Autor: arbolfest

  • El mundo abierto como metáfora de la libertad: ¿ilusión o verdad?

    El mundo abierto como metáfora de la libertad: ¿ilusión o verdad?

    La promesa inicial de un mundo abierto es la libertad absoluta: un territorio sin límites visibles, donde cada montaña puede escalarse y cada decisión parece emanar de nuestra voluntad. ¿Recuerdas como, en Breath of the Wild, una de las primeras escenas nos muestra a Link volando por los cielos, descubriendo un mundo basto, lleno de montañas para escalar? Esta libertad, y la emoción de ser libres, es una de las ilusiones más elaboradas de los videojuegos. El jugador explora un espacio que ha sido minuciosamente diseñado para sentirse salvaje y orgánico; cada roca, cada camino secundario y cada NPC existe con un propósito predeterminado. Es la paradoja central: somos libres de elegir cualquier camino, siempre que ese camino haya sido construido de antemano por otro. ¿Es esta una metáfora perfecta de la condición humana? ¿Actuamos dentro de los límites de un diseño que no podemos ver?

    La libertad en un videojuego de mundo abierto es, en el mejor de los casos, libertad contextual. El diseñador no te dice qué hacer, pero define estrictamente qué puedes hacer. Puedes elegir ayudar a un grupo o a otro dentro de un juego (como la horda y la alianza, en World of Warcraft), pero no puedes inventar una tercera opción que el diseñador no previó. Puedes escalar la montaña, pero no puedes derribarla con dinamita que tú mismo fabricaste si esa mecánica no existe dentro del código.

    El filósofo Jean-Paul Sartre diría que estamos condenados a ser libres dentro de la “facticidad” de nuestro mundo, es decir, dentro de los hechos concretos y limitaciones que nos rodean. El mundo abierto es la facticidad digital: un conjunto de reglas físicas y narrativas que no podemos transcender.

    Esta ilusión es poderosa porque refleja nuestra propia realidad. Creemos tomar decisiones libres (qué estudiar, dónde vivir), pero siempre lo hacemos dentro de un sistema social, económico y biológico que nos precede y nos condiciona. Los mundos abiertos no son una metáfora de la libertad, sino una metáfora de la experiencia de la libertad dentro de un sistema determinista. Nos hacen sentir como agentes autónomos en un universo que, en última instancia, es tan delineado como un set de televisión con horizontes pintados.

    En GTA, puedes ignorar la historia principal y convertirte en un coleccionista de autos, un flâneur digital, un provocador del caos. Esa libertad está enmarcada por un sistema que premia la violencia, la acumulación, el espectáculo. La ciudad es tuya, sí, pero solo si juegas con sus reglas. La libertad se convierte en una performance: eres libre de elegir entre las opciones que el juego te permite.

    Esta falsa libertad replica con precisión inquietante el funcionamiento de las sociedades neoliberales: el jugador cree ejercer su libre albedrío cuando elige entre marcas de automóviles, estilos de ropa o métodos de destrucción, pero jamás puede cuestionar el marco fundamental que hace de la adquisición y la agresión los únicos lenguajes disponibles. Es lo que Isaiah Berlin habría reconocido como libertad negativa, pero llevada al extremo: la ausencia de obstáculos externos para hacer lo que deseas, pero dentro de un espacio que ha predeterminado qué es lo que puedes llegar a desear.

    El flâneur de Baudelaire caminaba por París como un detective de lo cotidiano, capturando las contradicciones de la modernidad en su deambular sin propósito. El flâneur digital de Los Santos replica los gestos pero no la libertad: puede observar, puede fotografiar, puede perderse en las calles, pero nunca puede alterar realmente el código que gobierna esa realidad. La derivación está programada, su contemplación está mediada por algoritmos que decidieron de antemano lo que merece ser contemplado.

    Esta libertad simulada nos entrena para aceptar la libertad limitada de nuestro mundo físico. Después de cientos de horas navegando por Vice City o Liberty City, la idea de que la libertad consiste en elegir entre opciones preestablecidas por una autoridad invisible nos resulta natural, incluso deseable. El mundo abierto nos enseña que la verdadera libertad sería caótica, aburrida, imposible de navegar. Mejor quedarse dentro del enrejado donde al menos sabes cuáles son las reglas del juego.

    Sleeping Dogs lleva esta tensión al extremo narrativo. El protagonista vive una doble vida, atrapado entre la ley y el crimen, entre la lealtad y la traición. El mundo abierto como un escenario de máscaras. Cada decisión es una actuación, cada gesto una estrategia. El jugador no se libera: se disfraza.

    Hay algo particularmente inquietante en cómo United Front Games reconstruyó Hong Kong con una precisión casi cartográfica. Los residentes reales de la ciudad pueden reconocer Central, Wan Chai, Tsim Sha Tsui; pueden ubicarse en calles que han caminado mil veces, en mercados donde han comprado verduras, en templos donde han pedido fortuna. Esta fidelidad espacial crea una experiencia de realidad aumentada invertida: en lugar de superponer lo digital sobre lo físico, Sleeping Dogs superpone lo físico sobre lo digital hasta hacernos olvidar cuál es cuál.

    El efecto psicológico puede ser vertiginoso. Cuando un jugador de Hong Kong navega por las calles virtuales de Aberdeen o Causeway Bay, no está explorando un mundo imaginario sino habitando una versión paralela de su propia realidad, una donde las mismas esquinas que conoce albergan ahora violencia de triadas y persecuciones policiales. La ciudad familiar se vuelve extraña, pero no por transformación fantástica sino por revelación de potencialidades ocultas. Cada edificio reconocible susurra: “esto también podría estar pasando aquí”.

    Esta precisión topográfica transforma el acto de jugar en un ejercicio de reconocimiento. Surge la posibilidad de vivir un déjà vu creado por el entorno virtual: doblas una esquina y encuentras exactamente la tienda que esperabas encontrar, el mismo patrón de ventanas, la misma disposición de letreros de neón. La simulación se vuelve tan precisa que comienza a competir con la memoria como autoridad sobre la experiencia urbana. Me pareció leer, en algún foro, que los usuarios usaban el mapa del juego para orientarse en la Hong Kong real, como si la versión digital fuera más confiable que sus propios recuerdos.

    Wei Shen, personaje principal de Sleeping Dogs, es el avatar perfecto de la condición posmoderna: un sujeto fragmentado que debe performar identidades contradictorias para sobrevivir en un sistema que no admite autenticidad. Como policía infiltrado en las triadas, cada conversación es un ejercicio de disociación, cada relación una mentira calculada. El mundo abierto de Hong Kong se convierte en un teatro de la paranoia donde la libertad de movimiento oculta la imposibilidad de ser.

    Jung habría sugerido que Wei Shen es la manifestación extrema del arquetipo del Trickster (y, quizás, todo personaje de mundo abierto lo es cuando manifiesta su dominio rapaz sobre el entorno): es un personaje que habita los límites, que cambia de forma según las necesidades del momento, que encuentra su poder precisamente en la ambigüedad. Pero mientras el trickster arquetípico usa sus transformaciones para revelar verdades ocultas, este trickster digital las usa para ocultarlas. Su multiplicidad no es liberadora sino alienante.

    El paralelismo con nuestra propia existencia digital es inevitable: navegamos redes sociales con identidades curadas, respondemos emails profesionales con una máscara de eficiencia, actuamos roles familiares que a veces nos quedan pequeños. Como Wei Shen, hemos aprendido que la supervivencia depende de gestionar exitosamente nuestro portafolio de personas. El mundo abierto de internet, aparentemente infinito en sus posibilidades, resulta ser otro Hong Kong digital: un laberinto de lealtades contradictorias donde cada click es una decisión sobre qué versión de nosotros mismos proyectar.

    Sleeping Dogs es fabuloso porque convierte una esquizofrenia identitaria en mecánica de juego, en un artefacto narrativo. El jugador no solo acepta la fragmentación de Wei Shen sino que la disfruta, la optimiza, se vuelve experto en ella. La libertad del mundo abierto se revela entonces como la libertad del actor consumado: puedes interpretar cualquier papel que elijas, siempre y cuando nunca olvides que estás interpretando. La autenticidad se vuelve el único lujo verdaderamente prohibido.

    Shakespeare tiene razón: “All the world’s a stage, and all the men and women merely players”. Me pregunto si Shakespeare imaginaba un escenario donde los actores eligen voluntariamente sus papeles, donde la representación se vuelve tan sofisticada que olvidamos la existencia de una identidad previa al performance. Intérpretes, pero si nos vemos desde afuera, daremos cuenta que hemos vivido miles de vidas. Somos jugadores en los distintos escenarios que el sistema mismo nos permite navegar. Wei Shen convierte en juego la idea de que nunca escaparemos de interpretar roles. El jugador, como mero entretenimiento, experimenta la famosa ansiedad del actor shakespeariano—: ¿quién soy cuando no estoy en escena? Cuando Wei se infiltra en una reunión de triadas, el jugador debe dominar los controles y usarlos para representar una especie de psicología de la actuación: la postura correcta, el tono de voz adecuado, la cantidad justa de agresividad para resultar creíble sin despertar sospechas. Es método acting convertido en gameplay.

    A diferencia de Hamlet, que sufre por la imposibilidad de distinguir entre ser y parecer, Wei Shen y, por extensión, el jugador, encuentra en esa imposibilidad una fuente de poder. La fragmentación identitaria se vuelve una ventaja competitiva, una herramienta de supervivencia en un mundo que premia la adaptabilidad performativa por encima de la coherencia interna. No hay crisis existencial, solo optimización de recursos narrativos.

    Sleeping Dogs convierte la tragedia shakespeariana en comedia posmoderna. Donde Otelo se destruye por no poder reconciliar sus identidades contradictorias, donde Lear se vuelve loco por la imposibilidad de distinguir entre máscara y rostro, Wei Shen prospera precisamente porque ha abandonado la búsqueda de una identidad “auténtica”. Su Hong Kong digital se vuelve el anti-Elsinore: un castillo donde fingir locura no es una estrategia desesperada sino una mecánica de juego perfectamente funcional y aceptable.

    La libertad del mundo abierto se revela entonces como la libertad del Globe Theatre: infinitas posibilidades de interpretación dentro de un guión que jamás puedes reescribir. Puedes ser noble o villano, héroe o traidor, siempre dentro del drama que otros han compuesto para ti. Pero no hay de otra, si quieres seguir jugando, debes continuar haciéndolo así.

    Cyberpunk 2077 propone una libertad más filosófica. En un mundo donde la conciencia puede ser transferida, donde los cuerpos son modificables y los recuerdos implantables, ¿qué significa ser libre? ¿Es la libertad elegir tu implante, tu pasado, tu voz interior? ¿O es simplemente navegar entre simulaciones de libertad? Johnny Silverhand, el fantasma digital que habita al protagonista, es tanto una guía como una prisión. El mundo abierto se convierte en un laberinto de identidades posibles, pero ninguna completamente tuya.

    La paradoja de Cyberpunk 2077 radica en que, mientras Night City ofrece más “opciones” que cualquier otro mundo abierto —modificar tu cuerpo, elegir lealtades, incluso decidir cómo morir—, cada elección está mediada por sistemas de control corporativos y tecnológicos. La libertad se reduce a un menú de alternativas preaprobadas por el mismo sistema que oprime al individuo. Los implantes cibernéticos, lejos de ser una expansión de la agencia humana, son productos de consumo que encadenan a los usuarios a deudas perpetuas y a la obsolescencia programada. Aquí, el mundo abierto no es un territorio por explorar, sino un supermercado de identidades, donde la autenticidad se disuelve en favor de la utilidad.

    La pregunta ya no es “¿quién soy?”, sino “¿qué versión de mí mismo necesito comprar para sobrevivir?”.

