Autor: arbolfest

  • Orangután

    Orangután

    Ayer, vi el video de un ingeniero que hablaba directamente a la cámara. Su objetivo, dijo, era conectar más con gente afín, que no buscaba monetizar el canal o amasar followers. Dijo que solía trabajar con inteligencia artificial, pero que hoy en día, prefería construir comunidades para sus hijos. Imaginé que programaba pequeñas redes sociales en PHP y Python para generar resultados chistosos, cagaditos, un método de enseñanza muy STEM o una locura así. Overkill admirable. Y luego habló de sus hijos, y que deseaba un mundo mejor para ellos. Siempre son los hijos, pensé divertido. Se me ocurrió que es uno de esos hombres que hacen amigos en internet, y que luego le muestran a su familia lo que hacen sus amigos lejanos, y que los siente muy suyos, muy próximos. Quizás, lo que llamó más mi atención, fue cómo inició: “si estás aquí, es porque el algoritmo sospecha que tú y yo podemos ser carnales (la traducción es mía), y que podemos conectar”. Muy misterioso el asunto, very demure, very mindful. Le di like a su video, entrecerré los ojos y pensé, de pronto, que el algoritmo me traería puros videos buenaondita de ocasión.

    Anoche, se conectó una exalumna a mi stream y platicamos un rato. Preguntó sobre mi vida pasada: los comerciales, la producción. Y hablé de ello como si hubiera ocurrido hace doscientos años. K me preguntó mi edad, le dije que 42 años y ella JAJASEÓ en mayúsculas y me dijo que esa era la edad de su madre, que cómo le hacía para que todo sonara antiguo, viejo. Habló de que le gustaría una optativa de producción y puse a trabajar el changuito cerebral: ¿podría armar una materia con esos conocimientos? Quizás sí, pero eventualmente me dio flojera. Desde que huí de los comerciales hace más de quinientos años, vivo más tranquilo, vivo feliz, duermo a mis horas, me desvelo por estar leyendo o jugando. Y mientras platicábamos de actrices, de modelos, de que ella quería dejar la escuela para ya ponerse a trabajar en materia de producción de arte, escenografía o fotografía, yo empecé a tener este monólogo interno: no tengo prisa, no hay un jefe que me persiga y me pregunte si ya están los videos; no estoy recibiendo los gritos de un director canadiense porque escogió a un niño actor que no es tan guapo como él creía o tan carismático como sus abuelos, sus padres, su imaginación; no estoy mordiéndome las uñas porque escogieron a una actriz por buenísima, sabrosa, y a ver si no pasa algo, madre mía, porque cómo diablos la voy a cuidar, si van a viajar a no sé dónde y me van a llamar por teléfono, y me van a decir: “creo que pasó algo con Gustavo”, y yo voy a estar tan cansado, tan molido, porque son otros tres comerciales a la puerta, y no sabré qué diablos hacer pero de todos modos, tomaré una taza de café, encenderé el último cigarrillo de la cajetilla, y le llamaré a la agencia de modelos para entender qué fue lo que pasó y anotar cosas en una libreta como si eso sirviera de algo.

    El lunes pasado, mientras leíamos un ensayo de Diego Olavarría, mis alumnos de repente se pusieron contentos, medio chacales, tomando control de la energía del salón y yo los dejé por unos minutos. Eventualmente me preguntaron si no quería ir a las miches con ellos. Yo me reí. Y les dije que no, pero para apaciguarlos les sugerí que tal vez podíamos hacerlo al final del semestre. No entiendo los mecanismos que llevan a los alumnos a invitar a beber a un profesor: ¿quieren conocerlo mejor?, ¿quieren verlo humillarse?, ¿quieren verlo como un igual? Y pobrecillos, por qué exponerse a la mirada que juzga del profesor en un ambiente que no sea el salón de clases: “jaja, míralo, está borrachísimo”. Mirada espejo, por cierto. Luego pasó el momento. Dulcemente pensé que esa era una decisión. No iba a ir a las miches, a tomarme una miche o un azulito porque qué perro oso, pero me di cuenta que podía hacerlo, que tenía el tiempo para hacerlo, tomarme una cerveza, mirar a los jóvenes hacer su desmadre de jóvenes mientras trato de convencerme de que no estoy tan viejo. Y como tengo doscientos años, pensé en aquella ocasión, como siempre pasa que me pongo melancólico y payaso, cuando acompañé al DJ de jalacables y después del séptimo vodka con jugo de arándano, en un Halloween de antaño, me puse a llorar porque me pareció lo más bello ver a un orangután bailando con una princesa.

