Nico

I

Su cuerpo ya no es Nico. Ahora solo es un saco de carne y de huesos. Mientras la cargo a la cajuela, e imagino que voy a platicar con Sol sobre lo que vamos a hacer con sus restos, se me ocurre pensar que Nico nunca fue Nico. Esto que tengo en los brazos es comida de animales, comida de monte. Nico, la del pasado, habría arqueado sus cejas inquisitivamente, de un lado a otro, porque ella tenía una gran intuición para descubrirme pensando cosas turbias. O lo aparentaba muy bien. Mi abuela, o aquel individuo que imagino fue mi abuela, lo habría resuelto facilísimo: habría abandonado ese objeto, antes llamado Nico, en un jardín para que se la coman los nahuales, los gatos, las ratas, los bichos. Puede ser lo mejor… que se descomponga en la tierra para que regrese un poco de su fe al mundo.

Este perro de apariencia estúpida y encantadora se llamaba Nico.

Era mi perro.

Primero fue un cachorro sin nombre. Todavía fumaba cuando llegó a la casa. La pareja que nos vendió a Nico nos la presentó junto a otra hembra maravillosa, una de cabeza y de manto negros. A lado de la negra, estaba la Nico. Cuando las vi juntas, me enamoré instantáneamente de su hermana. Pero me dieron a la Nico en brazos y cuando sentí cómo se aferraba a mí con sus patotas gruesas, como guantes de boxeador, pensé que estábamos destinados. Nico bufaba todo el rato, incluso de chiquita. Sí, era muy vocal, le gustaba ladrar y llorar como burrito cuando se sentía abandonada, pero en ese primer contacto la escuché bufar quedito, como si fuera este animalito que apenas podía soportar ser vulnerable y fofo.

Entonces descubrí que esa era su personalidad; una bestia que desea decir algo pero no puede porque está pensando muy rápido y se le atora la vida en la garganta, y solo puede resoplar y bufar, y tiene atorado el paraíso y el infierno en el cerebro porque nomás no sale el ladrido, el canto, sí, la canción infinita de todas las cosas.

Me enamoré de la otra, pero Nico me distrajo con sus bufidos. La otra iba a ser muy sencilla, una experiencia estética y perruna de lo más común. Ah, pero es que Nico —todavía no se llamaba Nico—, me tenía engarrotado con sus patotas y bufaba quedito. En mi mundo personal, sus primeros bufidos se revelaron como uno de los grandes y últimos misterios. Diría Onetti, para otra cosa más noble que conseguirse un animal, que despertó una última curiosidad verdadera.

II

Nico no siempre fue Nico. Busqué la idea de Nico cuando acepté todo lo que estaba jodido en mi vida: vivo en un pueblo pequeñísimo, se me hace fácil jugar World of Warcraft durante horas, de sol a sol, fumar una cajetilla diaria y ahogarme con dos litros de Coca-Cola al día. Mi esposa viaja a menudo para trabajar. Mientras tanto, yo me quedo en el pueblo días, semanas, en la contemplación de horas que avanzan. Veo anime, veo series de televisión, me deshago en el sillón y me convierto en mueble. Sofá, pantallas, cenizas de cigarrillo y de volcán.

Estaba viviendo otro duelo: había dejado la ciudad, a mi familia, el trabajo que tuve durante nueve años, el trabajo que me hacía sentir importante porque dopamina del name dropping, las aventuras, el gran riesgo. Aceptaba que todo estaba cambiando, pero además me resignaba a vivir con una lentitud pasmosa. El duelo me estaba acabando. Si no hacía algo, iba a despertar un día y me iba a convertir en una cortina, o una silla de oficina, en un bote para la basura.

Entonces tuve un pensamiento ordinario, como todos los muchachos de veintitantos años, o como los padres de los muchachos de veintitantos años: necesito un perro. Cuidar al perro me dará estructura. Búscate algo vivo que dependa de ti y de tus excelentes decisiones, vamos. ¿Y si no? ¿Y si acabo lastimando al animal por un capricho? La alternativa no puede ser mejor. Vas a terminar siendo el padre de tu guild y Festuerto, el no-muerto tanque de nivel ochenta, se convertirá en tu vida, y ya no querrás abandonar las maravillosas puestas de sol en los parajes desolados y virtuales de Orgrimmar.