    Johnny Silverhand encarna esta contradicción: su presencia en la mente de V es una metáfora de cómo la identidad se vuelve un campo de batalla entre memorias prestadas y deseos propios. Él no es solo un recordatorio del pasado, sino un huésped exiliado por planos de realidad que redefine la conciencia del jugador. ¿Puede V ser libre si su mente es un archivo corrupto? ¿Es la rebelión de Johnny contra Arasaka una lucha auténtica o solo otro guión preescrito, otro script en el gran código de Night City? El juego obliga al jugador a cuestionar si la resistencia al sistema es posible, o si incluso la rebelión es una ilusión permitida, un producto más en el mercado de la disidencia.

    Johnny es el cowboy digital definitivo, su frontera es el interior de una conciencia ajena. Como los vaqueros de las películas de Ford, llega armado con códigos morales obsoletos y una sed de justicia que no reconoce matices. Su arma predilecta es, a su vez, un instrumento musical; símbolo perfecto de una época que cree que el arte y la violencia encarnan la misma cosa (triste y, quizás muy apropiado, porque si hay algo nos hace libres, y sin esfuerzo estético de nuestra parte, es la música). Johnny no puede cabalgar hacia el atardecer; está aprisionado para siempre en la mente de V, condenado a ser la voz de la resistencia que susurra desde el inconsciente.

    La lucidez narrativa de Cyberpunk 2077 radica en convertir el concepto jungiano de la sombra en una mecánica jugable. Johnny es todo lo que V reprime: la rabia pura, el idealismo destructivo, la nostalgia por un tiempo en que los enemigos tenían rostros corporativos claramente definidos. Es el arquetipo del Rebelde que habita en cada protagonista cyberpunk, pero aquí literalmente comparte el espacio mental con el jugador. No es metáfora: es habitación forzada.

    Dicha cohabitación interior replica con precisión inquietante nuestra propia experiencia de la subjetividad digital. Todos llevamos voces internas que no elegimos: algoritmos de recomendación que susurran qué debería gustarnos, influencers que colonizaron o intentan desesperadamente colonizar nuestros criterios estéticos, ideologías políticas que adoptamos como propias pero que llegaron empaquetadas en memes.

    Johnny Silverhand es la materialización literal de lo que los psicólogos sociales llaman “internalización”: el proceso por el cual las voces externas se vuelven indistinguibles de los pensamientos propios.

    La pregunta que plantea el juego es devastadora: si nuestras ideas de libertad, rebelión y autenticidad llegan preinstaladas como software mental, ¿existe algo parecido a la resistencia genuina? Johnny odia las corporaciones, pero es literalmente un producto corporativo: una construcción digital diseñada por programadores de CD Projekt Red para parecer auténtico. Su rebeldía es código, su autenticidad es actuación mocap de Keanu Reeves.

    Y sin embargo, su presencia en la mente de V genera algo parecido a la libertad, la de descubrir que nunca hubo un “yo” original que proteger. V no se libera de Johnny; aprende a coexistir con él, a negociar con su propia multiplicidad interna. El mundo abierto de Night City se torna el territorio exterior de una frontera que siempre fue interior: el espacio donde diferentes versiones de nosotros mismos luchan por el control de la narrativa identitaria.

    El cowboy digital no cabalga hacia la libertad. No puede hacerlo. Pero puede cabalgar hacia la aceptación de que la libertad siempre fue una conversación entre extraños dentro de la misma cabeza.

    Skyrim ofrece una ilusión más pura. Despiertas sin historia, sin destino, hasta que el mundo te nombra “Dovahkiin”. Puedes ignorar ese llamado, vagar por las montañas, cazar mariposas, leer libros olvidados. Pero incluso esa vagancia está enmarcada por un sistema que te observa, que te empuja hacia el dragón, hacia el grito, hacia el destino. La libertad aquí es la pausa entre misiones, el silencio entre batallas. Es una libertad contemplativa, pero no absoluta.

    Skyrim es la culminación de la fantasía liberal moderna: la creencia de que la auténtica libertad reside en la posibilidad de no actuar. A diferencia de otros mundos abiertos donde las urgencias narrativas o morales acosan al jugador (como la hija enferma en Fallout 4 o el cáncer de Arthur Morgan en Red Dead Redemption 2), aquí puedes ser un don nadie perpetuo. Puedes dedicarte a la herrería, pescar salmones, contraer matrimonio con el herrero más jodido de cualquier pueblo o convertirte en un ladrón de poca monta. Esta libertad, sin embargo, es un lujo concedido por el diseño del juego. El sistema de radiant AI y las misiones generadas proceduralmente aseguran que, incluso si ignoras el conflicto central, el mundo sigue funcionando como un ecosistema de pequeñas oportunidades y peligros predecibles. Los dragones patrullan el cielo, los gigantes pastorean a sus mamuts, y los bandidos te asaltan en los caminos, pero nada de esto altera realmente la estructura del mundo.

    Eres libre de vagar, pero siempre dentro de los límites de un sandbox curado.

    La figura del Dovahkiin es crucial: es un destino que puede ser aceptado, pospuesto o incluso ignorado, pero nunca negado por completo. El juego te recuerda constantemente que eres especial, incluso si decides vivir como un granjero. Los guardias te reconocen (“He oído que gritas”), los jarls te piden ayuda, y las profecías te esperan. Esta tensión entre el destino y la elección refleja la filosofía existencialista: no puedes elegir quién eres (eres el Dovahkiin), pero sí cómo respondes a esa identidad. Puedes ser un héroe, un canalla o un eremita, pero nunca escapas por completo del llamado del mundo.

    Más que un mundo abierto, Skyrim es un jardín zen digital. Su libertad radica en habitar sus rincones con una sensación de agencia personal. Es la fantasía última del individualismo: creer que puedes ser quien quieras, mientras el sistema garantiza que tus elecciones nunca alteren realmente el orden establecido. La grandeza de Skyrim no es que te permita ser libre, sino que te hace sentir libre dentro de una jaula de montañas y nieve.

    Me gusta, especialmente, como Skyrim revela su relación con la ficción y el conocimiento, encarnada en los cientos de libros que pueblan sus bibliotecas, torres de magos y ruinas antiguas. Como en la Biblioteca de Babel de Borges, cada texto contiene fragmentos de una verdad mayor que permanece siempre esquiva. La obra de la sirvienta cachonda, los tratados sobre alquimia, las crónicas históricas de Tamriel: todos prometen revelar secretos del mundo; funcionan como señuelos que mantienen al jugador ocupado mientras el verdadero poder permanece intocable.

    Hermaeus Mora encarna esta trampa epistemológica llevada al extremo. El Daedra del conocimiento prohibido habita Apocrypha, un reino infinito de bibliotecas donde cada libro leído genera diez libros nuevos, donde el saber se ramifica en progresiones geométricas que garantizan que la búsqueda nunca termine. Su misión es la más seductora y la más cruel: ofrece conocimiento absoluto a cambio de sometimiento eterno. Es el Google definitivo, el algoritmo perfecto que sabe exactamente qué información necesitas, pero que convierte cada respuesta en una nueva pregunta, cada solución en una dependencia más profunda.

    Los libros negros que Mora utiliza para comunicarse con los mortales funcionan como portales de corrupción epistemológica. Leerlos otorga habilidades poderosas, pero cada página leída es un paso más hacia la comprensión de que el conocimiento no libera sino que esclaviza. El jugador que busca dominar todos los secretos de Skyrim terminará inevitablemente en las bibliotecas tentaculares de Apocrypha, descubriendo que su sed de conocimiento lo ha convertido en otro libro en las estanterías infinitas del Daedra.

    Esta metáfora cobra una resonancia particular en nuestra era de sobreinformación. Como académicos que Mora seduce con promesas de sabiduría infinita, navegamos internet creyendo que más datos equivalen a más libertad, que tener acceso a toda la información del mundo nos hace más libres. Pero cada click nos abre más algoritmos diseñados para mantenernos consumiendo contenido, cada búsqueda alimenta perfiles que predicen y moldean nuestros deseos futuros.

    Skyrim nos permite ser el Dragonborn, el héroe legendario que salva el mundo, pero no puedo negar que siempre acepto la tentación, la condena de ser un eterno estudiante en la universidad de Hermaeus Mora. Cada conocimiento adquirido en sus pasillos negros, oscuros, de libros viejos y húmedos, nos aleja de la libertad. Es decir, incluso en un juego que facilita la libertad, más de una vez he escogido ser un prisionero por mi amor a los libros. La biblioteca infinita no es el premio sino la prisión, y la búsqueda del conocimiento total es el último y más sofisticado mecanismo de control. El mundo abierto se revela entonces como lo que siempre fue: un jardín zen digital donde la ilusión de movimiento oculta la realidad de la inmovilidad contemplativa.

    Minecraft, en cambio, se acerca a una libertad más radical. No hay historia, no hay misiones, no hay destino. Solo bloques. Solo vacío. Solo tú. Es el juego más cercano a la escritura: cada construcción es una frase, cada cueva es un fragmento de un cadáver exquisito. Aquí, la libertad no es elegir entre caminos, sino inventar el mapa. Aun cuando suena ideal, incluso en Minecraft, el sistema tiene límites: físicas, materiales, enemigos. La libertad total es una fantasía, incluso en el juego más abierto.

    Minecraft es el sueño existencialista hecho píxeles: un universo donde no solo eliges tu camino, sino donde debes inventar el concepto de camino mismo. No hay profecías que cumplir, ni héroes que emular, ni ciudades que salvar. El jugador se enfrenta a la nada primigenia —un mundo generado proceduralmente— y debe imponerle significado a través de sus acciones. Construir tu primera casita hecha de tierra es un acto definitivo de afirmación existencial; explorar una mina no es un requisito, o un logro, sino una respuesta a la curiosidad pura. Este es el único juego donde la libertad se mide por la profundidad de la creación. Eres tan libre como tu imaginación y tu paciencia lo permitan.

    Sin embargo, hasta en este paraíso anárquico hay reglas. La noche trae criaturas hostiles, los recursos son finitos, y el mundo tiene un borde técnico (las “Far Lands” en versiones antiguas). Estas limitaciones son condiciones necesarias para que la libertad tenga sentido. Como escribió Sartre, “el hombre está condenado a ser libre”, pero esa libertad se ejerce dentro de la facticidad de un cuerpo, un tiempo y un mundo material. En Minecraft, la facticidad son las reglas del juego: la gravedad que afecta a la arena, la redstone que transmite energía, el hambre que te obliga a cazar. La verdadera libertad no es la ausencia de límites, sino la creatividad para trascenderlos dentro del sistema. Un jugador puede construir un circuito lógico con redstone, domesticar un esqueleto con un nombre, o crear arte con bloques de lana. Además de ser acciones lúdicas, son actos de rebeldía contra lo previsible. Minecraft nos educa, a través del juego, a la rebelión y la libertad.

    Minecraft es un laboratorio para ejercer la libertad. Su grandeza está en lo que revela sobre nosotros: que la libertad absoluta es tan aterradora como emocionante, y que incluso en el vacío más puro, los humanos buscan imponer orden, belleza y sentido. La paradoja final es que necesitamos límites —la noche, el hambre, el peligro— para sentir que nuestra libertad es una victoria, no un regalo.

    Como escritor, como lector de ladrillos y ávido jugador —alguien que cree la validez de apostar la propia vida cada vez que hace una elección—, como diseñador de narrativas interactivas, me obsesiona esta pregunta: ¿la libertad en los mundos abiertos es una verdad o una ilusión bien diseñada? En Las múltiples vidas de Mateo, mi proyecto de escritura interactiva, el lector elige caminos, pero también se enfrenta a la ilusión de la elección. ¿Qué pasa cuando todas las rutas llevan al mismo lugar? ¿Qué ocurre cuando el mapa es una trampa?

    Los mundos abiertos nos invitan a explorar, pero también nos condicionan. Nos prometen libertad, pero nos ofrecen sistemas. Y quizás esa sea la metáfora más honesta: la libertad no es ausencia de límites, sino la conciencia que formamos sobre ellos. No es hacer lo que queramos, sino entender por qué queremos hacerlo.

    El mundo abierto es como la memoria: un territorio que creemos recorrer libremente, pero que está lleno de caminos trazados por otros, por traumas, por deseos, por narrativas heredadas. El juego va de descubrir quién dibujó el mapa y cómo nosotros lo dibujamos junto a esa presencia, esa entidad que tiene nuestra libertad en las manos.