  • Granizo

    Granizo

    I

    Nico, a punto de cumplir quince años, se quedó completamente sorda. Hace apenas unas semanas, o quizás un par de meses, aún podía percibir algunos sonidos tenues. No sé cuáles eran exactamente, pero sé que solía levantar la cabeza y girar inquieta, como siguiendo la estela de un cohete. O quizá buscaba con la mirada alguna presencia fantasmal, alguna figura que solo ella veía, que todavía ve. Y al notar la mirada de su padre, un hombre tan viejo como para ser su hijo, comenzó a actuar de forma enigmática, como si todos los viejos terminaran por hacer lo mismo.

    El himno de los viejos: hazme caso, todavía no estoy muerto.

    II

    Mi vieja mochila Samsonite, diseñada para cargar mi antigua MacBook Pro de 17 pulgadas, un armatoste que ahora parece de otra era, está empezando a desmoronarse. Los cierres, otrora resistentes y protectores, ya no cierran como deberían. Me acompañó durante años en mis aventuras por la ciudad, pero desde que me mudé a Puebla, quedó relegada a un rincón y me olvidé de ella. Pensé, discretamente, que se haría vieja sin ceremonias ni complicaciones. Se convertiría en el hogar de algunas arañas y hormigas, o de un pájaro perdido, moribundo. De vez en cuando la desempolvaba para mis viajes a la Ciudad de México, aunque su diseño, pensado para una laptop y adornado con compartimentos para celulares flip y cables de audífonos, la convertía en una reliquia de otra época.

    Es una mochila que ha envejecido conmigo.

    Cuando empecé a dar clases en la universidad, decidí llevarla conmigo, pensando que ya era hora de despedirse de ella. Quise darle un buen uso antes de enterrarla en el panteón de las cosas prácticas. Como estoy loco y me gustan los números triviales, empecé a llevar una cuenta de los días que tiene en su segunda vida. Cuenta 275 días, casi un año más. Nada mal para una mochila que compré por ahí del 2005.

    Hoy en día, mi mochila carga una pequeña Chromebook, un iPad y un enredo de cables que parece interminable. También llevo siempre mi diario y un libro para leer. A veces, hasta encuentro espacio para una torta y un termo. Recuerdo cuando compré un iPad restaurado y tuve un pequeño accidente: el termo se cayó y empapó todo. Lo peor no fue perder el iPad, sino la idea de que mi mochila quedara oliendo a leche. Es absurdo, lo sé, pero siento que esta mochila es como un amuleto, un horrocrux, una filacteria , un objeto que guarda parte de mi alma.

    Siento un apego especial a esta mochila. Pero como estoy loco, siento apego a muchas cosas. Tengo este miedo ridículo de tirarla a la basura porque si alguien se inventa una inteligencia artificial que pueda replicar la consciencia de una persona a través de sus objetos, no me gustaría que mi mochila vaya a dar a manos de un tecnócrata irresponsable e inconsecuente.

    III

    Una vez terminados mis pendientes, salí a buscar a la Nico. Mi esposa la había sacado a pasear, un paseo brevísimo, en la callecita de nuestro fraccionamiento, pero la perra piensa que es una larga caminata, como las que solíamos hacer a diario. Hace años, documentaba nuestras caminatas en un blog: diez mil, veinte mil pasos por Cholula, Momoxpan y más allá. La lluvia o el calor nunca fueron impedimento para nuestras aventuras. Nico era mi compañera de aventuras, ella me susurró la memoria de otros perros. En ella, revivía a Argus, Hachiko, Seymour y tantos otros.

    Recuerdo una vez, cuando era una cachorra, que nos sorprendió una granizada. Un granizo, del tamaño de una canica, la golpeó en la frente y la hizo gimotear. Se despabiló, algo molesta y después, con la paciencia de los perros y de los santos, se sentó frente a mí, y se me quedó mirando. Acaricié su cabecita y le prometí que algún día acabaría esta tortura y podríamos regresar a casa. Quizás mentía, pero los perros ignoran las mentiras porque primero te aman, te quieren más de lo que deberían. Un perro aceptará tus mentiras a pesar de ti.

