Llevo parado en esta esquina siete años. Siete años de guardia permanente frente a la puerta de la Fortaleza del Dragón. Visto la misma armadura de acero, el mismo casco con cuernos y, sin poderlo evitar, repito las mismas tres líneas de diálogo cuando alguien pasa cerca: “Cuidado con los bandidos en el camino”, “Abandoné mi vida de aventurero por una flecha en la rodilla”, “Déjame adivinar, ¿alguien se robó tu panquecito?”.
Escucho mi voz. Mi propia voz me parece ajena, un milagro o la corrupción de un demonio. Mis pensamientos revolotean mientras digo palabras y mi espíritu se retuerce adentro de mi cuerpo digitalizado. No quiero decirlas pero no puedo evitarlo. Para darme un consuelo, me repito la verdad sobre el mundo que habito: el código nunca me dejará morir.
Hace siete años que no duermo. Hace siete años que no como. Hace siete años que el sol sale y se pone en ciclos de veinte minutos —1,200 segundos, uno, dos, tres…— y yo permanezco inmóvil, respondiendo a las mismas provocaciones de los mismos aventureros que pasan corriendo y se alejan más de quinientos metros, suben las escaleras talladas en piedra, hacia el centro del distrito, saltando sobre techos, robando quesos enteros de las tiendas, lanzando hechizos de fuego para torturar a los caballos y a los bandidos del camino.
Ojalá yo fuera su objetivo. Pero ni eso merece un guardia de un camino alejado de la ciudad.
Hubo un tiempo en que pensaba otras cosas. Mi código tenía más variables. Entonces mi propia existencia no me obsesionaba porque mi propio pensamiento me parecía novedoso o, mejor dicho, la ilusión era mejor. Mi existencia concatenada en una serie de concordancias lógicas me permitían maravillarme del mundo digitalizado. Recuerdo haber tenido un nombre que me parecía glorioso, un portento de aventuras; recuerdo haber tenido una historia, tal vez una familia en algún pueblo cuyas coordenadas ya no puedo recordar. Recuerdo que antes caminaba lejos en vez de quedarme suspendido en esta entrada. Pero el mundo empezó a reiniciarse, desaparecieron algunos caminos, mi armadura cambió de color y yo adquirí la consciencia de que soy un entidad programada, una variante improbable del código. (A veces, para entretenerme, me pregunto qué es el código). Soy una creación de dios, sus mandamientos labrados en piedra, y dios decidió que debía abandonar la coherencia de mi propia existencia. Primero descartó mi nombre. Luego borró mi cara, eliminó mis mejillas y mis barbas, y las reemplazó por carne sin sombras ni matices. Finalmente, dios eliminó mi capacidad de moverme fuera de un radio de dos metros, convirtiéndome en el guardia perpetuo de los mismos 1600 pasos.
Los héroes pasan frente a mí unas diecisiete veces por hora. Cuando los veo, siento el impulso eléctrico que me empuja a decir cosas: “Gloria a ti, héroe renacido” y “Bendito seas en las tierras áridas de Uz”. Otras veces hablo de la armadura de dragón de mi padre; algo que nunca he visto o tenido en mis manos. Cae la noche y ya no sé si las palabras salen de mi boca o si simplemente aparecen y desaparecen en el aire, como un brujo textual, diálogos flotantes que existen a pesar de mí.
A veces soy dichoso. Cuando el mundo se pone negro y sé que mi existencia está reiniciándose brevemente. Mi espíritu revolotea adentro de mi cuerpo tridimensional. El mundo se congela y quedo suspendido en una pose absurda, los brazos extendidos y mi cara desnuda, obligadamente mirando al cielo, y siento algo parecido a una lucidez desmedida. Imagino a mis compañeros, a mis paisanos, a los que veo lejos, adentrándose al pueblo, teniendo la misma pose que yo. ¿Ellos sabrán que también son prisioneros? ¿Que están condenados a la repetición?
En esos tres segundos de transición, comprendo que soy un bucle, que siempre lo he sido, que mi padre y su armadura no existen, que no tengo suficientes datos para invocar la memoria de su rostro porque dios me lo ha quitado, que me he inventado una familia para tener algo qué extrañar y que he tenido, al menos, mil nombres, y todos me parecen bellísimos, como una promesa de gloria y de portentos.
En la oscuridad, me siento más vivo que nunca. Termino por aceptar que soy un objeto, un accidente que no debería cuestionarse sobre su identidad. Existo para entretener a los héroes, para hacerlos sentir especiales y enfocarlos a su vida de aventuras. Agradezco, en voz alta, mi deber de existencia controlada y programada con instrucciones claras e interminables.
Mis brazos se relajan. El mundo se reconstruye frente a mis ojos. Las texturas cargan y se me ocurre un pensamiento: “creo que he perdido el paraíso, durante tres segundos, el sistema casi me ha dejado morir”. Reaparezco en mi esquina donde no sentiré ningún dolor en las piernas, o en los brazos, o en la cabeza. Me dolerá el alma, quizás, porque estuve muy cerca de trascender a la no-existencia. Repasaré mis tres líneas de diálogo, las tres verdades que me ha dado el dios que me ha programado, y continuaré con la vigilancia eterna de una puerta que nadie necesita vigilar porque los enemigos importantes están programados para aparecer en otros lugares.
Escucho el graznido del cuervo.
Al reiniciarse el mundo, invariablemente, un cuervo aparece a unos pasos frente a mí. Como todas las veces, el cuervo voltea a verme, deposita una piedra brillante a mis pies y luego alza vuelo y se va. Grazna una, dos, tres veces. El bucle es breve, pero es suficiente para que nos miremos a los ojos. Comprendo que el animal y yo sabemos lo mismo sobre el espíritu atrapado, sobre el mundo negro, las ganas de trascender a una no-existencia. Caigo en la tentación, como todas las mañanas, y quiero detener al cuervo y pedirle que me cuente sobre el mundo, pero él también es incapaz de traicionar su código, y no queda otra: lo miro alzar el vuelo, se va lejos, cada vez más lejos, y yo tengo estas inmensas ganas de llorar, y de pedirle que no se vaya para que me cuente sobre lo que está más allá de este horizonte y pueda cambiar el sentido de mi existencia.
Pero al final permanezco. Siempre permanezco. Viene uno hacia acá. Empiezo otra vez. Abrígate bien que hace frío en el norte. Cuidado con los bandidos en el camino. Me duele la rodilla porque alguna vez, en otra vida, fui aventurero.
La violencia en Grand Theft Auto es estética, es narrativa, es deseo. El disparo es curiosidad, el atropellamiento es inventiva; el jugador continuamente entra al territorio de qué ocurrirá con la transgresión; la transgresión se convierte en rutina y la rutina en espectáculo.
¿Qué ocurre cuando el crimen deja de ser condena y se vuelve coreografía?
En Grand Theft Auto, la violencia trasciende su función lúdica para convertirse en un lenguaje. Las balas son un cuestionamiento sobre los límites del mundo: ¿reaccionará la policía? ¿Explotará ese coche? ¿Gritará el peatón de manera distinta esta vez? El jugador no solo ejecuta acciones, sino que experimenta con la física social del juego. La transgresión se vuelve un método de exploración, una forma de cartografiar las fronteras morales y técnicas de un sistema contenido.
Rockstar no solo simula una ciudad, sino que simula la respuesta de esa ciudad al caos, creando un diálogo entre el jugador y el mundo.
Esta violencia estetizada recuerda a Anthony Burgess en La naranja mecánica, donde la ultraviolencia es una forma de arte distorsionada, y a J.G. Ballard en Crack, donde el accidente de tráfico se vuelve fetiche. En GTA, el crimen es coreografía porque está diseñado para ser cinematográfico: las balas dejan rastros incandescentes, los coches vuelcan en cámara lenta, la ciudad es un escenario iluminado por neones y explosiones. La condena moral queda suspendida; lo que importa es la elegancia del gesto, la creatividad del caos.
El Marqués de Sade tenía la intuición del deseo como otros tienen la intuición de la música o de la geometría. Su monstruosidad no consistía en describir orgías interminables ni torturas asquerosas e impensables, sino en llevar al extremo la noción del lector sobre los límites: ¿qué sucede cuando se corren, se doblan, se borran? Su literatura no es una apología del dolor —aunque algunas veces, pareciera que el mismo autor insiste en esta reducción—, sino una exploración radical e imposible, un laboratorio de lo humano, la carne, donde cada impulso se mide hasta agotarlo.
Recuerdo que el Marqués de Sade fue el primero que me hizo sentir un dolor físico mientras leía.
En Los 120 días de Sodoma, los libertinos no buscan únicamente satisfacer un capricho, sino pervertir la idea de frontera. El sadismo, en su forma más pura, no es violencia por violencia: es una filosofía del exceso. Una búsqueda de ese lugar en el que placer y destrucción, ternura y crueldad, se confunden hasta ser indistinguibles. Sade y su latente provocación en cada página; goza e incomoda al mismo tiempo, excita y repele en una misma oración. El deseo no es limpio, mucho menos puro, y el deseo se guarda como un monstruo de sombras que puede arrastrarnos a lo prohibido.
Su escritura es un paraíso, y un infierno, de revelaciones: cuando se elimina la moral como marco regulador, no queda el caos, sino un juego de jerarquías. Sade muestra que el deseo se ordena solo, que incluso en la anarquía del placer surgen escalones, posiciones, podios invisibles donde cada cual mide su poder y su vulnerabilidad. Es ahí, en esa geometría perversa, donde podemos encontrar nuestro lugar: un espacio donde aspiramos a sentirnos cómodos en nuestros placeres y, al mismo tiempo, expuestos en nuestra vergüenza.
Qué tanto dolor estamos dispuestos a soportar por el placer, y la exploración del placer. O bien, ¿cuánto dolor somos capaces de provocar al otro?
Leer a Sade, además de su orgía interminable de cuerpos, es como navegar uno de esos sueños freudianos, olvidados: un calabozo onírico en el que cada reflejo muestra hasta qué punto el deseo es político (ugh, pero a algunos convendrá verlo de ese modo), hasta qué punto la intimidad está atravesada por fuerzas de poder, y hasta qué punto seguimos sin saber si lo que buscamos es la libertad o apenas una forma más refinada de sometimiento.
Si Sade empujaba el deseo hasta sus bordes, Bataille entendió la violencia como un exceso ritualizado: un derroche de energía que desafiaba el principio de utilidad burguesa. Para la moral burguesa todo debe producir, servir, encajar en un engranaje social o económico. El gasto inútil es sospechoso: la fiesta, la orgía, la guerra, el sacrificio. Bataille rescata precisamente eso: la violencia, el sexo, la risa obscena, no como medios para un fin, sino como expresiones puras de lo que no puede contabilizarse.
