Mi abuela estaba triste todo el tiempo. Me gustaría decir que solamente una parte del tiempo, mucho o poco, pero me desperté con pocas ganas de engañarme.
Solo puedo entenderla a partir de mi crecimiento a su lado y para conseguirlo, y entenderme de paso, significa verme repetido en algunos de sus rasgos, y apropiarme del monstruo que nace a partir de aquellas observaciones, recuerdos que ya están destilados y fermentados.
Entiendo finalmente que muchos de sus comportamientos partían de una profunda tristeza, una decepción, la aceptación de que algunos sufrimientos son perpetuos y es un camino largo, larguísimo.
Ahora yo camino por ahí.
De niño, aprendí que hacerla reír era lo mejor. Y escuchar su risa era algo bellísimo. Entonces podía disfrazar su tristeza y con uno que otro chiste, a partir de una canción de inocencia y de amor, podíamos descubrir durante unos segundos el paraíso, alcanzar una felicidad pura, salvaje y brevísima.
Unos cuántos años después, la abuela bien dormidita en una urna, estaba en la sala de espera antes de entrar a la biopsia para descubrir el estadío de mi cáncer. Vestía la bata del hospital, el culo asomado por la ranura.
Ese es uno de muchos momentos en los que aprendí que la dignidad es una ilusión.
Mi esposa estaba a mi lado y junto a nosotros, un hombre de cuarenta y tantos, y su padre en silla de ruedas y en bata, esperaban la entrada a su propia biospia.
Me senté sobre una silla metálica, fría. Y después de soltar un gritito, me reí.
—Ni modo, ya me chingué. Esta es mi vida ahora —dije—, con el culo al aire.
El señor de cuarenta y tantos se echó una carcajada, y se le salieron un par de lágrimas o por algo se limpió la cara. El padre en la silla de ruedas no hizo caso. Entonces traté de entender su historia: para un hombre que siempre ha tenido su padre, para alguien cuyo sistema dependía de ese hombre proveedor, macho, lomo plateado, estaba en un momento crítico.
Un terror básico de los hombres, otros hombres, quizás la mayoría de ellos, es ver a su padre destruído, enfermo. La pesadilla de empujar al padre en una silla de ruedas para muchos es como rayar con una navaja en el pizarrón.
Para mí no. Aprecio que mi padre tuvo la delicadeza de convertir su ausencia en una dulce ironía que voy a explotar toda mi vida. Fue su mejor regalo.
—Ya nos chingamos, ¿no? Cómo ve. El culo en la silla fría.
Y el señor se echó otra carcajada.
—Sí es cierto, ya nos chingamos.
El padre en silla de ruedas se quedó en silencio, quizás dormía.
Aproveché el tono para aventarme una perorata de quejas para reírme con el extraño y así, a través del otro, pude compartir lo mismo que había compartido con mi abuela, una intimidad que pensé solo estaba reservada para la familia. Solo no me había dado cuenta. En ese momento solo me pareció agradable escuchar la risa de alguien que estaba padeciendo lo mismo que yo: una profunda tristeza.
(Anoto por ahí, en mi cuaderno: cuando se habla de paraíso, se habla de ficción).
No sería mi última conversación en hospitales.
Recuerdo a un hombre un poco más joven que yo, unos cuatro o cinco años, era un contador, lentes, moreno, apuesto. Su esposa también era muy bonita.
Nos tocó compartir algunos horarios durante el proceso.
Nótese como muchos de nosotros, los enfermos, lo llamamos proceso como si estuviéramos en una novela de Kafka.
Pero no puedo recordar si le pregunté su nombre. O si acaso él preguntó el mío.
En una de esas me empezó a contar de cómo se lo tomaron los compañeros de su trabajo.
—Me daban palmaditas en la espalda y me dijeron que le echara ganas. Que le echara muchas, muchas ganas.
—Sí, yo tuve un tío así, y otro imbécil por ahí.
Y él se empezó a reír porque hablaba así de mi gente, con esta combinación de amargura y bilis.
—Es que son imbéciles, te digo.
No creo que sean realmente imbéciles. Pero lo son. Si yo he aceptado que en mi cuerpo viven dos lobos: uno imbécil y otro muy imbécil, creo que todo ser humano tiene la capacidad de hacer lo mismo y quien no pueda aceptarse ignorante, tonto, está en vías de convertirse en un político.
Escribiendo en algún otro lugar, ya intenté explicar por qué es de imbéciles decirle a una persona que tiene una enfermedad chingona que le eche ganas.
—A qué le debes echar ganas o qué: a esperar los resultados, a que te quemen las venas, a que se te caiga el pelo, a seguir los pasitos para no morirte y quedarte acá para pagar esta madre o qué.
—También me dijeron que soy un guerrero —me dijo riendo.
—Sí eres, mi amigo. Nos vamos a dar en la madre, vas a ver.
Norm Macdonald murió de cáncer en el 2021, era un comediante canadiense que salía en sketches de Saturday Night Live. Durante sabe cuánto tiempo, el tipo trabajó mientras estuvo enfermo, sin decir que lo estaba y ese, pienso yo, es su mejor chiste.
Es específicamente mejor recordado como el comediante que nunca dejó a OJ Simpson en paz, siempre lo atacó brutal y cómicamente señalándolo como un asesino, y por eso mismo lo corrieron.