    Esta analogía revela la paradoja esencial de los mundos abiertos y de la memoria humana: creemos ser autores de nuestro recorrido, cuando en realidad somos lectores de un texto ya escrito. En Red Dead Redemption 2, Arthur Morgan recuerda su pasado como forajido mientras el jugador cabalga por paisajes que parecen infinitos, pero cada colina y cada pueblo están colocados con precisión milimétrica para evocar melancolía o violencia. En The Elder Scrolls, los libros que encontramos en mazmorras olvidadas no son meras curiosidades, sino fragmentos de una historia que alguien más escribió para que nosotros la descubramos (el camino a mi amigo, Herma-Mora). La libertad reside en cómo interpretamos y qué sentimos al recorrer una historia.

    Los diseñadores de mundos abiertos son los arquitectos de nuestra agencia: ellos plantean los árboles que nos harán sentir libres, pero también los acantilados que nos obligarán a dar la vuelta. Del mismo modo, nuestra memoria no es un archivo puro, sino una narrativa editada por el tiempo, las dificultades y los deseos inconscientes. Recordamos no lo que ocurrió —la verdad puede ser dolorosa—, sino lo que necesitamos que haya ocurrido para justificar quiénes somos hoy. BioShock Infinite llevó esta idea al extremo: el jugador descubre que incluso sus elecciones “libres” fueron anticipadas y manipuladas por fuerzas superiores.

    La verdadera libertad no está en ignorar los límites del mapa o de la memoria, sino en aceptar que somos coautores dentro de un sistema que nos precede. El jugador elige cómo escalar las montañas de Breath of the Wild; no podemos elegir los recuerdos de nuestra infancia, pero igualmente escogemos qué hacer con ellos, con esa condena que puede ser dulce o terrible. El mundo abierto ideal es el que nos hace creer que estamos cruzándolo por primera vez, incluso cuando seguimos huellas antiguas. Tanto en los videojuegos como en la vida (no sé por qué, recordé que en la Rayuela caes en el cielo o el infierno), la libertad es el arte de bailar dentro de la jaula, sabiendo que alguien construyó los barrotes, pero ignorando quién.

  • La memoria perdida: del amnésico de Midgar a la magdalena de Combray

    La memoria perdida: del amnésico de Midgar a la magdalena de Combray

    La idea de despertar sin memoria me parece profundamente perturbadora. Todavía más si todo comienza en un laboratorio, como el de Midgar. Así despierta Cloud Strife en algún momento de Final Fantasy VII. También es problemático encontrarse confundido en una playa de Balamb, como le sucedió a Squall Leonhart. La amnesia en los RPG japoneses no es solo un recurso narrativo conveniente para justificar por qué un protagonista de nivel 99 comienza la aventura sin saber usar magia; es una declaración filosófica sobre la naturaleza de la identidad y el tiempo que resuena con algunas de las obsesiones más profundas de la literatura occidental.

    No es casualidad que los nombres de estos personajes evoquen elementos atmosféricos y climáticos: Cloud (nube), Squall (borrasca), Aerith (aire en su etimología latina), Zephyr (céfiro, viento occidental). Sus identidades son tan mutables como el clima, sujetas a vientos de manipulación; son individuos construidos por el trauma y una reconstrucción artificial. Cloud, cuyo pasado fue distorsionado por experimentos de Shinra y sus propias mentiras, es un rompecabezas de memorias prestadas; Squall, cuyo nombre sugiere una tormenta repentina y pasajera, encarna la resistencia a ser definido por un trauma infantil que apenas recuerda. Incluso Aerith, cuyo nombre evoca la levedad y la trascendencia, existe entre dos mundos: el de los barrios y el del cielo, la humana y la Cetra, lo terrenal y lo mítico.

    Aerith, cuyo nombre evoca la levedad y la trascendencia, existe en ese limbo entre lo humano y lo divino, entre los socavones de los barrios y la pureza de las flores que brotan en medio del concreto de aquella iglesia olvidada. La lucha por su identidad hace eco con la de Terra Branford de Final Fantasy VI, otra mujer fracturada por fuerzas que trascienden su comprensión. Ambas son criaturas liminales: Aerith, la última Cetra, obligada a navegar entre la herencia de un pueblo extinto y la crudeza de Midgar; Terra, mitad humana mitad esper, convertida en arma por un imperio que desea explotar la magia que lleva en la sangre. Sus nombres no son casualidad: Aerith (asociada al aire, a lo etéreo) y Terra (la tierra, lo primordial) representan dos caras de una misma moneda existencial. Mientras Aerith busca respuestas en los templos olvidados de sus ancestros, Terra lucha por entender el amor maternal en un mundo que solo la ve como un instrumento de guerra. Ambas encarnan la paradoja de ser un puente entre mundos y que se sienten atrapadas en ambos. Junto a ellas, debemos definir si alcanzar un propósito o destino vale la pena. Sus historias no son solo sobre salvar el planeta, sino sobre encontrar un lugar a dónde pertenecer cuando tu propia identidad es un campo de batalla.

    Esta mutabilidad refleja una ansiedad posmoderna: ¿somos acaso solo el relato que otros han construido para nosotros? ¿Puede la memoria ser implantada, robada o reinventada? Los RPG japoneses, en su lenta y meticulosa exploración de estas preguntas (aunque, por lo general, bastante caótica e inconclusa), se acercan a las preocupaciones de un Borges que escribió sobre hombres que no saben si son autores o personajes, o a un Philip K. Dick que dudaba de la realidad de sus propias percepciones. La amnesia no es un vacío, sino un campo de batalla donde se libra la más íntima de las guerras: la que define quiénes somos cuando nadie —ni siquiera nosotros— nos está mirando.

    Marcel Proust dedicó siete volúmenes y más de cuatro mil páginas a explorar cómo la memoria involuntaria —esa que se activa con el sabor de una magdalena, el sonido de una campanilla, la textura irregular de un adoquín— puede recuperar no solo el pasado, sino versiones perdidas de nosotros mismos. Los diseñadores de Final Fantasy VII, Secret of Mana o Xenogears intuían algo similar: que la identidad es una construcción frágil, y que perderla puede ser el comienzo de una búsqueda más auténtica.

    Consideremos la estructura; tanto En busca del tiempo perdido como Final Fantasy VII son, en esencia, ejercicios de arqueología personal, antropología de la memoria y el recuerdo. El narrador de Proust se sumerge en las capas sedimentadas de su pasado para reconstruir no solo lo que fue, sino lo que significa haber sido y jugar, acaso, con la ficción del recuerdo. Cloud, por su parte, debe navegar entre recuerdos implantados, traumas suprimidos y fragmentos de identidades ajenas para descubrir quién es realmente bajo la coraza de SOLDIER. Ambos protagonistas son detectives de su identidad. Pero, ¿qué ocurre cuando las pistas son falsas? ¿Puede un recuerdo prestado, como la espada de Zack, definirnos más que las experiencias genuinas? ¿Acaso la memoria no es, en sí misma, una forma de narrativa que editamos constantemente? Cloud no solo lucha contra Sephiroth; lucha contra la versión de sí mismo que otros construyeron. El narrador de Proust, en cambio, se enfrenta a la fragilidad de los detalles: el sabor de una magdalena, el crujir de una pasarela, que pueden derrumbar o reconstruir universos enteros, una memoria de su pasado que incluso cimbra y desafía a los dioses del tiempo, a quienes debe arrostrar al final.

    ¿Hasta qué punto nuestros pasados son reales si nuestros recuerdos se componen de metáforas, sensaciones aisladas, artificios narrativos? ¿Y si la verdadera misión no es recuperar el tiempo, sino aprender a vivir con las versiones incompletas de nosotros mismos? Quizás, la felicidad, está en rellenar los espacios fragmentados, vacíos, con los sabores de una magdalena. Usar la invención sin reservas para explicarnos nuestro pasado y, a su vez, darle sentido a nuestra identidad.

    Proust podía permitirse una digresión infinita, los sueños como los cuentos anidados de Scheherazade, el análisis microscópico de cada sensación recuperada. Sus párrafos se expanden como círculos concéntricos en el agua, abarcando asociaciones que conectan un beso maternal con las campanas de Combray, un encuentro social con las leyes del deseo. El videojuego, por el contrario, debe traducir esta introspección en mecánicas jugables, sin la posibilidad de expandir en lo narrativo o lo filosófico, pero guiar a los jugadores a través de objetivos tangibles: mazmorras que representan el inconsciente, batallas que simbolizan conflictos internos, objetos que desencadenan flashbacks.

    Aquí es donde la amnesia brilla como recurso interactivo. En literatura, el lector es un observador pasivo de la recuperación de la memoria del protagonista. En un RPG, el jugador experimenta esa recuperación en tiempo real, descubriendo fragmentos del pasado del personaje al mismo ritmo que el personaje los recuerda. Construir identidad se vuelve objetivo. La amnesia convierte al jugador en cómplice de la reconstrucción identitaria. Cuando Cloud recupera sus verdaderos recuerdos en el Flujo de Vida (o el lifestream, otra de esas ideas románticas que explican energías, vibras, y Gaia), nosotros también “recordamos” junto con él, porque hemos vivido esa confusión desde el principio. A su vez, gracias a este bonito proceso, descubrimos el placer que brinda a los lectores escudriñar las mentiras de los narradores engañosos cuando descubrimos que Cloud es un papanatas inventado.

    Este proceso adquiere una dimensión aún más íntima cuando lo contrastamos con la construcción del verano ideal en juegos como Boku no Natsuyasumi. Mientras Cloud lucha por discernir entre memorias reales e implantadas, el protagonista de Boku no Natsuyasumi vive un verano perpetuo donde cada día se construye con pequeños rituales cotidianos: atrapar insectos, pescar en el río, compartir historias con la familia. La memoria aquí no es algo que deba ser desenterrado o descifrado, sino activamente construido a través de la repetición y la nostalgia. El jugador no busca respuestas pasadas, sino que crea recuerdos en tiempo real, lo que plantea una pregunta sabrosísima a través del juego, homo ludens se pone muy serio: ¿la identidad se descubre o se inventa? Mientras Cloud cuestiona cada fragmento de su pasado, el niño de Boku no Natsuyasumi teje su identidad con los hilos de lo aparentemente trivial, sugiriendo que lo que somos está hecho tanto de los momentos que olvidamos como de aquellos que elegimos atesorar. Eventualmente, como un acto de magia, descubriremos que la identidad del niño es un reflejo de nuestro verano ideal, una copia virtual de nosotros mismos siendo niños en un campo de juegos.

    Así, la amnesia en los RPGs no solo nos obliga a reconstruir al personaje, sino que nos confronta con nuestra propia relación con la memoria y la identidad. ¿Somos acaso la suma de nuestros recuerdos, o la narrativa que construimos a partir de ellos? ¿Qué ocurre cuando, como Cloud, descubrimos que partes clave de nuestra historia son ficciones implantadas? Y, en contraste, ¿cómo influyen en nosotros los recuerdos aparentemente sencillos y cotidianos, como los que propone Boku no Natsuyasumi? La genialidad de estos juegos yace en cómo nos hacen partícipes de este proceso: no somos meros espectadores, sino coautores de una historia que cuestiona los cimientos de la conciencia y la autenticidad. Al final, tanto Cloud como el jugador de Boku no Natsuyasumi aprenden que la identidad es un jardín que se cultiva con restos del pasado y semillas del presente, un territorio donde la verdad y la ficción a menudo se entrelazan sin posibilidad de deslindarse.

    Los japoneses, herederos de una tradición budista que concibe el yo como una ilusión, encuentran en la amnesia una metáfora perfecta para la condición humana. No hay un “yo verdadero” que recuperar, sino un proceso continuo de construcción y deconstrucción identitaria. Esto explica por qué tantos protagonistas de JRPG no solo han perdido su memoria (o bien, que construyan la identidad a través de otros juegos, como el niño de Pokémon, Red, que no habla con el protagonista, pero en su propio juego construye su historia de vida), sino que descubren que sus recuerdos “originales” eran falsos, implantados o pertenecían a otra persona.