Tienes qué escribir, tienes qué leer, tienes qué hacer cosas.

Control. Recupera el control.

Vamos por una Nico. O lo que imagino que será Nico.

III

Los primeros días, porque el internet así me educó, la sacaba a pasear en brazos para que reconociera los olores cercanos a casa. Tenía miedo de exponerla a un virus, pero tampoco quería que viviéramos encerrados porque ya era una bestia imposible que masticaba mi teléfono y mis chanclas. Así aprendo que Nico es mi cruz. Siempre necesita algo qué hacer y yo no puedo estar sentado mucho tiempo. Tiene energía colosal para un perrito de ojos tristes y arrugado, un perrito tan diminuto y bufador. Resignado, cigarrillo en la boca, respiración y exhalación de humo y nicotina, dimos una vuelta en la cuadra.

Fuego en los pulmones.

Nico resopla.

Empezamos a conversar.

Te vas a llamar Nico, como Nico Robin, la morrita del One Piece. La sinapsis cerebral a todo lo que da, imaginando historias de las historias. Nico gira la cabecita para todas partes y sigue mirando las casas rosas, azules, amarillas. Según investigué, son los sabuesos con la segunda nariz más potente del condado, tejen historias a través de los olores y, por primera vez, pienso en Argos, el perro de Odiseo. El último lotófago. Envidio secretamente a mi perra porque recogió los secretos, infinitos secretos, de toda mi cuadra. En cada paseo nuestro, ella escribe una novela rusa y espesa y yo ni siquiera tengo el poder de escribir un cuento miserable. Unos perros le ladran atrás de las rejas y ella alza la vista. No les ladra de regreso.

(Era muy sociable, para ella todos podían ser sus amigos, ella amaba a toda la humanidad y a toda la comunidad perruna, incluso quería jugar con aquellos perros que le hicieron daño).

Te vas a llamar Nico porque tú vas a documentar la historia de este pueblo, aprenderás el lenguaje secreto que ha prohibido el gobierno, serás amiga de los gigantes y avatar primorosa de los dioses de furia. Nico bosteza y sus orejas palpan mis obsesiones, las manotean sutilmente como se aparta la necedad de un niño; sus ladridos vienen del estómago, son profundos como de perro grande y hablan idiomas más sencillos que el mío. Sin embargo, me gusta imaginar su voz ancestral, prohibida y enigmática. La voz entretejida con la construcción verdadera del universo. Serás arqueóloga y exploradora. Harás unos túneles maravillosos, es más, harás un laberinto de túneles que nos llevarán a todas partes, a variantes múltiples de todos los universos posibles. Entiendo, en ese primer paseo y a lo largo de los años, que Nico me hace sentir niño otra vez —a veces despierto y me pregunto por qué tengo doce años, y es porque Nico me estaba mirando—, y restaura la bendición de la ingenuidad, el asombro.

Te vas a llamar Nico y pasearemos todos los días. Más allá de la estructura, de recuperar el control, de empoderar a un miserable, abres las puertas de un lugar bendito. Caminamos una, dos horas diarias, porque nunca te cansas. Odias estar encerrada. Incluso caminamos bajo la lluvia y el granizo. Cómo te duele el granizo, pero te pegas a mí, te colocas bajo mis piernas y esperas junto a mí. Intento sacarte durante una fuerte lluvia de ceniza y una extraña nos regaña, ¿recuerdas? Pero es que aprendo de ti: odiamos estar encerrados. Me lloras porque no puedo controlar mágicamente el clima, yo me encojo de hombros y prendo otro cigarro. Ni modo, llegaremos empapadísimos, empolvadísimos, viajaremos juntos a donde sea porque somos familia, tú y yo. Somos un par de charlatanes, un par de habladores. Los mejores. Descubro la necedad de tu nariz: la hundes en cualquier lugar que te provoque la mínima curiosidad y yo me contagio, y me pregunto por qué no puedo ser tan curioso como tú.

