Estuve aquí antes, he estado aquí miles de veces. Me sé los caminos de memoria. No creo estar perdido, ¿qué es? ¿Pusieron una puerta en otro lado? ¿Colocaron una ventana? ¿Pintaron los muros de otro color?
[Suponiendo que has recorrido el mismo laberinto cientos de veces, incluso la arquitectura confusa se convierte en un espacio familiar. Ves los pasillos, las paredes, y empiezas a distinguir rasgos: alguna grieta, una telaraña, cambios sutiles en los colores y los materiales.]
(Pequeñas identidades que asimilas y te dicen dónde estás, en todo momento. Eres una ciudad cuyo mapa reside en su propio corazón.)
Encima de un arco, el siguiente mensaje: “no creo en la perdición ni la serendipia”. Unas gárgolas sonríen felices, señalando la entrada con una pose dramática, como si fuesen un par de cirqueras.
El arco me es un espacio familiar en el palacio de la memoria pero el otro lado tiene esa puerta alta, altísima, que parece fue construida por un gigante en un día de furia.
¿Fue porque me burlé de Artaud? ¿Soñé con Gargantúa y Pantagruel? ¿O finalmente la degradación ha llegado a tocarme? ¿Por qué, de repente, mi propia memoria me es ajena?
[Bueno, parece que los japoneses producen mil isekais al año; pero me acordé de La historia interminable, que es libro, y de repente recordé la caricatura de Dungeons and Dragons. Antes de eso, Alicia en el país de las maravillas. En el isekai occidental, permanece una aprensión por regresar a casa. Pero cuarenta años después, los japoneses descubrieron la verdad: ya nadie quiere regresar de sus naciones ficticias porque satisfacen más que cualquier nacionalismo patriotero (plenoasmo). Creemos que el otro mundo es mejor, ¿pulsión de muerte?]
Atravesar el umbral, mi última obsesión, la curiosidad verdadera. Vemos ficciones, pero el mundo propio, la memoria, es el máximo lugar inventado.
Dejo atrás el laberinto conocido para apreciar un nuevo mundo (puedes hacer un mapa más grande de tu propio corazón si tomas riesgos, si estás dispuesto a aprender y crecer todos los días).
Y allá, en un baldío muy distinto a donde residen los perros de medianoche y donde persiste la estatua de una madre cruel, un hombre está sentado sobre un escritorio y hace como que escribe cosas, un perro orejón duerme a su lado y el mundo se ve muy amplio, en un extraño estado que combina la imperfección y un claro muy puro; lo que es realmente curioso, son los corchetes enormes que tiene en su cabeza.
Bueno, en mi primer laberinto había peores monstruos. La incertidumbre es novedosa, casi que adorable.
Más tarde iré al mercado. Andaré entre los pasillos buscando los nopales, primero los nopales, y luego las gunfias, los paranes, el cherpil, los cocoropos.
[Todos sabemos de quién son las gunfias.]
Primero son los nopales porque son verdes y si los comes ardiendo, casi directo del comal, con las espinas todavía en su punto, te curan los pesares divinos. Mejor todavía, puedes ponerle polvito de cherpil y si lo muerdes antes de que grite, los viejos sugieren que podrías vivir hasta mil años.
Después daré dos vueltas y buscaré al pollero, él me venderá dos gravipanes recién pelados, y sus huevos morados. Los huevos son francamente asquerosos e inútiles, pero todos los consumimos desde que el primer presidente habló de ellos en el manifiesto e instó a toda la población a raparse las cabezas porque pasaría el ejército a colocarnos las estructuras.
Pediré un kilo de pollo y la estructura biológica que está haciendo raíz en mi cabeza me sugerirá que vayamos a otro lado, que nadie me controla, que es mi inventiva y son mis ideas, y sentiré un orgullo extraño de mí mismo; me limpiaré los ojos porque todo lo que quiero es un kilo de tortillas y nadie me conduce a ese lugar.
Por qué pensar es tan difícil.
