Autor: arbolfest

  • I — Bajo la sombra

    El día de hoy, bajo la sombra de este árbol, agradezco que ningún dios primordial me ha capturado.

    Agradezco a mi esposa y mi perra.

    Agradezco la inteligencia y la paciencia para jugar varios juegos a la vez.

    Agradezco que se me olvidan las palabras porque pienso muchas de ellas a la vez.

    Agradezco ese libro de Onetti que todavía no he terminado.

    Agradezco esa mitad necia, ese interno que tengo me impulsa a seguir escribiendo.

    Agradezco el visaje de cosas increíbles, como aquel conejo de ocho piernas y tres ojos que se esconde en los recovecos de mis sueños.

    Agradezco los letreros de clausurado en los establecimientos que no cumplen las reglas.

    Agradezco la impureza de mi alma que es el origen de mis vicios que aún persisten.

    Agradezco la persecución de mis hermanos porque alguien debe detenerme y mostrarme el error de los caminos.

    Agradezco los santos recuerdos con mi abuela porque ninguno de sus hijos ha sido capaz de quebrarlos.

    Agradezco los recintos que abrieron sus puertas y, ahora en sus muros, guardan ecos de historias que he vivido y que he inventado.

    Agradezco el polvo en las camionetas blancas porque reflejan mal los soles de medio día.

    Agradezco los caminos de árboles; me prestan su sombra y aunque soy un intruso, nunca me han hecho sentir como uno.

    Agradezco los caminos de tierra que conducen a templos abandonados donde un dios espera consuelo.

    Agradezco los sillones abandonados en la hierba; he dormido en más de uno.

    Agradezco la tecnología; aunque se insiste en verla como maldición, han hecho todas mis vidas más largas y llevaderas.

    Agradezco la plasticidad neurológica porque se oye mal y chistoso.

    Agradezco el presente exceso de reglas; ya ninguna parece recalcitrante e inevitable. Somos un cúmulo de columnas agrietadas. El templo que será visitado por un espíritu tonto, curioso.

    Agradezco las posibles variables de mi existencia: inmoral y asesino.

    Agradezco la ruptura de mis aspiraciones inmortales. Un recuerdo rancio de una fantasía.

  • 41: La construcción del nuevo circo

    Compré un reloj de arena en Ikea —cuándo me convertí en ese monstruo que navega en el laberinto del consumismo sueco para sacar la tarjeta de crédito y llevarse cositas—. Tiene una duración de 8 minutos y algunos segundos. Dos relojes de arena equivalen a un ratito. Tres relojes de arena equivalen a un programa cómico de televisión o un anime. Cinco relojes de arena equivalen a un programa dramático. Cuarenta relojes de arena equivalen al tiempo de vida que le resta a Carlos, el deshollinero. Mil doscientos relojes de arena es el tiempo que soñaba mi abuela con un futuro mejor, brillante.

    Usé el cronómetro de mi teléfono para medir el tiempo que tardaban en caer los granos de arena; lo hice caminando, mientras estuve en el coche y luego en casa. El reloj de arena, más allá de una curiosidad, está planeado como una ayuda para un manejo lúdico, un poco disperso, del tiempo. En mi cabeza, el objeto ya está destinado a múltiples juegos inventados, pero que seguramente nunca pondré en práctica porque definitivamente es más divertido imaginarlos.

    Para escribir mi post de los 41 años di vuelta al reloj de arena. Me pregunto cuántos tardaré en escribir esto, espero que no más de uno o dos.

    Subí unos diez kilos en mis cuarenta años. Ser un docente universitario, y presentarse al salón de clases para dar cátedra a un grupo de diez, quince, veinte muchachos que bostezan y evalúan sus decisiones, provoca fácilmente la ansiedad de estar tragando cosas; creo que es un aviso de mi cuerpo: he recuperado el peso que tenía unos meses antes de que me diera el linfoma, he recuperado la salud y he reclamado el tiempo que me resta de vida.

