritmos que generen historias (y que se cuenten con ayuda del jugador).
Acá hay un documental que habla del algoritmo de este juego complejísimo, donde manejas a un grupo de enanos que están dispuestos a crear un legado:
Y finalmente, hablando de NPCs e influencers, me encontré con la historia escabrosa de un chino que visitaba un edificio abandonado que parecía esconder unas muñecas en ácido:
No es la primera vez que escucho de chinos que cambian su discurso, o cambian su manera de comunicarse, después de contar alguna historia en línea que toca fibras sociales sensibles.
Por eso les deseo una linda semana, y que el coco chino no los encuentre navegando en lugares escabrosos, y oscuros.
ANTES DE IRTE:
Mi último libro publicado trata sobre el cáncer, y la ficción que escribí durante el cáncer.
Y como lo prometí, una de mis primas está escribiendo unos cuentos eróticos de campeonato. Si tienen Kindle Unlimited, pueden leerlos de manera gratuita.
Cuando empezó el rollo de la pandemia, y después de sobrevivir al cáncer, uno de mis objetivos necios era caminar o correr un mínimo de diez mil pasos al día.
Bueno, era un objetivo necio desde mucho antes, creo que nació en esos tiempos que fumaba dos cajetillas diarias (circa 2008), empecé a tener sueños lúcidos con que iba a ejercitar mucho las piernas y formar un cuerpo de campeonato hecho nomás de caminar.
Incluso compré podómetros, algunos todavía los conservo. Cuando me aburrí de ellos, fue porque algunos viejos juegos de la Nintendo DS me ayudaron a mantener un registro de esta cantidad de pasos.
Pokémon Soulsilver no solamente fue uno de mis vicios más difíciles de dejar (fue cuando aprendí que los pokemones tenían valores ocultos: los iv y los ev), pero también lo utilicé como un diario de caminatas.
En ese entonces, contar pasos era para loquitos de la salud y de los números. Es cada vez más fácil conseguir algún aparato que nos ayude a mantener un registro de pasos. La mayoría de los teléfonos nuevos guardan estos datos: si no incluyen un podómetro, al menos tienen un registro de los lugares, las distancias y los kilómetros recorridos.
Si les interesa saber, para un señor calvo, barbón, con una panza respetable, de 1.80, unos diez mil pasos se traducen a alrededor de cinco kilómetros diarios. Todo depende de la zancada. La mía mide unos 0.60-0.70 centímetros.
Ese número de pasos viene de una creencia de viejitas (y modelos de salud desactualizados, o rancios), que insisten es el número mínimo que debe caminarse para mantener una salud óptima.
Quisiera subrayar eso de salud óptima porque suena a panfleto. No subrayo eso de la creencia de viejitas porque no quiero que aparezca una señora terrible como de serie de Mike Flanagan a regañarme.
Aunque imagino perfectamente a mi abuela revisando su podómetro, y empujándonos a caminar por nuestras viejas calles, como ratoncitos que están escapando de la muerte y que exigen a su propia biología que sea más flexible con uno mismo por el amor de dios.
A inicios de año, leí a un médico por ahí (quizás en Medium, o en una de esas apps para hacer ejercicio, perdón, no tengo la fuente), también corredor, que se animó a confrontar el número y dijo que unos 6000-7000 pasos, en sus pacientes de cincuenta para arriba, era una señal de excelente salud e invitaba gentilmente a bajarle al número para evitar las angustias por cumplir con metas que pudieran ser irreales, especialmente para vidas que son sedentarias.
Por consecuencia de ese artículo, le bajé unos miles a mi meta y ahora procuro caminar, al menos, unos 7,500 pasos al día.
Entonces, como caído del cielo, el newsletter de The Futurist me mandó a leer un artículo que da los datos de un estudio sobre la cantidad mínima de pasos que se necesitan para conservar la buena salud.
Si estás empezando de cero, y no haces nada, con 2300-2500 ya hay algunos beneficios para tu salud, como que una reducción a enfermedades cardiovasculares. La cantidad de pasos chida está entre 7,500-13,000, pero unos 6,000-10,000 son más que suficiente para pasarla bien.
Este inicio de curso estoy caminando entre 10,000 y 13,000 pasos al día.
Como parte de mi compromiso para establecer, finalmente, mi identidad poblana y cholulteca, me estoy subiendo a los camiones que durante tanto tiempo me había negado a agarrar.
Es momento de aceptar que nunca voy a regresar a la Ciudad de México y que hace algunos años dejé de ser chilango. También es momento de aceptar que la pandemia se convirtió en ese diablo del que nadie quiere hablar, un mal sueño que ya pasó y ver cómo si estuvieran locos a la gente que todavía usa cubrebocas.
(Puede que yo sea uno de ellos, al menos en el transporte público).