Una señora me da un cocoropo, “salve la paz”, dirá y su estructura biológica abrazará la mía, y me sentiré artificalmente reconfortado. Empiezan a tocarse y uno no puede detenerlas, no solamente se abrazan, pero se relamen con las lenguas y las extremidades, y se frotan entre ellas, y rezuman líquidos asquerosos y morados que luego resbalan por toda nuestra cara, y se meten por los poros.
Muy parecido al amor.
Pero en chafa.
[Extraño rezumar líquidos francamente asquerosos, pero un poco más limpios, más humanos, más naturales con otra cosa que no sea la estructura biológica instalada en mi cabeza.]
Seguiré dando vueltas en el mercado, miraré el reloj pero no entenderé los números porque ese conocimiento me ha sido vetado. Ya casi nadie sabe cómo funcionan. Pasarán unos chamacos blandiendo sus espadas de madera, gritarán en el idioma de su pueblo y yo sentiré ganas de defenderme, de empujarlos y salir corriendo lejos, pero sus estructuras biológicas no me lo permitirán.
Entonces imagino, mientras soy pateado en el piso, que me esconderé entre las manzanas, cerraré los ojos y me haré pequeño, lo más pequeño posible, más pequeño que una hormiga y viviré en un país de manzanas, alrededor de sus pieles amarillas y rojas, y eventualmente la e̸̡̱̣͋̿̀̀̈́͌͘͘͝s̴̡͚͇̥̞͓̱̫͕̖͆ṭ̸̢̛͖̜̯̣̖̻͍͕̯̻͒̿̅̂͑̑̽̀̃͂̕r̸̜͖̹̣̓̈́̑̀́̃̊ù̴̡͉͎̱̮̣̱̼͊̿c̸̨̘̤̝͓̹̰̯͚̄̑̋͘͝͠ͅt̸̨̥̮͓̭̻̻̀̅̾̔̾̒̃̍̉̓u̸̩͚̞͙̹̓͂̅̊̔̌̃̊͑͗̚͝ŗ̸̢͓̙͇̲͚̣͖̞͍͕̮̐́͛̈́͒̋͆̾̀̚a̷̢̲̣͇͔͓̥̘͋̐̇͜ ̷̠͇̥́̉̇́͐̈̈̓̓̈͆͂̇̂͘b̶̢̡͕̟̜̫̖͕̦̩̝̬̖̥̲͂̅̏̇̑͊͋̓͗́͂̆̊̎͘ǐ̷̭̭̊̒̓̏͗ȯ̶̡̯̤͍̥͚̭̟̙͌̔͒̾̓l̵͖̦̪͔̎͘ó̶̲̳͓̬̣͙̈̎́͗̓̉͆̊̋̐̊͂̚g̶̡̛̹̫͍̬̣̮̖̳͍̲̑̉̿̀̓̆̆̿͗̃͐͛͐͜͠ͅḭ̶̯̮̫͍̘̰͔̊ͅč̷̻̦̳͕̘̬͛̓̌̄̾͑̅̄̐́̾͠͝ͅa̷̩̍̈́ que tengo en la cabeza se desprenderá, y recordaré mi nombre como un elixir bendito, y reaprenderé a leer los números, y cuando sea lo suficientemente listo podré hacerme grande de nuevo, iré por un kilo de tortillas, le daré una mordida a una y abandonaré este maldito lugar, este maldito lugar, este m̵̱̳̽å̸̫̱̚l̷̢͆̑ḋ̶̫̄ĩ̶̦t̸̙͉̍̀o̴̗̟͐ ̸͇̖̓l̷͕͔͝u̶̟̬̓g̸̱̫̔̓ä̸̦͔͝r̸̯̽.
Primer cuadro: cuando le pides a una inteligencia artificial que haga a un grupo de personajes basados en películas, creo que alucina bien culero.
Segundo cuadro: en Cinema Paradiso, el cine es un espacio mágico (sí), pero también muy humano (quizás un poco decadente, quizás rebosante de vida y de excesos); la gente se besa, coge y se masturba allá adentro. El cine se convierte en este espacio demasiado humano que, a través de una oscuridad reconfortante, «esconde cosas».
