Unos pocos años antes de enfermar de cáncer, y contemplar mi propia mortalidad, traté de salvar a un pajarito de morir. Lo encontré afuera del jardín, estaba tirado, silbaba débilmente y tenía los ojos cerrados. Sus padres no le hacían caso, supongo que tenían buenas razones; la naturaleza es sabia y es cruel, los monstruos saben cuándo abandonar a sus vástagos.
Pero yo me sentí más fuerte que la naturaleza, me sentí el hombre que determina su entorno, como el protagonista leñador y macho de alguna novela de Knut Hamsun; alcé el pajarito y lo metí a la casa (ejemplo de mis tremendos músculos), creyendo que internet y un hogar serían suficientes para salvarlo.
Envolví al pájaro caído en periódico, también en papel, para que no perdiera el calor. Le preparé una solución especial de pan y agua con la que pretendí alimentarlo. Lo coloqué en un lugar alto para que la Nico no pudiera alcanzarlo, pero no fue necesario, para mi desconcierto, su curiosidad se acabó muy pronto.
La curiosidad de Nico se convierte en una fuerza imposible cuando otros animales se han metido a mi casa: mariposas negras, murciélagos, ranas, una víbora, algunos saltamontes, mis amigos, mi sobrina y su mamá, mis suegros (perdón), mi mamá y mi hermano (ellos sabrán perdonarme), algunas visitas (perdón otra vez). Los persigue, los caza para pedir caricias en la panza, los huele insistentemente para recoger las historias de otros tiempos, otras naciones. Juegas con ellos para aprender. El pájaro, sin embargo, no tenía historia alguna qué ofrecerle.
La naturaleza es sabia, también es cruel (hay un placer salvaje en ver el discovery channel de madrugada) y sabe cuándo dejar ir a los que se mueren para que penetren la tierra, regresen a ella como una memoria.
Cuando vi que mis esfuerzos tenían poco resultado, dos días después (me levantaba emocionadísimo para irlo a ver, como niño que espera un regalo de Santa), lo saqué de nuevo y lo dejé cerca de unas macetas porque leí en algún lugar que un pajarillo así: abandonado a su suerte, pudo partir de un error de los padres, un accidente, y quizás si lo escuchaban, podrían alimentarlo.
El problema primordial, creo, es que el pájaro no quería alimentarse con lo que yo le daba.
No pude dejarlo afuera más de unas horas porque era invierno, y se iba a morir de frío, y empecé a sentir culpa. La culpa iba más allá de jugar con la vida del animal, porque ya incluía mi soberbia, mi pretendida e inventadísima capacidad de interrumpir un proceso natural, sea cual fuera este: la selección cruel de los padres, un accidente o la tierra misma que está reclamando un fragmento de su memoria.
El pajarillo, como era de esperarse, murió. Nico no entendió por qué me puse a chillar ese día y, unos años después, luego de un camino de sufrimiento (pero también de alegrías que son tan luminosas que los ojos arden) creo que tampoco termino de entender por qué lloré.
Quizás sería más sincero decirme que lloré porque no pude ganarle a un proceso.
Pienso a menudo en ello, como si otra persona (un doppelgänger medio asquerosillo) hubiera interpretado estas escenas, como si me estuviera contando una alegoría a través de un espectro pasado. Pero la historia del pájaro no tiene sentido alguno, no resuelve la vida de nadie, solo cuenta un dolor estúpido porque no pude vencer a la tierra, a la naturaleza, y a la muerte. Y porque genuinamente creí que podría hacerlo.
Si hoy me encontrara con otro pájaro en la misma situación: caído afuera del escalón de la puerta principal, en el garage, probablemente lo levantaría y lo dejaría bajo un árbol. Abandonaría el intento de interrumpir el proceso, mi única intervención sería depositarlo sobre una tierra amable.
Entonces, ojalá, vendrán sus padres por él o tal vez no, pero igual que mi primer gorrión muerto, terminaría por desintegrarse en partículas de polvo para alimentar a sus hermanos, a sus padres, a sus enemigos, a una familia honorable de gusanos que fertilizan la tierra, a las jacarandas y sus espíritus púrpuras -the jacaranda radical dreamers-, a los fósiles de los dinosaurios que todavía persisten y no quieren dejar de vagar, incorpóreos y colosales, en la tierra a pesar de la ambición del petróleo, a las hormigas que también necesitan un poco de proteína, a los caníbales, a los depredadores, a los hongos que huelen extraño, a las orejas de mi perra que recoge todos los olores, en todos los paseos, y supo desde mucho antes que yo, cuando apenas era un cachorro, el fin natural, el orden y el caos determinante de todas las cosas. Amén.