El laberinto es grandísimo, posiblemente infinito; pienso así porque nunca me he topado con otra alma.
Tengo años perdida, estoy sola aunque a veces escucho risas, alaridos o estática de radio. Escucho el eco de una fiesta, de unos niños que juegan, de un río hermoso donde los habitantes viven, juegan, hacen el amor.
Recuerdo mis videojuegos favoritos, los que jugaba antes de caer en esta trampa, y me gusta imaginar que a la vuelta de la esquina me encontraré con un monstruo, quizás algo grotesco, un homúnculos de carne.
E imagino que antes de matarme brutalmente tendremos una larga conversación sobre lo que significa estar vivo, y luego sobre lo que significa desear la muerte, pero me sorprende el vacío.
No tengo arma alguna para enfrentar a los monstruos, no he encontrado un cofre del tesoro o una armadura mágica. Al menos un libro que pueda contarme historias. Para mantenerme cuerda, aunque está bien si dudas de mi cordura, he tenido que imaginar todas estas cosas.

Al final, me encuentro con ratas, cucarachas o pequeñas plantas imposibles, como las de Voynich, que ofrecen algún sustento, y me drogo con algunas hojas de colores extraños que me ayudan a encontrar nuevas puertas, nuevas ventanas, versiones coloridas de mí y pasillos ligeramente distintos; intensifican mi imaginación, mis ganas de vivir, pero eventualmente despierto y sigo sin encontrar algo que me cuente su vida o su propósito, y entonces empiezo a dudar del mío.
Dudar de tu existencia es peor que estar perdida en un laberinto. El cuerpo se las arregla para seguir andando, aunque tú eres miserable, y estás hundida en un abismo mental, y todo tu entorno está glitcheado, falto de color y definición.
Porque la existencia solitaria es algo miserable.
Si no hay nadie frente a ti que te mire a los ojos, y mires tu reflejo como una prueba de existencia, entonces por qué estás aquí, entonces qué sigue, entonces cómo sabes.
Trato de perseguir los sonidos, a veces música, a veces las risas estridentes de una taberna, pero termino por perderme más en sus recovecos oscuros, en sus altos muros de ladrillo rojo.
Camino, corro y me canso, y nunca encuentro nada.
Y luego duermo y sueño que en el centro de esta pesadilla imaginada, hay ciudades enteras. Algunos aventureros construyen su casa, cuentan su historia y sus peleas encarnizadas contra monstruos formidables que sonríen como si poseyeran un alma perversa y humana.
Y sueño que yo camino entre ellos, como una más, una existencia pequeña, diminuta, pero presente.
Despierto y me pregunto: “cómo puedes ser tú sin testigos”, mientras muerdo una de esas hojas púrpuras que me hacen feliz y los techos se abren, y me permiten ver la luna, las estrellas, mientras a mi alrededor se arremolina el pasto verde, y unos perros andan a mi alrededor, continuamente, en círculos, en una noche calurosa que parece perfecta e interminable.