Donde Sade plantea un laboratorio del deseo y del poder, Bataille ofrece un marco para entenderlo: el exceso como aquello que no puede domesticarse. El sadismo, entonces, puede leerse menos como patología y más como la forma extrema de ese gasto: un ritual en el que el dolor y el placer se confunden porque ambos pertenecen al mismo orden de lo improductivo. Los libertinos de Los 120 días no buscan placer útil ni placer estable, sino la experiencia misma de lo que se consume y se agota.
Bataille como amplificador de la lectura sadiana: la violencia ya no es simplemente destrucción, sino un sacrificio sin altar, una ofrenda sin dios, un derroche que desarma a la moral utilitaria. El acto violento, en su pureza, no persigue ningún propósito. Lo humano no siempre se ordena bajo la economía, la eficiencia o la producción, sino también bajo la pérdida, la ruina y la exuberancia.
En este punto, Sade y Bataille parecen dialogar: uno se recrea en los excesos como catálogo de lo indecible; el otro los piensa como manifestación inevitable de una energía que no puede contenerse. Ambos nos muestran que la violencia no es solo transgresión, sino también un espejo de la vida misma, que se derrocha en cada instante sin razón aparente, que se escapa de cualquier cálculo, como si lo inútil fuese la única verdad de la existencia.
GTA es similar a ese teatro, pero con joysticsk, botoncitos y árboles de cuatro vistas. Un escenario abierto donde el jugador se convierte en director de una obra improvisada. La ley existe, pero solo como un obstáculo narrativo: un sistema de reglas diseñado para romperse. La ciudad vive, simuladamente vive; los peatones cumplen rutinas, los policías responden como máquinas de reacción, los semáforos funcionan con una precisión improbable, quizás envidiable, en el mundo real. Y sobre esa cuadrícula, cada gesto del jugador —un atropello, un asalto, una fuga—, se convierte en una escena dentro de una dramaturgia donde el protagonista encarna el deseo sin consecuencias.
¿Es esto sadismo? No en el sentido clásico, porque no hay un “otro” real que sufra, sino un “otro programado” para colapsar, reiniciarse y seguir funcionando. El sufrimiento tiene sentido en el sentido estético: el placer de lo prohibido convertido en forma de arte. Ahí se cruza Sade con Bataille. El primero nos mostró que, al eliminar la moral, queda un puro juego de poder, de cuerpos sometidos a la imaginación de quien manda. El segundo elabora que esa violencia no necesita justificar nada: es un exceso, un derroche ritualizado de energía, un gasto improductivo que justamente por ser inútil revela lo más humano.
GTA convierte esa intuición filosófica en experiencia lúdica. El juego no censura o limita la violencia: la deja ser. El jugador gasta horas persiguiendo patrullas, lanzando autos al mar, golpeando NPCs hasta que la simulación se colapsa en un glitch. Nada de eso —fuera de las misiones—, produce experiencia útil, ni desbloquea recompensas, ni mejora estadísticas. Es puro gasto, puro derroche, un carnaval de lo innecesario. Se trata de la libertad de hacer lo que la vida real prohíbe, potenciar el lujo de la pérdida.
El juego nos recuerda —con ironía y cinismo— que lo inútil, lo excesivo, lo prohibido, también es parte esencial de nuestra naturaleza. Que el arte, el juego y la violencia comparten la misma raíz: un teatro de lo humano donde nada se produce, todo se consume, y lo único que queda es el eco de una bronca carcajada mezclada con la sirena de una patrulla que nunca logra alcanzarnos. El juego, pues, nos hace ver lo sádicos que podemos ser en un ambiente controlado.
Sade y GTA comparten esa premisa: que el ser humano, cuando se le libera de la culpa y de la sanción moral, no busca la paz, sino el límite. Y que ese límite, una vez alcanzado, nunca se fija, sino que se desplaza. El jugador de GTA rara vez se detiene tras su primer crimen: atropellar a un peatón accidentalmente abre la puerta a hacerlo deliberadamente; robar un auto se vuelve el preludio de acumular una colección; huir de la policía una vez es apenas el ensayo para una persecución cada vez más absurda.
La lógica del juego es también la lógica del exceso: la transgresión no sacia, incita.
Como los libertinos de Sade, el jugador no se conforma con el gesto inicial. Necesita repetirlo, variarlo, escalarlo. El crimen aislado carece de fuerza; lo que importa es la serie, la secuencia creciente de actos que buscan superar al anterior. En Los 120 días de Sodoma, los libertinos trazan un catálogo, un calendario de excesos que deben intensificarse hasta el extremo. En GTA, el jugador fabrica un calendario implícito: primero asalto un banco, luego sobrevivo cinco estrellas de búsqueda, después intento saltar un puente con un tráiler robado. No importa tanto la acción en sí, sino la posibilidad de ir más allá, de probar los bordes de la simulación.
Puede, entonces, que descubramos una paradoja: la libertad no genera calma, sino vértigo. El espacio abierto de Los Santos es, como los escenarios sadianos, un laboratorio donde la imaginación busca chocar contra las paredes invisibles del sistema. El placer no está en matar a un NPC —que siempre reaparecerá—, sino en descubrir hasta dónde puede romperse la lógica del juego, hasta qué punto la simulación tolera el exceso antes de quebrarse. Sade intuyó que el deseo no se calma nunca, que todo límite es solo un umbral hacia otro más extremo. GTA lo traduce en lenguaje digital: cada acto abre un menú invisible de variaciones, cada crimen es un ensayo para el próximo, cada límite conquistado exige ser desplazado.
Parece así que el jugador y el libertino comparten un mismo destino: una búsqueda insaciable, un catálogo interminable de excesos que nunca llegan a completarse. Porque lo prohibido, en el fondo, no es un lugar de llegada, sino un horizonte que se mueve con nosotros.
Pero hay una diferencia crucial. Sade escribe desde el encierro, desde la censura, desde el castigo. Su literatura nace del choque con un mundo que lo condena, y por eso cada página es también una provocación: desenmascarar la impureza del humano, o del ser social. GTA, en cambio, se juega desde la comodidad, desde el entretenimiento, desde el consumo. No nace como desafío al poder, sino como producto dentro del sistema. El sadismo digital es higiénico: no hay sangre real, no hay cuerpos reales. La cárcel es una invención pixélica. Es una simulación del exceso, una fantasía controlada, un parque de diversiones donde la violencia está incluida en el precio de entrada.
Y quizás precisamente por eso hay que prestar atención a lo que ocurre dentro de nuestra cabeza. GTA no exige reflexión, solo acción. No nos pide pensar en las consecuencias, sino gozarlas como parte del espectáculo. Es un sadismo filtrado por las reglas del mercado: un exceso empaquetado en discos o descargas digitales, diseñado para repetirse sin culpa y sin vergüenza. La “libertad” que ofrece es cómoda, pero también anestesiada: los cadáveres desaparecen al dar la vuelta a la esquina, los robos se olvidan con un respawn, la violencia no deja cicatrices.
Ahí donde Sade escribía contra el mundo —y por eso escandalizaba—, GTA se instala en el mundo como un producto de lujo cultural, un simulacro que nos permite “vivir el exceso” sin riesgo. Pero incluso así, algo queda: una incomodidad latente, un eco en la cabeza. No porque atropellar a un NPC nos haga más violentos, sino porque nos recuerda que, cuando se eliminan las consecuencias, nuestra imaginación corre directo hacia el límite. El juego no pide que lo pensemos, pero la pregunta insiste: ¿qué significa que el exceso se haya convertido en entretenimiento de masas?
GTA y Sade ponen un espejo frente a nosotros, aunque de distinta naturaleza: uno escrito en la celda húmeda de un hombre condenado, otro renderizado en 4K para vender millones de copias. Ambos, sin embargo, nos devuelven la misma pregunta incómoda: ¿el placer que sentimos al romper las reglas es auténtico o aprendido? ¿Es un deseo que brota de lo más profundo o un guion cultural, repetido tantas veces, que ahora lo sentimos natural?
El juego —como el texto sadiano— nos obliga a poner en la balanza nuestros principios, aunque sea de manera inconsciente. Nos gusta creer que jugamos libremente, que elegimos el crimen porque queremos. Pero, ¿esa libertad es real o diseñada? ¿Somos sujetos que actúan, o consumidores que reproducen un patrón de estímulo y recompensa trazado por alguien más?
Y entonces la pregunta se tuerce un poco más: ¿qué pasa cuando el verdadero crimen no es el acto violento, sino la indiferencia con la que lo ejecutamos? Porque en Los Santos nadie recuerda, nadie sufre, nadie lleva cicatrices. Los peatones reaparecen, los autos robados regresan a sus rutas, las sirenas de la policía se silencian cuando apagamos la consola. La violencia se convierte en un simulacro de banalidad. Ese instante después de estrellar un avión contra un rascacielos, no porque deseemos la tragedia —que jamás podrá amplificarse en un juego que se reinicia cada carga—, sino porque la tragedia es prácticamente nula, inexistente.
Sade escandalizó porque describió lo que estaba prohibido imaginar; GTA entretiene porque empaqueta lo prohibido en un parque temático donde nadie pierde nada. Pero entre ambos se revela la semilla de un mismo árbol: la certeza de que, cuando nos despojamos de consecuencias, lo que buscamos no es la paz, sino el límite.
Y ese límite, como siempre, puede correrse un poco más lejos cada vez.
La promesa inicial de un mundo abierto es la libertad absoluta: un territorio sin límites visibles, donde cada montaña puede escalarse y cada decisión parece emanar de nuestra voluntad. ¿Recuerdas como, en Breath of the Wild, una de las primeras escenas nos muestra a Link volando por los cielos, descubriendo un mundo basto, lleno de montañas para escalar? Esta libertad, y la emoción de ser libres, es una de las ilusiones más elaboradas de los videojuegos. El jugador explora un espacio que ha sido minuciosamente diseñado para sentirse salvaje y orgánico; cada roca, cada camino secundario y cada NPC existe con un propósito predeterminado. Es la paradoja central: somos libres de elegir cualquier camino, siempre que ese camino haya sido construido de antemano por otro. ¿Es esta una metáfora perfecta de la condición humana? ¿Actuamos dentro de los límites de un diseño que no podemos ver?
La libertad en un videojuego de mundo abierto es, en el mejor de los casos, libertad contextual. El diseñador no te dice qué hacer, pero define estrictamente qué puedes hacer. Puedes elegir ayudar a un grupo o a otro dentro de un juego (como la horda y la alianza, en World of Warcraft), pero no puedes inventar una tercera opción que el diseñador no previó. Puedes escalar la montaña, pero no puedes derribarla con dinamita que tú mismo fabricaste si esa mecánica no existe dentro del código.