    Una de las señales de la enfermedad fue la rapidez con la cual empecé a perder peso. Milagrosamente, por ahí del 2017, estaba perdiendo uno, casi dos kilos por semana. Me gustaba creer que estaba siendo muy bueno con el ejercicio y la dieta porque me daba terror estar enfermo (y, sí, con todo y el terror, tuve que empujarme a hacer las preguntas adecuadas y hablar con la gente precisa, pero esa historia ya la conté otros días).

    He llegado a los 41 con mi gordura feliz de antes. Qué molesto, creo que nuevamente tendré que comprar pantalones o tendré que ponerme a dieta.

    Cumplí años rodeado de nuevos amigos, colegas (curiosos colegas, deseo recalcar) y he recibido algunos mensajes de mis alumnos y mis exalumnos. Una de ellas me dijo que era un excelente tomador de pelo y yo sonreí, ella sabe que me dio uno de los mejores halagos. En una posada hice las hamburguesas con la receta de mi abuela (uno de sus múltiples sueños de arena), bebí whisky, mezcal y cerveza. La gente se reía a mi alrededor, conversaba felizmente y yo me dedicaba a escuchar. Mi esposa se veía muy contenta, agradecida de tenerme y se acercaba a abrazarme, besarme.

    A donde quiera que voltee, pareciera que no tengo motivos para no estar agradecido o sentirme querido.

    Dos relojes de arena.

    Pero no puedo negar que ya atravesé un umbral, y en ese umbral recibí un mensaje: la vida es una ilusión, un espejismo. No quiero decir con ello, sin embargo, que el entorno sea una mentira, no soy así de cínico; pero creo que el mensaje se refiere a que la única verdad es darnos la manos los unos a los otros para atravesar la neblina del mismo valle. Estamos ciegos y para atravesar necesitamos hacer una cuerda con nuestras manos para no perdernos el río.

    No sé si me doy a entender. Quizás solo entenderá quien haya asomado la cabeza por la puerta y haya mirado al otro lado.

    Me quedé pensando un ratito en las líneas anteriores y en silencio se terminó el segundo reloj de arena.

    Tres relojes de arena.

    Y el silencio ha sido tan largo que está a punto de terminarse el tercero. Así me he sentido estos últimos años, reviso pausadamente todo lo que escribo, y aún así lo pienso mucho, como si las palabras necesitaran el reposo. Ese monstruo de la pausa empezó a trasladarse a lo demás: pienso, mido, evalúo, calculo. Festina lente. Hago tantas cosas a la vez porque mi neurosis me acostumbró a vivir así, pero ahora las hago muy despacio. Y luego pienso en el futuro: no quiero que sea de otro modo, quiero hacer mil cosas en diez, veinte, treinta años.

    Tendré algunas semanas de tranquilidad para reponer las energías sociales. En ese tiempo, creo, me pondré a leer y a escribir. Jugaré en soledad, y luego, cuando me canse, la Nico y yo nos tiraremos al piso frío a dormir un rato. Mi amigo, Sangarcía, me dijo que ojalá fueran otros 40 años así y yo le dije que ojalá nomás fueran 25 porque esperaba, para entonces, ya hubiera métodos dignos de eutanasia. Lo dije en broma pero, si no quieres, no es broma.

    También tengo algunas esperanzas de que, para entonces, nos puedan colocar en paraísos simulados o probablemente tendré la sabiduría para decir adiós, para «soltar y perdonar», como dicen algunos tarados, gurús del rancio new age que a veces resurge de las sombras.

    Cuatro relojes de arena.

    Felices 41. Mejor cierro antes de que me ahoguen las arenas de un tiempo fársico. Gracias, primero, a mi familia: mi esposa y mi perra. Gracias a todos los que me han acompañado. Gracias a quienes salvaron mi vida. Y gracias a quienes, por razones inexplicables, decidieron caminar a mi lado o siguen presenciando este circo extraño. Nico se puso a ladrar. Es hora de irnos a perseguir olores.