La Nico hizo un pequeño bufido.

A los demás le diremos que te llamas Nicolasa porque no queremos que se roben tu verdadero nombre. Bien cabalístico el asunto. Ella responde con su voz profunda y misteriosa, que entiende muchas cosas: “lo he descubierto, escúchame bien, este es el secreto que puedo compartir contigo: juntos somos el sueño del mundo, padre”.

Todavía no sé lo que eso significa.

IV

Tú te haces un poco vieja y yo descubro que estoy muy enfermo. Me pongo inevitablemente sentimental y oscuro. Durante poco más de un año, no sé dónde estoy y cuándo podré salir otra vez, pero tú estás conmigo. No te vas, te quedas. ¿Qué otra cosa puedes hacer? Despierto, te veo dormida sobre mí, como si tu pesado cuerpo pudiera sanar algo, al menos quitarme el frío, y tiempo después, pensaré obsesivamente que me estabas enseñando algo. Quizás solamente me consolabas, o esperabas que muriera para darle una mordida a mi carne, pero tenemos muchas otras canciones, y una de ellas es persistentemente hermosa, melancólica, sobre la ingenuidad perdida y la imaginación. Tu voz gravísima y ancestral se vuelve más definitiva, a veces ominosa: “el sueño del mundo, padre”, me dices, “somos el sueño del mundo”. Ya lo entiendo, te digo, sé que me puedo morir mañana y tú estás aquí, consolándome, animándome a caminar una vez más. Una última vez. La vida es juego, la vida es simulación, la vida es sueño, la vida es imaginación. Eso me enseñas pero me cuesta trabajo recordar porque vivo envarado en mi propia mierda. Me pones las patas sobre el estómago, “exagerado eres, cómo lloras”. Mientras estoy encerrado en un delirio, en la locura particular de los enfermos, me cuentas historias de tus viajes, de los personajes que conoces. Una vez, me dices, llegaste a un túnel particularmente rojo y cálido, donde hiciste tratos con una presencia diabólica. Otra vez, me cuentas, perseguiste a un pueblo de gatos, pero ellos eran más rápidos y se burlaban de ti, y cuando acabaron de humillarse y de jugar, ellos te invitaron de sus magias y sus secretos. “Tú no puedes caminar”, me dices, “pero yo he recorrido cientos de lugares, hice los túneles para que, cuando te cures, podamos visitar todas las historias, las variantes de tus sueños y de los míos”. Entonces escribiré un cuento llamado Brama. En alguna de tus variantes me habrás perdido, quiero decirle, pero ella bufa y sonríe: “no tienes por qué decirlo, aquí estás tú, aquí estoy yo, y te voy a contar historias hasta que despiertes”.

Cuando desperté, misteriosamente te hiciste muy vieja.

V

Duermes mucho, duermes todo el tiempo. Desde que se pellizcó el nervio de tu espalda, no podemos caminar más de 10-15 minutos al día. Una vez al mes te empezamos a llevar a terapia de ultrasonido para disminuirte el dolor porque ya vivías mal. Las caras orgásmicas que haces durante la terapia son vergonzosas. Le digo a Sol: “mira su cara de perra ahegao, me da cosa”, y ella se ríe y me pega, y yo me río de todo.

Tengo miedo de ti, creo que me vas a regañar porque no podemos vivir aventuras como antes, pero bamboleas tu culo gordo felizmente de un lado a otro, luego volteas a mirarme, sacas la lengua y pareces decirme: “de qué hablas, soy una perra vieja, déjame en paz. Yo no vine a enseñarte nada. Soy un animal. ¡Alcánzame si puedes!”. Tu nariz sigue encontrando los huesos de pollo que tiran los vecinos. Tus amigos de aquel pueblo de gatos vienen a visitar. Te vuelves muy eficaz para encontrar la caca de gato enterrada, y comértela. Es tu tesoro o tu postre. Eres el vivo reflejo de envejecer con dignidad, pienso cada vez que paseamos, mientras masticas algo asqueroso que no voy a sacar de tu hocico porque ya no tenemos edad para este juego.