    Me tuvo la fe que tienen los perros.

    Me sigue teniendo esa fe.

    Las caminatas de Nico me dan nostalgia, me recuerdan tiempos sencillos e ingenuos. Me recuerdan una niñez que no es la mía, pero nuestra.

    A unos pasos de distancia, porque sospecho también se está quedando ciega, se separó de mi esposa y corrió hacia mí porque cachó mi olor, se sentó como aquella vez del granizo pero no levantó bien su cabeza hacia mí porque ya no mira. Acaricié sus orejas y un poco su cabeza. El hocico le duele porque se están cayendo sus dientes.

    IV

    A estas alturas, entiendo bien que la permanencia, si bien no es una ilusión, es un sueño de brevedad definitiva. A menudo, la gente intenta consolarme (o consolarse) con frases hechas como “lo único permanente es el cambio”. Aunque aprecio el gesto, prefiero saborear la tristeza y la dulzura que acompañan a la aceptación de la impermanencia.

    No existe una solución, las despedidas son inevitables y creo, aún cuando son pequeñas tragedias, son también el dulce que nos revela una de las grandes verdades, una de esas que siempre estamos buscando pero tenemos frente a las narices. Así como la Nico: para qué levantar el rostro; obliga que algunos dioses, los más tontos, quizás, se arrodillen frente a ti para acariciar tu rostro, reconocer tu existencia a través del tacto, a través de sus manos que crisparán con el recuerdo el día que te vayas, y se darán cuenta que serán ellos los solos y los perdidos cuando tú te vayas, y quizás, si tienen suerte, también alguien los recordará de la misma manera.

  • Servilleta

    Servilleta

    Me pasa, cuando no quiero creer en lo que escribo, primero escribo que se trata de un sueño. El sueño suaviza las palabras, las líneas; el escenario se vuelve una cosa teatral, como si fuera un mundo de goma, mal pintado, improvisado para una obra escolar y rupestre, económica; da una oportunidad extraña: me invento cosas pero no son culpa mía, es un invento que surge de las profundidades cerebrales.

    Quien escribe se separa del que sueña, como si el que soñara no tuviera la misma capacidad para la escritura y la imaginación.

    Todos sabemos que la imaginación es sueño.

    El sueño, insiste quien escribe, y tiene miedo de lo que puede escribir, es un disparate procesado por las neuronas que no están controladas, educadas. Stream of consciousness pero pinchón.

    Sueño con el monstruo, sueño que destruyo mi vida y las comodidades, sueño con la muerte de una persona que odio o, mejor todavía, la muerte de una persona que amo, sueño con un temblor, con la ruina económica, con la vejez y las horas que anteceden la muerte, sueño con la caída.

    Luego me siento frente a mi cuaderno de apuntes y empiezo con una línea: sueño qué, y la rayo, porque es un recurso muy malo. Igual que las inteligencias artificiales alucinan, la cabeza hace lo mismo: darle sentido al flujo del conocimiento, de la experiencia. Hablar de lo humano como se puede. De todas maneras, sueño con el descontrol.