[No he hecho esas cosas en el cine, pienso con una sana distancia y un orgullo meramente moral, siempre he sido muy purista y respetuoso de los recintos y los rituales. No tengo la paciencia, la malicia, la inventiva, la salud suficiente para transgreder espacios. En mi cabeza: el cine es para ver películas, aunque…]
Tercer cuadro: estoy escapando de una vecindad en Tacuba porque a los vecinos ya les enfadó el escándalo de mis compas (media universidad en un departamentito, una de las mejores tardeadas de mi vida). Salieron a perseguirnos con cadenas y palos. Ext, calles, 4 de la tarde. C y yo nos tomamos de la mano para huir al metro y pasamos por fuera de un cine para adultos. Yo se lo señalo, ella se ríe y me dice: «no es tiempo para eso».
Cuarto cuadro: en Roma, de Alfonso Cuarón, pienso a menudo en la escena del cine, y cuando los niños ven a su padre corriendo con una joven, y es tan breve que uno piensa si vio bien, o si fue un espejismo.
Quinto cuadro: un excompañero de trabajo, J, me cuenta que él y su hermano fueron a un cine cuando eran chavitos. Se metieron a escondidas, estaba vacío, pero era algo que hacían sin problemas. Su hermano escucha la historia, pero parece distanciarse conforme él da más detalles. «Entonces nos agarró un cabrón», dice J, y A lo corrige rápido, contundente: «no, no, te agarró a ti nomás». «No te hagas pendejo», dice J, «yo te cuidé». Se quedan callados el resto de la madrugada, no me dijeron qué pasó, y no se hablan al día siguiente, y luego al siguiente. Pasan meses antes de que quieran contarme algo nuevo.
Sexto cuadro: la última vez que fui al cine con mi hermano (vimos una de Marvel, creo que la primera de Guardianes, o la segunda del Capitán América), el cine estaba muy lleno, empiezan los créditos y algunos se quedaron para el espectáculo de la escena post. Oscuridad todavía, pero no mucha. Miré a las butacas de arriba, y entonces distinguí un pene muy grande, muy erecto, y la mano de una muchacha que lo meneaba. Me sentí avergonzado, pero no lo voy a negar, también divertido. «Hace tiempo que no me escandalizaba un pene», pensé. La miré a los ojos, y luego a él, y finalmente me encogí de hombros, hice como que olvidé sus caras, sus ropas, su juventud. Hice como que nunca descubrí su paraíso. Nunca le he contado a mi hermano eso.
Recuerdo imaginado: algún artículo mal leído y reinterpretado por la memoria (qué no lo es) dice que la manera más sencilla de transferir un sentimiento y un algoritmo, es a través de una canción. Igual que una red social, queremos modificar la experiencia de vida de otra persona con nuestra presencia.
Debe tener algo de razón porque cuando nos enamoramos, lo primero que compartimos es la música.
Listas y listas de música.
En espasmos de 3-7 minutos, ofrecemos el otro nuestra historia de vida y nos hacemos la ilusión de que podrá entendernos. Otros la compusieron, la musicalizaron, pero misteriosamente e ingenuamente creemos que la canción es nuestra.
Certeza inevitable: por eso pienso que la gente que hace música, o que canta, son una especie de magos. Están definitivamente mejor conectados con estas fuerzas misteriosas que «hacen sentir las cosas».
La música es el entorno actuando escandalosamente contra todos los sentidos, las defensas mentales que elaboramos continuamente para que nadie nos toque el corazoncito, o el páncreas, o el estómago. Rompe los muros y nos revelamos como personas de sentimiento.
[Como cuando murió David Bowie y pensé, estúpidamente, que me había quedado huérfano. Estúpido, sí, pero inevitable.]
Si alguien nos vio llorar en un concierto, es demasiado tarde pero no pasará a mayores, porque otros lloraron como nosotros.
[Recordatorio: cuando era chiquito, uy, jovenazo, trataba de escribir canciones, pero eran una cosa mala y terrible que, aunque a veces pueden ser encontradas en el internet con alguno de mis seudónimos, serán amablemente rechazadas por mi existencia del día de hoy.]