  • Perrario

    La viejita de mi casa

    Veo a mi perra hacerse vieja. La Nico camina cada vez más lento. Tiene más canas y llora cuando se levanta porque su espalda ya se está quebrando. Seguido, cada quince días, cada mes, la llevamos a su terapia para que le duela menos. Ya está empezando la temporada de frío, le pusimos un suéter que la ayudará a mantenerse calientita y quizás eso ayude un poco. Hace unos años me di cuenta que la perra se está haciendo vieja y empecé una larga despedida; pero ahí sigue. Tengo miedo de creer, a veces sueño con que podría durarme toda la vida.

    El perrito estresado

    Hablo de un perrito que rescataron mis vecinos. Tiene las orejas puntiagudas pero una de ellas, casi siempre, está caída. Tiene los ojos muy abiertos y muy oscuros, pero brillan mucho, y parece que está a punto de llorar o que tiene un ataque de nervios. Por su cara, uno pensaría que todo el tiempo lo están regañando cuando en realidad lo quieren mucho. Cuando camino bajo la casa de mis vecinos, y alzo la mirada, ahí está él, asomado discretamente, mirando todo lo que pasa; pero si tus ojos se cruzan con los suyos, él esconde la cabecita, la desaparece detrás del borde, como pidiendo perdón por ser el investigador privado más chafa del mundo.

    El barba blanca

    Hay un perro que vive detrás de unas rejas y vigila la calle. Es gris, pero como también ya está viejito, cada día emblanquece un poco más. Sus barbas son completamente blancas. Se la pasa echado, con el hocico afuera de la reja y ya no ladra a nadie, solo mira. Cuando era un cachorro, fácilmente le echaba bronca a la Nico. Se le aventaba encima como si tuviera que proteger a toda la cuadra. No le tengo mala fe por eso. La Nico era una tragona. Quizás una o dos veces, habrá robado la comida que estaba predestinada para él, o para los perros de la calle. Una vez pregunté al taquero de la cuadra cómo se llamaba ese perro. Me dijo un nombre chistoso, pero no puedo recordarlo. Quizás era el trampas, o el cocas, o el barbas, o el chombas.

    Pardo y negro

    Tengo otros vecinos, un poco más adelante, que dejan afuera a sus dos perritos, uno Pardo y uno Negro. El Negro es especialmente de cuidado, porque le gusta hacer largos círculos para rodear lo que está cazando. Desde que “acabó la pandemia”, los coches circulan continuamente afuera de mi calle y Negro corre alegremente entre ellos. Tiene mucha energía, mucha vitalidad. Es como ver la carrera de un boxeador que eventualmente caerá porque se niega a retirarse; creo que un día lo van a atropellar. Pardo, como está viejillo, casi de la misma edad de Barba Blanca (son amigos), simplemente lo mira correr de un lado a otro. A veces se levanta para caminar a una de las taquerías y cazar la carne que se cae; Negro entonces se da cuenta y va con él, para ver qué se come. Comen juntos, luego caminan, se van a quién sabe dónde, quizás a cazar demonios o corretear fantasmas.

    Una jauría de tres

    En Cholula, no es extraño encontrar enormes jaurías de 11-15 perros andando por sus calles pequeñas, sus callejones de pueblo. Tampoco es extraño atestiguar cómo disminuyen las jaurías. Creo que podría salir un documental interesante de seguir a uno de estos grupos. Los perros, en comunidad, tienen una vida trágica: se pierden, son atropellados, son asesinados por algún chamaco, los borrachos o por su propia jauría (por el hambre o por un código interno que manejen) y, supongo que las menos veces, son adoptados. Hay una jauría de tres perros que suelo encontrarme en mis paseos, recuerdo cuando eran nueve, y luego disminuyeron a seis. Funcionaban como unidad, hermanos que se cuidaban los unos a los otros. Dos perros adelante, uno atrás. El perro de atrás solía adelantarse para ladrar a alguien, hacerle saber que su tropa estaba pasando, y los otros perros giraban las cabezas, los hocicos, y miraban aquello que era señalado por el explorador, el adelantado. Los dos perros de adelante podían unírsele, como para señalar que son el músculo. Pero ahora son tres y caminan uno detrás de otro, y luego se detienen a descansar bajo los árboles, y me parece ver, en sus ojos tristes, que pueden ver la sombra de aquellos que se quedaron atrás en el camino.