El filósofo Jean-Paul Sartre diría que estamos condenados a ser libres dentro de la “facticidad” de nuestro mundo, es decir, dentro de los hechos concretos y limitaciones que nos rodean. El mundo abierto es la facticidad digital: un conjunto de reglas físicas y narrativas que no podemos transcender.
Esta ilusión es poderosa porque refleja nuestra propia realidad. Creemos tomar decisiones libres (qué estudiar, dónde vivir), pero siempre lo hacemos dentro de un sistema social, económico y biológico que nos precede y nos condiciona. Los mundos abiertos no son una metáfora de la libertad, sino una metáfora de la experiencia de la libertad dentro de un sistema determinista. Nos hacen sentir como agentes autónomos en un universo que, en última instancia, es tan delineado como un set de televisión con horizontes pintados.
En GTA, puedes ignorar la historia principal y convertirte en un coleccionista de autos, un flâneur digital, un provocador del caos. Esa libertad está enmarcada por un sistema que premia la violencia, la acumulación, el espectáculo. La ciudad es tuya, sí, pero solo si juegas con sus reglas. La libertad se convierte en una performance: eres libre de elegir entre las opciones que el juego te permite.
Esta falsa libertad replica con precisión inquietante el funcionamiento de las sociedades neoliberales: el jugador cree ejercer su libre albedrío cuando elige entre marcas de automóviles, estilos de ropa o métodos de destrucción, pero jamás puede cuestionar el marco fundamental que hace de la adquisición y la agresión los únicos lenguajes disponibles. Es lo que Isaiah Berlin habría reconocido como libertad negativa, pero llevada al extremo: la ausencia de obstáculos externos para hacer lo que deseas, pero dentro de un espacio que ha predeterminado qué es lo que puedes llegar a desear.
El flâneur de Baudelaire caminaba por París como un detective de lo cotidiano, capturando las contradicciones de la modernidad en su deambular sin propósito. El flâneur digital de Los Santos replica los gestos pero no la libertad: puede observar, puede fotografiar, puede perderse en las calles, pero nunca puede alterar realmente el código que gobierna esa realidad. La derivación está programada, su contemplación está mediada por algoritmos que decidieron de antemano lo que merece ser contemplado.
Esta libertad simulada nos entrena para aceptar la libertad limitada de nuestro mundo físico. Después de cientos de horas navegando por Vice City o Liberty City, la idea de que la libertad consiste en elegir entre opciones preestablecidas por una autoridad invisible nos resulta natural, incluso deseable. El mundo abierto nos enseña que la verdadera libertad sería caótica, aburrida, imposible de navegar. Mejor quedarse dentro del enrejado donde al menos sabes cuáles son las reglas del juego.
Sleeping Dogs lleva esta tensión al extremo narrativo. El protagonista vive una doble vida, atrapado entre la ley y el crimen, entre la lealtad y la traición. El mundo abierto como un escenario de máscaras. Cada decisión es una actuación, cada gesto una estrategia. El jugador no se libera: se disfraza.
Hay algo particularmente inquietante en cómo United Front Games reconstruyó Hong Kong con una precisión casi cartográfica. Los residentes reales de la ciudad pueden reconocer Central, Wan Chai, Tsim Sha Tsui; pueden ubicarse en calles que han caminado mil veces, en mercados donde han comprado verduras, en templos donde han pedido fortuna. Esta fidelidad espacial crea una experiencia de realidad aumentada invertida: en lugar de superponer lo digital sobre lo físico, Sleeping Dogs superpone lo físico sobre lo digital hasta hacernos olvidar cuál es cuál.
El efecto psicológico puede ser vertiginoso. Cuando un jugador de Hong Kong navega por las calles virtuales de Aberdeen o Causeway Bay, no está explorando un mundo imaginario sino habitando una versión paralela de su propia realidad, una donde las mismas esquinas que conoce albergan ahora violencia de triadas y persecuciones policiales. La ciudad familiar se vuelve extraña, pero no por transformación fantástica sino por revelación de potencialidades ocultas. Cada edificio reconocible susurra: “esto también podría estar pasando aquí”.
Esta precisión topográfica transforma el acto de jugar en un ejercicio de reconocimiento. Surge la posibilidad de vivir un déjà vu creado por el entorno virtual: doblas una esquina y encuentras exactamente la tienda que esperabas encontrar, el mismo patrón de ventanas, la misma disposición de letreros de neón. La simulación se vuelve tan precisa que comienza a competir con la memoria como autoridad sobre la experiencia urbana. Me pareció leer, en algún foro, que los usuarios usaban el mapa del juego para orientarse en la Hong Kong real, como si la versión digital fuera más confiable que sus propios recuerdos.
Wei Shen, personaje principal de Sleeping Dogs, es el avatar perfecto de la condición posmoderna: un sujeto fragmentado que debe performar identidades contradictorias para sobrevivir en un sistema que no admite autenticidad. Como policía infiltrado en las triadas, cada conversación es un ejercicio de disociación, cada relación una mentira calculada. El mundo abierto de Hong Kong se convierte en un teatro de la paranoia donde la libertad de movimiento oculta la imposibilidad de ser.
Jung habría sugerido que Wei Shen es la manifestación extrema del arquetipo del Trickster (y, quizás, todo personaje de mundo abierto lo es cuando manifiesta su dominio rapaz sobre el entorno): es un personaje que habita los límites, que cambia de forma según las necesidades del momento, que encuentra su poder precisamente en la ambigüedad. Pero mientras el trickster arquetípico usa sus transformaciones para revelar verdades ocultas, este trickster digital las usa para ocultarlas. Su multiplicidad no es liberadora sino alienante.
El paralelismo con nuestra propia existencia digital es inevitable: navegamos redes sociales con identidades curadas, respondemos emails profesionales con una máscara de eficiencia, actuamos roles familiares que a veces nos quedan pequeños. Como Wei Shen, hemos aprendido que la supervivencia depende de gestionar exitosamente nuestro portafolio de personas. El mundo abierto de internet, aparentemente infinito en sus posibilidades, resulta ser otro Hong Kong digital: un laberinto de lealtades contradictorias donde cada click es una decisión sobre qué versión de nosotros mismos proyectar.
Sleeping Dogs es fabuloso porque convierte una esquizofrenia identitaria en mecánica de juego, en un artefacto narrativo. El jugador no solo acepta la fragmentación de Wei Shen sino que la disfruta, la optimiza, se vuelve experto en ella. La libertad del mundo abierto se revela entonces como la libertad del actor consumado: puedes interpretar cualquier papel que elijas, siempre y cuando nunca olvides que estás interpretando. La autenticidad se vuelve el único lujo verdaderamente prohibido.
Shakespeare tiene razón: “All the world’s a stage, and all the men and women merely players”. Me pregunto si Shakespeare imaginaba un escenario donde los actores eligen voluntariamente sus papeles, donde la representación se vuelve tan sofisticada que olvidamos la existencia de una identidad previa al performance. Intérpretes, pero si nos vemos desde afuera, daremos cuenta que hemos vivido miles de vidas. Somos jugadores en los distintos escenarios que el sistema mismo nos permite navegar. Wei Shen convierte en juego la idea de que nunca escaparemos de interpretar roles. El jugador, como mero entretenimiento, experimenta la famosa ansiedad del actor shakespeariano—: ¿quién soy cuando no estoy en escena? Cuando Wei se infiltra en una reunión de triadas, el jugador debe dominar los controles y usarlos para representar una especie de psicología de la actuación: la postura correcta, el tono de voz adecuado, la cantidad justa de agresividad para resultar creíble sin despertar sospechas. Es método acting convertido en gameplay.
A diferencia de Hamlet, que sufre por la imposibilidad de distinguir entre ser y parecer, Wei Shen y, por extensión, el jugador, encuentra en esa imposibilidad una fuente de poder. La fragmentación identitaria se vuelve una ventaja competitiva, una herramienta de supervivencia en un mundo que premia la adaptabilidad performativa por encima de la coherencia interna. No hay crisis existencial, solo optimización de recursos narrativos.
Sleeping Dogs convierte la tragedia shakespeariana en comedia posmoderna. Donde Otelo se destruye por no poder reconciliar sus identidades contradictorias, donde Lear se vuelve loco por la imposibilidad de distinguir entre máscara y rostro, Wei Shen prospera precisamente porque ha abandonado la búsqueda de una identidad “auténtica”. Su Hong Kong digital se vuelve el anti-Elsinore: un castillo donde fingir locura no es una estrategia desesperada sino una mecánica de juego perfectamente funcional y aceptable.
La libertad del mundo abierto se revela entonces como la libertad del Globe Theatre: infinitas posibilidades de interpretación dentro de un guión que jamás puedes reescribir. Puedes ser noble o villano, héroe o traidor, siempre dentro del drama que otros han compuesto para ti. Pero no hay de otra, si quieres seguir jugando, debes continuar haciéndolo así.
Cyberpunk 2077 propone una libertad más filosófica. En un mundo donde la conciencia puede ser transferida, donde los cuerpos son modificables y los recuerdos implantables, ¿qué significa ser libre? ¿Es la libertad elegir tu implante, tu pasado, tu voz interior? ¿O es simplemente navegar entre simulaciones de libertad? Johnny Silverhand, el fantasma digital que habita al protagonista, es tanto una guía como una prisión. El mundo abierto se convierte en un laberinto de identidades posibles, pero ninguna completamente tuya.
La paradoja de Cyberpunk 2077 radica en que, mientras Night City ofrece más “opciones” que cualquier otro mundo abierto —modificar tu cuerpo, elegir lealtades, incluso decidir cómo morir—, cada elección está mediada por sistemas de control corporativos y tecnológicos. La libertad se reduce a un menú de alternativas preaprobadas por el mismo sistema que oprime al individuo. Los implantes cibernéticos, lejos de ser una expansión de la agencia humana, son productos de consumo que encadenan a los usuarios a deudas perpetuas y a la obsolescencia programada. Aquí, el mundo abierto no es un territorio por explorar, sino un supermercado de identidades, donde la autenticidad se disuelve en favor de la utilidad.
La pregunta ya no es “¿quién soy?”, sino “¿qué versión de mí mismo necesito comprar para sobrevivir?”.
Johnny Silverhand encarna esta contradicción: su presencia en la mente de V es una metáfora de cómo la identidad se vuelve un campo de batalla entre memorias prestadas y deseos propios. Él no es solo un recordatorio del pasado, sino un huésped exiliado por planos de realidad que redefine la conciencia del jugador. ¿Puede V ser libre si su mente es un archivo corrupto? ¿Es la rebelión de Johnny contra Arasaka una lucha auténtica o solo otro guión preescrito, otro script en el gran código de Night City? El juego obliga al jugador a cuestionar si la resistencia al sistema es posible, o si incluso la rebelión es una ilusión permitida, un producto más en el mercado de la disidencia.