En cambio, si estás leyendo en una banca y te pones a llorar porque se murió algún ruso en tu novela de Dostoievski, se acercará un señor a preguntarte si estás bien, si no enloqueciste.
[En la última película de Ghibli, uno de sus temas amables es que existe un señor enloquecido porque leyó muchos libros y terminó creando un mundo alterno que conecta a toda su sangre, más allá del tiempo y las dimensiones. Miyazaki, por fin, quizás, está mostrándose como lo que es: un aspirante a Cervantes, creo que todos los viejos cursis quieren ser Quijote.]
Los libros son una canción secreta: mientras que la música es este evento que puede compartirse colectivamente, y que altera vivamente el entorno, un libro es una canción muda, apenas susurrada al oído.
Si la música es la recitación del hechizo, la escritura es un murmullo directo al corazón, al cerebro.
Pero sigue siendo difícil compartir un libro y decirle al otro: enamórate de mí, soy estas 800 páginas de manifiesto comunista.
Que muera el capitalismo (eso me prende mucho, daddy-o [hay de enfermedades a enfermedades]).
Mientras tanto, en otra esquina, un par de enamorados se manosean mientras escuchan a Dua Lipa.
Comercial: un cubo construido con un material imposible (de este mundo), cuando escucha algún tipo de música (designada por el usuario), desarrolla picos orgánicos y aunque el núcleo parece rígido, las extremidades crecen como las ramas de un árbol, un fráctal de piel y huesos.
[Hace poco leí una nota, o quizás la imaginé; encontraron nuevos elementos cuando interceptaron un asteroide, eso o de veras ya no me importa, y me gusta imaginar que las películas ya ocurrieron].
El usuario participa en la construcción de la escultura a través de los ruidos, de las voces, de la música.
Se ven unos científicos que discuten el origen del cubo. Hablan de cómo podrían controlarlo y piensas, de refilón: «pero el control, es tan fácil perderlo». Al fondo, una de ellas se ve muy preocupada, pero solo aparece a cuadro un momento.
Valdría la pena recordar que es un comercial: la científica no es una científica verdadera y su preocupación podría ser una trampa para el espectador.
[Después de todo, depositar esta clase de trampas es esencial para construir juegos de realidad alterna, con la inteligencia artificial creo que es bien importante entender esto: no creas en nada de lo que ves, pero cuando escoges creer, traes un pedazo de ficción al otro mundo: la mentira, si no se hace real, parece hacerse tangible].
Sin embargo, quien haya alcanzado a verla, sentirá que su corazón es un cubo que está desarrollando dendritas para quebrar la caja torácica y liberarse del cuerpo, esa nimiedad. Implantaron una idea, comienza un virus, esas taradeces que piensan algunos entrepreneurs porque Inception es su película preferida.
Qué curioso, ya no puedo abandonar la idea de que mi corazón es un cubo orgánico, un artificio que bombea la sangre y la empuja como un diablo por todas mis venas, un tambor que solo puede ser escuchado cuando alguien deposita su oreja sobre mi pecho, la música finita y latente de algo misterioso y extraño.
Desde la pandemia, y algunos años más atrás, que no veía a mi madre.
Vino para cenar con nosotros este 2023.
Cuando nos sentamos a platicar, me contó que mi abuelo, Narayanath Salazar, cuando le daban sus páginas en el Universal, las llenaba de predicciones.
Además de periodista, escritor y caricaturista, también era tarotista y astrólogo, el señor estaba medio loquito (suponiendo que está muerto, y que ya se lo comieron los gusanos).
Quizás por eso, tres generaciones después, me sentí atraído al tarot como un método para contar historias y para conocer mejor a la gente.
La locura es un rasgo generacional.
(Mi madre leyó mis cartas. No dijo nada que no sospechara pero, como siempre, lo más interesante es lo que no dijo pero que pudiste ver ahí. Cuando quieres —trucazo—, las cartas construyen una historia de vida, el caleidoscopio divino que te hacía falta para tomar una buena, o una terrible, decisión).