  • Una historia del poliamor

    Tengo uno que otro amigo poliamoroso por ahí, pero contar las aventuras de todos tomaría más que una sentada. Contaré solamente una, y aprovecharé para ordenar mis ideas sobre el tema. Hace unos días, platiqué con S y me contó de su visita a los calabozos (porque es aficionada a los fetiches, cómo no), su preocupación por no estarse topando con las otras novias de alguno de sus amantes, el drama del muchachillo de 31 años (porque los dos tenemos más de 40) y que su actual pareja disfruta de escuchar sus dramas con las otras parejas. Sin prejuicios, sin opiniones, nomás disfruté la charla.

    La disfruté tanto, que esa noche conté un poco de mis jóvenes locuras, además de una que otra indiscreción de S, en mi stream y una de mis visitas, muy joven, dijo algo sobre la cantidad de drama que podía haber en una de esas relaciones. Los jóvenes, quienes tienen una apertura mayor y envidiable de la que yo jamás tuve, navegan fácilmente en estos términos y son más abiertos a adoptarlos. Viven sus fantasías y exploran sus identidades con menos trabas de las que tuve yo, o las que tuvieron mis padres, mis abuelos. A veces me parecen graciosos, otras veces me parecen tiernos; otras veces creo que solamente son valientes y ridículos.

    Pero el drama que mencionó la muchacha, tenía los matices de los jóvenes, por eso aproveché para soltar mi palabra de señor: “ya el drama a nuestra edad es muy distinto”. Y nomás dije eso y se me salieron las canas, y los pelos de las orejas. Pienso que el drama a los cuarenta es una especie de deporte, una añadidura a los códigos de comunicación que hemos formado los zombies de mi edad. El melodrama lo tomamos como una explosión saludable y también como el inicio de un intercambio, una moneda que servirá para otra cosa más que una mera emoción.

    Yo, quizás, no lo uso de esa manera (el drama, para mí, se coloca en dos vertientes: la pérdida de tiempo y el chismecito sabroso), pero he aprendido a aceptarlo, especialmente, como una virtud o una rutina en la vida de los otros; aunque algunas veces me gusta contribuir porque me da un sabroso dulce qué mantener en la boca mientras estoy rumiando en alguna otra cosa.

    El joven drama tiene intensidad y sus límites rebasan fácilmente mi paciencia. Quizás porque los muchachos todavía están midiéndole a sus capacidades histriónicas.

    S me preguntó si alguna vez no habíamos tenido ganas de ser poliamorosos en mi matrimonio; miré la pared de mi oficina un ratito y le di un sorbo a mi café. Durante el cáncer, y poco después del cáncer, como estaba arruinado por los químicos, tuvimos un par de conversaciones que iban por ahí (para el terror de la Nico), pero que no se tomaron muy en serio porque yo estaba sometido por la enfermedad, los químicos y la biología trastornada. En cuanto al desarrollo y las conclusiones de dichas pláticas, como siempre, prefiero mantener un poco de misterio, pero mi pequeña aventura con la mortalidad sí me empujó a tomar decisiones, además de aceptar la verdad sobre algunos rasgos de mi vida.

    Puedo decir con seguridad lo siguiente: no tengo las energías, la habilidad o la capacidad para sostener dos relaciones totales a su vez, aún cuando un acuerdo hipotético lo permita. Creo que no tengo energías para sostener una media relación (adicional), siquiera. Inclusive, si me regalaran una almohada con una waifu bordada, tendría que guardarla en un cajón porque ver sus ojos grandotes de hentai me haría pensar que es mucho compromiso.

    Me gusta el ahegao cuando es sucinto.