Igual que la onda esta de ser el guerrero, a Norm Macdonald muchas veces le dijeron: “tenemos qué pelear esto”. Y en uno de sus sketches comédicos, dice: “cómo va a ser una pelea, nadie gana: si tú mueres, el cáncer muere. No, digamos que es un empate”. Hay algo de dulce en ello, y esto era algo que pensaba todo el tiempo, durante mi proceso: “Si yo muero, esto también se va y nadie habrá perdido, pero el descanso… el descanso será glorioso”.
Es decir, está padre que la gente piense que los enfermos son unos guerreros, boxeadores para el consumo de los demás, de aquellos que nos ven por fuera, pero la mayoría no quiere serlo, nadie quiere echarse un tirito con el tumor. Al boxeador le pagan un chingo de lana. Y también está esa otra idea medio fea: si no eres un guerrero, eres una víctima.
Pura etiqueta de la buena.
Costaba mucho vivir en ese entonces.
El contador y yo nos caímos muy bien. Quizás es el primer y único contador que pienso es un bastardito genial. Nos vimos dos o tres veces más. La última vez fue vergonzoso porque cuando me paré de mi reposet de quimioterapia a platicar con él, jalé la intravenosa y se me separó.
Y todo fue un caos.
No quieren saber detalles.
Quizás este es el recuerdo más vergonzoso de mi vida. De eso me voy a acordar cuando me muera. Fue vergonzoso porque nadie, a mi alrededor, me regañó por mi error, tampoco me dijeron que era un estúpido; al contrario, los enfermeros me trataron con gentileza, y con amor, hasta que pusieron todo en su lugar: la intravenosa, mi cuerpo humillado y cansado.
A una de las enfermeras le caí muy bien. Ella procuraba meterme la aguja cuando nos tocaba. Era de las pocas que podía encontrarme la vena y facilitaba un proceso sumamente doloroso, y complejo. Platicábamos durante horas de naderías, era a toda madre, porque era muy higiénica y no me decía jaladas que me desmoralizaban como: “pero no se haga ilusiones, porque luego regresan”.
Ya sé que luego regresamos.
En una de esas, de improviso, llegó un señor viejo, viejito, junto con su hija. Por alguna razón, cuando los vi, pensé: “son judíos”. Y luego me regresé y me dije: “ora, por qué pensaste esa jalada”, y les miré de nuevo con atención y ya no podía quitarme esa percepción. Tenían pinta de judíos de Polanco. Al señor lo sentaron. Estaba moridísimo, como el señor de la silla de ruedas. La hija se fue porque tenía que hacer unos trámites.
Y a mí, como me empezó a pasar la quimioterapia, me dio una náusea horrible, mucho sueño, y ya no pude satisfacer ninguna curiosidad. Solo alcancé a intuir, por lo que le decía el médico a la enfermera, que lo suyo era terminal, que la hija nomás no entendía y que le iban a poner una quimio paliativa o algo así.
El señor empezó a gemir melodramáticamente. Y yo me anoté, entre la náusea y el dolor: “mierda, es uno de esos”.
—No se preocupe, señor, aquí lo vamos a tratar muy bien —dijo la enfermera, mi chingona—. ¿Verdad que aquí lo vamos a tratar muy bien, Agustín?
Pero yo estaba en otro lugar, eso que suelo llamar el umbral, uno que me revelaba la construcción del mundo a través de la somnolencia y la náusea, el área liminal de misterios y revelaciones. Y no podía ayudar a mi amiga la enfermera a facilitarle la vida al señor, a ella y de paso a mí, para no escuchar la precisa definición de gemebundo.
—Sí —traté de decir—. Tiene muy buena mano. La mejor mano.
—¿Verdad que tengo buena mano, Agustín?
—La mejor mano. Es la única que no me ha dolido.
Y me puse encima mi chamarra.
—Perdóname, me estoy quedando dormido.
Creo que dije. Muy grosero yo.
Cuando se trata de la enfermedad, ninguna conversación es pequeña porque en la percepción del enfermo, la vida se agranda, se convierte en este ruido blanco y este ruido agudo a la vez, la vida se infla como el globo más grande del mundo, en una habitación muy pequeña, y el globo te va a aplastar y no sabes cuándo te va a explotar y estás en un estado de tensión perpetuo. Y mientras tratas de percibir todo esto, llega algún sabio a decirte que le eches ganas, que eres un guerrero, que te ayudará a luchar y te dará esas palmaditas en la espalda que te empujan más contra ese globo que se sigue inflando, y luego esa persona se larga, porque ya hizo su chamba: decirte lo que eres, mientras tú estás ahí buscando cómo chingados asomarte para jalar aire y pensar en otra cosa que no sea el globo, ese que está a punto de explotarte en la jeta.
Esta mañana leí un tuit de Mariana, dice que los enfermos están ávidos de hablar de su enfermedad cuando están en el hospital. Quizás porque nadie más los entiende: el hospital es el entorno donde podemos encontrar otros como nosotros, y luego viene el descubrimiento: cada enfermedad es distinta y tiene sus propias peculiaridades.
El entendimiento es el verdadero paraíso: ver al otro, abrazarlo a través de una historia.
Respondí el tuit de Mariana diciendo que estas conversaciones me habían cambiado (de manera fundamental). Sí, quizás. O solo tallaron mejor la estatua que ya soy. Uno de muchos aprendizajes, insights como dicen en la carrera de diseño de interacción y animación, es que toda conversación es una oportunidad para compartir el paraíso (también conocido como la verdad, también conocido como el otro lado del umbral) con un extraño.
También uno que otro infierno, no todo puede ser hermoso.
Y hay infiernos que son muy disfrutables.
Pero el paraíso, primero eso.