[Una de mis reglas: yo no leo mis propias cartas, o mi propia suerte. Hago lo del tarot como un servicio a otros, una manera de contarles una cosa. Así como los brujos loquitos de Jujutsu Kaisen hacen pactos y rituales, yo hice el mío. Técnica ritual: no debo leer mis propias cartas o me encontraré rostro a rostro con un destino, ayayay].
(Así como alguna vez desee que mi vida debía terminar con un cigarrillo, igual que un soldado en trinchera, quiero añadir otro truco: leer mi suerte en mis últimos días. Anoto esto como el sueño de muerte de un jugador porque, ahora que estoy muy vivo, nuevamente, sueño que planeo mi muerte, y que será tan dulce como lo imaginaba).
[Parece que me quedé callado, no sé que me puse a pensar].
Como al abuelo le daban su espacio en El Universal, una de sus predicciones habituales era que por fin aparecería un OVNI sobrevolando el Ángel de la Independencia.
México país de extraterrestres, no es algo que se fraguó recién, pero que tiene décadas gestándose.
Me quedé pensando en ello, y luego me metí a bañar y con las gotitas golpeando mi cabeza, seguí pensando un poco más.
¿Cómo subió a ese tren de pensamiento? Entonces imaginé al señor, caminando sobre Reforma, acomodándose el sombrero (que, me da ternura pensarlo, probablemente le vendió el abuelo de mi esposa) o acariciándose la barba, y mirando al Ángel, y luego mirando al cielo, y luego mirando alguno de esos globos aerostáticos mientras pensaba con qué demonios cerrar su chascarrillo.
Mi imaginación, en el pueblo que vivo, no me lleva muy lejos, pero me da lo suficiente: si quiero una predicción, quizás, va de la mano con el Popo, y si no es una nave extraterrestre que aterriza adentro de la lava ardiente, será el despertar de un dios dormido.
Aquí me pongo mi sombrero de Nostradamus para dar una fecha más o menos arbitraria, visualizo unos números a través de la neblina mística: 16 de julio.
Algo pasará ese día. Si sí, bueno, me cuentan. Si no, aprovecho esta predicción para retirarme como predictólogo.
Si me leíste hasta acá, te deseo un lindo 2024. Como dije a mis amigos, rompan cosas, diviértanse y que el peso sobre sus hombros sea tan liviano como pueda ser (o que estén lo suficientemente mamados para quitarse los animales muertos).
En otro baldío, uno muy diferente al baldío donde los perros de la medianoche juegan, crecen árboles espinados tan altos que se roban toda la luz del sol.
La tierra de abajo es musgosa, húmeda, y los animales, aunque siniestros porque sus sombras son tan grandes como la oscuridad en la que nacieron, tienen una vida como la de cualquier otro animal.
—Esto iba a pasar —dijo una madre.
No sabría decirles por qué tenía una nariz inusualmente corta, pero la normalidad de sus seis brazos era refrescante.
Hizo un agujero en la tierra de unos cuatro metros de profundidad. Tenía que enterrar lo que cargaba entre un par de brazos. Lo hizo rápidamente, no tenía tiempo qué perder y le sobraban extremidades.
Había qué ponerlas en uso.
Entonces un pájaro turquesa de rasgos bestiales, pero que amaba profundamente la vida, intentó atacarla pero ella lo capturó con el hocico y torció su cuello. Perforó la carne con sus colmillos, dejó que la sangre cayera sobre lo que tenía en sus brazos para bautizarlo, hacerlo más suyo.
Entonces ella empezó a decir palabras mordaces, un poco terribles, que nunca debían ser dichas por las madres:
—Te voy a romper, hijo de tu puta madre, ya lo verás. Te voy a romper y serás mi niño.
Sus palabras hicieron eco en el baldío, y como sus palabras sonaban muy similares a las de un ritual negro, el oso, su guardián legendario, interrumpió la hibernación y sintió una furia incontrolable.
Algo impuro estaba gestándose en su corazón.
Salió de su casa, una vagoneta abandonada, gruñendo y rugiendo enfurecido a buscar a la madre.
