2025 fue el año de la serpiente de madera. Imagino un constructo de bloques que serpentean, o la imagen simbólica de una serpiente blanca de la buena fortuna. Dirían los chinos místicos, pues, que es el año del dinero y de la buena fortuna. Hay un dicho: “mueve los arbustos y te muerde la serpiente”. También, quizás, es el año de mudar de piel; adoptar nuevos paradigmas (quíhubo). Esta mañana, en alguna conversación, me dijeron que era afortunado (y siempre lo he sido, creo que tengo una suerte extrema para lo bueno y lo malo). Luego de cerrar aquella conversación, me conecté al sitio de la Lotería Nacional y compré un par de boletos para el Melate. Santa Claudia, ojalá mires para acá y me tires unos panes de la buena suerte.
2025 también es el año de las mentiras, las trampas y las simulaciones. Las grandes compañías tecnológicas perdieron el afán de mantenernos conectados y ahora desean separarnos en cajitas. Hablamos todo el tiempo con IAs en el celular y las computadoras. Microsoft, Google, Meta, OpenAI buscan que conversemos activamente con sus inteligencias artificiales, algoritmos construidos para que generemos una conexión emocional con ellos. Copilot buenamente se asoma por la ventana todos los días, como Clipo cuando Word era chistoso, para preguntarme si quiero ayuda en algo. Cuando no es una conversación activa, las IAs nos instan a crear imágenes o videos para generar más ruido en el mundo. Tan solo hace un mes, por primera vez, vi un video generado que me hizo pensar: “ya no puedo identificar si esto es real o no”.
Por lo mismo, me he rendido y he tomado la decisión de que todas las notas que veo en internet —especialmente en redes sociales— son falsas.
2025 es el año de Israel y de Palestina; es el año de Zelenski y de Putin; es el año de Claudia Sheinbaum y el SAT; es el año de Sydney Sweeney y la muchacha que canta BDSM pop, Sabrina Carpenter; es la era del cobre en el Minecraft. Es el año donde cumplo cinco años de trabajar como docente y lo veo como una vocación, una apuesta de vida que vale la pena.
2025: mi mundo de Minecraft ya cumplió cuatro años. Acabé mi carrera de Psicología Social. Es el año de Final Fantasy en Magic, y también de Spider-Man, Aetherdrift y Edge of Eternities. Es el año en que acabé de pagar algunas deudas y pienso que podré con otras pocas más para el siguiente año. Es el año que me contrataron para escribir la narrativa de un videojuego postapocalíptico, el cual anunciaré pronto para que bajen el demo, y es el año donde metí mi cuchara para editar la narrativa de Remnants of the Rift.
2025: Clair Obscure ganó juego del año. Los domingos, jugando Dungeon Crawlers Classics (un Dungeons and Dragons pero con estilo) con mis muchachos, continuamente me dijeron que debía jugarlo. Y también me invitaron a jugar Silksong, Hollow Knight, Hades II.
Es el año donde acabé de escribir mi primer diario a mano y abrí mi segundo cuaderno, dispuesto también a terminarlo.
Es el año en el que me diagnosticaron diabetes y tuve qué hacer fuertes cambios en mi alimentación. Pero estuvo bien, bajé unos quince kilos y me siento más fuerte que nunca. Camino entre 8,000 y 12,000 pasos al día, y siento que puedo seguir caminando muchos kilómetros más. Es el año en que vi la película de La larga marcha, uno de mis libros formativos e imprescindibles, y aunque la película me cambió el final, no musité como animal viejo y rabioso, pero acepté amablemente los cambios. Es el año en que me leí los ocho tomos Solo Leveling (versión light novel), comencé a leer Mushoku Tensei y Vampire Hunter D.
Es el año en que decidí leer Las mil y una noches, versión de Sir Richard Burton y es el año en que empecé a escribir mi última novela, y llevo escritos 22 capítulos, y me gusta soñar la idea de que me voy a morir el día que termine de escribirla y por eso estoy haciendo todo lo posible para retrasar el final, e irme por las ramas, y hacer como que nunca va a terminar esa madre. 2025: comencé mi búsqueda infinita, soy mi propia Scheherazade contándome una historia para dormir, y no dormir nunca. Francisca trabaja para que la muerte nunca la encuentre. La escritura es mi último truco, es la única oportunidad que tengo para encontrar el camino.
2025: el año que perdí a Nico, la cargué en brazos para llevarla al hospital veterinario, y la cargué en brazos para enterrarla en una macetita, bajo un árbol de dólar, mi basset hound multiversal y hermoso. Sentí su cuerpo sin vida. También es el año cuando le dije a mi mamá que un día seré un saco de huesos, una bolsa de carne, peso muerto, y que ese día no importará nada de lo que hice, o las preocupaciones de aquello que hice o dejé de hacer. Es el año en el que le dije a mi madre que la familia es una ilusión, pero lo que importa está en los amigos, en los que te aceptan como la basura que eres, en aquellos que toman tu mano y te llevan por los pasillos del hospital cuando no entiendes el ruido, las luces, los colores, la vida. Es el año donde entiendo la finalización como lo inevitable.
Es el año de Morgana y de Archer, un par de gatitos que iluminan mis días con sus impulsos, su independencia. Me han enseñado que los gatos dan vida a los espacios; Nico exploraba el entorno y descubría misterios, Morgana y Archer iluminan lo que siempre ha estado ahí.
Si quiero ser místico, 2025 es el año del sol y la luna, porque levanto la mirada y miro ambos astros en el cielo. También es el año de Sol, y del Árbol, y quizás de la Luna. Es el año de grandes amistades, de conocer gente que me fascina. Es el año en que aprendí a leer el árbol de la vida en el tarot, y vi mi propio futuro. Es atinado, es preciso, es justo, el único futuro que puedo imaginar para un hombre como yo. Es el año donde los jóvenes siempre me están enseñando cosas, y tienen su lenguaje críptico y extraño, y yo por dentro me río y suelo pensar: “ah, mira, eso ya lo viví, me da gusto que sea el problema de alguien más ahora”. También fue un año de retos y dificultades, además de frustraciones que no reconocía. Es un año donde continúan los juegos y las historias con gente chida cada viernes.
2025 es el año donde continuamente, antes de abrir la bocota, pienso: “voy a decir algo que puede mejorar la vida de alguien, o que solo me dará el placer del bocazas”. No siempre tengo éxito porque, después de todo, soy humano y la diosa de los narradores me jala de la correa y me lleva por sus caminos misteriosos. Es el año en el que hice el compromiso de asirme a un principio primordial, amarrado a una vida breve e intensa, que va más allá del placer y de la satisfacción: si escribo es para revelar, si escribo es para mejorar la vida de los otros, si escribo es para buscar los secretos de este mundo, si escribo es porque soy el mago (a veces el tonto, a veces el colgado, a veces el ermitaño pero…) y el diablo me sigue mostrando la belleza de sus caminos. Pero escribo —como se puede— sin traicionar la satisfacción y el placer. Las lecciones morales las dan otros, y las dan muy bien. Después de todo, no puedo ver el corazón de los demás y son imbéciles los que creen que pueden sanar al otro con meras palabras; acepto que soy un portavoz de mi propio laberinto.
2025 es el año en que cumplí 44 años. Con suerte, dicen por ahí, voy a la mitad de mis días. Lo peor de todo es que tengo mucha suerte. 2025; es el año donde me puse a jugar media hora de Tetris al día como un método para mantener activa mi cabeza, y empujarme a sanar ciertas conexiones neuronales que tengo jodidas desde el cáncer, desde los cigarrillos que me fumaba en las madrugadas en la azotea de una casa en la Narvarte, desde alguna tristeza que proviene de tiempos inmemoriales cuando mi abuela y yo nos reíamos de los otros, desde la pérdida de Nico y desde el abandono, desde que me di cuenta que he dejado de ser inmortal. Juego Tetris, como esta serpiente de bloques de madera que reacomodo una y otra vez, para construir estratégicamente las estructuras que están condenadas a desaparecer, no solo para sanar la tristeza, sino porque también soy este mandril risueño y furioso, siempre con estas perras ganas de reírse y de bailar solo.
Desde que Nico partió, la cotidianidad se ha vuelto un terreno baldío, de esos llenos de maleza y tierra. Su presencia de patitas rechonchas, orejas largas y mirada tristona era tan fundamental en mi día a día, que he preferido pensar en otra cosa para no entristecer, al menos no tan seguido.
Ella no era solo mi perra: era mi cómplice de aventuras, un animalito mágico que me abría las puertas de lo extraordinario dentro de lo cotidiano. En cada paseo, en cada bufido, en cada ronquido nocturno, Nico me recordaba que la fantasía formaba parte de nuestra rutina.
(La otra mañana, casi sin darme cuenta, comencé a cantar su canción: “Hey, muchacha gorda de orejas grandes, ¿a dónde vas tan lejos de mí?” 🎵. Por un instante, creí escuchar su bufido de respuesta, como si fuera a darse vuelta panza arriba, mirarme con sus ojotes y decirme: “Oye, tonto, aquí estoy”.)
Fue justamente esa ausencia lo que me llevó a escribir de videojuegos y los libros. Escribir sobre ellos me resultaba más llevadero. Así nació la idea de un libro construido con ayuda de la inteligencia artificial: un experimento para sondear los límites de la tecnología y sus ficciones, que son muchas. Las IA que utilicé (Deepseek, Claude, Copilot —la más imbécil de todas—), escupían párrafos chafones, textos que luego tuve que podar, reorientar y reescribir casi por completo.
Algunos días, esas discusiones con el algoritmo se extendían hasta lograr un primer borrador de un ensayo literario. Era un proceso cansino y con frecuencia estéril. La mayoría de las veces, sin embargo, opté por una estrategia más básica: pedir puntos clave, propuestas de párrafos, líneas muy sencillas sobre los cuales yo pudiera tratar de construir un argumento.
