Autor: arbolfest

  • Paternidad

    Paternidad

    Mientras sacaba a pasear a la Nico, una vieja basset hound de trece años, mi vecina se detuvo para felicitarme: “por ser un papá perruno”.

    Me agarró de sorpresa, me reí y nos despedimos.

    Pero me quedé pensando en mi perra vieja y cómo puedo ser su padre, si es tan anciana que ya no escucha nada y su cabecita de huevo está desbordando las canas.

    —Una genuina angustia de que su alma derramará su vida antes que la mía, que la historia de sus olores es más rica y absurda y hermosa que la mía—.

    Ya no persigue juguetes, roba los sándwiches de mi esposa o hace necedades como cavar caminos laberínticos subterráneos hacia el infierno con sus patas de boxeadora.

    Está muy cansada para eso.

    Estos últimos días, duerme tan profundamente que nos vamos durante horas de la casa y ella no se da cuenta hasta el último momento.

    Nico ha iniciado el descenso, ya tiene rato que así es, pero mientras eso ocurre, duerme y duerme muy bien.

    Me cuesta trabajo pensar que soy su padre. Ella también ha sabido cuidar de mí. A veces pienso divertido que somos colegas del cuidado, no hay jerarquías entre nosotros. Somos compadres.

    Dejando a la Nico de lado (reitero: no, no soy padre de una perra vieja, y creo que ella estará contenta con ello: humano es humano, perro es perro, wof, wof), en este día del padre, otro más de tanto colmado de redes sociales y fotografías de padres orgullosos, y nerviosos, finalmente he aceptado que la paternidad es un delirio ajeno que alegra y arruina la vida de otras personas, y que jamás sabré nada de ello.

    Cuando era joven, me costaba trabajo imaginarme como el padre de alguien, aún cuando durante algunos años tuve a mi cuidado a un hermano (con cada año que pasa, me doy cuenta que no hice el mejor trabajo siquiera, hice lo que pude hacer. Es un milagro que mi hermano sea un hombre de bien).

    Ahora que soy adulto, me declaro adulto —aunque a veces me siento muy viejo—, décadas de matrimonio y conversaciones serias, hemos concluído que no tenemos el deseo de tener hijos.

    Después de un cáncer, una que otra serendipia, y mi labor como docente, he pensado traviesa y patéticamente que a veces uno termina siendo el padre de todos, incluso de las piedras.

    Tampoco rechazo la idea de que algún día aparecerá algún ente extraño, quizás alienígena o metafísico, que me diga que soy su padre, o se comporte como si yo lo fuera, y yo diré que sí, aceptaré el contrato, todavía no determino si por aburrimiento o por algún deseo de redención.

    Después de ver una feria de padres, fotografía tras fotografía, algunos de ellos haciendo la sonrisa masculina de catálogo, decidí dejarlo por la paz. Aunque no lo voy a negar, me cuesta trabajo.

    Muchos de ellos se ven genuinamente angustiados, la educación sentimental de una masculinidad construída como una casa de cerillos.

    Algunas novelas, francamente aburridas, tratan de estos narradores neuróticos que arreglan sus daddy issues a través de la violencia, de matar al padre, de confrontarlo y decirle que es un imbécil.

    Novelas que son confesiones: descubrir al padre, esa figura ideal, espantada de ser persona como cualquier otra, y sin una perra idea de lo que guarda el futuro en todas las capas, desde lo individual, lo global, lo humano.

    El padre, igual que muchas otras cosas, es un constructo de ficción que es necesario resolver. Porque los hombres resuelven. Me han dicho.

    Pero también soy testigo de algunos padres amorosos que, durante años, han hecho el trabajo de destruir esta figura de legos para revelarse como lo que son a sus hijos.

    Eso es lindo de ver.

    Si yo tuviera que ser un padre, me gustaría poder ser uno así.

    Pero no lo voy a ser y es la aceptación de que no seré ese padre, y si algún día, por accidente, lo fuera, sería lo mismo que fui hace unos años: lo mejor que puedo ser y ya.

    (La aceptación: soy lo que soy, y nada más).

    Sin embargo, como un pequeño manifiesto, una revelación del día de hoy, algo que pensaba mientras caminaba por la vieja Cholula: crecí sin padre y no estuvo nada mal, no soy el mejor ejemplo, pero tampoco vivo bajo un puente.