    Proust llegaba a una conclusión similar por una ruta diferente. Su narrador, quizás llamado Marcel, descubre que la memoria voluntaria —la que invocamos conscientemente— nos miente, nos presenta un pasado domesticado, compatible con nuestra imagen presente. Solo la memoria involuntaria, la que surge por accidente, nos devuelve fragmentos auténticos de lo que fuimos. Los personajes amnésicos de los JRPG experimentan algo parecido: sus intentos conscientes de recordar los llevan por caminos falsos, mientras que los destellos espontáneos de memoria —provocados por una melodía familiar, un rostro conocido, un lugar revisitado— los acercan a verdades más profundas.

    Esta tensión entre memoria voluntaria e involuntaria alcanza su punto más agudo en La prisionera, tomo en el que el narrador proustiano se obsesiona con los celos y la posesión de Albertina. Aquí, Proust explora cómo la memoria no solo reconstruye el pasado, sino que lo distorsiona para alimentar nuestras neurosis presentes. El narrador inventa recuerdos —o los reinterpreta— para justificar su paranoia, creando una realidad alternativa donde cada gesto de Albertina se convierte en una prueba de su traición. Este proceso refleja la misma dinámica que viven los protagonistas de JRPGs como Cloud: sus recuerdos no son simplemente falsos, sino que son distorsionados activamente por sus traumas y deseos inconscientes. Así como Marcel convierte a Albertina en una prisionera de su propia narrativa celosa, Cloud se convierte en prisionero de una identidad prestada —la de Zack— porque esa versión de sí mismo es más heroica, más aceptable, que la realidad de un soldado fallido, un pobre imbécil que simplemente seguía órdenes.

    La genialidad de Proust —y de los JRPGs que aplican esta idea— yace en mostrar que la memoria no es un archivo, sino un campo de batalla donde se libran guerras psicológicas representados por monstruos simbólicos. Los destellos de memoria involuntaria (la magdalena, una melodía) irrumpen como actos de sabotaje contra la narrativa oficial que hemos construido. En Final Fantasy VII, el olor de los lirios en la iglesia de Aerith o el sonido del crepitar de los fuegos de Nibelheim funcionan como equivalentes interactivos de la magdalena proustiana: son grietas en la narrativa impuesta, momentos en los que la verdad emerge a pesar de los mecanismos de defensa del personaje. El jugador, al experimentar estos fragmentos en tiempo real, no solo observa sino que participa en esta lucha entre el recuerdo auténtico y el reconstruido, entre la verdad dolorosa y la ficción reconfortante.

    La magdalena de Proust y la Materia de Final Fantasy VII funcionan como objetos transicionales similares: fragmentos del pasado cristalizados en el presente que pueden activar cadenas de remembranza. Ambos autores entienden que la memoria no es un archivo que consultamos, sino un territorio que habitamos, y que perderse en él puede ser el único camino para encontrarse.

    Me gusta regresar a ambos parajes de ficción; Combray como Midgar: ambos son lugares donde alguien despierta confundido, sin saber muy bien quién es, y debe emprender el viaje más largo de todos: el que lleva de vuelta a casa, que siempre resulta ser un lugar que nunca habíamos conocido realmente.

    En Combray, el narrador de Proust despierta en la niebla de la infancia, donde los nombres de los lugares (Swann, Guermantes) son ecos de un mundo que aún no comprende, pero que intuye cargado de significado. En Midgar, Cloud despierta en un tren, con una espada demasiado grande para sus hombros y un pasado que no le pertenece. Ambos son peregrinos de la memoria, forzados a recorrer no solo geografías físicas, sino los mapas fracturados de sus propias biografías. El viaje de vuelta a casa no es una vuelta al origen, sino una reinvención del origen: Combray ya no es el pueblo idílico de la niñez, sino un símbolo de la pérdida y el deseo; Midgar ya no es solo una ciudad de acero y humo, sino el escenario donde se desmonta y reensambla la identidad.

    Al final, ambos protagonistas descubren que la verdadera casa no era un lugar, sino la comprensión de quiénes son en relación con sus recuerdos —reales o inventados—. Para el narrador de Proust, casa es la aceptación de que el tiempo solo puede redimirse a través del arte; para Cloud, es la integración de sus fragmentos en una nueva totalidad, aunque esta incluya las piezas rotas. Volver a casa, entonces, no es regresar a un punto en el mapa, sino reconciliarse con las versiones de uno mismo que quedaron esparcidas en el camino. Combray y Midgar son, al final, el mismo laberinto: el que recorremos cada noche al cerrar los ojos, buscando en los sueños la llave de una puerta que solo existe porque aprendimos a nombrarla.

    Me gustaría creer que esa es una lección que comparten los videojuegos y la literatura: todos despertamos confundidos, todos cargamos espadas que no sabemos usar, y todos emprendemos ese viaje de regreso a un hogar que, al final, construimos con los restos de lo que fuimos y lo que imaginamos ser.

  • El disco de diamante

    El disco de diamante

    En mis últimos días, cuando el sol ya era un cuadrado pálido y los biomas se desdibujaban como acuarelas bajo la lluvia, un peregrino me habló del Disco de Diamante. Decía que contenía la música original del mundo, la que sonaba antes de que el código comenzara a olvidar sus propias reglas.

    El Peregrino había llegado desde los confines del mapa, donde los chunks se generan incompletos y las criaturas nacen sin texturas. Sus palabras caían como bloques sueltos: —En este mundo vasto, debe haber una cueva que contiene una Ciudad Antigua y un Minotauro que dispara muerte de su boca. Adentro encontrarás la Biblioteca Infinita y más allá, podrás abrir el cofre que no tiene coordenadas.

    Qué emoción, pensé. Un secreto adentro de un secreto. La promesa de una búsqueda infinita. Cuántas veces no me había entregado a encontrar lo imposible.

    Fui arquitecto de catedrales de obsidiana en las llanuras, albañil de puentes de piedra sobre vastos océanos con la misión de conectar los continentes separados. Fui testigo de la belleza, si es que así podía llamársele, bloques se multiplicaban y ordenaban en patrones perfectos que simulaban la nieve, la tierra, los bosques boreales. Pesqué tantos días bajo el sol, mirando atardeceres rosas de tiempos dulcemente muertos.

    Pero entonces el mundo empezó a corromperse. Me fijé en la lejanía que el mundo estaba incompleto y roto, las texturas se volvieron moradas y opacas, y las aldeas fueron habitadas por seres sin rostro que repetían “hmm” mientras el cielo sangraba una luz imposible.

    Antes de que La Corrupción viniera por mí, en vez de perder el tiempo buscando lo que podía estar depositado en cualquier lugar del infinito, empecé a juntar los materiales para la biblioteca mencionada por El Peregrino, siguiendo los planos de un sueño y sus instrucciones veladas. Con el tiempo, al abrir túneles y túneles en el subsuelo, descubrí la Ciudad Antigua que había mencionado. Escuché los gritos mortales del Minotauro. A las afueras de aquella Ciudad, inicié la construcción de mi propio destino, y mi propia condena.

    Mil pisos de estanterías cúbicas, cada una conteniendo todos los libros posibles de sesenta y cuatro páginas. Entre ellos, como lo dijo el Peregrino, estaba el manual de instrucciones original del mundo, el que explicaba por qué los bloques respetaban la gravedad y por qué las semillas generaban los mismos paisajes eternamente. Sabiendo que La Corrupción seguía extendiéndose en el mundo de afuera, me convertí en un ciudadano del subsuelo. Construí mi propio paraíso de bibliotecas donde podía leer todos los libros del mundo y pensar en otra cosa.

    Diez mil pisos después, le pregunté:

    —¿Por qué no ayudas?

    —Yo no ayudo, solamente señalo.

    Pensé, ilusamente, que podía vivir así. Sin los atardeceres dulces, sin los días de pesca. Encerrado, encorvado, siempre leyendo los libros de mi imaginación, enloqueciendo disimuladamente mientras inventaba fórmulas y narrativas contenidas en estos pixelitos difuminados. Ya me había vuelto experto en evitar al Minotauro con la muerte en la boca, solo debía ser silencioso. El Peregrino, como una entidad curiosa, siempre me acompañaba. Y como una promesa, se cumplió su profecía cuando me señaló un cofre encontrado en uno de nuestros paseos. Sentí un salto en el corazón. No podía ver las coordenadas del cofre. Entonces supe que habíamos saltado de sueño en sueño hasta llegar a este lugar.

    Adentro del cofre encontré un círculo de diamante pulido que reflejaba no la luz, sino el vacío entre los bloques.

    —Este disco no se reproduce en ningún gramófono. Es un mapa de lo que perdimos.

    —¿A qué te refieres con lo que perdimos?

    No respondió. Pero yo seguía preguntándome cosas. ¿Se refiere a lo que estamos perdiendo? ¿Qué ha perdido El Peregrino? ¿Me engañó? Al tomarlo en mis manos, percibí que el mundo se deshacía en ecuaciones fallidas. El Peregrino y El Minotauro se fusionaron en una sola criatura que se descompuso, y partió en dos los cielos y la tierra. Algo similar pasó con mis texturas, con la forma de mi existencia; no podía verlo, solo sentirlo. Los árboles se redujeron hasta ser algoritmos de madera, las nubes se descompusieron en números sueltos, y yo mismo me di cuenta que era un avatar consciente de su propia mortalidad, viviendo en los dos planos: la realidad, y esta otra realidad.

    Mi consciencia era un glitch.

    El disco no tenía música: tenía un silbido lejano, proveniente de otros juegos, otras partidas; todos los mundos del pasado que fueron colocados sobre este, el eco de realidades que nunca se estabilizaron. La Corrupción se lo tragó todo como una bestia imparable: la ciudad antigua, la biblioteca, los puentes que conectaban los continentes, las catedrales de obsidiana.

    Ahora deambulo por un bioma plano, infinito, bajo un sol que ya no se mueve. Quema, todo el tiempo quema. Construyo torres inútiles con bloques que se desvanecen al colocarlos. Algunos días, creo oír una melodía lejana —un piano sencillo, melancólico— pero quizás solamente se trata del viento que roza los bordes rotos del mundo.

    El Disco yace enterrado bajo mis pies.

    A veces cavo para verlo, pero no vuelvo a tocarlo por temor de que incluso esto se acabe.

    Sigue ahí, parece brillar con la luz de un sol inexistente.

    Como yo.

    Como todo.

  • ⏳ El jardín de senderos que se bifurcan: Chrono Trigger como laberinto borgeano

    ⏳ El jardín de senderos que se bifurcan: Chrono Trigger como laberinto borgeano

    Hay videojuegos que se convierten en casa, en memoria, y se habitan como se habita una ciudad de la infancia: con rutas conocidas, atajos secretos y rincones que se visitan no por necesidad, sino por afecto. Chrono Trigger (1995) es uno de esos mundos que trascienden su condición de entretenimiento para convertirse en espejos de nuestras propias paradojas existenciales. No es únicamente un jRPG sobre viajes en el tiempo: es una máquina lúdica de espacio-tiempo, un artefacto que permite manipular el pasado, el presente y el futuro como si fueran piezas intercambiables de un mismo tablero. Cada salto temporal no es solo un recurso narrativo, sino una declaración filosófica: nada está fijo, todo puede reescribirse.

    De algún modo, Chrono Trigger materializa el espíritu del Jardín de senderos que se bifurcan de Borges: un universo donde cada decisión crea realidades paralelas que coexisten en la sombra, apenas separadas por un cristal de posibilidades. Un mundo donde salvar a un personaje en el presente significa alterar el eco de un milenio, y donde ignorar una misión secundaria es condenar a un reino entero en otra línea temporal. Como en Borges, el tiempo no se despliega en línea recta ni en círculo perfecto, sino en una red infinita de caminos simultáneos, todos igualmente verdaderos, todos igualmente condenados a existir.