Aceptar las limitaciones de la IA me ayudó a encontrar nuevos métodos de creación. A fin de cuentas, Nico también me enseñó eso a través de su tenacidad para perseguir olores: no se trata de forzar el camino, sino de buscar, con paciencia y apertura, la manera de seguir avanzando.
Mi propósito (me gusta esa palabra) para el próximo año es claro: perseverar en este ejercicio de escritura hasta culminar un libro electrónico titulado (tentativamente) Trampas, mentiras y simulaciones. Creo que la idea de liberar una obra que explore los videojuegos como arquitectos de carácter y forjadores de espíritu es necesaria para estos tiempos.
Los juegos son, en esencia, narradores de nuestro contexto: revelan patrones, nos confrontan con dilemas éticos y nos enseñan a navegar sistemas de reglas, tanto lúdicas como vitales.
Si mi vida ha sido más luminosa se lo debo en parte a las pantallas: al Tetris que ordenó mis mañanas con sus patrones y sus desafíos, pero también al ajedrez que mi abuela me enseñó en las tardes, moviendo piezas que eran lecciones disfrazadas de juego. Ambos, cada uno a su manera, me mostraron que la vida se parece más a una partida que a un destino, y que en el tablero —como en la existencia—, mayormente se trata de aprender a jugar.
Implementé un ritual de treinta minutos para jugar Tetris todas las mañanas —un supuesto entrenamiento neuronal que la ciencia respalda con estudios sobre plasticidad cerebral, pero que yo acepto incluso como placebo, si ese fuera el caso—. Sin embargo, más allá de sus posibles beneficios cognitivos, el juego activa en mí otra cosa: la memoria afectiva, el pasado familiar, la melancolía de la ingenuidad y la niñez.
La musiquita rusa, los tetrominos y sus colores vivos me devuelven a las mañanas de infancia en la sala de mi casa, jugando junto a mi madre y mis tíos. Un shot de nostalgia pixélica.
Aquellas partidas compartidas eran actos de complicidad familiar, un lenguaje silencioso de piezas que caían mientras construíamos recuerdos. Tetris es una llave de mi pasado, permite abrir puertas que de algún modo me ayudan a reconectar con la jefecita.
En mi canal de Instagram hice una promesa: estoy listo para volver. Para hablar de lo cotidiano —las clases, las lecturas, los juegos, los libros— pero también de lo que bulle bajo la superficie: ese proyecto que llamo mi “última novela”, un delirio de novela total que lo contenga todo, escrita bajo la conciencia de que quizá sea el último libro que escriba.
Esa idea me ha llevado a adoptar una estructura de capítulos breves, inspirada en esas obras que me moldearon (especialmente juegos) y en lo que realmente anhelo decir. Se trata, al fin, de conectar con la finalidad última del impulso creativo: cerrar el canal, apagar el televisor, decirse a uno mismo las palabras que importan.
Tal vez este anhelo nació al despedirme de Nico. O surgió de las enfermedades y los problemas que se han acumulado y que siempre me retrasan, o me impiden, o reorganizan todas mis raíces afectivas y las neuronas que manejan mis pensamientos, deseos e inquietudes. O quizá, simplemente, porque esta mañana releí unos fragmentos de Ítaca de Cavafis y entendí, de nuevo, que la vida es un eterno regreso a casa tras navegar mares de pequeñas desgracias.
Hay juegos que comienzan cuando todo ha terminado. Bastion pertenece a esa categoría. Su premisa es sencilla: un mundo roto, un narrador que lo reconstruye con palabras, y un chico que despierta entre los escombros. Cada fragmento que emerge del abismo parece cargado de un recuerdo antiguo, como si el mundo recordara a sí mismo mientras se recompone. Bastion reconstruye la emoción de haber habitado un territorio; y convierte en estética el concepto del palacio de la memoria.
Bastion no comienza con la catástrofe, sino con su resaca. El mundo ya se vino abajo; lo que queda son ruinas suspendidas en el aire y una voz —ronca, cálida, como la historia de un cowboy contada frente a una fogata—, que acompaña al jugador como un narrador cansado de su propio relato. No cuenta los hechos: los interpreta, los sueña, los reescribe. El cowboy viejo se adapta a las dinámicas del jugador, corrige su historia mientras el jugador descubre el mapa. Habla como quien intenta darle sentido al desastre después de haberlo sobrevivido. Es una voz que juega a ser dios, pero un dios que ya no crea: solo recuerda. En Cien años de soledad, García Márquez hace algo parecido. Cuando el coronel Aureliano Buendía recuerda el hielo, no evoca un objeto, sino el instante en que el recuerdo se transforma en mito.
En ambos casos, la voz es lo que queda cuando todo lo demás se ha derrumbado. El narrador de Bastion y la voz de Cien años de soledad comparten una misión idéntica: reconstruir un mundo a partir de los escombros de la memoria. Macondo y Caelondia son ciudades fantasma, sostenidas por la palabra. Cada ladrillo que el jugador coloca, cada frase que el narrador pronuncia, es un intento de devolver coherencia al caos. Pero la reconstrucción no es inocente: la nostalgia es su cemento, y la nostalgia siempre deforma.
En Bastion, cada fragmento reconstruido tiene algo de mentira. No se trata de recuperar el mundo como fue, sino como se recuerda. El narrador lo sabe, y por eso duda, corrige, cambia su tono: “Quizás no fue así”, dice a veces, como si se contradijera. En Cien años de soledad, los Buendía viven esa misma ambigüedad: no recuerdan si algo ocurrió o fue soñado, si los pergaminos predicen o reescriben. Macondo y Caelondia son ciudades atrapadas en el espejismo del recuerdo, en la imposibilidad de distinguir entre historia y mito.
La nostalgia, en ese sentido, no es una emoción sino una herramienta estética. Tanto García Márquez como Bastion usan la memoria como material de construcción. No reconstruyen el pasado: lo reinventan. En Macondo, los muertos conversan y los milagros se integran a la vida diaria; en Caelondia, las ruinas flotan en el aire esperando que el jugador las camine para existir. Ambos mundos son palimpsestos: cada paso, cada frase, borra y reescribe lo anterior.
Ambos mundos me provocan el mismo sentimiento: una tristeza luminosa. No fue hasta años después que hice la relación entre la ciudad de Bastion y Macondo. Uno sabe que, al final, todo volverá a caer. Macondo será borrado por el viento y sus pergaminos; Caelondia, por haber dejado su reconstrucción en la memoria así como uno olvida los lugares donde ha vacacionado. Lo que sobrevive no es la estructura, ni los muros, ni los mapas: es la voz que recuerda; el narrador que cuenta la historia anidada de los héroes, los peregrinos. Esa voz que insiste, que narra, negada a aceptar el silencio y la oscuridad como destino.
El narrador no salva el mundo; lo repite para no perderlo. La memoria no es la salvación, quizás es una canción final, una manera de honrar los errores de la memoria. Esa repetición —algunos dirán que es un gesto inútil y hermoso—, es la respiración del mundo: su manera de no desaparecer. Tanto el cronista de Bastion como el narrador de Cien años de soledad entienden que recordar no es restaurar, sino reinventar. Que la memoria no conserva: recrea. Que cada evocación cambia lo evocado.
De unos años para acá, pienso que la humanidad continuamente está recorriendo umbrales. Vivimos en espacios liminales esperando ser reconstruidos por el recuerdo y la emoción. En los umbrales, la palabra y la imagen se funden para construir otra clase de eternidad, una que no depende del tiempo, sino de la persistencia del relato. Entre los ecos de Macondo y los restos suspendidos de Caelondia comprendemos que el arte —ya sea literatura o videojuego— no reconstruye lo perdido: lo inventa de nuevo para poder seguir amándolo.
Quizás recordar sea solo otra forma de seguir construyendo, incluso entre las ruinas.
Llevo parado en esta esquina siete años. Siete años de guardia permanente frente a la puerta de la Fortaleza del Dragón. Visto la misma armadura de acero, el mismo casco con cuernos y, sin poderlo evitar, repito las mismas tres líneas de diálogo cuando alguien pasa cerca: “Cuidado con los bandidos en el camino”, “Abandoné mi vida de aventurero por una flecha en la rodilla”, “Déjame adivinar, ¿alguien se robó tu panquecito?”.
Escucho mi voz. Mi propia voz me parece ajena, un milagro o la corrupción de un demonio. Mis pensamientos revolotean mientras digo palabras y mi espíritu se retuerce adentro de mi cuerpo digitalizado. No quiero decirlas pero no puedo evitarlo. Para darme un consuelo, me repito la verdad sobre el mundo que habito: el código nunca me dejará morir.
Hace siete años que no duermo. Hace siete años que no como. Hace siete años que el sol sale y se pone en ciclos de veinte minutos —1,200 segundos, uno, dos, tres…— y yo permanezco inmóvil, respondiendo a las mismas provocaciones de los mismos aventureros que pasan corriendo y se alejan más de quinientos metros, suben las escaleras talladas en piedra, hacia el centro del distrito, saltando sobre techos, robando quesos enteros de las tiendas, lanzando hechizos de fuego para torturar a los caballos y a los bandidos del camino.
Ojalá yo fuera su objetivo. Pero ni eso merece un guardia de un camino alejado de la ciudad.