    Supongo que ese es el pensamiento de cajón que me gustaría sacar el día de hoy: ningún padre es necesario y entender eso, quizás para los que más están angustiados por una paternidad escabrosa, deficiente o insegura, les podría dar un asomo de paz y de libertad.

    Dejarían de sonreír como maniquís en las fotos, mientras los niños y las niñas sonríen como si abrazaran a un dios pequeño y desvelado. El peor dios que puede tener uno, pero como es tuyo, lo aceptas, lo amas. Simplemente lo amas.

    Sabiendo que ningún padre es necesario, la libertad es apabullante: reino de la imaginación, todo lo que puedes hacer por un niño que no espera absolutamente nada de ti.

    Qué miedo, quizás por eso algunos no duermen: saben que son una piltrafa absolutamente desechable, y lo único que tienen es el amor de ese niño, o de esa niña, que sonríe en las fotografías.

    Les dije que me cuesta trabajo, conste que lo intenté.

    Feliz día del padre, especialmente a los que se sienten competentes, y algunos incompetentes también.

  • La rareza

    La rareza

    La semana pasada, algunos literatos sangrones que sigo, y algunos chidos también, compartieron el meme de allá arriba.

    Lo vi de reojo, me sacó una sonrisita porque parece de esos memes que están ahí para hacerlo a uno sentirse muy listo y yo tenía ganas de dar mi jijiji, lo entiendo perfectamente, ya saben, y unos días después, cuando me fui a pasear y acabé en un Gandhi que no me dio ningún tipo de felicidad, al contrario, salí corriendo de ahí, pensando que todos los libros nuevos son feos, hechos con papel barato pero sumamente caros, me puse a pensar nuevamente en el meme y me dije: “por qué no escribes un artefacto lingüístico”.

    Luego me puse a pensar en los pequeños cuentos que he escrito sobre el laberinto, proyecto que inicié el año pasado usando la inteligencia artificial para ayudarme a ilustrar, o como un ejercicio para proponerme historias.

    Intenté usarlo para escribir algunas cosas, pero la inteligencia artificial es como un idiota que te ofrece ideas y te interrumpe continuamente, y todo es buenaondita, y te da sugerencias para no lastimar a alguien con tus juiciosos comentarios, y te sugiere que quites las groserías porque no es un lenguaje correcto, y todo el estilo se va a la verga. Lo único bueno de la escritura con inteligencia artificial es que le da formato a tus piensos. Copias y pegas, y ya, tienes qué quitar toda la pendejada que puso para poner lo tuyo sobre una notita que tiene un formato muy legible para el internet.

    De paseo en un Fondo de Cultura (que sí me dio mucha felicidad, y sanó mi corazón después de pasear en Gandhi), pensé en mi primera novela publicada por una editorial de verdad, recordé a Martín Murano y el inicio de su viaje narrativo desde la certeza de que va a morir, y me pregunté: por qué escribir una novela parece más sencillo cuando aseguras la muerte de tu narrador. Quizás porque eso es un narrador: un personaje que acabará cuando el libro cierre, un personaje que no tiene nada qué perder, y como no tiene nada qué perder, debería contarlo todo.

    Inspirador, de algún modo.

    El ratoncito siguió dando vueltas en mi cabeza, cuando se me ocurrió: “okay, voy a escribir otra novela de un tipo que se está muriendo, pero que parezca un artefacto lingüístico, pero que tenga una trama muy escondida por detrás, ¿saben? Como un juego”. Muy mamón el asunto. Estaba en ese estado del que se droga con sus piensos.

    Siempre que un asunto empieza muy mamón, a veces es sano respirar profundamente y preguntarse: “¿de verdad quieres hacer eso, papi?”.

    Entonces pensé en Johan Huizinga y el juego como una abstracción paradójica. Puedes negar el amor, por ejemplo, o puedes negar a la comunidad, la patria, o la familia. Puedes rechazar la concepción, la construcción común de estas abstracciones. Pero no puedes negar el juego (to play: jugar, interpretar, asumir un papel). Cuando consigues el espacio de juego, siempre serás un jugador. Y de ahí, quizás, la cosa se hace más compleja cuando conviertes el amor en juego, y la lectura en juego, y la escritura en juego (¿Cortázar, estás ahí?). Es decir, lo haces con toda la seriedad posible (el amor), pero tampoco debes ser totalmente serio porque qué hueva.