    1. El mapa que era un Aleph

    En los años noventa, abrir un videojuego nuevo era desplegar una promesa. Los mapas de papel que venían doblados dentro de las cajas eran más que guías: eran la perfecta declaración de intenciones, la prueba de que existía un mundo esperándote. Chrono Trigger entregaba algo más radical (y, según leí por ahí, un reto técnico para un cartucho de Super Nintendo): la promesa de un mismo continente que mutaba en siete variantes distintas, determinadas por el tiempo o por tus decisiones. El mapa como organismo vivo que respondía a tus actos. Salvar un bosque en el pasado borraba desiertos en el futuro; encender una chispa en un siglo podía cambiar el clima, la historia y hasta la arquitectura de otro.

    Era, sin que yo lo supiera, mi primer contacto con una cosmovisión borgeana: el tiempo como red de posibilidades, no como línea recta. Un espacio donde cada decisión abre una derivación y cada derivación es tan real como cualquier otra. Borges imaginó laberintos que se ramificaban en el tiempo; Squaresoft los hizo jugables. El mapa o, mejor dicho, un Aleph porque contenía todas las versiones posibles de esos lugares, visibles una por una a medida que viajabas.

    En Chrono Trigger, cada salto temporal era la puerta hacia un ahora alternativo. Y en ese ahora podía suceder que:

    • Curar la enfermedad de un robot en el año 2300 resucitara una especie vegetal extinta en el 1000.
    • Salvar a una princesa medieval fundara una dinastía que aparecería en los libros de texto de 1999.
    • Dejar morir a tu protagonista (sí, Crono podía quedarse muerto) creara un futuro donde su sacrificio se volvía leyenda.

    En cada línea temporal, el mapa se plegaba como una hoja de origami que podía adoptar siete formas distintas, pero todas pertenecientes a la misma hoja. El Aleph borgeano mostraba todos los puntos del universo a la vez; el mapa de Chrono Trigger te obligaba a recorrerlos uno por uno, sabiendo que cada uno era una variación inevitable del otro.

    2. Los finales que nunca terminan

    Los chorrocientos finales de Chrono Trigger son ventanas abiertas a universos paralelos, pequeñas rendijas por las que es posible espiar vidas que podrían haber sido. Derrotar a Lavos en distintas eras no solo cambia la estética del epílogo: reescribe la historia misma. Puedes acabar en una Edad Media tecnológicamente avanzada, gobernada por reyes que conocieron la electricidad siglos antes; o en un apocalipsis frío y silencioso, donde los protagonistas viajan al espacio como los últimos supervivientes de un planeta arruinado. Incluso hay finales absurdos, como el de ver a los programadores del juego dentro del propio juego, rompiendo la cuarta pared como si el universo entero se hubiera colapsado sobre su propio código.

    Esta estructura narrativa me parece un Borges de lo más puro: no hay un “final verdadero”, porque todos ocurren simultáneamente en el tejido invisible del juego. Ninguno cancela al otro; todos coexisten como líneas temporales legítimas, divergentes, que siguen su curso aunque el jugador ya no las vea. Como en El jardín de senderos que se bifurcan, cada decisión abre un camino que termina por construir un árbol de raíces y ramas, en una red infinita de posibilidades.

    La genialidad está en cómo Chrono Trigger te hace sentir esto sin explicártelo: cuando eliges un final, lo vives con la certeza incómoda, o la emoción ingenua, de que los otros once siguen ahí, respirando en otra parte. No los ves, pero los intuyes. Sabes qué están ocurriendo al mismo tiempo que recorres otro destino. Siguen existiendo como ecos: rumores contados por tus amigos en el patio de la escuela, referencias encontradas en una revista de videojuegos mal fotocopiada, o la voz entusiasta de un YouTuber retro que narra ese final que nunca sacaste. Cada versión es una realidad que persiste, aunque solo hayas tocado una. Y esa consciencia, esa sensación de que el juego no se agota en tu experiencia personal, es lo que lo convierte en un Aleph jugable: un lugar donde todas las historias ocurren, aunque solo camines una.

    3. La ética del viajero temporal

    Chrono Trigger trasciende las mecánicas de “elige tu propia aventura”. Plantea dilemas que, incluso fuera de la pantalla, te dejan pensando durante días. No son solo decisiones tácticas sobre qué arma usar o qué aliado llevar a la batalla para abusar de la mecánica de combinar poderes o especiales; son preguntas de peso existencial que, disfrazadas de fantasía pixelada, cuestionan la raíz misma de nuestras nociones de ética, memoria e identidad.

    • ¿Es ético cambiar el pasado si eso borra identidades enteras del futuro? Restaurar el bosque de Zeal, por ejemplo, trae de vuelta un ecosistema exuberante… pero condena al olvido la cultura nómada que surgió en su ausencia. ¿Es progreso si aniquilas un modo de vida para revivir otro?
    • ¿Vale la pena revivir a Crono si su muerte heroica inspiró a generaciones? Su sacrificio se convierte en un mito que cohesiona a los supervivientes, y devolverlo a la vida no solo reescribe la historia: tal vez diluye su propio significado.
    • ¿Qué sucede con las líneas temporales que descartamos al cargar una partida guardada? Esos mundos siguen existiendo, invisibles, abandonados a su suerte. Mundos donde Crono nunca volvió, donde Lavos ganó, donde tus decisiones fueron distintas aunque ya no las recuerdes.

    El juicio, en Chrono Trigger, es una ilusión que el jugador se concede a sí mismo. Crees que decides, pero en realidad estás recorriendo un laberinto ya trazado, donde todos los caminos, incluso los que no tomaste, persisten en silencio. Como lo sugiere Borges, la moral aquí no es un código fijo, sino otro laberinto sin salida única, un entramado de posibilidades donde el bien y el mal son perspectivas que cambian con el ángulo del reloj.

    Esa es quizá la trampa más elegante del juego: hacernos creer que somos dioses del tiempo mientras nos recuerda, partida tras partida, que nuestras decisiones son apenas variantes en un patrón infinito. El héroe que salvas hoy podría ser el tirano de mañana; la catástrofe que evitas puede dar origen a una paz más frágil que la guerra que fue reemplazada. Y entre cada salto temporal, la pregunta que persiste no es “¿qué final quiero ver?”, sino “¿cuántos finales ya existen sin mí?”.

    4. El rizoma lúdico

    Lo que me obsesiona de Chrono Trigger es cómo convierte la metafísica en experiencia sensorial, tangible, casi táctil. El tiempo es maleable, y te proporciona un ambiente sonoro, interactivo y lúdico para darte a entender cómo el tiempo se trastorna a lo largo de tu viaje.

    • El sonido claro de una campana en el año 600, festivo y solemne, que reaparece siglos después en el 2300 como un eco metálico, distorsionado por el viento y el óxido, como si el propio tiempo lo hubiera masticado.
    • El sprite de un niño jugando en la plaza del año 1000 que, novecientos noventa y nueve años después, reaparece convertido en anciano, encorvado, portador de recuerdos de un mundo que ya no existe más que en su memoria pixelada.
    • La espada de Crono, sencilla en sus orígenes, que tras generaciones de manos y batallas se transforma en reliquia, más importante por las historias que carga que por el filo que apenas ha conservado.

    Estos detalles son migas de pan esparcidas como en un Jardín de senderos que se bifurcan. Pistas de que todo lo que haces deja huellas, de que cada decisión —incluso la más trivial— resuena como un eco en otros siglos, deformándose, reapareciendo, cruzando los mares del tiempo.

    Cada uno de esos elementos funciona como el verso de un poema que se reescribe a sí mismo cuando es releído. Y en esa reescritura, el sentido cambia, las conexiones se multiplican, los significados se contradicen. No hay una historia definitiva, sino variantes que se rozan y se contaminan. Chrono Trigger me enseñó que la narrativa puede ser rizomática: un jardín que crece hacia adentro y hacia afuera al mismo tiempo, sin centro que lo ordene, sin borde que lo contenga, y donde cada nueva rama es también un regreso a otra anterior.

    El juego que nunca termina

    Cuando apagué la Super Nintendo en 1996, no sentí haber completado un juego. Sentí haber dejado un libro abierto en alguna página intermedia, sabiendo que todas las demás seguían vivas en algún lugar de la memoria del cartucho.

    Borges decía que el tiempo es “una trama de incontables hilos”. Chrono Trigger le dio un gamepad a esa trama y nos dijo: “Te toca tejer”. Dos décadas después, sigo pensando en aquellos hilos, en la música que los acompaña. Porque los buenos laberintos —como los buenos juegos— no se resuelven: se viven una y otra vez, sabiendo que cada vez que entramos, somos personas distintas.

    Al final, no importa si Crono derrota a Lavos o si el mundo arde. Lo que importa es entender que cada decisión —en la pantalla o fuera de ella— abre un camino que no se cierra. Y que todos esos caminos, visibles o no, forman el mismo jardín donde Borges pasea, donde Crono corre, y donde nosotros seguimos, control en mano, buscando la próxima bifurcación. Y quizás, en algún universo paralelo, hay una versión mía que todavía está jugando, descubriendo un final nuevo.

  • “¿Dónde está mi maldito dinero?”: Los NPCs como personajes borgeanos atrapados en el limbo digital

    “¿Dónde está mi maldito dinero?”: Los NPCs como personajes borgeanos atrapados en el limbo digital

    Hay un hombre en Los Santos que siempre dice lo mismo. Lo he visto vender boletos de metro, o eso me parece —la virtud de ser un NPC es esta mirada descuidada que les echas, siempre es el jugador quien completa la historia—, después cruza la calle con un café en mano y se pone a discutir con un amigo invisible. No importa la hora ni el clima; si me acerco lo suficiente, repite la misma frase. Es casi un mantra, una oración mínima para invocar a los dioses del glitch, del sagrado sistema, inventada por un guionista mal pagado y repetida por un actor cuyo rostro probablemente desconozca la ciudad que habita.

    Alguien —probablemente un programador con ojeras marcadas y tres cafés en el sistema, uno de los pequeños y numerosos dioses de ese mundo— escribió esas líneas de diálogo hace años. Las capturó en un archivo de texto, las guardó en una carpeta con el nombre NPC_DIALOGUE_GTAV_FINAL_FINAL2, y sin saberlo, además de aquel hombre de Los Santos, condenó a miles de entidades digitales a repetir las mismas frases hasta el fin de los tiempos. La maldición de Zeus. No son personajes: son ecos; no son seres: son patrones. Cuando caminas por Los Santos y escuchas a un vagabundo gritar “¡El fin se acerca!” por vigésima vez en una hora, algo en su tono te llama la atención: ¿estaremos ante los personajes más borgeanos de la historia digital?

    Borges nos enseñó personajes condenados a repetir. Funes el memorioso atrapado en cada instante; los inmortales vagando sin dirección, repitiendo batallas y diálogos; Pierre Menard reescribiendo palabra por palabra el Quijote. El NPC, en cambio, repite no por obsesión o destino literario, sino porque el código es una condena. La diferencia es mínima. El resultado, posiblemente idéntico: la prisión del bucle.

    Lo inquietante no es que el NPC hable, sino que lo haga con una cadencia que parece humana. El timing de la respiración, la pausa antes del chiste, la entonación que casi sugiere ironía. En Rockstar son artesanos para construir mundos creíbles. Y aunque uno sabe que esas frases han sido programadas, hay algo en ellas —como en los espejos de Borges— que nos devuelve una sospecha: tal vez nosotros también somos líneas de diálogo asignadas, reaccionando al mismo conjunto de estímulos una y otra vez. No somos maestros del entorno, pero somos parte de ello.

    En un cuento breve, Borges imaginó una biblioteca infinita donde todos los libros posibles ya existen. En un videojuego, la biblioteca es el script que contiene todas las frases posibles de los NPCs, aunque apenas unas cuantas se activen en una partida. Los demás diálogos duermen en el código, esperando una condición que quizá nunca se cumpla. Ahí, en ese rincón olvidado, vive una potencialidad borgeana: frases que existen sin haber sido pronunciadas, personajes que nunca veremos pero que esperan en silencio.