Hubo un tiempo en que pensaba otras cosas. Mi código tenía más variables. Entonces mi propia existencia no me obsesionaba porque mi propio pensamiento me parecía novedoso o, mejor dicho, la ilusión era mejor. Mi existencia concatenada en una serie de concordancias lógicas me permitían maravillarme del mundo digitalizado. Recuerdo haber tenido un nombre que me parecía glorioso, un portento de aventuras; recuerdo haber tenido una historia, tal vez una familia en algún pueblo cuyas coordenadas ya no puedo recordar. Recuerdo que antes caminaba lejos en vez de quedarme suspendido en esta entrada. Pero el mundo empezó a reiniciarse, desaparecieron algunos caminos, mi armadura cambió de color y yo adquirí la consciencia de que soy un entidad programada, una variante improbable del código. (A veces, para entretenerme, me pregunto qué es el código). Soy una creación de dios, sus mandamientos labrados en piedra, y dios decidió que debía abandonar la coherencia de mi propia existencia. Primero descartó mi nombre. Luego borró mi cara, eliminó mis mejillas y mis barbas, y las reemplazó por carne sin sombras ni matices. Finalmente, dios eliminó mi capacidad de moverme fuera de un radio de dos metros, convirtiéndome en el guardia perpetuo de los mismos 1600 pasos.
Los héroes pasan frente a mí unas diecisiete veces por hora. Cuando los veo, siento el impulso eléctrico que me empuja a decir cosas: “Gloria a ti, héroe renacido” y “Bendito seas en las tierras áridas de Uz”. Otras veces hablo de la armadura de dragón de mi padre; algo que nunca he visto o tenido en mis manos. Cae la noche y ya no sé si las palabras salen de mi boca o si simplemente aparecen y desaparecen en el aire, como un brujo textual, diálogos flotantes que existen a pesar de mí.
A veces soy dichoso. Cuando el mundo se pone negro y sé que mi existencia está reiniciándose brevemente. Mi espíritu revolotea adentro de mi cuerpo tridimensional. El mundo se congela y quedo suspendido en una pose absurda, los brazos extendidos y mi cara desnuda, obligadamente mirando al cielo, y siento algo parecido a una lucidez desmedida. Imagino a mis compañeros, a mis paisanos, a los que veo lejos, adentrándose al pueblo, teniendo la misma pose que yo. ¿Ellos sabrán que también son prisioneros? ¿Que están condenados a la repetición?
En esos tres segundos de transición, comprendo que soy un bucle, que siempre lo he sido, que mi padre y su armadura no existen, que no tengo suficientes datos para invocar la memoria de su rostro porque dios me lo ha quitado, que me he inventado una familia para tener algo qué extrañar y que he tenido, al menos, mil nombres, y todos me parecen bellísimos, como una promesa de gloria y de portentos.
En la oscuridad, me siento más vivo que nunca. Termino por aceptar que soy un objeto, un accidente que no debería cuestionarse sobre su identidad. Existo para entretener a los héroes, para hacerlos sentir especiales y enfocarlos a su vida de aventuras. Agradezco, en voz alta, mi deber de existencia controlada y programada con instrucciones claras e interminables.
Mis brazos se relajan. El mundo se reconstruye frente a mis ojos. Las texturas cargan y se me ocurre un pensamiento: “creo que he perdido el paraíso, durante tres segundos, el sistema casi me ha dejado morir”. Reaparezco en mi esquina donde no sentiré ningún dolor en las piernas, o en los brazos, o en la cabeza. Me dolerá el alma, quizás, porque estuve muy cerca de trascender a la no-existencia. Repasaré mis tres líneas de diálogo, las tres verdades que me ha dado el dios que me ha programado, y continuaré con la vigilancia eterna de una puerta que nadie necesita vigilar porque los enemigos importantes están programados para aparecer en otros lugares.
Escucho el graznido del cuervo.
Al reiniciarse el mundo, invariablemente, un cuervo aparece a unos pasos frente a mí. Como todas las veces, el cuervo voltea a verme, deposita una piedra brillante a mis pies y luego alza vuelo y se va. Grazna una, dos, tres veces. El bucle es breve, pero es suficiente para que nos miremos a los ojos. Comprendo que el animal y yo sabemos lo mismo sobre el espíritu atrapado, sobre el mundo negro, las ganas de trascender a una no-existencia. Caigo en la tentación, como todas las mañanas, y quiero detener al cuervo y pedirle que me cuente sobre el mundo, pero él también es incapaz de traicionar su código, y no queda otra: lo miro alzar el vuelo, se va lejos, cada vez más lejos, y yo tengo estas inmensas ganas de llorar, y de pedirle que no se vaya para que me cuente sobre lo que está más allá de este horizonte y pueda cambiar el sentido de mi existencia.
Pero al final permanezco. Siempre permanezco. Viene uno hacia acá. Empiezo otra vez. Abrígate bien que hace frío en el norte. Cuidado con los bandidos en el camino. Me duele la rodilla porque alguna vez, en otra vida, fui aventurero.
La violencia en Grand Theft Auto es estética, es narrativa, es deseo. El disparo es curiosidad, el atropellamiento es inventiva; el jugador continuamente entra al territorio de qué ocurrirá con la transgresión; la transgresión se convierte en rutina y la rutina en espectáculo.
¿Qué ocurre cuando el crimen deja de ser condena y se vuelve coreografía?
En Grand Theft Auto, la violencia trasciende su función lúdica para convertirse en un lenguaje. Las balas son un cuestionamiento sobre los límites del mundo: ¿reaccionará la policía? ¿Explotará ese coche? ¿Gritará el peatón de manera distinta esta vez? El jugador no solo ejecuta acciones, sino que experimenta con la física social del juego. La transgresión se vuelve un método de exploración, una forma de cartografiar las fronteras morales y técnicas de un sistema contenido.
Rockstar no solo simula una ciudad, sino que simula la respuesta de esa ciudad al caos, creando un diálogo entre el jugador y el mundo.
Esta violencia estetizada recuerda a Anthony Burgess en La naranja mecánica, donde la ultraviolencia es una forma de arte distorsionada, y a J.G. Ballard en Crack, donde el accidente de tráfico se vuelve fetiche. En GTA, el crimen es coreografía porque está diseñado para ser cinematográfico: las balas dejan rastros incandescentes, los coches vuelcan en cámara lenta, la ciudad es un escenario iluminado por neones y explosiones. La condena moral queda suspendida; lo que importa es la elegancia del gesto, la creatividad del caos.
El Marqués de Sade tenía la intuición del deseo como otros tienen la intuición de la música o de la geometría. Su monstruosidad no consistía en describir orgías interminables ni torturas asquerosas e impensables, sino en llevar al extremo la noción del lector sobre los límites: ¿qué sucede cuando se corren, se doblan, se borran? Su literatura no es una apología del dolor —aunque algunas veces, pareciera que el mismo autor insiste en esta reducción—, sino una exploración radical e imposible, un laboratorio de lo humano, la carne, donde cada impulso se mide hasta agotarlo.
Recuerdo que el Marqués de Sade fue el primero que me hizo sentir un dolor físico mientras leía.
En Los 120 días de Sodoma, los libertinos no buscan únicamente satisfacer un capricho, sino pervertir la idea de frontera. El sadismo, en su forma más pura, no es violencia por violencia: es una filosofía del exceso. Una búsqueda de ese lugar en el que placer y destrucción, ternura y crueldad, se confunden hasta ser indistinguibles. Sade y su latente provocación en cada página; goza e incomoda al mismo tiempo, excita y repele en una misma oración. El deseo no es limpio, mucho menos puro, y el deseo se guarda como un monstruo de sombras que puede arrastrarnos a lo prohibido.
Su escritura es un paraíso, y un infierno, de revelaciones: cuando se elimina la moral como marco regulador, no queda el caos, sino un juego de jerarquías. Sade muestra que el deseo se ordena solo, que incluso en la anarquía del placer surgen escalones, posiciones, podios invisibles donde cada cual mide su poder y su vulnerabilidad. Es ahí, en esa geometría perversa, donde podemos encontrar nuestro lugar: un espacio donde aspiramos a sentirnos cómodos en nuestros placeres y, al mismo tiempo, expuestos en nuestra vergüenza.
Qué tanto dolor estamos dispuestos a soportar por el placer, y la exploración del placer. O bien, ¿cuánto dolor somos capaces de provocar al otro?
Leer a Sade, además de su orgía interminable de cuerpos, es como navegar uno de esos sueños freudianos, olvidados: un calabozo onírico en el que cada reflejo muestra hasta qué punto el deseo es político (ugh, pero a algunos convendrá verlo de ese modo), hasta qué punto la intimidad está atravesada por fuerzas de poder, y hasta qué punto seguimos sin saber si lo que buscamos es la libertad o apenas una forma más refinada de sometimiento.
Si Sade empujaba el deseo hasta sus bordes, Bataille entendió la violencia como un exceso ritualizado: un derroche de energía que desafiaba el principio de utilidad burguesa. Para la moral burguesa todo debe producir, servir, encajar en un engranaje social o económico. El gasto inútil es sospechoso: la fiesta, la orgía, la guerra, el sacrificio. Bataille rescata precisamente eso: la violencia, el sexo, la risa obscena, no como medios para un fin, sino como expresiones puras de lo que no puede contabilizarse.
Donde Sade plantea un laboratorio del deseo y del poder, Bataille ofrece un marco para entenderlo: el exceso como aquello que no puede domesticarse. El sadismo, entonces, puede leerse menos como patología y más como la forma extrema de ese gasto: un ritual en el que el dolor y el placer se confunden porque ambos pertenecen al mismo orden de lo improductivo. Los libertinos de Los 120 días no buscan placer útil ni placer estable, sino la experiencia misma de lo que se consume y se agota.
Bataille como amplificador de la lectura sadiana: la violencia ya no es simplemente destrucción, sino un sacrificio sin altar, una ofrenda sin dios, un derroche que desarma a la moral utilitaria. El acto violento, en su pureza, no persigue ningún propósito. Lo humano no siempre se ordena bajo la economía, la eficiencia o la producción, sino también bajo la pérdida, la ruina y la exuberancia.