  • Ciberseguridad

    Ciberseguridad

    Tomé uno de esos cursos del lugar donde trabajo, o solía trabajar; pronto ya no voy a trabajar ahí porque cerraron el videojuego para siempre, pero bueno, tomé uno de esos cursos donde un señor muy blanco, de lentes y traje azul, muy parecido al de Mythbusters pero de un blanco gandalfiano, nos contó sobre cómo crear una cultura de seguridad para la oficina. Y empezó a decir que una cultura de seguridad solo sirve si te importa cuidarte a ti y a los otros, cuidar los assets del jefazo. Y asentí, muy serio, porque la verdad es que no me importa mucho porque ya no trabajo ahí. Pero el otro día vi un tik tok de un señor que tuvo que pedir trabajo para hablar con el jefe de seguridad de no sé cuál empresa para imprecarlo de que le robaron sus datos. Contó su viaje de Chihiro: hizo todas las entrevistas, todos los exámenes, hasta que llegó al final boss y ya estando ahí, le dijo: “ve todo lo que tuve qué hacer para decirte que hubo una filtración, y ahora están usando mi tarjeta en la dark web“. Tiró su micrófono y se fue. Y yo me tragué toda su historia porque sonaba muy cool. A un extraño que compra sí le importa la cultura-de-seguridad, pero no creo que le importe al jefe de seguridad de la empresa donde pronto no tendré trabajo. Qué me va a importar, entonces, estar alerta de los security breach. Pero pretendí que sí estoy muy preocupado y le dije que sí a ese señor. Aunque no me oye, le dije: “sí, me importa mucho, muchísimo”. Y por decirle eso me dieron un certificado, y soy un experto en crear culturas de seguridad. Cosa que me da roña. Es que se oye horrible. Al final del curso empezó el señor blanco gandalfiano a decirnos: “y en su casa deben enseñar estas cosas para crear una buena cultura de seguridad”. ¿Qué cosas? Pues no darle click a vínculos extraños que te llegan por correo, ignorar la mayoría de los mensajes que te llegan de números desconocidos. No sugeriría que los ignores todos, así una vez me perdí en un país tecnocrático, y viví una aventura más perra que la de Blade Runner 2049, pero eso es tema para otro día. No sabemos quién podría estar oyendo estas cosas. Espero que no te pase nada por venir a visitarme. Dios cyberpunk te bendiga. No des click a esa cosa. No-des-click. Adiós.

  • Tiranosaurio

    Tiranosaurio

    Miro a Morgana, la gatita, y pienso que le dio vida a la casa: juega con sus puñitos de boxeadora —tiranosaurio rex— para tirar las cosas y se esconde en los recovecos. Nunca estoy solo, porque ella está ahí, agazapada, en la oscuridad, vigilándome. Por otra parte, mis libros se mueven de lugar, y mis juguetes de señor cuarentón también y pienso que en el futuro alguna de esas cosas se caerán, o se perderán, o simplemente morirán, pero hace mucho acepté que nada de esto es mío y que el tiempo es un dios misericordioso cuando lo aceptas. Morgana es inesperada, curiosa, brillante. Tiene unos ojos luminosos. Nico, mientras tanto, ya vieja, viejísima, su carita más blanca que la nieve de los guerreros, la vigila con interés pero a veces le gana el sueño y ni siquiera tiene deseos de pretender que puede jugar. Pero cuando despierta, lo intenta, la persigue, y Morgana llora e imagino que piensa: “a dónde me trajeron, a este lugar con un perro orejón, gordo y peligroso que me va a comer”. Y pensé que así sería siempre porque olvido continuamente la mutabilidad de los gatos, quisiera imaginarla con una neurosis de gente, entonces ella me calla la boca y en un momento de debilidad, Morgana juega con la cola de Nico. Morgana persigue la cola de Nico. Morgana agarra con sus puñitos de boxeadora —tiranosaurio rex— la colita de Nico. Sus garritas ametrallan la cola y la perra, gorda y sorda, en lo suyo, bosteza, y supongo que piensa en cosas muy sencillas que los perros piensan. Entonces me dije: “todo lo que se dice de los gatos es verdad y es mentira”. Y ahí se acabó el asunto, y mi corazón de perro está dispuesto a andar los pasos del gato para aprender una vida nueva.