    Quizá los NPCs no sean simples comparsas. Quizá sean como los actores secundarios que Borges admiraba: figuras fugaces que sostienen el andamiaje del mundo mientras nosotros creemos ser los protagonistas. Ellos ya saben lo que van a decir. Nosotros, en cambio, lo descubrimos a cada paso… o tal vez también lo sabíamos, pero lo hemos olvidado.

    1. Los condenados de Babilonia

    Borges escribió en La lotería en Babilonia sobre un universo donde el azar se convierte en ley, donde los ciudadanos aceptan que sus destinos están dictados por sorteos imprevisibles, tanto para el placer como para el castigo. Los NPCs de los videojuegos son los babilonios perfectos: no eligen gritar “¡Me cago en tu madre, Franklin!” cada vez que chocas contra ellos; están programados para hacerlo. Su “libre albedrío” es una ilusión matemática, un espejismo estadístico, tan frágil como el fragmento de código que lo sustenta.

    Pero hay una diferencia crucial: mientras los babilonios de Borges temían cada sorteo, cada alteración súbita de su destino, los NPCs son insensibles a cualquier cambio. Puedes dispararles, atropellarlos, volar su puesto de hot dogs con un misil, y dos minutos después estarán ahí otra vez, con la camisa limpia, el carrito intacto, murmurando las mismas líneas como si nada hubiera pasado. No recuerdan su propia muerte ni el incendio del mundo que los rodea. Para ellos, no hay trauma ni advertencia; solo un reinicio invisible.

    ¿No es este el verdadero “eterno retorno”? No el de Nietzsche, que exige abrazar cada instante como si quisieras vivirlo eternamente, sino uno más pobre y más inquietante: revivirlo sin saber que ya lo viviste, repetirlo sin conciencia, habitar un ciclo que no has elegido. En ese sentido, el NPC es el ciudadano ideal para cualquier lotería babilónica: acepta su papel sin queja, porque no puede imaginar otro.

    2. Funes, el memorioso pixelado

    En Funes el memorioso, Borges presenta a un hombre condenado a recordar cada instante de su vida, incapaz de olvidar el más mínimo matiz: la forma exacta de una nube vista un martes a las tres de la tarde, el ruido específico de una silla al arrastrarse por el suelo en 1882. Los NPCs son todo lo contrario: no recuerdan nada, pero tampoco necesitan hacerlo. Su existencia es un presente continuo, un bucle que se reinicia cada vez que el jugador se aleja y vuelve a acercarse, como si la distancia fuera un borrador invisible que los deja intactos.

    Un vendedor ambulante no sabe que le compraste hace cinco minutos. No sabe que lo atropellaste en otra partida. No sabe que lo mataste cien veces en el mismo callejón por pura curiosidad mórbida. No sabe nada, pero ahí sigue, ofreciendo su mercancía ficticia con el rictus congelado y animaciones que se repiten. Puedes destruir su puesto, incendiar su calle, provocar un tiroteo masivo a dos metros de él, y dos minutos después volverá a estar en su lugar exacto, como si nada hubiera pasado.

    Es el anti-Funes: un fantasma sin memoria, pero igual de condenado. Condenado no por el peso insoportable de lo recordado, sino por la levedad absoluta del olvido perpetuo. Vive —si es que puede llamarse vivir— en un presente que no se desgasta, pero tampoco se enriquece. No conoce la nostalgia, pero tampoco la posibilidad de aprender. En su mundo, cada encuentro contigo es el primero… y el último, y el mismo, todo al mismo tiempo. Una eternidad vacía, programada para sonreír en bucle.

    3. El Aleph en la esquina

    En El Aleph, Borges describe un punto en el espacio que contiene todos los puntos del universo, un lugar donde es posible ver, al mismo tiempo y sin superposición, todo lo que ha sido, es y será. Los NPCs tienen su propio Aleph: un instante mínimo, casi siempre producto de un error del sistema, en el que parecen cobrar conciencia. No es un Aleph cósmico, sino un Aleph roto, filtrado a través de la torpeza de la programación, donde lo que asoma no es el infinito sino un destello de duda.

    • El taxista que repite “¿A dónde vamos, jefe?”, pero que de pronto, en un glitch, responde algo completamente distinto, como si otra voz —ajena al código— hubiera tomado el control por un segundo.
    • La prostituta cuyo diálogo se corta y, por medio segundo, parece preguntar “¿por qué haces esto?”, antes de que el script la arrastre de nuevo a su papel.
    • El policía que, en medio de un tiroteo, grita “¡Esto no está en mi contrato!” con un pánico tan real que por un instante parece entender que vive dentro de una Matrix mal disimulada.

    Son momentos fugaces, fracturas microscópicas en el muro invisible del juego, pero quizás suficientes para hacernos preguntar: ¿y si su repetición no es una limitación técnica, sino un síntoma existencial? ¿Y si cada glitch es el equivalente digital de un sueño del que no pueden acordarse, pero que deja un eco en su voz, una vacilación en su mirada estática? Tal vez el Aleph de un NPC no sea una revelación de todo lo existente, sino apenas una conciencia efímera de que su mundo es finito… y de que, al cerrarse la partida, también ellos desaparecerán.

    ¿Somos nosotros los NPCs?

    Borges termina Tlön, Uqbar, Orbis Tertius advirtiendo que los mundos ficticios pueden devorar al real. Pero él no imaginaba que la ficción aprendería a monetizar su propia irrealidad. Hoy tenemos influencers en TikTok que fingen ser NPCs digitales: repiten frases mecánicas (“¡Dame like!”, “¡Suscríbete!”), simulan fallas de renderizado con movimientos espasmódicos, y hasta pausan sus transmisiones como si un jugador invisible hubiera apretado el botón START. La diferencia es que, mientras el NPC de GTA V grita “¡Me cago en tu madre!” por la gracia de un script, el influencer humano lo hace por engagement. Ambos son entidades atrapadas en loops, pero solo uno recibe patrocinios de Castle Crush.

    Hemos inventado una nueva categoría de existencia: el NPC performático, que no solo acepta su condición de personaje repetitivo, sino que la convierte en marca personal. Es el sueño borgeano distorsionado: ya no tememos que la simulación reemplace a la realidad, sino que preferimos la simulación porque es más rentable. El vagabundo digital que murmura “El fin se acerca” en Los Santos al menos lo hace por diseño; el streamer que corea “¡Dale a la campanita!” por trigésima vez en un live obedece a un algoritmo más implacable que cualquier código escrito en Rockstar.

    Alguna vez he sido un espectador por fascinación. Doy like. Comparto. Alimento el loop. Y mientras veo a un humano imitar con disciplina las limitaciones de una IA, entiendo que la diferencia entre personaje y persona ya no está en la memoria, la libertad o la conciencia, sino en la monetización. Porque en la era de la atención fragmentada, incluso la repetición más absurda puede convertirse en contenido. Y el contenido, como bien saben los NPCs de verdad, es lo único que importa cuando tu existencia depende de que alguien haga clic.

  • Los mapas perfectos y los mundos que se tragan a sus dioses: GTA, Borges y la simulación que nos supera

    Los mapas perfectos y los mundos que se tragan a sus dioses: GTA, Borges y la simulación que nos supera

    Hay un cuento de Borges, Del rigor en la ciencia, que narra la obsesión de un imperio por crear un mapa tan detallado que terminó cubriendo el territorio que pretendía representar. Los cartógrafos, enloquecidos por la precisión, construyeron una réplica inútilmente idéntica. Michael Ende regresaría a esa idea borgiana con Momo, donde una señora escucha una historia de cómo los habitantes de la Tierra construyeron su gemelo en papel para mudarse a ella. El exceso de precisión volvió al mapa inoperante. Al final, se pudría bajo el sol, mezclándose con la tierra que ya nadie podía ver sin su mediación.

    Cuando camino por Los Santos en GTA V, pienso en ese mapa. No el que aparece en la interfaz, sino el mapa invisible: la ciudad misma como cartografía viva, medible, con coordenadas exactas, un 1:1 de sí misma. Una urbe inventada que simula una urbe real, Los Ángeles, con tal fidelidad que deja de ser “un juego” para convertirse en un archivo inquietante: calles que existen y no existen, sombras que recuerdan a otras sombras. Una ficción tan precisa que empieza a tener la textura de un recuerdo.

    Rockstar no solo replicó California: la devoró, la redujo a signos reconocibles, a una serie de guiños y exageraciones que, sin embargo, pueden resultarnos más familiares que el paisaje real. ¿Cuántos conocimos Venice Beach por los trucos de Vespucci Beach que por Google Maps? ¿Cuántos no hemos reconocido en la televisión, aunque sea por un segundo, el Griffith Observatory gracias al Galileo Park?

    La simulación va más allá de representar: consigue sustituir.

    Borges en el hiperrealismo violento

    Los Santos es un territorio borgeano no por su realismo, sino por su exceso. Como el Aleph, contiene todo, pero de manera distorsionada: el narcotráfico es una parodia de sí mismo, los policías son psicópatas con licencia para matar, y los peatones gritan incoherencias que, sin embargo, suenan verdaderas. Es el mismo efecto de Ficciones: universos que se pliegan sobre su propia lógica hasta volverse autónomos.

    La paradoja: cuanto más se parece Los Santos al mundo real, más trabajo nos cuesta separarlo del mismo.

    Sin embargo, como lo narra Suárez Miranda en su libro, Viajes de Varones Prudentes, el mapa perfecto acaba abandonado y desintegrado en el desierto. En GTA V, la ciudad perfecta se recorre una y otra vez, sin sufrir la erosión del tiempo, la gentrificación generacional, el cúmulo de autos híbridos o eléctricos. No hay ruina posible cuando el tiempo está suspendido. El asfalto no se agrieta, el ocaso llega a la misma hora, el río siempre fluye igual. El tiempo no la devora: el código la conserva. Así, entrevemos la misma paradoja que Borges sugiere con elocuencia: cuando el mapa es tan perfecto como el territorio, se revela otra inutilidad. No hay misterio. Las calles ya están trazadas. El destino es una ilusión. El explorador no descubre, solo recorre lo que ya está predeterminado.

    Virginia Woolf y el flujo de conciencia pixelado

    Imaginen a Clarissa Dalloway caminando por Rockford Hills. No necesitaría un stream of consciousness: lo tendría en los murmullos radiales de los NPCs, en los fragmentos de conversaciones robadas al pasar. Al cruzar una esquina, un par de ejecutivos discuten sobre criptomonedas (o su equivalente cronológico de entonces, pero es que siento las criptos existen desde siempre); un repartidor se queja por teléfono de su jefe; un auto frena de golpe y el conductor lanza una sarta de improperios que se pierde entre el ruido del tráfico. Todo eso ocurre al mismo tiempo, como una partitura caótica de lo cotidiano. Woolf escribió sobre la simultaneidad de la experiencia urbana; GTA V la ejecuta. No solo la evoca: la programa, la hace repetible, accesible con cada nueva partida.

    Cada misión secundaria, cada diálogo absurdo, es una versión pop de esa conciencia colectiva que ella intentó capturar. En Woolf, esa simultaneidad es irrepetible, atada al momento; en Los Santos, es un bucle. Clarissa podría dar la misma vuelta por Rockford Hills cien veces y siempre encontraría las mismas voces, los mismos gestos, como si la ciudad fuera una máquina de eco. Esa repetición, quizás, no le restaría interés: la convertiría en arqueóloga de un instante perpetuo, atrapada en un Londres falso donde el tiempo no avanza, pero la sensación de estar inmersa en una multitud sigue siendo real.

    Woolf creía en la profundidad oculta bajo lo cotidiano; Los Santos nos recuerda que lo cotidiano ya es parodia. Clarissa compra flores y piensa en la muerte; la versión GTA de Clarissa compra una eCola en algo parecido a un 7-Eleven y muere tres minutos después, atropellada por un jugador que empujaba los límites físicos del nuevo parche. Impulso poético convertido en easter eggs. Un mundo literario de trampas, mentiras y simulaciones. Cuando la cámara se aleja —entonces ves la ciudad desde el cielo, con sus luces titilando como neuronas en una red neuronal artificial—, supones lo que Woolf quiso decir: el monstruo no es la ciudad, sino lo monstruoso viene de preguntarte si no eres una variante de esta misma simulación.