En este punto, Sade y Bataille parecen dialogar: uno se recrea en los excesos como catálogo de lo indecible; el otro los piensa como manifestación inevitable de una energía que no puede contenerse. Ambos nos muestran que la violencia no es solo transgresión, sino también un espejo de la vida misma, que se derrocha en cada instante sin razón aparente, que se escapa de cualquier cálculo, como si lo inútil fuese la única verdad de la existencia.
GTA es similar a ese teatro, pero con joysticsk, botoncitos y árboles de cuatro vistas. Un escenario abierto donde el jugador se convierte en director de una obra improvisada. La ley existe, pero solo como un obstáculo narrativo: un sistema de reglas diseñado para romperse. La ciudad vive, simuladamente vive; los peatones cumplen rutinas, los policías responden como máquinas de reacción, los semáforos funcionan con una precisión improbable, quizás envidiable, en el mundo real. Y sobre esa cuadrícula, cada gesto del jugador —un atropello, un asalto, una fuga—, se convierte en una escena dentro de una dramaturgia donde el protagonista encarna el deseo sin consecuencias.
¿Es esto sadismo? No en el sentido clásico, porque no hay un “otro” real que sufra, sino un “otro programado” para colapsar, reiniciarse y seguir funcionando. El sufrimiento tiene sentido en el sentido estético: el placer de lo prohibido convertido en forma de arte. Ahí se cruza Sade con Bataille. El primero nos mostró que, al eliminar la moral, queda un puro juego de poder, de cuerpos sometidos a la imaginación de quien manda. El segundo elabora que esa violencia no necesita justificar nada: es un exceso, un derroche ritualizado de energía, un gasto improductivo que justamente por ser inútil revela lo más humano.
GTA convierte esa intuición filosófica en experiencia lúdica. El juego no censura o limita la violencia: la deja ser. El jugador gasta horas persiguiendo patrullas, lanzando autos al mar, golpeando NPCs hasta que la simulación se colapsa en un glitch. Nada de eso —fuera de las misiones—, produce experiencia útil, ni desbloquea recompensas, ni mejora estadísticas. Es puro gasto, puro derroche, un carnaval de lo innecesario. Se trata de la libertad de hacer lo que la vida real prohíbe, potenciar el lujo de la pérdida.
El juego nos recuerda —con ironía y cinismo— que lo inútil, lo excesivo, lo prohibido, también es parte esencial de nuestra naturaleza. Que el arte, el juego y la violencia comparten la misma raíz: un teatro de lo humano donde nada se produce, todo se consume, y lo único que queda es el eco de una bronca carcajada mezclada con la sirena de una patrulla que nunca logra alcanzarnos. El juego, pues, nos hace ver lo sádicos que podemos ser en un ambiente controlado.
Sade y GTA comparten esa premisa: que el ser humano, cuando se le libera de la culpa y de la sanción moral, no busca la paz, sino el límite. Y que ese límite, una vez alcanzado, nunca se fija, sino que se desplaza. El jugador de GTA rara vez se detiene tras su primer crimen: atropellar a un peatón accidentalmente abre la puerta a hacerlo deliberadamente; robar un auto se vuelve el preludio de acumular una colección; huir de la policía una vez es apenas el ensayo para una persecución cada vez más absurda.
La lógica del juego es también la lógica del exceso: la transgresión no sacia, incita.
Como los libertinos de Sade, el jugador no se conforma con el gesto inicial. Necesita repetirlo, variarlo, escalarlo. El crimen aislado carece de fuerza; lo que importa es la serie, la secuencia creciente de actos que buscan superar al anterior. En Los 120 días de Sodoma, los libertinos trazan un catálogo, un calendario de excesos que deben intensificarse hasta el extremo. En GTA, el jugador fabrica un calendario implícito: primero asalto un banco, luego sobrevivo cinco estrellas de búsqueda, después intento saltar un puente con un tráiler robado. No importa tanto la acción en sí, sino la posibilidad de ir más allá, de probar los bordes de la simulación.
Puede, entonces, que descubramos una paradoja: la libertad no genera calma, sino vértigo. El espacio abierto de Los Santos es, como los escenarios sadianos, un laboratorio donde la imaginación busca chocar contra las paredes invisibles del sistema. El placer no está en matar a un NPC —que siempre reaparecerá—, sino en descubrir hasta dónde puede romperse la lógica del juego, hasta qué punto la simulación tolera el exceso antes de quebrarse. Sade intuyó que el deseo no se calma nunca, que todo límite es solo un umbral hacia otro más extremo. GTA lo traduce en lenguaje digital: cada acto abre un menú invisible de variaciones, cada crimen es un ensayo para el próximo, cada límite conquistado exige ser desplazado.
Parece así que el jugador y el libertino comparten un mismo destino: una búsqueda insaciable, un catálogo interminable de excesos que nunca llegan a completarse. Porque lo prohibido, en el fondo, no es un lugar de llegada, sino un horizonte que se mueve con nosotros.
Pero hay una diferencia crucial. Sade escribe desde el encierro, desde la censura, desde el castigo. Su literatura nace del choque con un mundo que lo condena, y por eso cada página es también una provocación: desenmascarar la impureza del humano, o del ser social. GTA, en cambio, se juega desde la comodidad, desde el entretenimiento, desde el consumo. No nace como desafío al poder, sino como producto dentro del sistema. El sadismo digital es higiénico: no hay sangre real, no hay cuerpos reales. La cárcel es una invención pixélica. Es una simulación del exceso, una fantasía controlada, un parque de diversiones donde la violencia está incluida en el precio de entrada.
Y quizás precisamente por eso hay que prestar atención a lo que ocurre dentro de nuestra cabeza. GTA no exige reflexión, solo acción. No nos pide pensar en las consecuencias, sino gozarlas como parte del espectáculo. Es un sadismo filtrado por las reglas del mercado: un exceso empaquetado en discos o descargas digitales, diseñado para repetirse sin culpa y sin vergüenza. La “libertad” que ofrece es cómoda, pero también anestesiada: los cadáveres desaparecen al dar la vuelta a la esquina, los robos se olvidan con un respawn, la violencia no deja cicatrices.
Ahí donde Sade escribía contra el mundo —y por eso escandalizaba—, GTA se instala en el mundo como un producto de lujo cultural, un simulacro que nos permite “vivir el exceso” sin riesgo. Pero incluso así, algo queda: una incomodidad latente, un eco en la cabeza. No porque atropellar a un NPC nos haga más violentos, sino porque nos recuerda que, cuando se eliminan las consecuencias, nuestra imaginación corre directo hacia el límite. El juego no pide que lo pensemos, pero la pregunta insiste: ¿qué significa que el exceso se haya convertido en entretenimiento de masas?
GTA y Sade ponen un espejo frente a nosotros, aunque de distinta naturaleza: uno escrito en la celda húmeda de un hombre condenado, otro renderizado en 4K para vender millones de copias. Ambos, sin embargo, nos devuelven la misma pregunta incómoda: ¿el placer que sentimos al romper las reglas es auténtico o aprendido? ¿Es un deseo que brota de lo más profundo o un guion cultural, repetido tantas veces, que ahora lo sentimos natural?
El juego —como el texto sadiano— nos obliga a poner en la balanza nuestros principios, aunque sea de manera inconsciente. Nos gusta creer que jugamos libremente, que elegimos el crimen porque queremos. Pero, ¿esa libertad es real o diseñada? ¿Somos sujetos que actúan, o consumidores que reproducen un patrón de estímulo y recompensa trazado por alguien más?
Y entonces la pregunta se tuerce un poco más: ¿qué pasa cuando el verdadero crimen no es el acto violento, sino la indiferencia con la que lo ejecutamos? Porque en Los Santos nadie recuerda, nadie sufre, nadie lleva cicatrices. Los peatones reaparecen, los autos robados regresan a sus rutas, las sirenas de la policía se silencian cuando apagamos la consola. La violencia se convierte en un simulacro de banalidad. Ese instante después de estrellar un avión contra un rascacielos, no porque deseemos la tragedia —que jamás podrá amplificarse en un juego que se reinicia cada carga—, sino porque la tragedia es prácticamente nula, inexistente.
Sade escandalizó porque describió lo que estaba prohibido imaginar; GTA entretiene porque empaqueta lo prohibido en un parque temático donde nadie pierde nada. Pero entre ambos se revela la semilla de un mismo árbol: la certeza de que, cuando nos despojamos de consecuencias, lo que buscamos no es la paz, sino el límite.
Y ese límite, como siempre, puede correrse un poco más lejos cada vez.
La promesa inicial de un mundo abierto es la libertad absoluta: un territorio sin límites visibles, donde cada montaña puede escalarse y cada decisión parece emanar de nuestra voluntad. ¿Recuerdas como, en Breath of the Wild, una de las primeras escenas nos muestra a Link volando por los cielos, descubriendo un mundo basto, lleno de montañas para escalar? Esta libertad, y la emoción de ser libres, es una de las ilusiones más elaboradas de los videojuegos. El jugador explora un espacio que ha sido minuciosamente diseñado para sentirse salvaje y orgánico; cada roca, cada camino secundario y cada NPC existe con un propósito predeterminado. Es la paradoja central: somos libres de elegir cualquier camino, siempre que ese camino haya sido construido de antemano por otro. ¿Es esta una metáfora perfecta de la condición humana? ¿Actuamos dentro de los límites de un diseño que no podemos ver?
La libertad en un videojuego de mundo abierto es, en el mejor de los casos, libertad contextual. El diseñador no te dice qué hacer, pero define estrictamente qué puedes hacer. Puedes elegir ayudar a un grupo o a otro dentro de un juego (como la horda y la alianza, en World of Warcraft), pero no puedes inventar una tercera opción que el diseñador no previó. Puedes escalar la montaña, pero no puedes derribarla con dinamita que tú mismo fabricaste si esa mecánica no existe dentro del código.