    En fin, que esta mañana empecé escribiendo el primer capítulo de un artefacto lingüístico que no sé a dónde va a parar. A diferencia del narrador, todavía sigo con vida y mientras siga con vida, seguiré escribiendo cositas. Porque la creación es juego y si te gusta hacer cosas, y eso te da felicidad, por qué no serías esta criatura entregada a la felicidad.

  • Small Talk

    Small Talk

    Mi abuela estaba triste todo el tiempo. Me gustaría decir que solamente una parte del tiempo, mucho o poco, pero me desperté con pocas ganas de engañarme.

    Solo puedo entenderla a partir de mi crecimiento a su lado y para conseguirlo, y entenderme de paso, significa verme repetido en algunos de sus rasgos, y apropiarme del monstruo que nace a partir de aquellas observaciones, recuerdos que ya están destilados y fermentados.

    Entiendo finalmente que muchos de sus comportamientos partían de una profunda tristeza, una decepción, la aceptación de que algunos sufrimientos son perpetuos y es un camino largo, larguísimo.

    Ahora yo camino por ahí.

    De niño, aprendí que hacerla reír era lo mejor. Y escuchar su risa era algo bellísimo. Entonces podía disfrazar su tristeza y con uno que otro chiste, a partir de una canción de inocencia y de amor, podíamos descubrir durante unos segundos el paraíso, alcanzar una felicidad pura, salvaje y brevísima.

    Unos cuántos años después, la abuela bien dormidita en una urna, estaba en la sala de espera antes de entrar a la biopsia para descubrir el estadío de mi cáncer. Vestía la bata del hospital, el culo asomado por la ranura.

    Ese es uno de muchos momentos en los que aprendí que la dignidad es una ilusión.

    Mi esposa estaba a mi lado y junto a nosotros, un hombre de cuarenta y tantos, y su padre en silla de ruedas y en bata, esperaban la entrada a su propia biospia.

    Me senté sobre una silla metálica, fría. Y después de soltar un gritito, me reí.

    —Ni modo, ya me chingué. Esta es mi vida ahora —dije—, con el culo al aire.

    El señor de cuarenta y tantos se echó una carcajada, y se le salieron un par de lágrimas o por algo se limpió la cara. El padre en la silla de ruedas no hizo caso. Entonces traté de entender su historia: para un hombre que siempre ha tenido su padre, para alguien cuyo sistema dependía de ese hombre proveedor, macho, lomo plateado, estaba en un momento crítico.

    Un terror básico de los hombres, otros hombres, quizás la mayoría de ellos, es ver a su padre destruído, enfermo. La pesadilla de empujar al padre en una silla de ruedas para muchos es como rayar con una navaja en el pizarrón.

    Para mí no. Aprecio que mi padre tuvo la delicadeza de convertir su ausencia en una dulce ironía que voy a explotar toda mi vida. Fue su mejor regalo.

    —Ya nos chingamos, ¿no? Cómo ve. El culo en la silla fría.

    Y el señor se echó otra carcajada.

    —Sí es cierto, ya nos chingamos.

    El padre en silla de ruedas se quedó en silencio, quizás dormía.

    Aproveché el tono para aventarme una perorata de quejas para reírme con el extraño y así, a través del otro, pude compartir lo mismo que había compartido con mi abuela, una intimidad que pensé solo estaba reservada para la familia. Solo no me había dado cuenta. En ese momento solo me pareció agradable escuchar la risa de alguien que estaba padeciendo lo mismo que yo: una profunda tristeza.

    (Anoto por ahí, en mi cuaderno: cuando se habla de paraíso, se habla de ficción).

    No sería mi última conversación en hospitales.

    Recuerdo a un hombre un poco más joven que yo, unos cuatro o cinco años, era un contador, lentes, moreno, apuesto. Su esposa también era muy bonita.

    Nos tocó compartir algunos horarios durante el proceso.

    Nótese como muchos de nosotros, los enfermos, lo llamamos proceso como si estuviéramos en una novela de Kafka.

    Pero no puedo recordar si le pregunté su nombre. O si acaso él preguntó el mío.

    En una de esas me empezó a contar de cómo se lo tomaron los compañeros de su trabajo.

    —Me daban palmaditas en la espalda y me dijeron que le echara ganas. Que le echara muchas, muchas ganas.

    —Sí, yo tuve un tío así, y otro imbécil por ahí.

    Y él se empezó a reír porque hablaba así de mi gente, con esta combinación de amargura y bilis.