A ti no te da vergüenza ser perra vieja.

Te quedas sorda. Es una bendición, porque así los cohetes de las iglesias ya no te espantan. Te ponían muy mal. Para reírme de ti, empiezo a gritar NICO, NICO, ES HORA DE PASEAR, NICO. NICO, NICO, EN ESTA CASA SOLO COME QUIEN RESPONDE A SU NOMBRE, NICO. Pretendo que hago el eco porque nadie me escucha. Y sí, no escuchas nada. Sigues dormida, soñando que persigues ratones y conejos. Siempre sueñas cosas muy locas porque te mueves mucho. Yo te acaricio suavecito, porque ya te espantas cuando te tocan. Duermes a mi lado, las tardes de siesta y las noches de televisión, ya no encima de mí como cuando estaba enfermo, o cuando estabas cachorra. Exiges tu espacio, tu pedazo de sillón. Me gusta pensar que sueñas con todos nuestros paseos: los reales y los imaginarios. Como has perdido uno de tus siete sentidos, igual que un caballeros del zodiaco, ya no levantas la cabeza para buscar confirmación de nada.

Ya casi nunca te veo a los ojos, como antes, cuando te sentabas frente a mí para exigir paseo. Tus ojotes manipuladores buscando la reacción neuroquímica. Ahora simplemente te echas a mi lado, dispuesta a estorbar, como esperando la caricia amable para decirte que es hora de movernos. Eres un maldito estorbo, te digo sonriendo, pero ya no escuchas, ni te importa. El veterinario de las terapias confirma que también te estás quedando ciega. Me burlo, converso contigo aunque no puedes escucharme: “oílos como dicen cosas, si todavía estás recorriendo los túneles infinitos, ¿a poco no?”. Te estás encerrando en un mundo propio, íntimo. Haces un mapa complejísimo de todas tus aventuras, una novela con el gordo de diez novelas rusas, estás buscando tu propio tiempo perdido. Regresas progresivamente al núcleo ancestral de dónde vienes.

Y yo tengo qué aceptarlo, semana con semana, mes con mes, año tras año.

VI

Hace unos días te vi misteriosamente más cachorra que de costumbre. Te levantaste bien temprano para dar vueltas alrededor de la cama. Suenan tus patitas en la madera. Me levanto, me visto, desayuno y tú me sigues, como acostumbras, porque te gusta estorbar para comunicarme cosas. Te subes un rato al sillón a dormir, y luego te despiertas, me miras directamente a los ojos. “Encontré un lugar, ¿me llevas?, puede ser la Cueva de Montesinos, o el Laberinto Iridiscente de Venus, o la Séptima Ciudad de la Sagrada Barona”.

Hiciste que todo eso sonara muy importante.

Voy por la correa, rapidísimo, creo que esta vez pasearemos como antes. “Pero no podrás acompañarme todo el camino”, me dices, “hoy no”. En ningún momento se me ocurrió que podría ser definitivo. Salimos. Te quito la cadena para que bambolees las caderas, busques basura, tu deleitosa caca de gato —manjar de dioses—, hagas tu paseo a tu ritmo. Me sorprendo, hoy también paseamos más que de costumbre. Te adelantas unos metros y luego volteas a mirarme, giras la cabecita, sacas la lengua.

Has encontrado un túnel, uno de los tuyos.

“Vente, mira, ¿ya viste qué profundo es?”.

“Sí, oye, parece que te llevará a un lugar muy lejos”.

Empiezas a bufar bajito, es tu canción, la que no puedo entender. Primero creía que era la de una vieja resignada, pero me doy cuenta que es más, mucho más. No tendré tiempo para descubrir el significado de todo lo que dices. Respiras emocionada porque es el inicio de una aventura, una muy tuya, una lejos de mí.

“¿Nos vemos luego?”.

“Sí”, le digo, “todavía me queda tiempo de sueño por recorrer”.

“Recuerda que tú y yo somos el sueño del mundo”.

Y te vas, te vas, te fuiste.