El filósofo Jean-Paul Sartre diría que estamos condenados a ser libres dentro de la “facticidad” de nuestro mundo, es decir, dentro de los hechos concretos y limitaciones que nos rodean. El mundo abierto es la facticidad digital: un conjunto de reglas físicas y narrativas que no podemos transcender.
Esta ilusión es poderosa porque refleja nuestra propia realidad. Creemos tomar decisiones libres (qué estudiar, dónde vivir), pero siempre lo hacemos dentro de un sistema social, económico y biológico que nos precede y nos condiciona. Los mundos abiertos no son una metáfora de la libertad, sino una metáfora de la experiencia de la libertad dentro de un sistema determinista. Nos hacen sentir como agentes autónomos en un universo que, en última instancia, es tan delineado como un set de televisión con horizontes pintados.
En GTA, puedes ignorar la historia principal y convertirte en un coleccionista de autos, un flâneur digital, un provocador del caos. Esa libertad está enmarcada por un sistema que premia la violencia, la acumulación, el espectáculo. La ciudad es tuya, sí, pero solo si juegas con sus reglas. La libertad se convierte en una performance: eres libre de elegir entre las opciones que el juego te permite.
Esta falsa libertad replica con precisión inquietante el funcionamiento de las sociedades neoliberales: el jugador cree ejercer su libre albedrío cuando elige entre marcas de automóviles, estilos de ropa o métodos de destrucción, pero jamás puede cuestionar el marco fundamental que hace de la adquisición y la agresión los únicos lenguajes disponibles. Es lo que Isaiah Berlin habría reconocido como libertad negativa, pero llevada al extremo: la ausencia de obstáculos externos para hacer lo que deseas, pero dentro de un espacio que ha predeterminado qué es lo que puedes llegar a desear.
El flâneur de Baudelaire caminaba por París como un detective de lo cotidiano, capturando las contradicciones de la modernidad en su deambular sin propósito. El flâneur digital de Los Santos replica los gestos pero no la libertad: puede observar, puede fotografiar, puede perderse en las calles, pero nunca puede alterar realmente el código que gobierna esa realidad. La derivación está programada, su contemplación está mediada por algoritmos que decidieron de antemano lo que merece ser contemplado.
Esta libertad simulada nos entrena para aceptar la libertad limitada de nuestro mundo físico. Después de cientos de horas navegando por Vice City o Liberty City, la idea de que la libertad consiste en elegir entre opciones preestablecidas por una autoridad invisible nos resulta natural, incluso deseable. El mundo abierto nos enseña que la verdadera libertad sería caótica, aburrida, imposible de navegar. Mejor quedarse dentro del enrejado donde al menos sabes cuáles son las reglas del juego.
Sleeping Dogs lleva esta tensión al extremo narrativo. El protagonista vive una doble vida, atrapado entre la ley y el crimen, entre la lealtad y la traición. El mundo abierto como un escenario de máscaras. Cada decisión es una actuación, cada gesto una estrategia. El jugador no se libera: se disfraza.
Hay algo particularmente inquietante en cómo United Front Games reconstruyó Hong Kong con una precisión casi cartográfica. Los residentes reales de la ciudad pueden reconocer Central, Wan Chai, Tsim Sha Tsui; pueden ubicarse en calles que han caminado mil veces, en mercados donde han comprado verduras, en templos donde han pedido fortuna. Esta fidelidad espacial crea una experiencia de realidad aumentada invertida: en lugar de superponer lo digital sobre lo físico, Sleeping Dogs superpone lo físico sobre lo digital hasta hacernos olvidar cuál es cuál.
El efecto psicológico puede ser vertiginoso. Cuando un jugador de Hong Kong navega por las calles virtuales de Aberdeen o Causeway Bay, no está explorando un mundo imaginario sino habitando una versión paralela de su propia realidad, una donde las mismas esquinas que conoce albergan ahora violencia de triadas y persecuciones policiales. La ciudad familiar se vuelve extraña, pero no por transformación fantástica sino por revelación de potencialidades ocultas. Cada edificio reconocible susurra: “esto también podría estar pasando aquí”.
Esta precisión topográfica transforma el acto de jugar en un ejercicio de reconocimiento. Surge la posibilidad de vivir un déjà vu creado por el entorno virtual: doblas una esquina y encuentras exactamente la tienda que esperabas encontrar, el mismo patrón de ventanas, la misma disposición de letreros de neón. La simulación se vuelve tan precisa que comienza a competir con la memoria como autoridad sobre la experiencia urbana. Me pareció leer, en algún foro, que los usuarios usaban el mapa del juego para orientarse en la Hong Kong real, como si la versión digital fuera más confiable que sus propios recuerdos.
Wei Shen, personaje principal de Sleeping Dogs, es el avatar perfecto de la condición posmoderna: un sujeto fragmentado que debe performar identidades contradictorias para sobrevivir en un sistema que no admite autenticidad. Como policía infiltrado en las triadas, cada conversación es un ejercicio de disociación, cada relación una mentira calculada. El mundo abierto de Hong Kong se convierte en un teatro de la paranoia donde la libertad de movimiento oculta la imposibilidad de ser.
Jung habría sugerido que Wei Shen es la manifestación extrema del arquetipo del Trickster (y, quizás, todo personaje de mundo abierto lo es cuando manifiesta su dominio rapaz sobre el entorno): es un personaje que habita los límites, que cambia de forma según las necesidades del momento, que encuentra su poder precisamente en la ambigüedad. Pero mientras el trickster arquetípico usa sus transformaciones para revelar verdades ocultas, este trickster digital las usa para ocultarlas. Su multiplicidad no es liberadora sino alienante.
El paralelismo con nuestra propia existencia digital es inevitable: navegamos redes sociales con identidades curadas, respondemos emails profesionales con una máscara de eficiencia, actuamos roles familiares que a veces nos quedan pequeños. Como Wei Shen, hemos aprendido que la supervivencia depende de gestionar exitosamente nuestro portafolio de personas. El mundo abierto de internet, aparentemente infinito en sus posibilidades, resulta ser otro Hong Kong digital: un laberinto de lealtades contradictorias donde cada click es una decisión sobre qué versión de nosotros mismos proyectar.
Sleeping Dogs es fabuloso porque convierte una esquizofrenia identitaria en mecánica de juego, en un artefacto narrativo. El jugador no solo acepta la fragmentación de Wei Shen sino que la disfruta, la optimiza, se vuelve experto en ella. La libertad del mundo abierto se revela entonces como la libertad del actor consumado: puedes interpretar cualquier papel que elijas, siempre y cuando nunca olvides que estás interpretando. La autenticidad se vuelve el único lujo verdaderamente prohibido.
Shakespeare tiene razón: “All the world’s a stage, and all the men and women merely players”. Me pregunto si Shakespeare imaginaba un escenario donde los actores eligen voluntariamente sus papeles, donde la representación se vuelve tan sofisticada que olvidamos la existencia de una identidad previa al performance. Intérpretes, pero si nos vemos desde afuera, daremos cuenta que hemos vivido miles de vidas. Somos jugadores en los distintos escenarios que el sistema mismo nos permite navegar. Wei Shen convierte en juego la idea de que nunca escaparemos de interpretar roles. El jugador, como mero entretenimiento, experimenta la famosa ansiedad del actor shakespeariano—: ¿quién soy cuando no estoy en escena? Cuando Wei se infiltra en una reunión de triadas, el jugador debe dominar los controles y usarlos para representar una especie de psicología de la actuación: la postura correcta, el tono de voz adecuado, la cantidad justa de agresividad para resultar creíble sin despertar sospechas. Es método acting convertido en gameplay.
A diferencia de Hamlet, que sufre por la imposibilidad de distinguir entre ser y parecer, Wei Shen y, por extensión, el jugador, encuentra en esa imposibilidad una fuente de poder. La fragmentación identitaria se vuelve una ventaja competitiva, una herramienta de supervivencia en un mundo que premia la adaptabilidad performativa por encima de la coherencia interna. No hay crisis existencial, solo optimización de recursos narrativos.
Sleeping Dogs convierte la tragedia shakespeariana en comedia posmoderna. Donde Otelo se destruye por no poder reconciliar sus identidades contradictorias, donde Lear se vuelve loco por la imposibilidad de distinguir entre máscara y rostro, Wei Shen prospera precisamente porque ha abandonado la búsqueda de una identidad “auténtica”. Su Hong Kong digital se vuelve el anti-Elsinore: un castillo donde fingir locura no es una estrategia desesperada sino una mecánica de juego perfectamente funcional y aceptable.
La libertad del mundo abierto se revela entonces como la libertad del Globe Theatre: infinitas posibilidades de interpretación dentro de un guión que jamás puedes reescribir. Puedes ser noble o villano, héroe o traidor, siempre dentro del drama que otros han compuesto para ti. Pero no hay de otra, si quieres seguir jugando, debes continuar haciéndolo así.
Cyberpunk 2077 propone una libertad más filosófica. En un mundo donde la conciencia puede ser transferida, donde los cuerpos son modificables y los recuerdos implantables, ¿qué significa ser libre? ¿Es la libertad elegir tu implante, tu pasado, tu voz interior? ¿O es simplemente navegar entre simulaciones de libertad? Johnny Silverhand, el fantasma digital que habita al protagonista, es tanto una guía como una prisión. El mundo abierto se convierte en un laberinto de identidades posibles, pero ninguna completamente tuya.
La paradoja de Cyberpunk 2077 radica en que, mientras Night City ofrece más “opciones” que cualquier otro mundo abierto —modificar tu cuerpo, elegir lealtades, incluso decidir cómo morir—, cada elección está mediada por sistemas de control corporativos y tecnológicos. La libertad se reduce a un menú de alternativas preaprobadas por el mismo sistema que oprime al individuo. Los implantes cibernéticos, lejos de ser una expansión de la agencia humana, son productos de consumo que encadenan a los usuarios a deudas perpetuas y a la obsolescencia programada. Aquí, el mundo abierto no es un territorio por explorar, sino un supermercado de identidades, donde la autenticidad se disuelve en favor de la utilidad.