    Pero si mi esposa se acercara un día para pedir que abramos la relación, bueno, haría un par de preguntas para anotar los acuerdos en un contrato misterioso, secreto, no me negaría. Una de las verdades que aprendí, y que puedo compartir sin problemas es que, de ninguna manera, he creído que ella me pertenece.

    Sé que la pertenencia es un código verbal cuando uno anda de fetichista (y a mí me gustan las cosas raras y los jueguitos complicados), también cuando uno anda de romántico o de tóxico, pero nada más; la pertenencia es parte del juego, pero la vida es otra cosa. Quizás uno pensaría que el matrimonio necesariamente debería tener esos rasgos; o digamos que también puede ser un rollo ritualístico, ceremonioso o, ya más loquitos, podrían inventarse algo de energías y que uno tiene posesión sobre las personas porque cuando se piensa demasiado en ellas le volteas los chakras y ya valió madre, te volviste metafísicamente responsable del otro para siempre, pero nada qué ver.

    Uno sigue desarrollándose, siempre, totalmente, de manera pasiva, continua y aunque no se quiera, paralelamente, a la otra persona (y viceversa). Y ese crecimiento determina, empuja y retuerce los límites. Cada tanto me detengo para preguntarle a mi esposa cómo se ha sentido conmigo y con ello platicamos sobre nuestro compromiso, y si debemos hacer algún cambio. Cualquier cosa que se dice entre nosotros está muy bien y seguirá manteniéndose en secreto, no se afirmará nada hasta que sea absolutamente necesario (creo en el poder de la discreción y el misterio en estas etapas donde el internet nos lo muestra todo).

    Basta decir que la Nico, mi basset hound, sigue durmiendo tranquila cuando le decimos que no tendrá papá, o mamá, o perrhijo adicional a quien prestarle nariz, orejas y panza moteada.

  • El vals del estudiante

    Cuando eres profesor, empiezas a vigilar los vicios que tienen los estudiantes, y descubres que también son tus propios vicios; el profesor, todo el tiempo, está tomando clases, cursos, talleres y diplomados más tiempo del que le gustaría, siempre está jugando los dos papeles, un pie en cada mundo. Ah, pero es que ahora amas enseñar. La Asociación de Docentes Multiversales está orgulloso de ti.  

    Al decir vicios me refiero, especialmente, a los que bostezan, a los respondones, a los que se duermen y a los que asienten cuando los miras fijamente a los ojos, como para darte un dulce: “su clase es muy interesante; lo que está diciendo, profesor, es mi nueva ley de vida. Mi existencia depende de ello. Molly Bloom dice que sí, sí, sí”. 

    Cometí el desatino, porque a veces me gusta el dinero, de aceptar un curso, o diplomado, o taller, o seminario; todavía no entiendo las variantes de estos dislates (a veces me gusta pretender que sí, que estoy muy interesado; cuando alguien me los explica, asiento como si mi vida dependiera de ello). Los últimos cuatro sábados estuve cautivo en un salón, mientras un par de profesores me enseñaron a redactar preguntas para un examen. Resulta que esto tiene su chiste, y que no cualquiera puede hacer exámenes realmente competentes. 

    Voy a confesar una de mis ñoñadas, ruego disculpas al lector porque voy a dar una imagen del niño enfadoso que fuí, y que consiguió ser muy odiado por sus pares (mayormente por hablador). Mi familia, un montón de tíos freaks y nerds, me enseñaron a leer en inglés desde muy chiquito. En la secundaria corrieron a mi profesora de inglés por motivos que no puedo recordar (aunque recuerdo la carita de la monja que nos avisó, estaba muy enojada cuando dijo que esa profesora ya no vendría) y nos quedamos sin examen final. Me acerqué a la monja, directora sor Juana, y le dije que yo le podía elaborar un examencillo, siempre y cuando me exentara del mismo. No confirmó, porque cómo la directora va a comprometerse durísimo con un chamaco mamón de 14 años, pero hice el examen de todas maneras y se lo cedí. Era una cosilla de 3 páginas, 25 preguntas. Cuando contrataron a una profesora de inglés para sacar el período adelante, y nos aplicó el examen, eran casi los mismos ejercicios que yo había diseñado. La profesora nueva de inglés cambió una o dos preguntas, fingí un poco de sorpresa. Mi examen final fue una cosa muy fácil. Me quedé unos minutos más, igual, por cortesía.  