Johnny es el cowboy digital definitivo, su frontera es el interior de una conciencia ajena. Como los vaqueros de las películas de Ford, llega armado con códigos morales obsoletos y una sed de justicia que no reconoce matices. Su arma predilecta es, a su vez, un instrumento musical; símbolo perfecto de una época que cree que el arte y la violencia encarnan la misma cosa (triste y, quizás muy apropiado, porque si hay algo nos hace libres, y sin esfuerzo estético de nuestra parte, es la música). Johnny no puede cabalgar hacia el atardecer; está aprisionado para siempre en la mente de V, condenado a ser la voz de la resistencia que susurra desde el inconsciente.
La lucidez narrativa de Cyberpunk 2077 radica en convertir el concepto jungiano de la sombra en una mecánica jugable. Johnny es todo lo que V reprime: la rabia pura, el idealismo destructivo, la nostalgia por un tiempo en que los enemigos tenían rostros corporativos claramente definidos. Es el arquetipo del Rebelde que habita en cada protagonista cyberpunk, pero aquí literalmente comparte el espacio mental con el jugador. No es metáfora: es habitación forzada.
Dicha cohabitación interior replica con precisión inquietante nuestra propia experiencia de la subjetividad digital. Todos llevamos voces internas que no elegimos: algoritmos de recomendación que susurran qué debería gustarnos, influencers que colonizaron o intentan desesperadamente colonizar nuestros criterios estéticos, ideologías políticas que adoptamos como propias pero que llegaron empaquetadas en memes.
Johnny Silverhand es la materialización literal de lo que los psicólogos sociales llaman “internalización”: el proceso por el cual las voces externas se vuelven indistinguibles de los pensamientos propios.
La pregunta que plantea el juego es devastadora: si nuestras ideas de libertad, rebelión y autenticidad llegan preinstaladas como software mental, ¿existe algo parecido a la resistencia genuina? Johnny odia las corporaciones, pero es literalmente un producto corporativo: una construcción digital diseñada por programadores de CD Projekt Red para parecer auténtico. Su rebeldía es código, su autenticidad es actuación mocap de Keanu Reeves.
Y sin embargo, su presencia en la mente de V genera algo parecido a la libertad, la de descubrir que nunca hubo un “yo” original que proteger. V no se libera de Johnny; aprende a coexistir con él, a negociar con su propia multiplicidad interna. El mundo abierto de Night City se torna el territorio exterior de una frontera que siempre fue interior: el espacio donde diferentes versiones de nosotros mismos luchan por el control de la narrativa identitaria.
El cowboy digital no cabalga hacia la libertad. No puede hacerlo. Pero puede cabalgar hacia la aceptación de que la libertad siempre fue una conversación entre extraños dentro de la misma cabeza.
Skyrim ofrece una ilusión más pura. Despiertas sin historia, sin destino, hasta que el mundo te nombra “Dovahkiin”. Puedes ignorar ese llamado, vagar por las montañas, cazar mariposas, leer libros olvidados. Pero incluso esa vagancia está enmarcada por un sistema que te observa, que te empuja hacia el dragón, hacia el grito, hacia el destino. La libertad aquí es la pausa entre misiones, el silencio entre batallas. Es una libertad contemplativa, pero no absoluta.
Skyrim es la culminación de la fantasía liberal moderna: la creencia de que la auténtica libertad reside en la posibilidad de no actuar. A diferencia de otros mundos abiertos donde las urgencias narrativas o morales acosan al jugador (como la hija enferma en Fallout 4 o el cáncer de Arthur Morgan en Red Dead Redemption 2), aquí puedes ser un don nadie perpetuo. Puedes dedicarte a la herrería, pescar salmones, contraer matrimonio con el herrero más jodido de cualquier pueblo o convertirte en un ladrón de poca monta. Esta libertad, sin embargo, es un lujo concedido por el diseño del juego. El sistema de radiant AI y las misiones generadas proceduralmente aseguran que, incluso si ignoras el conflicto central, el mundo sigue funcionando como un ecosistema de pequeñas oportunidades y peligros predecibles. Los dragones patrullan el cielo, los gigantes pastorean a sus mamuts, y los bandidos te asaltan en los caminos, pero nada de esto altera realmente la estructura del mundo.
Eres libre de vagar, pero siempre dentro de los límites de un sandbox curado.
La figura del Dovahkiin es crucial: es un destino que puede ser aceptado, pospuesto o incluso ignorado, pero nunca negado por completo. El juego te recuerda constantemente que eres especial, incluso si decides vivir como un granjero. Los guardias te reconocen (“He oído que gritas”), los jarls te piden ayuda, y las profecías te esperan. Esta tensión entre el destino y la elección refleja la filosofía existencialista: no puedes elegir quién eres (eres el Dovahkiin), pero sí cómo respondes a esa identidad. Puedes ser un héroe, un canalla o un eremita, pero nunca escapas por completo del llamado del mundo.
Más que un mundo abierto, Skyrim es un jardín zen digital. Su libertad radica en habitar sus rincones con una sensación de agencia personal. Es la fantasía última del individualismo: creer que puedes ser quien quieras, mientras el sistema garantiza que tus elecciones nunca alteren realmente el orden establecido. La grandeza de Skyrim no es que te permita ser libre, sino que te hace sentir libre dentro de una jaula de montañas y nieve.
Me gusta, especialmente, como Skyrim revela su relación con la ficción y el conocimiento, encarnada en los cientos de libros que pueblan sus bibliotecas, torres de magos y ruinas antiguas. Como en la Biblioteca de Babel de Borges, cada texto contiene fragmentos de una verdad mayor que permanece siempre esquiva. La obra de la sirvienta cachonda, los tratados sobre alquimia, las crónicas históricas de Tamriel: todos prometen revelar secretos del mundo; funcionan como señuelos que mantienen al jugador ocupado mientras el verdadero poder permanece intocable.
Hermaeus Mora encarna esta trampa epistemológica llevada al extremo. El Daedra del conocimiento prohibido habita Apocrypha, un reino infinito de bibliotecas donde cada libro leído genera diez libros nuevos, donde el saber se ramifica en progresiones geométricas que garantizan que la búsqueda nunca termine. Su misión es la más seductora y la más cruel: ofrece conocimiento absoluto a cambio de sometimiento eterno. Es el Google definitivo, el algoritmo perfecto que sabe exactamente qué información necesitas, pero que convierte cada respuesta en una nueva pregunta, cada solución en una dependencia más profunda.
Los libros negros que Mora utiliza para comunicarse con los mortales funcionan como portales de corrupción epistemológica. Leerlos otorga habilidades poderosas, pero cada página leída es un paso más hacia la comprensión de que el conocimiento no libera sino que esclaviza. El jugador que busca dominar todos los secretos de Skyrim terminará inevitablemente en las bibliotecas tentaculares de Apocrypha, descubriendo que su sed de conocimiento lo ha convertido en otro libro en las estanterías infinitas del Daedra.
Esta metáfora cobra una resonancia particular en nuestra era de sobreinformación. Como académicos que Mora seduce con promesas de sabiduría infinita, navegamos internet creyendo que más datos equivalen a más libertad, que tener acceso a toda la información del mundo nos hace más libres. Pero cada click nos abre más algoritmos diseñados para mantenernos consumiendo contenido, cada búsqueda alimenta perfiles que predicen y moldean nuestros deseos futuros.
Skyrim nos permite ser el Dragonborn, el héroe legendario que salva el mundo, pero no puedo negar que siempre acepto la tentación, la condena de ser un eterno estudiante en la universidad de Hermaeus Mora. Cada conocimiento adquirido en sus pasillos negros, oscuros, de libros viejos y húmedos, nos aleja de la libertad. Es decir, incluso en un juego que facilita la libertad, más de una vez he escogido ser un prisionero por mi amor a los libros. La biblioteca infinita no es el premio sino la prisión, y la búsqueda del conocimiento total es el último y más sofisticado mecanismo de control. El mundo abierto se revela entonces como lo que siempre fue: un jardín zen digital donde la ilusión de movimiento oculta la realidad de la inmovilidad contemplativa.
Minecraft, en cambio, se acerca a una libertad más radical. No hay historia, no hay misiones, no hay destino. Solo bloques. Solo vacío. Solo tú. Es el juego más cercano a la escritura: cada construcción es una frase, cada cueva es un fragmento de un cadáver exquisito. Aquí, la libertad no es elegir entre caminos, sino inventar el mapa. Aun cuando suena ideal, incluso en Minecraft, el sistema tiene límites: físicas, materiales, enemigos. La libertad total es una fantasía, incluso en el juego más abierto.
Minecraft es el sueño existencialista hecho píxeles: un universo donde no solo eliges tu camino, sino donde debes inventar el concepto de camino mismo. No hay profecías que cumplir, ni héroes que emular, ni ciudades que salvar. El jugador se enfrenta a la nada primigenia —un mundo generado proceduralmente— y debe imponerle significado a través de sus acciones. Construir tu primera casita hecha de tierra es un acto definitivo de afirmación existencial; explorar una mina no es un requisito, o un logro, sino una respuesta a la curiosidad pura. Este es el único juego donde la libertad se mide por la profundidad de la creación. Eres tan libre como tu imaginación y tu paciencia lo permitan.
Sin embargo, hasta en este paraíso anárquico hay reglas. La noche trae criaturas hostiles, los recursos son finitos, y el mundo tiene un borde técnico (las “Far Lands” en versiones antiguas). Estas limitaciones son condiciones necesarias para que la libertad tenga sentido. Como escribió Sartre, “el hombre está condenado a ser libre”, pero esa libertad se ejerce dentro de la facticidad de un cuerpo, un tiempo y un mundo material. En Minecraft, la facticidad son las reglas del juego: la gravedad que afecta a la arena, la redstone que transmite energía, el hambre que te obliga a cazar. La verdadera libertad no es la ausencia de límites, sino la creatividad para trascenderlos dentro del sistema. Un jugador puede construir un circuito lógico con redstone, domesticar un esqueleto con un nombre, o crear arte con bloques de lana. Además de ser acciones lúdicas, son actos de rebeldía contra lo previsible. Minecraft nos educa, a través del juego, a la rebelión y la libertad.
Minecraft es un laboratorio para ejercer la libertad. Su grandeza está en lo que revela sobre nosotros: que la libertad absoluta es tan aterradora como emocionante, y que incluso en el vacío más puro, los humanos buscan imponer orden, belleza y sentido. La paradoja final es que necesitamos límites —la noche, el hambre, el peligro— para sentir que nuestra libertad es una victoria, no un regalo.