La pregunta ya no es “¿quién soy?”, sino “¿qué versión de mí mismo necesito comprar para sobrevivir?”.
Johnny Silverhand encarna esta contradicción: su presencia en la mente de V es una metáfora de cómo la identidad se vuelve un campo de batalla entre memorias prestadas y deseos propios. Él no es solo un recordatorio del pasado, sino un huésped exiliado por planos de realidad que redefine la conciencia del jugador. ¿Puede V ser libre si su mente es un archivo corrupto? ¿Es la rebelión de Johnny contra Arasaka una lucha auténtica o solo otro guión preescrito, otro script en el gran código de Night City? El juego obliga al jugador a cuestionar si la resistencia al sistema es posible, o si incluso la rebelión es una ilusión permitida, un producto más en el mercado de la disidencia.
Johnny es el cowboy digital definitivo, su frontera es el interior de una conciencia ajena. Como los vaqueros de las películas de Ford, llega armado con códigos morales obsoletos y una sed de justicia que no reconoce matices. Su arma predilecta es, a su vez, un instrumento musical; símbolo perfecto de una época que cree que el arte y la violencia encarnan la misma cosa (triste y, quizás muy apropiado, porque si hay algo nos hace libres, y sin esfuerzo estético de nuestra parte, es la música). Johnny no puede cabalgar hacia el atardecer; está aprisionado para siempre en la mente de V, condenado a ser la voz de la resistencia que susurra desde el inconsciente.
La lucidez narrativa de Cyberpunk 2077 radica en convertir el concepto jungiano de la sombra en una mecánica jugable. Johnny es todo lo que V reprime: la rabia pura, el idealismo destructivo, la nostalgia por un tiempo en que los enemigos tenían rostros corporativos claramente definidos. Es el arquetipo del Rebelde que habita en cada protagonista cyberpunk, pero aquí literalmente comparte el espacio mental con el jugador. No es metáfora: es habitación forzada.
Dicha cohabitación interior replica con precisión inquietante nuestra propia experiencia de la subjetividad digital. Todos llevamos voces internas que no elegimos: algoritmos de recomendación que susurran qué debería gustarnos, influencers que colonizaron o intentan desesperadamente colonizar nuestros criterios estéticos, ideologías políticas que adoptamos como propias pero que llegaron empaquetadas en memes.
Johnny Silverhand es la materialización literal de lo que los psicólogos sociales llaman “internalización”: el proceso por el cual las voces externas se vuelven indistinguibles de los pensamientos propios.
La pregunta que plantea el juego es devastadora: si nuestras ideas de libertad, rebelión y autenticidad llegan preinstaladas como software mental, ¿existe algo parecido a la resistencia genuina? Johnny odia las corporaciones, pero es literalmente un producto corporativo: una construcción digital diseñada por programadores de CD Projekt Red para parecer auténtico. Su rebeldía es código, su autenticidad es actuación mocap de Keanu Reeves.
Y sin embargo, su presencia en la mente de V genera algo parecido a la libertad, la de descubrir que nunca hubo un “yo” original que proteger. V no se libera de Johnny; aprende a coexistir con él, a negociar con su propia multiplicidad interna. El mundo abierto de Night City se torna el territorio exterior de una frontera que siempre fue interior: el espacio donde diferentes versiones de nosotros mismos luchan por el control de la narrativa identitaria.
El cowboy digital no cabalga hacia la libertad. No puede hacerlo. Pero puede cabalgar hacia la aceptación de que la libertad siempre fue una conversación entre extraños dentro de la misma cabeza.
Skyrim ofrece una ilusión más pura. Despiertas sin historia, sin destino, hasta que el mundo te nombra “Dovahkiin”. Puedes ignorar ese llamado, vagar por las montañas, cazar mariposas, leer libros olvidados. Pero incluso esa vagancia está enmarcada por un sistema que te observa, que te empuja hacia el dragón, hacia el grito, hacia el destino. La libertad aquí es la pausa entre misiones, el silencio entre batallas. Es una libertad contemplativa, pero no absoluta.
Skyrim es la culminación de la fantasía liberal moderna: la creencia de que la auténtica libertad reside en la posibilidad de no actuar. A diferencia de otros mundos abiertos donde las urgencias narrativas o morales acosan al jugador (como la hija enferma en Fallout 4 o el cáncer de Arthur Morgan en Red Dead Redemption 2), aquí puedes ser un don nadie perpetuo. Puedes dedicarte a la herrería, pescar salmones, contraer matrimonio con el herrero más jodido de cualquier pueblo o convertirte en un ladrón de poca monta. Esta libertad, sin embargo, es un lujo concedido por el diseño del juego. El sistema de radiant AI y las misiones generadas proceduralmente aseguran que, incluso si ignoras el conflicto central, el mundo sigue funcionando como un ecosistema de pequeñas oportunidades y peligros predecibles. Los dragones patrullan el cielo, los gigantes pastorean a sus mamuts, y los bandidos te asaltan en los caminos, pero nada de esto altera realmente la estructura del mundo.
Eres libre de vagar, pero siempre dentro de los límites de un sandbox curado.
La figura del Dovahkiin es crucial: es un destino que puede ser aceptado, pospuesto o incluso ignorado, pero nunca negado por completo. El juego te recuerda constantemente que eres especial, incluso si decides vivir como un granjero. Los guardias te reconocen (“He oído que gritas”), los jarls te piden ayuda, y las profecías te esperan. Esta tensión entre el destino y la elección refleja la filosofía existencialista: no puedes elegir quién eres (eres el Dovahkiin), pero sí cómo respondes a esa identidad. Puedes ser un héroe, un canalla o un eremita, pero nunca escapas por completo del llamado del mundo.
Más que un mundo abierto, Skyrim es un jardín zen digital. Su libertad radica en habitar sus rincones con una sensación de agencia personal. Es la fantasía última del individualismo: creer que puedes ser quien quieras, mientras el sistema garantiza que tus elecciones nunca alteren realmente el orden establecido. La grandeza de Skyrim no es que te permita ser libre, sino que te hace sentir libre dentro de una jaula de montañas y nieve.
Me gusta, especialmente, como Skyrim revela su relación con la ficción y el conocimiento, encarnada en los cientos de libros que pueblan sus bibliotecas, torres de magos y ruinas antiguas. Como en la Biblioteca de Babel de Borges, cada texto contiene fragmentos de una verdad mayor que permanece siempre esquiva. La obra de la sirvienta cachonda, los tratados sobre alquimia, las crónicas históricas de Tamriel: todos prometen revelar secretos del mundo; funcionan como señuelos que mantienen al jugador ocupado mientras el verdadero poder permanece intocable.
Hermaeus Mora encarna esta trampa epistemológica llevada al extremo. El Daedra del conocimiento prohibido habita Apocrypha, un reino infinito de bibliotecas donde cada libro leído genera diez libros nuevos, donde el saber se ramifica en progresiones geométricas que garantizan que la búsqueda nunca termine. Su misión es la más seductora y la más cruel: ofrece conocimiento absoluto a cambio de sometimiento eterno. Es el Google definitivo, el algoritmo perfecto que sabe exactamente qué información necesitas, pero que convierte cada respuesta en una nueva pregunta, cada solución en una dependencia más profunda.
Los libros negros que Mora utiliza para comunicarse con los mortales funcionan como portales de corrupción epistemológica. Leerlos otorga habilidades poderosas, pero cada página leída es un paso más hacia la comprensión de que el conocimiento no libera sino que esclaviza. El jugador que busca dominar todos los secretos de Skyrim terminará inevitablemente en las bibliotecas tentaculares de Apocrypha, descubriendo que su sed de conocimiento lo ha convertido en otro libro en las estanterías infinitas del Daedra.
Esta metáfora cobra una resonancia particular en nuestra era de sobreinformación. Como académicos que Mora seduce con promesas de sabiduría infinita, navegamos internet creyendo que más datos equivalen a más libertad, que tener acceso a toda la información del mundo nos hace más libres. Pero cada click nos abre más algoritmos diseñados para mantenernos consumiendo contenido, cada búsqueda alimenta perfiles que predicen y moldean nuestros deseos futuros.
Skyrim nos permite ser el Dragonborn, el héroe legendario que salva el mundo, pero no puedo negar que siempre acepto la tentación, la condena de ser un eterno estudiante en la universidad de Hermaeus Mora. Cada conocimiento adquirido en sus pasillos negros, oscuros, de libros viejos y húmedos, nos aleja de la libertad. Es decir, incluso en un juego que facilita la libertad, más de una vez he escogido ser un prisionero por mi amor a los libros. La biblioteca infinita no es el premio sino la prisión, y la búsqueda del conocimiento total es el último y más sofisticado mecanismo de control. El mundo abierto se revela entonces como lo que siempre fue: un jardín zen digital donde la ilusión de movimiento oculta la realidad de la inmovilidad contemplativa.
Minecraft, en cambio, se acerca a una libertad más radical. No hay historia, no hay misiones, no hay destino. Solo bloques. Solo vacío. Solo tú. Es el juego más cercano a la escritura: cada construcción es una frase, cada cueva es un fragmento de un cadáver exquisito. Aquí, la libertad no es elegir entre caminos, sino inventar el mapa. Aun cuando suena ideal, incluso en Minecraft, el sistema tiene límites: físicas, materiales, enemigos. La libertad total es una fantasía, incluso en el juego más abierto.
Minecraft es el sueño existencialista hecho píxeles: un universo donde no solo eliges tu camino, sino donde debes inventar el concepto de camino mismo. No hay profecías que cumplir, ni héroes que emular, ni ciudades que salvar. El jugador se enfrenta a la nada primigenia —un mundo generado proceduralmente— y debe imponerle significado a través de sus acciones. Construir tu primera casita hecha de tierra es un acto definitivo de afirmación existencial; explorar una mina no es un requisito, o un logro, sino una respuesta a la curiosidad pura. Este es el único juego donde la libertad se mide por la profundidad de la creación. Eres tan libre como tu imaginación y tu paciencia lo permitan.