    Usé principalmente nuestro libro de inglés e hice algunos cambios. No fue tan complicado. 

    Aquella profesora que nos daba inglés, antes de que la corrieran por motivos extraños, la recuerdo como una muchacha de bonitas piernas, vestidos verdes y entallados, cabello pelirrojo y ojos claros. Cerebro de 14 años. Quién sabe de dónde la sacaron (véase el siguiente párrafo), pero parecía la muñequita de Brave (Pixar, véala en cines). Creo que tampoco estaba muy de acuerdo con los modos católicos de secundaria, y entonces prefirió irse haciendo escándalo como una buena muchacha punk. 

    Una vez que firmé como docente, sus agentes me dieron un paseo por los refrigeradores como si se tratara de un sueño. La Asociación Nacional de Docentes Multiversales me hizo firmar un contrato: cuando se termine mi utilidad, aplicarán uno de sus novedosos métodos criogénicos, y si alguna vez se necesitan mis habilidades, quizás, me sacarán de los congeladores para dar un semestre o dos. Mientras esté durmiendo, así me lo prometieron, soñaré con el salón de clases ideal. 

    No me preocupa compartir el párrafo pasado, o el general de todo este vals, porque es muy disparatado. ¿Quién me va a creer? 

    El viernes pasado di un pequeño taller de creación de historias. Se presentaron nueve alumnos de preparatoria. Les platiqué de los monjes, encerrados en sus abadías, aburridos a perpetuidad, mirando siempre los mismos paisajes sobre la ventana. Entonces llegaron los viajeros, escucharon las historias de animales lejanos, como los elefantes y los bahamuts, y eso los obligó, porque estaban drogados de imaginación, a ponerles un nombre y escribir su historia. Los monjes creían que le estaban dando un propósito a los animales cuando, al final, quizás nunca lo descubrieron, pero fueron estos animales quienes les dieron un propósito. Pikachu is a life goal. Canté el tema de pokémon, puse a estos muchachos a inventar criaturas y ellos solitos, al final, añadieron héroes, aventuras, misiones. Se pueden enseñar muchas cosas, se pueden contar historias, pero la imaginación, y me parto la madre con quien se atreva a discutir esto, es el primer templo, el lugar más bendito. No se los dije así, pero espero que lo hayan entendido. 

  • Historia de un pájaro

    Unos pocos años antes de enfermar de cáncer, y contemplar mi propia mortalidad, traté de salvar a un pajarito de morir. Lo encontré afuera del jardín, estaba tirado, silbaba débilmente y tenía los ojos cerrados. Sus padres no le hacían caso, supongo que tenían buenas razones; la naturaleza es sabia y es cruel, los monstruos saben cuándo abandonar a sus vástagos.

    Pero yo me sentí más fuerte que la naturaleza, me sentí el hombre que determina su entorno, como el protagonista leñador y macho de alguna novela de Knut Hamsun; alcé el pajarito y lo metí a la casa (ejemplo de mis tremendos músculos), creyendo que internet y un hogar serían suficientes para salvarlo.

    Envolví al pájaro caído en periódico, también en papel, para que no perdiera el calor. Le preparé una solución especial de pan y agua con la que pretendí alimentarlo. Lo coloqué en un lugar alto para que la Nico no pudiera alcanzarlo, pero no fue necesario, para mi desconcierto, su curiosidad se acabó muy pronto.