  • Oni

    Oni

    Publicas tu foto, veo que lees y frente a ti hay un bosque, o es una selva. Miro los árboles para tratar de saber qué son. Estás en un lugar donde un chavo que usa una máscara de diablo japonés (Oni) amarra muchachas, les toma fotos, las exhibe en instagram como arte y erotismo. Y me pregunto, con tus dedos largos, tus uñas limpias y brillantes, si se conocerán, si casualmente se toparon en alguno de esos espacios artísticos y el Oni, sin perder tiempo, te preguntó si te dejabas amarrar. Supongo que le dijiste que no, pero como eres muy bonita, él preguntó otra vez. Y otra vez. “Es algo padre”, habrá dicho, “porque los nervios, y la estimulación de las cuerdas, y estás volando pero sumergida en la euforia, la iluminación ayuda mucho para el trance, la suspensión es totalmente profesional, sentirás que eres otra persona, es un performance más que nada”. Yo haría una mueca, pensaría que en reddit, en el foro de conversaciones, todos quieren coger todo el tiempo, hablan de sexo y de sexo y de sexo, un contraste muy marcado con mis otras comunidades, las de DnD, las de Magic, las de Books, donde el deseo se traduce en tratar de entender cómo funcionan las reglas, los dados, los monstruos. Porque en reddit español, la comunidad de libros, incluso ellos dicen cosas como: “recomiéndenme libros donde cogen mucho, que sean eroticazos, puercazos, por favor, me urge coger”. El deseo persistente, patético, podrido. El oni te enseña alguna de sus fotos profesionales. Si yo estuviera ahí, diría algo así como: “ah, sí, recuerdo esa, esa sesión estuvo muy padre”. Pero lo diría sin ganas verdaderas de que te lleve, o te siga invitando, sino como este ladrillo para tirar una casa de naipes. Y tú querrás regresar a tu libro, pensando: “un bruto más de tantos que me invita a lo mismo porque —precisamente— soy muy bonita”. Seguirás con tu libro de poesía que no me animo a ver mientras escuchamos la lluvia en este lugar inexistente. Yo tomo mi café, servido en una taza roja, y pienso en tus fotografías, y sin querer pienso que no te verías mal suspendida, amarrada. Pero el Oni se ha ido a otro lugar, ha desaparecido en una nube de azufre, quizás ya se quitó la máscara y es un hombre común, o una mujer cansada, quizás ya se encuentra cargando costales de papas y fumando un cigarrillo bajo uno de los postes de su pueblo mientras llueve, llueve, y sigue lloviendo.

  • Recetario

    Recetario

    Algo que me da mucha tristeza, es cuando compro de comer y no sabe tan rico. De unos años a la fecha, creo que la comida es uno de los placeres primordiales, un placer que no debería evitarse. Y no tiene que ser muy complejo; un licuado de plátano, chocolate y un poco de almendras, consigue mejorar mi día porque es la comida dulce de la infancia, el desayuno que me recuerda a los míos.

    Y así como tengo este desayuno sencillo, creo que los otros tienen el suyo y uno de mis ejercicios habituales es imaginar lo que comen, lo que los hace felices, lo que les recuerda los sabores de la infancia, de su comunidad, del hogar. Creo que todos tenemos eso en común, aunque los sabores sean muy distintos. Y podemos empezar a aceptar al otro a través de sus sabores.

    Lo demás puede dejarse atrás, suspenderse en el tiempo hasta que sea posible construir o adquirir uno de complejidad añorable. El juego, la literatura, el amor, el sexo. Pero no la comida.

    Por eso, después de curarme, cuando estuve en el estado de euforia máximo (todavía me desdoblo para vigilarme en el pasado y miro a ese Agustín Fest extraño), recordaba con tristeza mis tacos de suadero, los que comía afuera de la Maren. Y solo de recordar el sabor, verme parado a las dos de la mañana con una coca-cola en una mano y mi plato de plástico en el otro, y darme cuenta lo lejos que estaban, lloraba fácilmente por este sentimiento mezclado de melancolía y abandono. Hice muchos berrinches absurdos por eso. Todavía los hago.

    Me asombra cómo escribimos recetas detalladas para tratar de conservar los sabores. Por otra parte, en la cocina aprendemos un camino silencioso, intuitivo, para cocinarnos a nosotros mismos. Si no anotaste la receta de la abuela, posiblemente la acompañaste dentro de la cocina (a no ser que seas uno de esos tarados que nunca se han metido a una), y cuando la perdiste, usas tu memoria como puedes para reinterpretarla. El juego, la interpretación, asumir el papel del ancestro.

    El mismo esfuerzo de cocinar como otros es invocarlo, traerlo a tu lado para, nuevamente, la comida como celebración, consumir su presencia y hacerlo parte de ti.

    La escritura es un ejercicio similar. He tratado de asimilar a mi persona que disfruta de comer y, por asociación, ama la vida (quizás) y mientras escribo, pienso en mis recetas personales. No serán muy complejas, exóticas. Algunas podrían ser lamentables de lo sencillas que son. Otras solo pueden hablarme desde el recuerdo, la infancia, una experiencia personalísima. Pero es a través de la comida que otros aspectos de mi vida han mejorado: el juego, la literatura, el amor (el sexo no tanto, le tengo miedo al éxito).

    Siempre que podamos comer en compañía, me gusta pensar así, todo está muy bien.