En la Ciudad de México, el transporte público era mucho más claro: tomas un camión que te lleva como animal de encierro hacia tu metro, ese agujero que tiene tu forma, pagas tu boleto infernal para contemplar las vías y tratar de no pensar en la oscuridad y el vacío, y luego que te despierta la estridencia sobrenatural de la orange limousine, te metes a un vagón para ver a dos adolescentes manosearse mientras una bocina de flashazos neón te despierta, y te vende unas plumas a diez pesos.
La tinta de unas plumas chinas es el verdadero saborcito que nos hace pensar que todo saldrá bien y ya, te olvidas de matarte.
El transporte público de Puebla es caótico. Aumenta la sensación de que te llevan como una vaca al matadero y las rutas son muy frustrantes porque cambian, o no siempre pasan, o sus horarios no son muy consistentes.
Tan solo en estas dos semanas, sospecho que cerraron dos de las rutas que pensaba tomar para moverme de un lugar a otro. Eso o ya pasan nuevos camiones que me van a llevar al umbral místico del mediodía.
Y, sin embargo, estoy dispuesto a experimentar, perderme un poco y caminar algunas de las distancias para ahorrarme unos pesos y estirar las piernas.
Las caminatas han abierto la apreciación a los lugares, los espacios. Faltan banquetas, pero no falta gente y no faltan lugares donde uno perciba una especie de familiaridad, el inicio de un hogar. Podría haber más árboles, más adoquines, podría haber espacios más amigables con el peatón, los bicitecas y muchos menos autos. Pero esa es la lucha perpetua del peatón contra la insensatez.
La caminata, como siempre, es la acción que nos revela nuestro hogar, y nuestro espacio en la comunidad. Caminando es el modo que descubrimos nuevas madrigueras, lugares de ocio o lugares de esperanza.
Y, sin embargo, es lo que también me da tristeza. Estas semana he leído en redes sociales de los secuestros en Lagos de Moreno, el reclutamiento forzado de jóvenes al narco, entonces recuerdo y reafirmo que nuestro país puede ser muy cruel con los caminantes y los viajeros.
No es exclusivo de esta década, de este sexenio siquiera; desde que era un morrito y vivía cerquita de la Moctezuma, en la ciudad de México, sabía que algunas calles estaban prohibidas porque eran los barrios de algunos narcos. O bien, que no podía caminar por todas las calles de La Viga, en Iztapalapa, porque pertenecían a algunas bandas.
Roberto Bolaño escribió 2666 nomás de ver la cantidad de muertas en Juárez. El capítulo que más me impactó de su novela es una larga lista de nombres, todas las mujeres asesinadas y se leía como una letanía, como una carga. (Quizás, creo, es el único capítulo realmente valioso de su novela).
Algunos de mis alumnos me cuentan que espacios aledaños a la universidad no deben caminarse sin cuidado porque es muy probable que lo asalten a uno.
Como mexicano, aceptas y asimilas que toda esta belleza, el descubrimiento de tu espacio vital, también viene con algunos frutos podridos, frutos que nacen de algunos cadáveres.
Pero como solía escribir en la columna de LJA, y como sigo creyendo hoy en día: pienso —ilusamente— que hay más gente buena que mala, y que por probabilidades, la mordida a la manzana será dulce antes que le arranques la cabeza al gusano.
Y aún cuando sé que esta creencia es un tanto boba, espero que si todos creemos en esta bondad comunitaria, esta bondad interna que está a nuestro alcance (en todo momento), el sentimiento se distribuya y eso ayudará a disminuir —un poco— el dolor, y la muerte. No compondrá las cosas, lo sé, pero tampoco las empeora.
Ya para cerrar el fárrago de esta semana, me gustaría compartir dos cosas:
Hace algunos meses, como objetivo de pandemia, pensé que debía construir una computadora clásica para construir algunos juegos en su hábitat anquilosado, rústico, oxidado y natural, después se me ocurrió que la solución —como la furia de mr. Roboto— era configurar distintas máquinas virtuales, pero eventualmente Linus Tech Tips me enseñó la luz.
Existe un emulador de código abierto de PC con distintos set ups. Prácticamente construyes una máquina virtual con algunos pocos clicks, y tiene una gran versatilidad para configurar el hardware. Mi cartera me lo acaba de agradecer.
(Aunque sigo queriendo uno de esos monitores viejos por necio).
Otra cosa chidísima es la casa invisible, afuera del parque de arbolitos de Josué. Si tienen lana para viajar y rentarse este AirBNB, tienen fotos garantizadas para que se vea algo chido.
Supongo que es una casa específicamente construida para influencers y sus caprichitos digitales de presumir viajes y aventuras, aún cuando las nubes sean falsas y los filtros no permitan verlo todo bien.
Bueno, si eres un influencer, tienes lana o se te deschavetó la cabeza y no pudiste evitarlo, pero tuviste que visitar esta casa, mándame una foto.
Me gustan los videos que recorren casas caras porque me hace pensar en mi mundo de Minecraft y que quiero una mansión de Batman en cada isla.
Cruzo los dedos, que se me haga la buena.
ANTES DE IRTE:
Mi último libro publicado trata sobre el cáncer, y la ficción que escribí durante el cáncer.