    La curiosidad de Nico se convierte en una fuerza imposible cuando otros animales se han metido a mi casa: mariposas negras, murciélagos, ranas, una víbora, algunos saltamontes, mis amigos, mi sobrina y su mamá, mis suegros (perdón), mi mamá y mi hermano (ellos sabrán perdonarme), algunas visitas (perdón otra vez). Los persigue, los caza para pedir caricias en la panza, los huele insistentemente para recoger las historias de otros tiempos, otras naciones. Juegas con ellos para aprender. El pájaro, sin embargo, no tenía historia alguna qué ofrecerle.

    La naturaleza es sabia, también es cruel (hay un placer salvaje en ver el discovery channel de madrugada) y sabe cuándo dejar ir a los que se mueren para que penetren la tierra, regresen a ella como una memoria.

    Cuando vi que mis esfuerzos tenían poco resultado, dos días después (me levantaba emocionadísimo para irlo a ver, como niño que espera un regalo de Santa), lo saqué de nuevo y lo dejé cerca de unas macetas porque leí en algún lugar que un pajarillo así: abandonado a su suerte, pudo partir de un error de los padres, un accidente, y quizás si lo escuchaban, podrían alimentarlo.

    El problema primordial, creo, es que el pájaro no quería alimentarse con lo que yo le daba.

    No pude dejarlo afuera más de unas horas porque era invierno, y se iba a morir de frío, y empecé a sentir culpa. La culpa iba más allá de jugar con la vida del animal, porque ya incluía mi soberbia, mi pretendida e inventadísima capacidad de interrumpir un proceso natural, sea cual fuera este: la selección cruel de los padres, un accidente o la tierra misma que está reclamando un fragmento de su memoria.

    El pajarillo, como era de esperarse, murió. Nico no entendió por qué me puse a chillar ese día y, unos años después, luego de un camino de sufrimiento (pero también de alegrías que son tan luminosas que los ojos arden) creo que tampoco termino de entender por qué lloré.

    Quizás sería más sincero decirme que lloré porque no pude ganarle a un proceso.

    Pienso a menudo en ello, como si otra persona (un doppelgänger medio asquerosillo) hubiera interpretado estas escenas, como si me estuviera contando una alegoría a través de un espectro pasado. Pero la historia del pájaro no tiene sentido alguno, no resuelve la vida de nadie, solo cuenta un dolor estúpido porque no pude vencer a la tierra, a la naturaleza, y a la muerte. Y porque genuinamente creí que podría hacerlo.

    Si hoy me encontrara con otro pájaro en la misma situación: caído afuera del escalón de la puerta principal, en el garage, probablemente lo levantaría y lo dejaría bajo un árbol. Abandonaría el intento de interrumpir el proceso, mi única intervención sería depositarlo sobre una tierra amable.

    Entonces, ojalá, vendrán sus padres por él o tal vez no, pero igual que mi primer gorrión muerto, terminaría por desintegrarse en partículas de polvo para alimentar a sus hermanos, a sus padres, a sus enemigos, a una familia honorable de gusanos que fertilizan la tierra, a las jacarandas y sus espíritus púrpuras -the jacaranda radical dreamers-, a los fósiles de los dinosaurios que todavía persisten y no quieren dejar de vagar, incorpóreos y colosales, en la tierra a pesar de la ambición del petróleo, a las hormigas que también necesitan un poco de proteína, a los caníbales, a los depredadores, a los hongos que huelen extraño, a las orejas de mi perra que recoge todos los olores, en todos los paseos, y supo desde mucho antes que yo, cuando apenas era un cachorro, el fin natural, el orden y el caos determinante de todas las cosas. Amén.