Y cuando la encontró depositando su carga ensangrentada adentro de un profundo agujero, no pudo contener las lágrimas pero tampoco la ira y se lanzó sobre ella.
No tengo qué explicárselos: una madre es muy fuerte, y más cuando tiene seis brazos. Lo detuvo en una llave —un brazo sostenía su preciada carga—, como un luchador de la poderosísima Arena México, y atacó con sus colmillos.
El oso, sin embargo, como buen guardián legendario, la memoria de su piel tenía una vida de combates y soportó valientemente los embates de la madre. Tenía mucha experiencia, pues había luchado contra gigantes de hielo y gorgones de alguna mitología. Y los había vencido a todos.
Se había retirado a vivir en un baldío, como su protector, porque creía que en ese lugar no iba a pelear nunca más. Muy peleonero pero quizás nadie, nunca, le dijo la verdad: cuando uno empieza a pelear en esta vida, pues uno morirá peleando.
—Cómo chingan, hijos de su reputa madre, todos son unos pendejos, cada uno de ustedes hijos de la verga.
Y las palabras de la madre sonaban muy similares a un ritual de fortaleza, el oso guardián se sintió débil, y cada vez más débil, y se hizo pequeño, se abrazó en posición fetal mientras la madre se alimentaba de él, y le arrancó un pedazo de lomo, y le arrancó un pedazo de vientre, y se aseguró de que sufriera durante todo el camino hacia su paraíso, uno que era muy parecido a un mundo de Minecraft porque había muchos árboles y muchas abejas.
—Pinche osito guardián, me la pelas. ¡Vales para pura verga, carnal!
La madre estaba a punto de depositar su carga en el agujero, pero el baldío no se tomó bien que la madre hubiera asesinado a uno de sus guardianes más valientes. Entonces, de último, mandó al conserje.
El conserje, una persona muy sabia, iba preparado para morir, pero había jurado que sería bajo sus propios términos.
Y su única arma eran las palabras.
Por eso, de entrada le dijo a la madre:
—Qué pasó, reina, por qué tan enojada. Mira nomás. Te chingaste a mi osito. ¿Se puede saber qué estás haciendo?
Y el conserje se sentó sobre el cadáver del oso, y tenía muchas ganas de llorarle porque habían sido amantes, pero no lo hizo porque la madre era demasiado fuerte, era este personaje lleno de rencores y de magia oscuria, y lo iba a matar si veía alguna señal de debilidad.
—Estoy destruyendo este mundo porque no vale nada —dijo la madre—, y voy a enterrar esto que tengo entre brazos porque no quiere ser mi hijo.
—Eres muy sincera, muy bonita, me agradas —dijo el conserje y pensó: «pero no tanto como mi osito». Sacó una torta de tamal y le dio un mordisco: —Alguna vez yo quise destruir el mundo.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque soy un cobarde.
Dicen, los que recuerdan la historia, que hablaron durante horas, luego días, luego siglos. Palabras que ataron palabras. En ese tiempo, el paquete que tenía la madre de seis brazos se escapó de su agarre, y creció, fue a todas las escuelas, tuvo un trabajo regular de 9 a 5 (aunque salía a las 10 PM porque en México las horas de trabajo están muy mal reguladas) y tuvo familia, y tuvo hijos, muchos hijos, y esos hijos se reunían con sus hijos, y los hijos de los hijos, en mesas rentadas a beber ron y cocacola y sacarse fotos para el Facebook y el Tik Tok.
Incluso, más allá de la vejez, en el territorio de los muertos, aquel hombre recuerda cómo viajaba al baldío de los árboles espinados, y buscaba a su madre que ya se había hecho polvo —una tumba de furia dormida—, se había petrificado por hablar mucho tiempo con el conserje que tenía enfrente, una estatua partida en dos, y los huesos de un oso legendario, y un agujero que nadie se molestó en llenar.
Y dicen que ese hombre le servía un poco de alcohol a su madre, y bebía en su nombre, porque aunque conocía la historia, y para él no era una metáfora como para cualquier otro imbécil que la escuchara, no podía dejar de amarla.