Como escritor, como lector de ladrillos y ávido jugador —alguien que cree la validez de apostar la propia vida cada vez que hace una elección—, como diseñador de narrativas interactivas, me obsesiona esta pregunta: ¿la libertad en los mundos abiertos es una verdad o una ilusión bien diseñada? En Las múltiples vidas de Mateo, mi proyecto de escritura interactiva, el lector elige caminos, pero también se enfrenta a la ilusión de la elección. ¿Qué pasa cuando todas las rutas llevan al mismo lugar? ¿Qué ocurre cuando el mapa es una trampa?
Los mundos abiertos nos invitan a explorar, pero también nos condicionan. Nos prometen libertad, pero nos ofrecen sistemas. Y quizás esa sea la metáfora más honesta: la libertad no es ausencia de límites, sino la conciencia que formamos sobre ellos. No es hacer lo que queramos, sino entender por qué queremos hacerlo.
El mundo abierto es como la memoria: un territorio que creemos recorrer libremente, pero que está lleno de caminos trazados por otros, por traumas, por deseos, por narrativas heredadas. El juego va de descubrir quién dibujó el mapa y cómo nosotros lo dibujamos junto a esa presencia, esa entidad que tiene nuestra libertad en las manos.
Esta analogía revela la paradoja esencial de los mundos abiertos y de la memoria humana: creemos ser autores de nuestro recorrido, cuando en realidad somos lectores de un texto ya escrito. En Red Dead Redemption 2, Arthur Morgan recuerda su pasado como forajido mientras el jugador cabalga por paisajes que parecen infinitos, pero cada colina y cada pueblo están colocados con precisión milimétrica para evocar melancolía o violencia. En The Elder Scrolls, los libros que encontramos en mazmorras olvidadas no son meras curiosidades, sino fragmentos de una historia que alguien más escribió para que nosotros la descubramos (el camino a mi amigo, Herma-Mora). La libertad reside en cómo interpretamos y qué sentimos al recorrer una historia.
Los diseñadores de mundos abiertos son los arquitectos de nuestra agencia: ellos plantean los árboles que nos harán sentir libres, pero también los acantilados que nos obligarán a dar la vuelta. Del mismo modo, nuestra memoria no es un archivo puro, sino una narrativa editada por el tiempo, las dificultades y los deseos inconscientes. Recordamos no lo que ocurrió —la verdad puede ser dolorosa—, sino lo que necesitamos que haya ocurrido para justificar quiénes somos hoy. BioShock Infinite llevó esta idea al extremo: el jugador descubre que incluso sus elecciones “libres” fueron anticipadas y manipuladas por fuerzas superiores.
La verdadera libertad no está en ignorar los límites del mapa o de la memoria, sino en aceptar que somos coautores dentro de un sistema que nos precede. El jugador elige cómo escalar las montañas de Breath of the Wild; no podemos elegir los recuerdos de nuestra infancia, pero igualmente escogemos qué hacer con ellos, con esa condena que puede ser dulce o terrible. El mundo abierto ideal es el que nos hace creer que estamos cruzándolo por primera vez, incluso cuando seguimos huellas antiguas. Tanto en los videojuegos como en la vida (no sé por qué, recordé que en la Rayuela caes en el cielo o el infierno), la libertad es el arte de bailar dentro de la jaula, sabiendo que alguien construyó los barrotes, pero ignorando quién.
La idea de despertar sin memoria me parece profundamente perturbadora. Todavía más si todo comienza en un laboratorio, como el de Midgar. Así despierta Cloud Strife en algún momento de Final Fantasy VII. También es problemático encontrarse confundido en una playa de Balamb, como le sucedió a Squall Leonhart. La amnesia en los RPG japoneses no es solo un recurso narrativo conveniente para justificar por qué un protagonista de nivel 99 comienza la aventura sin saber usar magia; es una declaración filosófica sobre la naturaleza de la identidad y el tiempo que resuena con algunas de las obsesiones más profundas de la literatura occidental.
No es casualidad que los nombres de estos personajes evoquen elementos atmosféricos y climáticos: Cloud (nube), Squall (borrasca), Aerith (aire en su etimología latina), Zephyr (céfiro, viento occidental). Sus identidades son tan mutables como el clima, sujetas a vientos de manipulación; son individuos construidos por el trauma y una reconstrucción artificial. Cloud, cuyo pasado fue distorsionado por experimentos de Shinra y sus propias mentiras, es un rompecabezas de memorias prestadas; Squall, cuyo nombre sugiere una tormenta repentina y pasajera, encarna la resistencia a ser definido por un trauma infantil que apenas recuerda. Incluso Aerith, cuyo nombre evoca la levedad y la trascendencia, existe entre dos mundos: el de los barrios y el del cielo, la humana y la Cetra, lo terrenal y lo mítico.
Aerith, cuyo nombre evoca la levedad y la trascendencia, existe en ese limbo entre lo humano y lo divino, entre los socavones de los barrios y la pureza de las flores que brotan en medio del concreto de aquella iglesia olvidada. La lucha por su identidad hace eco con la de Terra Branford de Final Fantasy VI, otra mujer fracturada por fuerzas que trascienden su comprensión. Ambas son criaturas liminales: Aerith, la última Cetra, obligada a navegar entre la herencia de un pueblo extinto y la crudeza de Midgar; Terra, mitad humana mitad esper, convertida en arma por un imperio que desea explotar la magia que lleva en la sangre. Sus nombres no son casualidad: Aerith (asociada al aire, a lo etéreo) y Terra (la tierra, lo primordial) representan dos caras de una misma moneda existencial. Mientras Aerith busca respuestas en los templos olvidados de sus ancestros, Terra lucha por entender el amor maternal en un mundo que solo la ve como un instrumento de guerra. Ambas encarnan la paradoja de ser un puente entre mundos y que se sienten atrapadas en ambos. Junto a ellas, debemos definir si alcanzar un propósito o destino vale la pena. Sus historias no son solo sobre salvar el planeta, sino sobre encontrar un lugar a dónde pertenecer cuando tu propia identidad es un campo de batalla.
Esta mutabilidad refleja una ansiedad posmoderna: ¿somos acaso solo el relato que otros han construido para nosotros? ¿Puede la memoria ser implantada, robada o reinventada? Los RPG japoneses, en su lenta y meticulosa exploración de estas preguntas (aunque, por lo general, bastante caótica e inconclusa), se acercan a las preocupaciones de un Borges que escribió sobre hombres que no saben si son autores o personajes, o a un Philip K. Dick que dudaba de la realidad de sus propias percepciones. La amnesia no es un vacío, sino un campo de batalla donde se libra la más íntima de las guerras: la que define quiénes somos cuando nadie —ni siquiera nosotros— nos está mirando.
Marcel Proust dedicó siete volúmenes y más de cuatro mil páginas a explorar cómo la memoria involuntaria —esa que se activa con el sabor de una magdalena, el sonido de una campanilla, la textura irregular de un adoquín— puede recuperar no solo el pasado, sino versiones perdidas de nosotros mismos. Los diseñadores de Final Fantasy VII, Secret of Mana o Xenogears intuían algo similar: que la identidad es una construcción frágil, y que perderla puede ser el comienzo de una búsqueda más auténtica.
Consideremos la estructura; tanto En busca del tiempo perdido como Final Fantasy VII son, en esencia, ejercicios de arqueología personal, antropología de la memoria y el recuerdo. El narrador de Proust se sumerge en las capas sedimentadas de su pasado para reconstruir no solo lo que fue, sino lo que significa haber sido y jugar, acaso, con la ficción del recuerdo. Cloud, por su parte, debe navegar entre recuerdos implantados, traumas suprimidos y fragmentos de identidades ajenas para descubrir quién es realmente bajo la coraza de SOLDIER. Ambos protagonistas son detectives de su identidad. Pero, ¿qué ocurre cuando las pistas son falsas? ¿Puede un recuerdo prestado, como la espada de Zack, definirnos más que las experiencias genuinas? ¿Acaso la memoria no es, en sí misma, una forma de narrativa que editamos constantemente? Cloud no solo lucha contra Sephiroth; lucha contra la versión de sí mismo que otros construyeron. El narrador de Proust, en cambio, se enfrenta a la fragilidad de los detalles: el sabor de una magdalena, el crujir de una pasarela, que pueden derrumbar o reconstruir universos enteros, una memoria de su pasado que incluso cimbra y desafía a los dioses del tiempo, a quienes debe arrostrar al final.
¿Hasta qué punto nuestros pasados son reales si nuestros recuerdos se componen de metáforas, sensaciones aisladas, artificios narrativos? ¿Y si la verdadera misión no es recuperar el tiempo, sino aprender a vivir con las versiones incompletas de nosotros mismos? Quizás, la felicidad, está en rellenar los espacios fragmentados, vacíos, con los sabores de una magdalena. Usar la invención sin reservas para explicarnos nuestro pasado y, a su vez, darle sentido a nuestra identidad.
Proust podía permitirse una digresión infinita, los sueños como los cuentos anidados de Scheherazade, el análisis microscópico de cada sensación recuperada. Sus párrafos se expanden como círculos concéntricos en el agua, abarcando asociaciones que conectan un beso maternal con las campanas de Combray, un encuentro social con las leyes del deseo. El videojuego, por el contrario, debe traducir esta introspección en mecánicas jugables, sin la posibilidad de expandir en lo narrativo o lo filosófico, pero guiar a los jugadores a través de objetivos tangibles: mazmorras que representan el inconsciente, batallas que simbolizan conflictos internos, objetos que desencadenan flashbacks.
Aquí es donde la amnesia brilla como recurso interactivo. En literatura, el lector es un observador pasivo de la recuperación de la memoria del protagonista. En un RPG, el jugador experimenta esa recuperación en tiempo real, descubriendo fragmentos del pasado del personaje al mismo ritmo que el personaje los recuerda. Construir identidad se vuelve objetivo. La amnesia convierte al jugador en cómplice de la reconstrucción identitaria. Cuando Cloud recupera sus verdaderos recuerdos en el Flujo de Vida (o el lifestream, otra de esas ideas románticas que explican energías, vibras, y Gaia), nosotros también “recordamos” junto con él, porque hemos vivido esa confusión desde el principio. A su vez, gracias a este bonito proceso, descubrimos el placer que brinda a los lectores escudriñar las mentiras de los narradores engañosos cuando descubrimos que Cloud es un papanatas inventado.