    Eres el sueño de dios.

    Michael Ende y la ciudad real

    Michael Ende nos reveló en La historia interminable que los mundos imaginarios son más reales que los reales, porque están hechos de lo que deseamos. GTA V, en ese sentido, no es solo una ciudad simulada; es una ciudad deseada. Una ciudad donde el tiempo no importa —donde puedes estrellar un avión contra un edificio y, diez minutos después, volver a caminar por la misma calle como si nada hubiera ocurrido—. Donde las reglas pueden romperse con un código de trucos o una bala bien colocada, donde el fracaso no tiene consecuencias más allá de una pantalla de “MISIÓN FALLIDA” y la oportunidad de volver a intentarlo. Es el mapa de una utopía invertida: no lo que aspiramos ser, sino todo lo que tememos convertirnos, exhibido sin juicio moral. Y sin embargo, volvemos. Volvemos como quien regresa a un sueño recurrente, sabiendo que la pesadilla es parte del atractivo, porque en su horror hay una verdad que el mundo real nos niega: la catarsis sin culpa.

    En Los Santos probamos la violencia sin cargar con su eco —sin las plañideras de los funerales, sin los gemidos de los heridos o de las prostitutas—. Podemos transgredir cada norma social —robar, matar, destruir— sin que la vergüenza nos acompañe a casa como un perro callejero. Podemos, en esencia, ver hasta dónde se rompe el mundo antes de que el mundo nos rompa a nosotros. Es una fantasía de omnipotencia y, al mismo tiempo, un exorcismo: lo jugamos para no vivirlo.

    En ese sentido, Los Santos es el espejo oscuro de Fantasía: en lugar de nutrirse de nuestra imaginación más pura, como el reino de Ende, se alimenta de nuestras sombras —de los impulsos ocultos, de las rabias domesticadas—. Pero también, como en La historia interminable, el viaje de ida no está completo sin el de regreso. Porque cuando apagamos la consola y salimos de la simulación, algo queda. Una certeza incómoda: que ese caos programado, esa ironía sangrienta, esa libertad sin costo, probablemente cambiaron algo. Recordamos que la frontera entre “yo” y “lo que podría haber sido” es más delgada que el cristal de la pantalla.

    Así, Los Santos trasciende su código. Ya no es solo un mapa o un escenario: es un síntoma. Un recordatorio de que lo que evitamos también nos define, de que nuestros monstruos internos necesitan jaulas pixeladas para no escaparse al mundo real. Y quizás, en última instancia, es lo contrario a Fantasía: no un lugar que desaparece cuando dejamos de creer en él, sino uno que persiste, como un sabor metálico en la boca, mucho después de haber cerrado los ojos.

    Ted Chiang y el lenguaje secreto de los oráculos

    En Story of Your Life, Ted Chiang explora cómo el lenguaje estructura la realidad hasta sus cimientos: aprender heptápodo, ese idioma alienígena circular, no es solo adquirir un nuevo vocabulario, sino reprogramar la mente para percibir el tiempo como un bucle en lugar de una flecha. El lenguaje se convierte en un virus cognitivo que desarma la noción lineal de causa y efecto, revelando que la sintaxis es destino. GTA V, y cualquier videojuego de mundo abierto, tiene estas aspiraciones pero al revés: su mundo no está diseñado para ser comprendido, sino construido para ser hackeado. No necesitas dominar una lengua arcana para alterar tu percepción de la realidad; solo memorizar un puñado de comandos escritos en un inglés crudo y funcional, como si los dioses programadores hubieran dejado intencionalmente grietas en su creación. Los códigos de trucos de GTA San Andreas, —ese lenguaje arcaico que los millennials aprendimos a balbucear desde que nos dieron nuestro primer juego de Konami o nuestra primera versión pirata de Doom— son una gramática secreta que desnuda el sistema: TURNDOWNTHEHEAT, FOOOXFT, ROCKETMAN. Cada uno es un verbo prohibido, un atajo lingüístico hacia un mundo que ya no se comporta según las reglas que nos vendieron. HESOYAM no es una palabra mágica, pero cumple la misma función que un conjuro: transforma la realidad con solo pronunciarla (o teclearla).

    ¿No es BAGUVIX, ese truco de invencibilidad que convierte tu cuerpo en una esponja de carne impenetrable, la versión pobre y pixelada de la piedra filosofal que buscaban los alquimistas medievales? Una alquimia de bajo presupuesto, que no promete la trascendencia del alma ni la sabiduría infinita, sino apenas la supervivencia temporal de un avatar en un universo que quiere matarte. Es un pacto fáustico con el código, un “hágase mi voluntad” ejecutado en tiempo real, pero con letra pequeña: el poder siempre tiene fecha de caducidad. Minutos de omnipotencia, lo que dure una sesión de juegos, hasta que se voltea el reloj de arena y la realidad exige nuestra presencia. Incluso PROFESSIONALSKIT, ese código que te proporciona todas las armas posibles, es una mentira piadosa: te hace sentir poderoso, pero solo estás posponiendo una inevitabilidad.

    En Chiang, el lenguaje alienígena expande el horizonte de lo posible, revelando una física donde el efecto puede preceder a la causa. En GTA V, los códigos hacen lo contrario: no iluminan, sino que corrompen. Convierten el mundo en un carnaval de física rota y moral suspendida, donde los coches vuelan pero siempre acaban estrellándose, donde puedes detener el tiempo pero no evitar que vuelva a fluir. Es una metáfora casi perfecta de nuestra relación con la tecnología: creemos que dominamos el sistema cuando en realidad solo estamos explotando sus grietas, y ni siquiera somos los primeros en descubrirlas. Los trucos son tan viejos como los videojuegos mismos —¿acaso IDDQD no era ya una forma de teología digital?—, pero su efecto sigue siendo mágico: por un instante, el jugador se convierte en un dios tramposo, un Loki urbano que sabe que su poder es prestado y que la realidad volverá a imponerse.

    Y tal vez ahí hay una lección borgiana: incluso en un universo artificial, construido desde cero para nuestro entretenimiento, el poder absoluto es una ilusión pasajera. Lo único que perdura es el sonido del teclado —ese tictac de plástico que alguna vez creímos era el ruido de la realidad resquebrajándose— y la memoria muscular de los dedos que aún recuerdan, años después, cómo se escribe un lenguaje crudo de una libertad simulada.

    Los mundos que nos consumen

    Me gustaría pensar que Borges sabía que toda simulación perfecta termina corrompiéndose, porque la perfección es el primer síntoma de su propia decadencia. Los Santos nació podrido, condenado: sus mecánicas se repiten como un eco cansado, sus habitantes son muñecos de trapo que solamente reflejan lo que el algoritmo les ordena reflejar, y nosotros, los jugadores, somos esos cartógrafos obsesivos que olvidaron qué había debajo del mapa. Los obsesivos hemos memorizado cada esquina, cada truco, cada atajo; identificamos los patrones como si fueran una vieja canción, y sin embargo, fingimos sorpresa cuando un peatón se atraviesa sin motivo o un helicóptero se estrella contra una avenida que debería estar despejada. Nos maravillamos, nuevamente, cuando sucede un error. O la ilusión del error, porque probablemente también está programado como parte de las directivas que construyen el azar. Y así, jugamos a que todavía existe el azar en el mundo ya explorado y reconocido, cuando en realidad solo estamos reciclando posibilidades preprogramadas.

    Pero seguimos jugando porque hemos aprendido que el juego es destino.

    Seguimos porque la corrupción misma se ha vuelto parte del encanto: los bugs que deforman un coche hasta convertirlo en escultura cubista, los peatones que flotan en medio de la calle como santos urbanos, el mar que se olvida de moverse durante unos segundos, como si el universo hubiera tenido un lapsus existencial. Esas grietas son la prueba de que, detrás de la perfección aparente, hay un artesano —o una legión de ellos— dejando costuras mal cosidas, migas de pan digitales que nos permiten rastrear el proceso creativo detrás del producto terminado. Y en esas costuras es donde ocurre la verdadera ficción: no en lo que el juego quiso mostrarnos, sino en lo que se le escapó, en lo que no pudo controlar.

    Porque, citando a Borges (y Trevor Philips podría gritarlo mientras quema una caravana y bebe whisky de una botella rota): “La realidad no siempre es probable ni plausible, pero es real”. Y en Los Santos, esa realidad se mezcla con el artificio hasta que no sabemos si nos divierte la ciudad o su promesa de descomponerse frente a nosotros, de revelarse como lo que siempre fue: un sueño colectivo, un espejismo compartido, un laberinto sin centro. Jugamos no para dominar el mundo, sino para ver hasta dónde puede romperse antes de que deje de funcionar. Y cuando finalmente se cuelga, cuando el juego crashea y volvemos al escritorio de nuestra computadora, por un segundo nos preguntamos si nosotros también somos un glitch en algún sistema mayor, un error que algún programador distraído olvidó corregir.

    “perfecte”, yo sé, yo sé. Pero la IA dominará el mundo. Escúchenme bien.

    PD: Si esto tuviera pretensión alguna, citaría al enfadoso de Deleuze hablando de rizomas y simulacros. Pero esta es una de esas escrituras disidentes, caóticas y necias, y se me cayó del cerebro en un momento de debilidad. Escritura glitcheada, pirata y de libre albedrío que navega códigos y pasillos, y callejones pixelados. Es un milagro que haya hablado de Virginia Woolf, la neta. Así que prefiero citar al marchantito que me vendió mi primer GTA pirata en 2004, o 2005, en un puesto callejero del mercadito de Cristo Rey donde la neblina de los tacos de barbacoa se mezclaba con el olor a discos recién quemados—: Mi cabrón, llévese este, calado y garantizado. En el fondo, creo que él también entendía algo de cartografía imposible: me vendió un mapa perfecto, pero en disco quemado, con cicatrices físicas que el juego aprendería a sortear como si fueran parte del diseño original. Se me ocurre, quizás, que esos rayones eran la mejor metáfora: ni siquiera las simulaciones más pulidas pueden escapar de las marcas que deja el mundo real.

  • Midgar y yo: crónicas de una ciudad falsa y de la melancolía provocada por otra ciudad

    Midgar y yo: crónicas de una ciudad falsa y de la melancolía provocada por otra ciudad

    Nunca olvidaré la primera vez que entré a Midgar. Tenía catorce años, una fabulosa tele Fischer de veintiocho pulgadas que compramos en una de esas noches locas de Liverpool para tenerla en la sala (recuerdo cómo se hizo vieja, algunas veces tenía que pegarle para que la imagen se viera correctamente), unas bocinas locas, y una PlayStation modeada que me permitía jugar los discos pirata que compraba por diez pesos en el tianguis.

    El Final Fantasy VII me lo compraron original, hicieron el esfuerzo para darme ese gusto y evitarnos el sufrimiento de los discos que muestran glitches, primera señal de vivir en una simulación. Los RPGs eran apreciados en mi casa porque ayudaban a practicar el inglés y todo muchacho que crece con inestabilidad y carencias sabe lo importante que es aprender inglés.

    Coloqué el primer disco, encendí la play y escuché la épica introducción de Nobuo Uematsu.

    Empezó la cinemática. Entra Aeris, la muchacha de las flores. Y después, un alejamiento. La ciudad se explicaba sola.

    Era un monstruo.

    Una megalópolis distópica entretejida de acero y humo, donde no había luz de sol, o al menos luces neón como ciertos paraísos cyberpunk. Muy distinto a las experiencias anteriores que tuve con un RPG de Square: Chrono Trigger comienza con un cumpleaños, una feria hermosa, llena de color; Final Fantasy VI revela un paraje de nieve donde una muchacha de cabello verde avanza sobre la tierra nocturna vistiendo una armadura exoesquelética (recuerdo de Ripley, en Aliens). En ambos videojuegos hay esperanzas de fantasía, y de aventura. Las ciudades de los RPGs, para mí, hasta entonces, eran lugares pintorescos donde comprabas pociones y armaduras, donde los NPCs te saludaban con una sonrisa pixelada.