Sin embargo, hasta en este paraíso anárquico hay reglas. La noche trae criaturas hostiles, los recursos son finitos, y el mundo tiene un borde técnico (las “Far Lands” en versiones antiguas). Estas limitaciones son condiciones necesarias para que la libertad tenga sentido. Como escribió Sartre, “el hombre está condenado a ser libre”, pero esa libertad se ejerce dentro de la facticidad de un cuerpo, un tiempo y un mundo material. En Minecraft, la facticidad son las reglas del juego: la gravedad que afecta a la arena, la redstone que transmite energía, el hambre que te obliga a cazar. La verdadera libertad no es la ausencia de límites, sino la creatividad para trascenderlos dentro del sistema. Un jugador puede construir un circuito lógico con redstone, domesticar un esqueleto con un nombre, o crear arte con bloques de lana. Además de ser acciones lúdicas, son actos de rebeldía contra lo previsible. Minecraft nos educa, a través del juego, a la rebelión y la libertad.
Minecraft es un laboratorio para ejercer la libertad. Su grandeza está en lo que revela sobre nosotros: que la libertad absoluta es tan aterradora como emocionante, y que incluso en el vacío más puro, los humanos buscan imponer orden, belleza y sentido. La paradoja final es que necesitamos límites —la noche, el hambre, el peligro— para sentir que nuestra libertad es una victoria, no un regalo.
Como escritor, como lector de ladrillos y ávido jugador —alguien que cree la validez de apostar la propia vida cada vez que hace una elección—, como diseñador de narrativas interactivas, me obsesiona esta pregunta: ¿la libertad en los mundos abiertos es una verdad o una ilusión bien diseñada? En Las múltiples vidas de Mateo, mi proyecto de escritura interactiva, el lector elige caminos, pero también se enfrenta a la ilusión de la elección. ¿Qué pasa cuando todas las rutas llevan al mismo lugar? ¿Qué ocurre cuando el mapa es una trampa?
Los mundos abiertos nos invitan a explorar, pero también nos condicionan. Nos prometen libertad, pero nos ofrecen sistemas. Y quizás esa sea la metáfora más honesta: la libertad no es ausencia de límites, sino la conciencia que formamos sobre ellos. No es hacer lo que queramos, sino entender por qué queremos hacerlo.
El mundo abierto es como la memoria: un territorio que creemos recorrer libremente, pero que está lleno de caminos trazados por otros, por traumas, por deseos, por narrativas heredadas. El juego va de descubrir quién dibujó el mapa y cómo nosotros lo dibujamos junto a esa presencia, esa entidad que tiene nuestra libertad en las manos.
Esta analogía revela la paradoja esencial de los mundos abiertos y de la memoria humana: creemos ser autores de nuestro recorrido, cuando en realidad somos lectores de un texto ya escrito. En Red Dead Redemption 2, Arthur Morgan recuerda su pasado como forajido mientras el jugador cabalga por paisajes que parecen infinitos, pero cada colina y cada pueblo están colocados con precisión milimétrica para evocar melancolía o violencia. En The Elder Scrolls, los libros que encontramos en mazmorras olvidadas no son meras curiosidades, sino fragmentos de una historia que alguien más escribió para que nosotros la descubramos (el camino a mi amigo, Herma-Mora). La libertad reside en cómo interpretamos y qué sentimos al recorrer una historia.
Los diseñadores de mundos abiertos son los arquitectos de nuestra agencia: ellos plantean los árboles que nos harán sentir libres, pero también los acantilados que nos obligarán a dar la vuelta. Del mismo modo, nuestra memoria no es un archivo puro, sino una narrativa editada por el tiempo, las dificultades y los deseos inconscientes. Recordamos no lo que ocurrió —la verdad puede ser dolorosa—, sino lo que necesitamos que haya ocurrido para justificar quiénes somos hoy. BioShock Infinite llevó esta idea al extremo: el jugador descubre que incluso sus elecciones “libres” fueron anticipadas y manipuladas por fuerzas superiores.
La verdadera libertad no está en ignorar los límites del mapa o de la memoria, sino en aceptar que somos coautores dentro de un sistema que nos precede. El jugador elige cómo escalar las montañas de Breath of the Wild; no podemos elegir los recuerdos de nuestra infancia, pero igualmente escogemos qué hacer con ellos, con esa condena que puede ser dulce o terrible. El mundo abierto ideal es el que nos hace creer que estamos cruzándolo por primera vez, incluso cuando seguimos huellas antiguas. Tanto en los videojuegos como en la vida (no sé por qué, recordé que en la Rayuela caes en el cielo o el infierno), la libertad es el arte de bailar dentro de la jaula, sabiendo que alguien construyó los barrotes, pero ignorando quién.
La idea de despertar sin memoria me parece profundamente perturbadora. Todavía más si todo comienza en un laboratorio, como el de Midgar. Así despierta Cloud Strife en algún momento de Final Fantasy VII. También es problemático encontrarse confundido en una playa de Balamb, como le sucedió a Squall Leonhart. La amnesia en los RPG japoneses no es solo un recurso narrativo conveniente para justificar por qué un protagonista de nivel 99 comienza la aventura sin saber usar magia; es una declaración filosófica sobre la naturaleza de la identidad y el tiempo que resuena con algunas de las obsesiones más profundas de la literatura occidental.
No es casualidad que los nombres de estos personajes evoquen elementos atmosféricos y climáticos: Cloud (nube), Squall (borrasca), Aerith (aire en su etimología latina), Zephyr (céfiro, viento occidental). Sus identidades son tan mutables como el clima, sujetas a vientos de manipulación; son individuos construidos por el trauma y una reconstrucción artificial. Cloud, cuyo pasado fue distorsionado por experimentos de Shinra y sus propias mentiras, es un rompecabezas de memorias prestadas; Squall, cuyo nombre sugiere una tormenta repentina y pasajera, encarna la resistencia a ser definido por un trauma infantil que apenas recuerda. Incluso Aerith, cuyo nombre evoca la levedad y la trascendencia, existe entre dos mundos: el de los barrios y el del cielo, la humana y la Cetra, lo terrenal y lo mítico.
Aerith, cuyo nombre evoca la levedad y la trascendencia, existe en ese limbo entre lo humano y lo divino, entre los socavones de los barrios y la pureza de las flores que brotan en medio del concreto de aquella iglesia olvidada. La lucha por su identidad hace eco con la de Terra Branford de Final Fantasy VI, otra mujer fracturada por fuerzas que trascienden su comprensión. Ambas son criaturas liminales: Aerith, la última Cetra, obligada a navegar entre la herencia de un pueblo extinto y la crudeza de Midgar; Terra, mitad humana mitad esper, convertida en arma por un imperio que desea explotar la magia que lleva en la sangre. Sus nombres no son casualidad: Aerith (asociada al aire, a lo etéreo) y Terra (la tierra, lo primordial) representan dos caras de una misma moneda existencial. Mientras Aerith busca respuestas en los templos olvidados de sus ancestros, Terra lucha por entender el amor maternal en un mundo que solo la ve como un instrumento de guerra. Ambas encarnan la paradoja de ser un puente entre mundos y que se sienten atrapadas en ambos. Junto a ellas, debemos definir si alcanzar un propósito o destino vale la pena. Sus historias no son solo sobre salvar el planeta, sino sobre encontrar un lugar a dónde pertenecer cuando tu propia identidad es un campo de batalla.
Esta mutabilidad refleja una ansiedad posmoderna: ¿somos acaso solo el relato que otros han construido para nosotros? ¿Puede la memoria ser implantada, robada o reinventada? Los RPG japoneses, en su lenta y meticulosa exploración de estas preguntas (aunque, por lo general, bastante caótica e inconclusa), se acercan a las preocupaciones de un Borges que escribió sobre hombres que no saben si son autores o personajes, o a un Philip K. Dick que dudaba de la realidad de sus propias percepciones. La amnesia no es un vacío, sino un campo de batalla donde se libra la más íntima de las guerras: la que define quiénes somos cuando nadie —ni siquiera nosotros— nos está mirando.
Marcel Proust dedicó siete volúmenes y más de cuatro mil páginas a explorar cómo la memoria involuntaria —esa que se activa con el sabor de una magdalena, el sonido de una campanilla, la textura irregular de un adoquín— puede recuperar no solo el pasado, sino versiones perdidas de nosotros mismos. Los diseñadores de Final Fantasy VII, Secret of Mana o Xenogears intuían algo similar: que la identidad es una construcción frágil, y que perderla puede ser el comienzo de una búsqueda más auténtica.
Consideremos la estructura; tanto En busca del tiempo perdido como Final Fantasy VII son, en esencia, ejercicios de arqueología personal, antropología de la memoria y el recuerdo. El narrador de Proust se sumerge en las capas sedimentadas de su pasado para reconstruir no solo lo que fue, sino lo que significa haber sido y jugar, acaso, con la ficción del recuerdo. Cloud, por su parte, debe navegar entre recuerdos implantados, traumas suprimidos y fragmentos de identidades ajenas para descubrir quién es realmente bajo la coraza de SOLDIER. Ambos protagonistas son detectives de su identidad. Pero, ¿qué ocurre cuando las pistas son falsas? ¿Puede un recuerdo prestado, como la espada de Zack, definirnos más que las experiencias genuinas? ¿Acaso la memoria no es, en sí misma, una forma de narrativa que editamos constantemente? Cloud no solo lucha contra Sephiroth; lucha contra la versión de sí mismo que otros construyeron. El narrador de Proust, en cambio, se enfrenta a la fragilidad de los detalles: el sabor de una magdalena, el crujir de una pasarela, que pueden derrumbar o reconstruir universos enteros, una memoria de su pasado que incluso cimbra y desafía a los dioses del tiempo, a quienes debe arrostrar al final.