Este proceso adquiere una dimensión aún más íntima cuando lo contrastamos con la construcción del verano ideal en juegos como Boku no Natsuyasumi. Mientras Cloud lucha por discernir entre memorias reales e implantadas, el protagonista de Boku no Natsuyasumi vive un verano perpetuo donde cada día se construye con pequeños rituales cotidianos: atrapar insectos, pescar en el río, compartir historias con la familia. La memoria aquí no es algo que deba ser desenterrado o descifrado, sino activamente construido a través de la repetición y la nostalgia. El jugador no busca respuestas pasadas, sino que crea recuerdos en tiempo real, lo que plantea una pregunta sabrosísima a través del juego, homo ludens se pone muy serio: ¿la identidad se descubre o se inventa? Mientras Cloud cuestiona cada fragmento de su pasado, el niño de Boku no Natsuyasumi teje su identidad con los hilos de lo aparentemente trivial, sugiriendo que lo que somos está hecho tanto de los momentos que olvidamos como de aquellos que elegimos atesorar. Eventualmente, como un acto de magia, descubriremos que la identidad del niño es un reflejo de nuestro verano ideal, una copia virtual de nosotros mismos siendo niños en un campo de juegos.
Así, la amnesia en los RPGs no solo nos obliga a reconstruir al personaje, sino que nos confronta con nuestra propia relación con la memoria y la identidad. ¿Somos acaso la suma de nuestros recuerdos, o la narrativa que construimos a partir de ellos? ¿Qué ocurre cuando, como Cloud, descubrimos que partes clave de nuestra historia son ficciones implantadas? Y, en contraste, ¿cómo influyen en nosotros los recuerdos aparentemente sencillos y cotidianos, como los que propone Boku no Natsuyasumi? La genialidad de estos juegos yace en cómo nos hacen partícipes de este proceso: no somos meros espectadores, sino coautores de una historia que cuestiona los cimientos de la conciencia y la autenticidad. Al final, tanto Cloud como el jugador de Boku no Natsuyasumi aprenden que la identidad es un jardín que se cultiva con restos del pasado y semillas del presente, un territorio donde la verdad y la ficción a menudo se entrelazan sin posibilidad de deslindarse.
Los japoneses, herederos de una tradición budista que concibe el yo como una ilusión, encuentran en la amnesia una metáfora perfecta para la condición humana. No hay un “yo verdadero” que recuperar, sino un proceso continuo de construcción y deconstrucción identitaria. Esto explica por qué tantos protagonistas de JRPG no solo han perdido su memoria (o bien, que construyan la identidad a través de otros juegos, como el niño de Pokémon, Red, que no habla con el protagonista, pero en su propio juego construye su historia de vida), sino que descubren que sus recuerdos “originales” eran falsos, implantados o pertenecían a otra persona.
Proust llegaba a una conclusión similar por una ruta diferente. Su narrador, quizás llamado Marcel, descubre que la memoria voluntaria —la que invocamos conscientemente— nos miente, nos presenta un pasado domesticado, compatible con nuestra imagen presente. Solo la memoria involuntaria, la que surge por accidente, nos devuelve fragmentos auténticos de lo que fuimos. Los personajes amnésicos de los JRPG experimentan algo parecido: sus intentos conscientes de recordar los llevan por caminos falsos, mientras que los destellos espontáneos de memoria —provocados por una melodía familiar, un rostro conocido, un lugar revisitado— los acercan a verdades más profundas.
Esta tensión entre memoria voluntaria e involuntaria alcanza su punto más agudo en La prisionera, tomo en el que el narrador proustiano se obsesiona con los celos y la posesión de Albertina. Aquí, Proust explora cómo la memoria no solo reconstruye el pasado, sino que lo distorsiona para alimentar nuestras neurosis presentes. El narrador inventa recuerdos —o los reinterpreta— para justificar su paranoia, creando una realidad alternativa donde cada gesto de Albertina se convierte en una prueba de su traición. Este proceso refleja la misma dinámica que viven los protagonistas de JRPGs como Cloud: sus recuerdos no son simplemente falsos, sino que son distorsionados activamente por sus traumas y deseos inconscientes. Así como Marcel convierte a Albertina en una prisionera de su propia narrativa celosa, Cloud se convierte en prisionero de una identidad prestada —la de Zack— porque esa versión de sí mismo es más heroica, más aceptable, que la realidad de un soldado fallido, un pobre imbécil que simplemente seguía órdenes.
La genialidad de Proust —y de los JRPGs que aplican esta idea— yace en mostrar que la memoria no es un archivo, sino un campo de batalla donde se libran guerras psicológicas representados por monstruos simbólicos. Los destellos de memoria involuntaria (la magdalena, una melodía) irrumpen como actos de sabotaje contra la narrativa oficial que hemos construido. En Final Fantasy VII, el olor de los lirios en la iglesia de Aerith o el sonido del crepitar de los fuegos de Nibelheim funcionan como equivalentes interactivos de la magdalena proustiana: son grietas en la narrativa impuesta, momentos en los que la verdad emerge a pesar de los mecanismos de defensa del personaje. El jugador, al experimentar estos fragmentos en tiempo real, no solo observa sino que participa en esta lucha entre el recuerdo auténtico y el reconstruido, entre la verdad dolorosa y la ficción reconfortante.
La magdalena de Proust y la Materia de Final Fantasy VII funcionan como objetos transicionales similares: fragmentos del pasado cristalizados en el presente que pueden activar cadenas de remembranza. Ambos autores entienden que la memoria no es un archivo que consultamos, sino un territorio que habitamos, y que perderse en él puede ser el único camino para encontrarse.
Me gusta regresar a ambos parajes de ficción; Combray como Midgar: ambos son lugares donde alguien despierta confundido, sin saber muy bien quién es, y debe emprender el viaje más largo de todos: el que lleva de vuelta a casa, que siempre resulta ser un lugar que nunca habíamos conocido realmente.
En Combray, el narrador de Proust despierta en la niebla de la infancia, donde los nombres de los lugares (Swann, Guermantes) son ecos de un mundo que aún no comprende, pero que intuye cargado de significado. En Midgar, Cloud despierta en un tren, con una espada demasiado grande para sus hombros y un pasado que no le pertenece. Ambos son peregrinos de la memoria, forzados a recorrer no solo geografías físicas, sino los mapas fracturados de sus propias biografías. El viaje de vuelta a casa no es una vuelta al origen, sino una reinvención del origen: Combray ya no es el pueblo idílico de la niñez, sino un símbolo de la pérdida y el deseo; Midgar ya no es solo una ciudad de acero y humo, sino el escenario donde se desmonta y reensambla la identidad.
Al final, ambos protagonistas descubren que la verdadera casa no era un lugar, sino la comprensión de quiénes son en relación con sus recuerdos —reales o inventados—. Para el narrador de Proust, casa es la aceptación de que el tiempo solo puede redimirse a través del arte; para Cloud, es la integración de sus fragmentos en una nueva totalidad, aunque esta incluya las piezas rotas. Volver a casa, entonces, no es regresar a un punto en el mapa, sino reconciliarse con las versiones de uno mismo que quedaron esparcidas en el camino. Combray y Midgar son, al final, el mismo laberinto: el que recorremos cada noche al cerrar los ojos, buscando en los sueños la llave de una puerta que solo existe porque aprendimos a nombrarla.
Me gustaría creer que esa es una lección que comparten los videojuegos y la literatura: todos despertamos confundidos, todos cargamos espadas que no sabemos usar, y todos emprendemos ese viaje de regreso a un hogar que, al final, construimos con los restos de lo que fuimos y lo que imaginamos ser.
En mis últimos días, cuando el sol ya era un cuadrado pálido y los biomas se desdibujaban como acuarelas bajo la lluvia, un peregrino me habló del Disco de Diamante. Decía que contenía la música original del mundo, la que sonaba antes de que el código comenzara a olvidar sus propias reglas.
El Peregrino había llegado desde los confines del mapa, donde los chunks se generan incompletos y las criaturas nacen sin texturas. Sus palabras caían como bloques sueltos: —En este mundo vasto, debe haber una cueva que contiene una Ciudad Antigua y un Minotauro que dispara muerte de su boca. Adentro encontrarás la Biblioteca Infinita y más allá, podrás abrir el cofre que no tiene coordenadas.
Qué emoción, pensé. Un secreto adentro de un secreto. La promesa de una búsqueda infinita. Cuántas veces no me había entregado a encontrar lo imposible.
Fui arquitecto de catedrales de obsidiana en las llanuras, albañil de puentes de piedra sobre vastos océanos con la misión de conectar los continentes separados. Fui testigo de la belleza, si es que así podía llamársele, bloques se multiplicaban y ordenaban en patrones perfectos que simulaban la nieve, la tierra, los bosques boreales. Pesqué tantos días bajo el sol, mirando atardeceres rosas de tiempos dulcemente muertos.
Pero entonces el mundo empezó a corromperse. Me fijé en la lejanía que el mundo estaba incompleto y roto, las texturas se volvieron moradas y opacas, y las aldeas fueron habitadas por seres sin rostro que repetían “hmm” mientras el cielo sangraba una luz imposible.
Antes de que La Corrupción viniera por mí, en vez de perder el tiempo buscando lo que podía estar depositado en cualquier lugar del infinito, empecé a juntar los materiales para la biblioteca mencionada por El Peregrino, siguiendo los planos de un sueño y sus instrucciones veladas. Con el tiempo, al abrir túneles y túneles en el subsuelo, descubrí la Ciudad Antigua que había mencionado. Escuché los gritos mortales del Minotauro. A las afueras de aquella Ciudad, inicié la construcción de mi propio destino, y mi propia condena.
Mil pisos de estanterías cúbicas, cada una conteniendo todos los libros posibles de sesenta y cuatro páginas. Entre ellos, como lo dijo el Peregrino, estaba el manual de instrucciones original del mundo, el que explicaba por qué los bloques respetaban la gravedad y por qué las semillas generaban los mismos paisajes eternamente. Sabiendo que La Corrupción seguía extendiéndose en el mundo de afuera, me convertí en un ciudadano del subsuelo. Construí mi propio paraíso de bibliotecas donde podía leer todos los libros del mundo y pensar en otra cosa.
Diez mil pisos después, le pregunté:
—¿Por qué no ayudas?
—Yo no ayudo, solamente señalo.
Pensé, ilusamente, que podía vivir así. Sin los atardeceres dulces, sin los días de pesca. Encerrado, encorvado, siempre leyendo los libros de mi imaginación, enloqueciendo disimuladamente mientras inventaba fórmulas y narrativas contenidas en estos pixelitos difuminados. Ya me había vuelto experto en evitar al Minotauro con la muerte en la boca, solo debía ser silencioso. El Peregrino, como una entidad curiosa, siempre me acompañaba. Y como una promesa, se cumplió su profecía cuando me señaló un cofre encontrado en uno de nuestros paseos. Sentí un salto en el corazón. No podía ver las coordenadas del cofre. Entonces supe que habíamos saltado de sueño en sueño hasta llegar a este lugar.
Adentro del cofre encontré un círculo de diamante pulido que reflejaba no la luz, sino el vacío entre los bloques.
—Este disco no se reproduce en ningún gramófono. Es un mapa de lo que perdimos.
—¿A qué te refieres con lo que perdimos?