  • El compromiso de las cosas

    • Creo que es obvio decirlo, pero las cosas no se comprometen. Podemos trasladar la idea del compromiso a un amuleto, y entonces ese amuleto (la estampita de algún santo, el memento mori, las bolas chinas de papá -yeah, daddy-, el rosario que pertenecía a la abuela) nos dará misteriosos poderes para cumplir con tareas titánicas (antes de hacer un examen, acaricia el amuleto en tu cuello para convocar la suerte, la bendición y el conocimiento). 
    • Quizá los robots más complejos pueden construir una ilusión de compromiso (aunque sería fascinante que fuera otro concepto, algo muy separado del compromiso humano), pero el propósito de los robots, finalmente, es cumplir su existencia. Cuando un destino predeterminado es inevitable, cuando no podemos rechazarlo, ¿podemos hablar de compromiso? 
    • Hablemos de sumisión (sexual), uy, juego de roles (ah). El sumiso, dentro del espacio de juego (reitero: espacio de juego), ocasionalmente debe expresar, con gusto y la lengua de fuera, una amenaza de romper el compromiso porque ello empujará la dinámica del castigo (cachetadita, tirón de cabello, unas nalgadas). Un espíritu punk controlado a través de cadenas y látigos. Los papás tenían miedo (todavía, en algunas zonas rurales, pero en otras la degeneración es total y harían ruborizar a los citadinos más experimentados) de que los leather boys y las rubber girls abandonaran su compromiso con lo humano. 
    • Ningún animal se compromete. Nico me quiere porque le doy de comer, y cuando nos quedamos dormidos en el sillón, la abrazo y nos damos calor en el invierno. 
    • El compromiso es una de las palabras paternas; un concepto que usan los padres para poner un peso indeterminado sobre el hombro de sus hijos, a veces de sus nietos. El espíritu de trasladar las expectativas a los apellidos. Cuando era un muchacho, los señores me detenían en las calles para preguntarme si ya conocía su religión: el compromiso con todas las cosas, entregar la vida a cambio de un prestigio innombrable. A veces creo que es mi turno, y hablo de ese dios extraño e invisible con la esperanza de que alguien encuentre las grietas, empuje los muros, tire los templos. 
    • Reconozco que el compromiso más complejo que he tenido es el matrimonio; quizás debería cambiarlo por amor. ¿El matrimonio es un legajo? Quizá, es la palabra social, comunitaria, legal. Vivir con ella, y creo que esto ya lo escribí en algún lugar, es la construcción de una casa. Pero debería corregirme; si Auden construyó una ciudad a través de Yeates (el poeta que admira a otro poeta, y dudo mucho que se hayan tocado los rostros y mirado a los ojos), una relación es construir una ciudad de ideas, significados, rituales. Inception (película mamadora pero…) tiene esa imagen poderosa de una pareja que se abandona a la arquitectura del sueño durante 50 años. La misma idea te hace pensar en la complejidad del tiempo, ¿cuántos secretos puedes compartir y revelar con el otro? ¿Y qué sucede cuando ya no quedan secretos, cuando ya no te escondes? 
    • Ella me dejaba dormir mientras estaba enfermo. Ese es el acto de amor más poderoso que he vivido con alguien, y a través de alguien. Un compromiso de que podemos seguir construyendo nuestra ciudad, de que no me quedaré dormido pero prometo regresar, cueste lo que me cueste. Un héroe más poderoso que Odiseo. 
    • Regresemos al espacio de juego (el espacio de amor, la ciudad que construimos, el salón de clases, el sillón donde dormimos con el perro) pero sin porquerías (nada de sumisión o dominación sexual, pero juegos de roles más convencionales [aunque tengo mis dudas, pero eso es tema para otro post], aw). El espacio de juego es un compromiso con otros actores, personas que apenas conoces pero crees que seguirán un juego de reglas que convenga a todas las partes. Jugar, pero seriamente; eso es el compromiso. 
    • Algunos tontos hablarán de su compromiso con la patria, especialmente los políticos. Mejor dormirse. 
    • El compromiso de reírse cuando el profesor construye un momento humorístico en su salón de clases (su espacio vital, un segundo hogar). El desarrollo para soltar una frase dicharachera, una frase que ayudará a inventar un espacio de familiaridad y suavizar la tensión en el ambiente. Los que se ríen casi sin pensar, solo porque alguien inició la carcajada. La risa es el compromiso de continuar aquí, en este grupo, junto con los demás, aunque no entendamos nada o estemos igual de perdidos construyendo una gran nación (shui hu zhuan). Ogre Battle, permanezcamos juntos.