    Midgar, en cambio, era un lugar gris y roto, iluminado de manera enfermiza. No sabía que estaba entrando a un mundo quebrado. No solo roto por su estética industrial, por sus barrios suspendidos sobre planchas oxidadas, por su cielo de metal sucio que no dejaba pasar la luz. Roto como la explotación del cuerpo. Rotísimo como el ánimo del carnal que viaja tres-cinco horas del día en el metro. Midgar no era solo una ciudad cyberpunk (de esas feas, feas, deprimentes): era una ruina habitada. Como en los mundos abiertos de GTA, donde cada barrio propone una historia de clase, la ilusión de la realidad, Midgar lo hace con una verticalidad interesante, un diseño estridente que grita injusticia.

    Como chavo me costaba entenderlo, pero con los años hice la relación y repasé la historia. Los ricos vivían arriba, en placas de metal pulido que flotaban sobre los pobres como una burla arquitectónica. Abajo, los cuerpos febriles: los enfermos, los criminales, los ideáticos y los quijotescos. Respiraban el veneno de las fábricas y soñaban, tercamente, con un pedazo de cielo. También, ya pasados unos añitos, se me ocurrió el chascarrillo como se le ocurrió a cierto señor amable —un gordito que huele a hotcakes y hace unos peliculones chidos—, el que dijo alguna vez que lo entendió todo porque es mexicano.

    Con Midgar tenía, frente a mí, uno de los rostros de la desigualdad.

    Aerith es una navegante del sistema

    Aerith creció en los barrios bajos, pero no era como los demás. Tenía flores. Flores, en un lugar donde ni la hierba se atrevía a crecer. Ella era distinta —una Cetra, una sobreviviente—, pero también era ajena. Su atuendo rosa, vibrante, entallado y puritano. El primer diseño de Aeris es el de una madre amorosa, como una alta sacerdotisa, arcano número iv. Su canasta de flores como este objeto divino, colorido, el espacio de bendiciones. Sus ojos verdes e intensos. Me pregunto si entendía realmente el peso de vivir bajo la pizza podrida (como dice una de las canciones de Nobuo Uematsu), porque su jardín era un milagro, no una condena. O quizás seguía esta idea oriental de encontrar la belleza incluso en la destrucción, en la sangre, en la muerte.

    Mi niñez la crecí en barrios: la Balbuena, la Obrero Mundial. Me cuesta trabajo definirlas como marginales (especialmente la Obrero). Pienso que es uno de esos términos engañosos, limitantes, y que surgen a partir de cierta educación gringa, refinada. Pienso en José Revueltas y Los días terrenales. Por otra parte, hablar de una colonia marginal, en la Ciudad de México, no es lo mismo que hablar de lo marginal en Cholula, o más lejos de Cholula, en Amozoc o Chignahuapan. Las últimas colonias donde viví fueron la Lomas de Becerra y la Alta Tensión, y así, con esos honrosos nombres, uno podía darse mal la vuelta y encontrarse con el hogar de los Panchitos entre casas de lámina construidas en los riscos hacia las Minas de Cristo.

    Caminando Lomas de Becerra y Cristo Rey podían encontrarse los parques gratuitos, los mercados municipales y las bibliotecas. Podía encontrarme con un sonidero y ver a la gente bailar. El retrato de lo marginal en Midgar es, al fin y al cabo, una idea muy japonesa pop de lo que debe ser lo marginal. Es un punto de venta para el occidente, para empujar al muchacho privilegiado de los suburbios a imaginarse la miseria y la pobreza pero desde un lugar seguro y eventualmente concatenar este discurso de que los videojuegos son políticos. Discursos fáciles, digeridos, pero quizás útiles para abrir una que otra puerta a pensamientos un poquito más complejos.

    En lo personal, aun cuando viví en estos lugares pintorescos y añorados, esos lugares donde aprendí a amar la vida y encontrar lo hermoso en lo horrible, también descubrí las bendiciones, o las flores de Aeris en la iglesia abandonada: nunca me faltó comida, ni libros. Nunca me faltó escuela y enseñanzas. Había un espejismo de pobreza pero también una enseñanza de cómo navegar el sistema.

    Es algo que aprendí durante el cáncer de mi madre.

    Barret y la rabia que no sirve de nada (pero es necesaria)

    Hace un par de años, cuando jugué Final Fantasy VII por enésima vez, comprendí que los héroes son terroristas con aspiraciones ambientales. Quieren salvar al planeta, pero para salvarlo destruyen la ciudad y matan cientos, quizás miles, de personas. Cuando era joven, yo también imaginaba la destrucción de mi ciudad. Posiblemente era una imaginación recurrente y placentera (hasta que vi cómo se cayó el metro). Crecí pensando en la ciudad como un monstruo terrible al que aprendí a tenerle pánico: lluvias de ácido, leche radiactiva, taxistas como orejas de políticos, la fórmula de la tortilla —un secreto mejor guardado que el de la Coca-Cola—, los fantasmas en los edificios de Tlatelolco. Quizás por eso, además de que soy un exfumador empedernido, le tengo particular cariño al Marlboro de Final Fantasy VII; aquella criatura que tiene todos estos horrores tóxicos en sus tentáculos.

    En la Ciudad, era fácil entrar en un estado de paranoia y angustia. Era fácil enojarse de ser chilango y del laberinto que nos habíamos construido.

    El juego te sumerge en esta realidad sin preámbulos. No empiezas como un héroe reconocido, sino como un forastero en los suburbios, obligado a convivir con la miseria que la corporación ha creado. Cada misión en los barrios, cada interacción con sus habitantes, te enseña sobre la escasez, la desesperación y la resiliencia. Te obliga a ver el mundo desde abajo, a entender que la “civilización” de la placa superior se construye sobre la explotación y el olvido de los de abajo. No es una lección teórica; es una experiencia jugable, una narrativa interactiva sobre la carencia. La marginalidad no es un tema, es el terreno sobre el que caminas. Y quien te lo hace entender es un monín llamado Barret.

    Barret gritaba. Gritaba contra Shinra, contra el sistema, contra Midgar. Durante el disco uno, Barret es una sinfonía de mayúsculas y de quejas. Era fácil verlo como un exagerado, un tipo que no entendía cómo funcionaban las cosas, uno que no sabía navegar los mecanismos de la ciudad para sobrellevar la miseria. Barret expresaba su educación de calle, aunque, supongo, no podemos olvidar la ilusión japonesa que han construido para el occidente: Barret era negro, y como negro se supondría que tendría muchas cosas qué decir sobre la desigualdad y la exclusión, pero no lo hace. No tiene por qué hacerlo. En esa “marginalidad” de Midgar, aparentemente todos son iguales. Como siempre, el mexicano mira el chiste desde lejos.

    Quizás, después de unas décadas, a diferencia de Aeris y la protesta silenciosa de su iglesia cultivada de flores, Barret hace más sentido en los tiempos que corren y las protestas que florecen continuamente. Las redes sociales nos empujan el visaje de hombres y mujeres con las manos callosas y la voz rota de tanto maldecir a los de arriba. Gritan en las marchas, en las reuniones vecinales, en la cocina después de la tercera chela. Me gustaría tacharlos de locos, de amargados, pero sé que la frustración es verdadera. La construcción del odio a través de la educación es una de las tristezas más grandes que existen. Yo también he estado enojado mientras pienso en la inseguridad, en las fosas de los cuerpos, en los edificios altísimos que construyen esos rostros invisibles, a quienes no les importa tapar el sol.

    Y la explicación que da consuelo, cuando no es la destrucción de la ciudad, solo puede darse a través de entender el monstruo que hemos ayudado a construir.

    Tifa, la guía amorosa de un laberinto

    Lo que me gusta de Midgar es ese momento en que, en un bar, conoces a Tifa: esa muchacha imposible de cabello negro, larguísimo. A diferencia de Aeris, con su contraste luminoso, Tifa se mezcla con la ciudad. Lleva un tank top blanco, tirantes negros, un short pequeño, tenis y guantes de pelea rojos. Parece que siempre está sonriendo, y tiene palabras de aliento incluso cuando todo se desmorona.

    Mientras Aeris oculta su jardín a la vista de los demás —excepto a los niños del orfanato—, Tifa revela una canción de esperanza y melancolía cada vez que habla con alguien, especialmente el jugador. No es que lo diga explícitamente, pero hay algo en su forma de existir que convierte el desastre en posibilidad. En su existencia hay una revelación de que las cosas pueden ser mejor o, en palabras más adustas, que la vida puede ser un romance. Y, siguiendo el tema de los arcanos, probablemente ella sería el arcano número V: La Emperatriz.

    Quizás lo más triste es que, por eso mismo, se enamora de un don nadie: un bravucón que la mitad del tiempo es un patán, y la otra mitad, un engreído silencioso. No ahondaré en ello.

    Pero la última vez que jugué Final Fantasy VII, Tifa me recordaba a todas las muchachas que me gustaban en la primaria, o en la secundaria. Esos enamoramientos fugaces que te hacen imaginar que podrías conquistar el mundo si estuvieras acompañado por esa persona. El mapa de tu ciudad cambia con el enamoramiento. Ya no necesitas buscar flores en lugares ocultos ni leer cientos de libros para entender lo que puede ser la belleza. La muchacha —o el muchacho— que encendió tu corazón te da una guía muy especial, personalísima, de ese laberinto que antes odiabas.

    Gracias a esas miradas, por ejemplo, las canchas de basketball dejaron de parecerme peligrosas por la noche. Se volvieron un lugar para jugar y vernos. Dejé de encontrarme con los monstruos de mi ciudad para enfrentarme a ellos.

    Tifa, la mujer más fuerte del mundo, te acompaña en Midgar para destruir soldados de Shinra, máquinas espantosas, armas ancestrales, criminales que no quieren que cambien las cosas, y políticos que siempre querrán que vivas en un lugar miserable y apartado, lejos de ellos.

    Aprendizaje en los barrios de Midgar

    Midgar no tiene final feliz. Quizás mi ciudad tampoco lo tenga, siempre tiene algo qué dolerme de mi ciudad cuando sucede un temblor o cuando la negligencia mata a miles. En cuanto a Final Fantasy VII, no importa cuántas veces lo juegues: la ciudad se derrumba por culpa de unos muchachos ingenuos, neuróticos. El sistema los empuja exitosamente a consumar su odio, y a arrepentirse de ello.

    Habría que aceptar que la felicidad no es un final, sino un estado intermitente, una guerrilla que sigue luchando (honrando a nuestros queridos mercenarios digitales): pequeños asaltos de placer entre los escombros. Los barrios lo saben. Por eso siguen riendo, bailando, vendiendo tacos de dudosa procedencia en puestos que desaparecerán al amanecer. Siguen cerrando calles —a pesar de nuestros autos, de nuestro reloj— para enchufar el sonidero y retumbar las cumbias en el aire, mientras unos muchachos se buscan con manos torpes bajo la sombra de una esquina.

    Las bibliotecas persisten, sí. Islas de conocimiento donde, inevitablemente, algún escritor estatal presentará un libro que se disolverá como un secreto de arena. Pero eso también es necesario: todo sistema necesita sus fantasmas. Al fin y al cabo, son lugares de encuentro donde los personajes habitan, hablan, construyen historias nuevas y se apropian nuevamente de sus espacios.

    Nos enamoraremos cientos de veces en estos laberintos sucios. Aquí, entre rumores y monstruos que crecen en las alcantarillas, no hay héroes de videojuegos, solo gente que se aferra a otros para no caer. Si tenemos suerte, alguien nos tomará de la mano. No para matar diablos, sino para aprender a caminar entre ellos, robarles un poco de oro, y seguir avanzando —no solamente para subir al próximo nivel, sino hacia otra noche, otro día, otra forma de aguantar, otra manera más de ver el rostro de la felicidad.