No respondió. Pero yo seguía preguntándome cosas. ¿Se refiere a lo que estamos perdiendo? ¿Qué ha perdido El Peregrino? ¿Me engañó? Al tomarlo en mis manos, percibí que el mundo se deshacía en ecuaciones fallidas. El Peregrino y El Minotauro se fusionaron en una sola criatura que se descompuso, y partió en dos los cielos y la tierra. Algo similar pasó con mis texturas, con la forma de mi existencia; no podía verlo, solo sentirlo. Los árboles se redujeron hasta ser algoritmos de madera, las nubes se descompusieron en números sueltos, y yo mismo me di cuenta que era un avatar consciente de su propia mortalidad, viviendo en los dos planos: la realidad, y esta otra realidad.
Mi consciencia era un glitch.
El disco no tenía música: tenía un silbido lejano, proveniente de otros juegos, otras partidas; todos los mundos del pasado que fueron colocados sobre este, el eco de realidades que nunca se estabilizaron. La Corrupción se lo tragó todo como una bestia imparable: la ciudad antigua, la biblioteca, los puentes que conectaban los continentes, las catedrales de obsidiana.
Ahora deambulo por un bioma plano, infinito, bajo un sol que ya no se mueve. Quema, todo el tiempo quema. Construyo torres inútiles con bloques que se desvanecen al colocarlos. Algunos días, creo oír una melodía lejana —un piano sencillo, melancólico— pero quizás solamente se trata del viento que roza los bordes rotos del mundo.
El Disco yace enterrado bajo mis pies.
A veces cavo para verlo, pero no vuelvo a tocarlo por temor de que incluso esto se acabe.
Sigue ahí, parece brillar con la luz de un sol inexistente.
Hay videojuegos que se convierten en casa, en memoria, y se habitan como se habita una ciudad de la infancia: con rutas conocidas, atajos secretos y rincones que se visitan no por necesidad, sino por afecto. Chrono Trigger (1995) es uno de esos mundos que trascienden su condición de entretenimiento para convertirse en espejos de nuestras propias paradojas existenciales. No es únicamente un jRPG sobre viajes en el tiempo: es una máquina lúdica de espacio-tiempo, un artefacto que permite manipular el pasado, el presente y el futuro como si fueran piezas intercambiables de un mismo tablero. Cada salto temporal no es solo un recurso narrativo, sino una declaración filosófica: nada está fijo, todo puede reescribirse.
De algún modo, Chrono Trigger materializa el espíritu del Jardín de senderos que se bifurcan de Borges: un universo donde cada decisión crea realidades paralelas que coexisten en la sombra, apenas separadas por un cristal de posibilidades. Un mundo donde salvar a un personaje en el presente significa alterar el eco de un milenio, y donde ignorar una misión secundaria es condenar a un reino entero en otra línea temporal. Como en Borges, el tiempo no se despliega en línea recta ni en círculo perfecto, sino en una red infinita de caminos simultáneos, todos igualmente verdaderos, todos igualmente condenados a existir.
1. El mapa que era un Aleph
En los años noventa, abrir un videojuego nuevo era desplegar una promesa. Los mapas de papel que venían doblados dentro de las cajas eran más que guías: eran la perfecta declaración de intenciones, la prueba de que existía un mundo esperándote. Chrono Trigger entregaba algo más radical (y, según leí por ahí, un reto técnico para un cartucho de Super Nintendo): la promesa de un mismo continente que mutaba en siete variantes distintas, determinadas por el tiempo o por tus decisiones. El mapa como organismo vivo que respondía a tus actos. Salvar un bosque en el pasado borraba desiertos en el futuro; encender una chispa en un siglo podía cambiar el clima, la historia y hasta la arquitectura de otro.
Era, sin que yo lo supiera, mi primer contacto con una cosmovisión borgeana: el tiempo como red de posibilidades, no como línea recta. Un espacio donde cada decisión abre una derivación y cada derivación es tan real como cualquier otra. Borges imaginó laberintos que se ramificaban en el tiempo; Squaresoft los hizo jugables. El mapa o, mejor dicho, un Aleph porque contenía todas las versiones posibles de esos lugares, visibles una por una a medida que viajabas.
En Chrono Trigger, cada salto temporal era la puerta hacia un ahora alternativo. Y en ese ahora podía suceder que:
Curar la enfermedad de un robot en el año 2300 resucitara una especie vegetal extinta en el 1000.
Salvar a una princesa medieval fundara una dinastía que aparecería en los libros de texto de 1999.
Dejar morir a tu protagonista (sí, Crono podía quedarse muerto) creara un futuro donde su sacrificio se volvía leyenda.
En cada línea temporal, el mapa se plegaba como una hoja de origami que podía adoptar siete formas distintas, pero todas pertenecientes a la misma hoja. El Aleph borgeano mostraba todos los puntos del universo a la vez; el mapa de Chrono Trigger te obligaba a recorrerlos uno por uno, sabiendo que cada uno era una variación inevitable del otro.
2. Los finales que nunca terminan
Los chorrocientos finales de Chrono Trigger son ventanas abiertas a universos paralelos, pequeñas rendijas por las que es posible espiar vidas que podrían haber sido. Derrotar a Lavos en distintas eras no solo cambia la estética del epílogo: reescribe la historia misma. Puedes acabar en una Edad Media tecnológicamente avanzada, gobernada por reyes que conocieron la electricidad siglos antes; o en un apocalipsis frío y silencioso, donde los protagonistas viajan al espacio como los últimos supervivientes de un planeta arruinado. Incluso hay finales absurdos, como el de ver a los programadores del juego dentro del propio juego, rompiendo la cuarta pared como si el universo entero se hubiera colapsado sobre su propio código.
Esta estructura narrativa me parece un Borges de lo más puro: no hay un “final verdadero”, porque todos ocurren simultáneamente en el tejido invisible del juego. Ninguno cancela al otro; todos coexisten como líneas temporales legítimas, divergentes, que siguen su curso aunque el jugador ya no las vea. Como en El jardín de senderos que se bifurcan, cada decisión abre un camino que termina por construir un árbol de raíces y ramas, en una red infinita de posibilidades.
La genialidad está en cómo Chrono Trigger te hace sentir esto sin explicártelo: cuando eliges un final, lo vives con la certeza incómoda, o la emoción ingenua, de que los otros once siguen ahí, respirando en otra parte. No los ves, pero los intuyes. Sabes qué están ocurriendo al mismo tiempo que recorres otro destino. Siguen existiendo como ecos: rumores contados por tus amigos en el patio de la escuela, referencias encontradas en una revista de videojuegos mal fotocopiada, o la voz entusiasta de un YouTuber retro que narra ese final que nunca sacaste. Cada versión es una realidad que persiste, aunque solo hayas tocado una. Y esa consciencia, esa sensación de que el juego no se agota en tu experiencia personal, es lo que lo convierte en un Aleph jugable: un lugar donde todas las historias ocurren, aunque solo camines una.
3. La ética del viajero temporal
Chrono Trigger trasciende las mecánicas de “elige tu propia aventura”. Plantea dilemas que, incluso fuera de la pantalla, te dejan pensando durante días. No son solo decisiones tácticas sobre qué arma usar o qué aliado llevar a la batalla para abusar de la mecánica de combinar poderes o especiales; son preguntas de peso existencial que, disfrazadas de fantasía pixelada, cuestionan la raíz misma de nuestras nociones de ética, memoria e identidad.
¿Es ético cambiar el pasado si eso borra identidades enteras del futuro? Restaurar el bosque de Zeal, por ejemplo, trae de vuelta un ecosistema exuberante… pero condena al olvido la cultura nómada que surgió en su ausencia. ¿Es progreso si aniquilas un modo de vida para revivir otro?
¿Vale la pena revivir a Crono si su muerte heroica inspiró a generaciones? Su sacrificio se convierte en un mito que cohesiona a los supervivientes, y devolverlo a la vida no solo reescribe la historia: tal vez diluye su propio significado.
¿Qué sucede con las líneas temporales que descartamos al cargar una partida guardada? Esos mundos siguen existiendo, invisibles, abandonados a su suerte. Mundos donde Crono nunca volvió, donde Lavos ganó, donde tus decisiones fueron distintas aunque ya no las recuerdes.
El juicio, en Chrono Trigger, es una ilusión que el jugador se concede a sí mismo. Crees que decides, pero en realidad estás recorriendo un laberinto ya trazado, donde todos los caminos, incluso los que no tomaste, persisten en silencio. Como lo sugiere Borges, la moral aquí no es un código fijo, sino otro laberinto sin salida única, un entramado de posibilidades donde el bien y el mal son perspectivas que cambian con el ángulo del reloj.
Esa es quizá la trampa más elegante del juego: hacernos creer que somos dioses del tiempo mientras nos recuerda, partida tras partida, que nuestras decisiones son apenas variantes en un patrón infinito. El héroe que salvas hoy podría ser el tirano de mañana; la catástrofe que evitas puede dar origen a una paz más frágil que la guerra que fue reemplazada. Y entre cada salto temporal, la pregunta que persiste no es “¿qué final quiero ver?”, sino “¿cuántos finales ya existen sin mí?”.
4. El rizoma lúdico
Lo que me obsesiona de Chrono Trigger es cómo convierte la metafísica en experiencia sensorial, tangible, casi táctil. El tiempo es maleable, y te proporciona un ambiente sonoro, interactivo y lúdico para darte a entender cómo el tiempo se trastorna a lo largo de tu viaje.
El sonido claro de una campana en el año 600, festivo y solemne, que reaparece siglos después en el 2300 como un eco metálico, distorsionado por el viento y el óxido, como si el propio tiempo lo hubiera masticado.
El sprite de un niño jugando en la plaza del año 1000 que, novecientos noventa y nueve años después, reaparece convertido en anciano, encorvado, portador de recuerdos de un mundo que ya no existe más que en su memoria pixelada.
La espada de Crono, sencilla en sus orígenes, que tras generaciones de manos y batallas se transforma en reliquia, más importante por las historias que carga que por el filo que apenas ha conservado.
Estos detalles son migas de pan esparcidas como en un Jardín de senderos que se bifurcan. Pistas de que todo lo que haces deja huellas, de que cada decisión —incluso la más trivial— resuena como un eco en otros siglos, deformándose, reapareciendo, cruzando los mares del tiempo.
Cada uno de esos elementos funciona como el verso de un poema que se reescribe a sí mismo cuando es releído. Y en esa reescritura, el sentido cambia, las conexiones se multiplican, los significados se contradicen. No hay una historia definitiva, sino variantes que se rozan y se contaminan. Chrono Trigger me enseñó que la narrativa puede ser rizomática: un jardín que crece hacia adentro y hacia afuera al mismo tiempo, sin centro que lo ordene, sin borde que lo contenga, y donde cada nueva rama es también un regreso a otra anterior.
