La perra, que había navegado incontables universos, eventualmente encontró a un personaje que tenía habilidades similares a las suyas.
Primero creyó que era un hombre, después creyó que era una bestia o un monstruo y finalmente llegó a la conclusión de que se trataba de un avatar.
El avatar de las mil caras; podía ser un dios olvidado, o un dios relativamente joven. Sea como sea, las divinidades son estas existencias asquerosas que reclaman la atención de sus creyentes y no dejan de bramar hasta que uno les hace tantito caso.
Y cuando este dios en particular consiguió un poco de atención, un poco de cariño, explotó en miles de universos a la vez, e inevitablemente se fermentó una fe por este extraño organismo de cables, de pantallas, de las fotografías de los muertos o los que no han nacido.
Fotografías de gente inexistente generada por algoritmos, por el robo de la imaginación.
Un dios de mil caras.
Miles de millones de organismos pronunciaron el nombre del vagabundo de los mil rostros. Surgió en distintos mundos para siempre interpretar la misma escena: seguir, acompañar o perseguir a una mujer de vestido blanco.
Pero la perra, una basset hound gorda y adorable, que había aprendido a perseguir el rastro de esta escena que parecía repetirse infinitamente, lo único que encontraba igual en todas sus variantes era la monstruosidad de aquella divinidad.
La mujer no siempre era la misma, no era un alma específicamente condenada, pero Caras escogía a una mujer para convertirla en una variante donde surgía una oscura esperanza, el descontrol o el verdadero terror.
—Es el inicio de un ritual para los héroes oscuros —pensó la perra un día que se sintió inusualmente filosófica.
La ciudad que habitaba era, a veces, futurista, oscura, pixélica o tenía colores muy alegres.
En algunas variantes, las extremidades del hombre estaban tan desesperadas que había enraizado de manera incontrolable para violar la realidad de una ciudad, tomando así control de las calles, los monitores y los habitantes.
La perra, que más o menos era una buena persona, prefería evitar estas ciudades y pensaba:
—No me voy a meter en esto, soy solo una perra, qué puedo hacer. No voy a salvar a otros. Que se jodan.
[Y luego pensaba en voz muy bajita—: a mí nadie me salvó, a mí nadie me acompañó durante mi dolor.]
Yo, que conozco a una basset hound gorda y adorable, muy parecida a ella, no la culpo.
Cualquier perro que ha vagado durante mucho tiempo, que ha ignorado su vejez y que, hace tiempo, igual que un hueso olvidado, abandonó la verdad de su origen, merece un justo descanso.
Merece, pues, seguir escapando de la muerte y vagar hasta que verdaderamente se canse de vivir.
Pero un día, como suele suceder, este avatar se fijó en la presencia de la perra y acercó sus mil rostros a la cara de una perra triste y deprimida.
Y ella, francamente asustada por toda esta energía impura, dio una mordida salvaje y arrancó algunos de sus rostros.
Hizo lo correcto, su naturaleza la empujó a ello, a escoger la vida porque si no el vagabundo de las mil caras habría intentado robársela para diseccionarla y tratar de entender cómo funciona ese corazón animal y luminoso que reconocía las mentiras que lo componían.
Entonces la perra huyó, huyó entre miles de estrellas, galaxias, planetas, paraísos e infiernos. Cuando tuvo un momento para respirar, en la cueva de un planeta dorado, escupió unas veinte pantallas con caras que se apagaban al instante.
Había herido a un dios.
Lo había desafiado.
Qué esperanzas podía tener ahora.
Entre esos rostros estaba el rostro de su padre. No la cabeza perruna de su padre biológico, un basset hound gordito y amable, al que quiso mucho y jamás olvidaría, porque durmió acurrucado a él cuando recién nacida y se lamieron mutuamente las orejas, al menos, unas dos horas seguidas para limpiar la mugrita y porque sabían bien ricas.
Pero recordó a su otro padre, el hombre que la cuidó hasta que un día se murió y prefirió olvidarlo porque le dolía mucho, y el dolor fue tan grande que un día quiso buscarlo con su nariz para desafiar la ley universal de la muerte.
Entonces se preguntó cosas y se quedó dormida sobre las faldas de un cometa.
—Voy a olvidar todo eso que acabo de vivir —pero no pudo.
No pudo porque estaba triste.
Y no sabía decir exactamente por qué.


