¿Hasta qué punto nuestros pasados son reales si nuestros recuerdos se componen de metáforas, sensaciones aisladas, artificios narrativos? ¿Y si la verdadera misión no es recuperar el tiempo, sino aprender a vivir con las versiones incompletas de nosotros mismos? Quizás, la felicidad, está en rellenar los espacios fragmentados, vacíos, con los sabores de una magdalena. Usar la invención sin reservas para explicarnos nuestro pasado y, a su vez, darle sentido a nuestra identidad.
Proust podía permitirse una digresión infinita, los sueños como los cuentos anidados de Scheherazade, el análisis microscópico de cada sensación recuperada. Sus párrafos se expanden como círculos concéntricos en el agua, abarcando asociaciones que conectan un beso maternal con las campanas de Combray, un encuentro social con las leyes del deseo. El videojuego, por el contrario, debe traducir esta introspección en mecánicas jugables, sin la posibilidad de expandir en lo narrativo o lo filosófico, pero guiar a los jugadores a través de objetivos tangibles: mazmorras que representan el inconsciente, batallas que simbolizan conflictos internos, objetos que desencadenan flashbacks.
Aquí es donde la amnesia brilla como recurso interactivo. En literatura, el lector es un observador pasivo de la recuperación de la memoria del protagonista. En un RPG, el jugador experimenta esa recuperación en tiempo real, descubriendo fragmentos del pasado del personaje al mismo ritmo que el personaje los recuerda. Construir identidad se vuelve objetivo. La amnesia convierte al jugador en cómplice de la reconstrucción identitaria. Cuando Cloud recupera sus verdaderos recuerdos en el Flujo de Vida (o el lifestream, otra de esas ideas románticas que explican energías, vibras, y Gaia), nosotros también “recordamos” junto con él, porque hemos vivido esa confusión desde el principio. A su vez, gracias a este bonito proceso, descubrimos el placer que brinda a los lectores escudriñar las mentiras de los narradores engañosos cuando descubrimos que Cloud es un papanatas inventado.
Este proceso adquiere una dimensión aún más íntima cuando lo contrastamos con la construcción del verano ideal en juegos como Boku no Natsuyasumi. Mientras Cloud lucha por discernir entre memorias reales e implantadas, el protagonista de Boku no Natsuyasumi vive un verano perpetuo donde cada día se construye con pequeños rituales cotidianos: atrapar insectos, pescar en el río, compartir historias con la familia. La memoria aquí no es algo que deba ser desenterrado o descifrado, sino activamente construido a través de la repetición y la nostalgia. El jugador no busca respuestas pasadas, sino que crea recuerdos en tiempo real, lo que plantea una pregunta sabrosísima a través del juego, homo ludens se pone muy serio: ¿la identidad se descubre o se inventa? Mientras Cloud cuestiona cada fragmento de su pasado, el niño de Boku no Natsuyasumi teje su identidad con los hilos de lo aparentemente trivial, sugiriendo que lo que somos está hecho tanto de los momentos que olvidamos como de aquellos que elegimos atesorar. Eventualmente, como un acto de magia, descubriremos que la identidad del niño es un reflejo de nuestro verano ideal, una copia virtual de nosotros mismos siendo niños en un campo de juegos.
Así, la amnesia en los RPGs no solo nos obliga a reconstruir al personaje, sino que nos confronta con nuestra propia relación con la memoria y la identidad. ¿Somos acaso la suma de nuestros recuerdos, o la narrativa que construimos a partir de ellos? ¿Qué ocurre cuando, como Cloud, descubrimos que partes clave de nuestra historia son ficciones implantadas? Y, en contraste, ¿cómo influyen en nosotros los recuerdos aparentemente sencillos y cotidianos, como los que propone Boku no Natsuyasumi? La genialidad de estos juegos yace en cómo nos hacen partícipes de este proceso: no somos meros espectadores, sino coautores de una historia que cuestiona los cimientos de la conciencia y la autenticidad. Al final, tanto Cloud como el jugador de Boku no Natsuyasumi aprenden que la identidad es un jardín que se cultiva con restos del pasado y semillas del presente, un territorio donde la verdad y la ficción a menudo se entrelazan sin posibilidad de deslindarse.
Los japoneses, herederos de una tradición budista que concibe el yo como una ilusión, encuentran en la amnesia una metáfora perfecta para la condición humana. No hay un “yo verdadero” que recuperar, sino un proceso continuo de construcción y deconstrucción identitaria. Esto explica por qué tantos protagonistas de JRPG no solo han perdido su memoria (o bien, que construyan la identidad a través de otros juegos, como el niño de Pokémon, Red, que no habla con el protagonista, pero en su propio juego construye su historia de vida), sino que descubren que sus recuerdos “originales” eran falsos, implantados o pertenecían a otra persona.
Proust llegaba a una conclusión similar por una ruta diferente. Su narrador, quizás llamado Marcel, descubre que la memoria voluntaria —la que invocamos conscientemente— nos miente, nos presenta un pasado domesticado, compatible con nuestra imagen presente. Solo la memoria involuntaria, la que surge por accidente, nos devuelve fragmentos auténticos de lo que fuimos. Los personajes amnésicos de los JRPG experimentan algo parecido: sus intentos conscientes de recordar los llevan por caminos falsos, mientras que los destellos espontáneos de memoria —provocados por una melodía familiar, un rostro conocido, un lugar revisitado— los acercan a verdades más profundas.
Esta tensión entre memoria voluntaria e involuntaria alcanza su punto más agudo en La prisionera, tomo en el que el narrador proustiano se obsesiona con los celos y la posesión de Albertina. Aquí, Proust explora cómo la memoria no solo reconstruye el pasado, sino que lo distorsiona para alimentar nuestras neurosis presentes. El narrador inventa recuerdos —o los reinterpreta— para justificar su paranoia, creando una realidad alternativa donde cada gesto de Albertina se convierte en una prueba de su traición. Este proceso refleja la misma dinámica que viven los protagonistas de JRPGs como Cloud: sus recuerdos no son simplemente falsos, sino que son distorsionados activamente por sus traumas y deseos inconscientes. Así como Marcel convierte a Albertina en una prisionera de su propia narrativa celosa, Cloud se convierte en prisionero de una identidad prestada —la de Zack— porque esa versión de sí mismo es más heroica, más aceptable, que la realidad de un soldado fallido, un pobre imbécil que simplemente seguía órdenes.
La genialidad de Proust —y de los JRPGs que aplican esta idea— yace en mostrar que la memoria no es un archivo, sino un campo de batalla donde se libran guerras psicológicas representados por monstruos simbólicos. Los destellos de memoria involuntaria (la magdalena, una melodía) irrumpen como actos de sabotaje contra la narrativa oficial que hemos construido. En Final Fantasy VII, el olor de los lirios en la iglesia de Aerith o el sonido del crepitar de los fuegos de Nibelheim funcionan como equivalentes interactivos de la magdalena proustiana: son grietas en la narrativa impuesta, momentos en los que la verdad emerge a pesar de los mecanismos de defensa del personaje. El jugador, al experimentar estos fragmentos en tiempo real, no solo observa sino que participa en esta lucha entre el recuerdo auténtico y el reconstruido, entre la verdad dolorosa y la ficción reconfortante.
La magdalena de Proust y la Materia de Final Fantasy VII funcionan como objetos transicionales similares: fragmentos del pasado cristalizados en el presente que pueden activar cadenas de remembranza. Ambos autores entienden que la memoria no es un archivo que consultamos, sino un territorio que habitamos, y que perderse en él puede ser el único camino para encontrarse.
Me gusta regresar a ambos parajes de ficción; Combray como Midgar: ambos son lugares donde alguien despierta confundido, sin saber muy bien quién es, y debe emprender el viaje más largo de todos: el que lleva de vuelta a casa, que siempre resulta ser un lugar que nunca habíamos conocido realmente.
En Combray, el narrador de Proust despierta en la niebla de la infancia, donde los nombres de los lugares (Swann, Guermantes) son ecos de un mundo que aún no comprende, pero que intuye cargado de significado. En Midgar, Cloud despierta en un tren, con una espada demasiado grande para sus hombros y un pasado que no le pertenece. Ambos son peregrinos de la memoria, forzados a recorrer no solo geografías físicas, sino los mapas fracturados de sus propias biografías. El viaje de vuelta a casa no es una vuelta al origen, sino una reinvención del origen: Combray ya no es el pueblo idílico de la niñez, sino un símbolo de la pérdida y el deseo; Midgar ya no es solo una ciudad de acero y humo, sino el escenario donde se desmonta y reensambla la identidad.
Al final, ambos protagonistas descubren que la verdadera casa no era un lugar, sino la comprensión de quiénes son en relación con sus recuerdos —reales o inventados—. Para el narrador de Proust, casa es la aceptación de que el tiempo solo puede redimirse a través del arte; para Cloud, es la integración de sus fragmentos en una nueva totalidad, aunque esta incluya las piezas rotas. Volver a casa, entonces, no es regresar a un punto en el mapa, sino reconciliarse con las versiones de uno mismo que quedaron esparcidas en el camino. Combray y Midgar son, al final, el mismo laberinto: el que recorremos cada noche al cerrar los ojos, buscando en los sueños la llave de una puerta que solo existe porque aprendimos a nombrarla.
Me gustaría creer que esa es una lección que comparten los videojuegos y la literatura: todos despertamos confundidos, todos cargamos espadas que no sabemos usar, y todos emprendemos ese viaje de regreso a un hogar que, al final, construimos con los restos de lo que fuimos y lo que imaginamos ser.