El juego que nunca termina
Cuando apagué la Super Nintendo en 1996, no sentí haber completado un juego. Sentí haber dejado un libro abierto en alguna página intermedia, sabiendo que todas las demás seguían vivas en algún lugar de la memoria del cartucho.
Borges decía que el tiempo es “una trama de incontables hilos”. Chrono Trigger le dio un gamepad a esa trama y nos dijo: “Te toca tejer”. Dos décadas después, sigo pensando en aquellos hilos, en la música que los acompaña. Porque los buenos laberintos —como los buenos juegos— no se resuelven: se viven una y otra vez, sabiendo que cada vez que entramos, somos personas distintas.
Al final, no importa si Crono derrota a Lavos o si el mundo arde. Lo que importa es entender que cada decisión —en la pantalla o fuera de ella— abre un camino que no se cierra. Y que todos esos caminos, visibles o no, forman el mismo jardín donde Borges pasea, donde Crono corre, y donde nosotros seguimos, control en mano, buscando la próxima bifurcación. Y quizás, en algún universo paralelo, hay una versión mía que todavía está jugando, descubriendo un final nuevo.
Hay un hombre en Los Santos que siempre dice lo mismo. Lo he visto vender boletos de metro, o eso me parece —la virtud de ser un NPC es esta mirada descuidada que les echas, siempre es el jugador quien completa la historia—, después cruza la calle con un café en mano y se pone a discutir con un amigo invisible. No importa la hora ni el clima; si me acerco lo suficiente, repite la misma frase. Es casi un mantra, una oración mínima para invocar a los dioses del glitch, del sagrado sistema, inventada por un guionista mal pagado y repetida por un actor cuyo rostro probablemente desconozca la ciudad que habita.
Alguien —probablemente un programador con ojeras marcadas y tres cafés en el sistema, uno de los pequeños y numerosos dioses de ese mundo— escribió esas líneas de diálogo hace años. Las capturó en un archivo de texto, las guardó en una carpeta con el nombre NPC_DIALOGUE_GTAV_FINAL_FINAL2, y sin saberlo, además de aquel hombre de Los Santos, condenó a miles de entidades digitales a repetir las mismas frases hasta el fin de los tiempos. La maldición de Zeus. No son personajes: son ecos; no son seres: son patrones. Cuando caminas por Los Santos y escuchas a un vagabundo gritar “¡El fin se acerca!” por vigésima vez en una hora, algo en su tono te llama la atención: ¿estaremos ante los personajes más borgeanos de la historia digital?
Borges nos enseñó personajes condenados a repetir. Funes el memorioso atrapado en cada instante; los inmortales vagando sin dirección, repitiendo batallas y diálogos; Pierre Menard reescribiendo palabra por palabra el Quijote. El NPC, en cambio, repite no por obsesión o destino literario, sino porque el código es una condena. La diferencia es mínima. El resultado, posiblemente idéntico: la prisión del bucle.
Lo inquietante no es que el NPC hable, sino que lo haga con una cadencia que parece humana. El timing de la respiración, la pausa antes del chiste, la entonación que casi sugiere ironía. En Rockstar son artesanos para construir mundos creíbles. Y aunque uno sabe que esas frases han sido programadas, hay algo en ellas —como en los espejos de Borges— que nos devuelve una sospecha: tal vez nosotros también somos líneas de diálogo asignadas, reaccionando al mismo conjunto de estímulos una y otra vez. No somos maestros del entorno, pero somos parte de ello.
En un cuento breve, Borges imaginó una biblioteca infinita donde todos los libros posibles ya existen. En un videojuego, la biblioteca es el script que contiene todas las frases posibles de los NPCs, aunque apenas unas cuantas se activen en una partida. Los demás diálogos duermen en el código, esperando una condición que quizá nunca se cumpla. Ahí, en ese rincón olvidado, vive una potencialidad borgeana: frases que existen sin haber sido pronunciadas, personajes que nunca veremos pero que esperan en silencio.
Quizá los NPCs no sean simples comparsas. Quizá sean como los actores secundarios que Borges admiraba: figuras fugaces que sostienen el andamiaje del mundo mientras nosotros creemos ser los protagonistas. Ellos ya saben lo que van a decir. Nosotros, en cambio, lo descubrimos a cada paso… o tal vez también lo sabíamos, pero lo hemos olvidado.
1. Los condenados de Babilonia
Borges escribió en La lotería en Babilonia sobre un universo donde el azar se convierte en ley, donde los ciudadanos aceptan que sus destinos están dictados por sorteos imprevisibles, tanto para el placer como para el castigo. Los NPCs de los videojuegos son los babilonios perfectos: no eligen gritar “¡Me cago en tu madre, Franklin!” cada vez que chocas contra ellos; están programados para hacerlo. Su “libre albedrío” es una ilusión matemática, un espejismo estadístico, tan frágil como el fragmento de código que lo sustenta.
Pero hay una diferencia crucial: mientras los babilonios de Borges temían cada sorteo, cada alteración súbita de su destino, los NPCs son insensibles a cualquier cambio. Puedes dispararles, atropellarlos, volar su puesto de hot dogs con un misil, y dos minutos después estarán ahí otra vez, con la camisa limpia, el carrito intacto, murmurando las mismas líneas como si nada hubiera pasado. No recuerdan su propia muerte ni el incendio del mundo que los rodea. Para ellos, no hay trauma ni advertencia; solo un reinicio invisible.
¿No es este el verdadero “eterno retorno”? No el de Nietzsche, que exige abrazar cada instante como si quisieras vivirlo eternamente, sino uno más pobre y más inquietante: revivirlo sin saber que ya lo viviste, repetirlo sin conciencia, habitar un ciclo que no has elegido. En ese sentido, el NPC es el ciudadano ideal para cualquier lotería babilónica: acepta su papel sin queja, porque no puede imaginar otro.
2. Funes, el memorioso pixelado
En Funes el memorioso, Borges presenta a un hombre condenado a recordar cada instante de su vida, incapaz de olvidar el más mínimo matiz: la forma exacta de una nube vista un martes a las tres de la tarde, el ruido específico de una silla al arrastrarse por el suelo en 1882. Los NPCs son todo lo contrario: no recuerdan nada, pero tampoco necesitan hacerlo. Su existencia es un presente continuo, un bucle que se reinicia cada vez que el jugador se aleja y vuelve a acercarse, como si la distancia fuera un borrador invisible que los deja intactos.
Un vendedor ambulante no sabe que le compraste hace cinco minutos. No sabe que lo atropellaste en otra partida. No sabe que lo mataste cien veces en el mismo callejón por pura curiosidad mórbida. No sabe nada, pero ahí sigue, ofreciendo su mercancía ficticia con el rictus congelado y animaciones que se repiten. Puedes destruir su puesto, incendiar su calle, provocar un tiroteo masivo a dos metros de él, y dos minutos después volverá a estar en su lugar exacto, como si nada hubiera pasado.
Es el anti-Funes: un fantasma sin memoria, pero igual de condenado. Condenado no por el peso insoportable de lo recordado, sino por la levedad absoluta del olvido perpetuo. Vive —si es que puede llamarse vivir— en un presente que no se desgasta, pero tampoco se enriquece. No conoce la nostalgia, pero tampoco la posibilidad de aprender. En su mundo, cada encuentro contigo es el primero… y el último, y el mismo, todo al mismo tiempo. Una eternidad vacía, programada para sonreír en bucle.
3. El Aleph en la esquina
En El Aleph, Borges describe un punto en el espacio que contiene todos los puntos del universo, un lugar donde es posible ver, al mismo tiempo y sin superposición, todo lo que ha sido, es y será. Los NPCs tienen su propio Aleph: un instante mínimo, casi siempre producto de un error del sistema, en el que parecen cobrar conciencia. No es un Aleph cósmico, sino un Aleph roto, filtrado a través de la torpeza de la programación, donde lo que asoma no es el infinito sino un destello de duda.
El taxista que repite “¿A dónde vamos, jefe?”, pero que de pronto, en un glitch, responde algo completamente distinto, como si otra voz —ajena al código— hubiera tomado el control por un segundo.
La prostituta cuyo diálogo se corta y, por medio segundo, parece preguntar “¿por qué haces esto?”, antes de que el script la arrastre de nuevo a su papel.
El policía que, en medio de un tiroteo, grita “¡Esto no está en mi contrato!” con un pánico tan real que por un instante parece entender que vive dentro de una Matrix mal disimulada.
Son momentos fugaces, fracturas microscópicas en el muro invisible del juego, pero quizás suficientes para hacernos preguntar: ¿y si su repetición no es una limitación técnica, sino un síntoma existencial? ¿Y si cada glitch es el equivalente digital de un sueño del que no pueden acordarse, pero que deja un eco en su voz, una vacilación en su mirada estática? Tal vez el Aleph de un NPC no sea una revelación de todo lo existente, sino apenas una conciencia efímera de que su mundo es finito… y de que, al cerrarse la partida, también ellos desaparecerán.
¿Somos nosotros los NPCs?
Borges termina Tlön, Uqbar, Orbis Tertius advirtiendo que los mundos ficticios pueden devorar al real. Pero él no imaginaba que la ficción aprendería a monetizar su propia irrealidad. Hoy tenemos influencers en TikTok que fingen ser NPCs digitales: repiten frases mecánicas (“¡Dame like!”, “¡Suscríbete!”), simulan fallas de renderizado con movimientos espasmódicos, y hasta pausan sus transmisiones como si un jugador invisible hubiera apretado el botón START. La diferencia es que, mientras el NPC de GTA V grita “¡Me cago en tu madre!” por la gracia de un script, el influencer humano lo hace por engagement. Ambos son entidades atrapadas en loops, pero solo uno recibe patrocinios de Castle Crush.
Hemos inventado una nueva categoría de existencia: el NPC performático, que no solo acepta su condición de personaje repetitivo, sino que la convierte en marca personal. Es el sueño borgeano distorsionado: ya no tememos que la simulación reemplace a la realidad, sino que preferimos la simulación porque es más rentable. El vagabundo digital que murmura “El fin se acerca” en Los Santos al menos lo hace por diseño; el streamer que corea “¡Dale a la campanita!” por trigésima vez en un live obedece a un algoritmo más implacable que cualquier código escrito en Rockstar.
Alguna vez he sido un espectador por fascinación. Doy like. Comparto. Alimento el loop. Y mientras veo a un humano imitar con disciplina las limitaciones de una IA, entiendo que la diferencia entre personaje y persona ya no está en la memoria, la libertad o la conciencia, sino en la monetización. Porque en la era de la atención fragmentada, incluso la repetición más absurda puede convertirse en contenido. Y el contenido, como bien saben los NPCs de verdad, es lo único que importa cuando tu existencia depende de que alguien haga clic.