    —Es que son imbéciles, te digo.

    No creo que sean realmente imbéciles. Pero lo son. Si yo he aceptado que en mi cuerpo viven dos lobos: uno imbécil y otro muy imbécil, creo que todo ser humano tiene la capacidad de hacer lo mismo y quien no pueda aceptarse ignorante, tonto, está en vías de convertirse en un político.

    Escribiendo en algún otro lugar, ya intenté explicar por qué es de imbéciles decirle a una persona que tiene una enfermedad chingona que le eche ganas.

    —A qué le debes echar ganas o qué: a esperar los resultados, a que te quemen las venas, a que se te caiga el pelo, a seguir los pasitos para no morirte y quedarte acá para pagar esta madre o qué.

    —También me dijeron que soy un guerrero —me dijo riendo.

    —Sí eres, mi amigo. Nos vamos a dar en la madre, vas a ver.

    Norm Macdonald murió de cáncer en el 2021, era un comediante canadiense que salía en sketches de Saturday Night Live. Durante sabe cuánto tiempo, el tipo trabajó mientras estuvo enfermo, sin decir que lo estaba y ese, pienso yo, es su mejor chiste.

    Es específicamente mejor recordado como el comediante que nunca dejó a OJ Simpson en paz, siempre lo atacó brutal y cómicamente señalándolo como un asesino, y por eso mismo lo corrieron.

    Igual que la onda esta de ser el guerrero, a Norm Macdonald muchas veces le dijeron: “tenemos qué pelear esto”. Y en uno de sus sketches comédicos, dice: “cómo va a ser una pelea, nadie gana: si tú mueres, el cáncer muere. No, digamos que es un empate”. Hay algo de dulce en ello, y esto era algo que pensaba todo el tiempo, durante mi proceso: “Si yo muero, esto también se va y nadie habrá perdido, pero el descanso… el descanso será glorioso”.

    Es decir, está padre que la gente piense que los enfermos son unos guerreros, boxeadores para el consumo de los demás, de aquellos que nos ven por fuera, pero la mayoría no quiere serlo, nadie quiere echarse un tirito con el tumor. Al boxeador le pagan un chingo de lana. Y también está esa otra idea medio fea: si no eres un guerrero, eres una víctima.

    Pura etiqueta de la buena.

    Costaba mucho vivir en ese entonces.

    El contador y yo nos caímos muy bien. Quizás es el primer y único contador que pienso es un bastardito genial. Nos vimos dos o tres veces más. La última vez fue vergonzoso porque cuando me paré de mi reposet de quimioterapia a platicar con él, jalé la intravenosa y se me separó.

    Y todo fue un caos.

    No quieren saber detalles.

    Quizás este es el recuerdo más vergonzoso de mi vida. De eso me voy a acordar cuando me muera. Fue vergonzoso porque nadie, a mi alrededor, me regañó por mi error, tampoco me dijeron que era un estúpido; al contrario, los enfermeros me trataron con gentileza, y con amor, hasta que pusieron todo en su lugar: la intravenosa, mi cuerpo humillado y cansado.

    A una de las enfermeras le caí muy bien. Ella procuraba meterme la aguja cuando nos tocaba. Era de las pocas que podía encontrarme la vena y facilitaba un proceso sumamente doloroso, y complejo. Platicábamos durante horas de naderías, era a toda madre, porque era muy higiénica y no me decía jaladas que me desmoralizaban como: “pero no se haga ilusiones, porque luego regresan”.

    Ya sé que luego regresamos.

    En una de esas, de improviso, llegó un señor viejo, viejito, junto con su hija. Por alguna razón, cuando los vi, pensé: “son judíos”. Y luego me regresé y me dije: “ora, por qué pensaste esa jalada”, y les miré de nuevo con atención y ya no podía quitarme esa percepción. Tenían pinta de judíos de Polanco. Al señor lo sentaron. Estaba moridísimo, como el señor de la silla de ruedas. La hija se fue porque tenía que hacer unos trámites.

    Y a mí, como me empezó a pasar la quimioterapia, me dio una náusea horrible, mucho sueño, y ya no pude satisfacer ninguna curiosidad. Solo alcancé a intuir, por lo que le decía el médico a la enfermera, que lo suyo era terminal, que la hija nomás no entendía y que le iban a poner una quimio paliativa o algo así.

    El señor empezó a gemir melodramáticamente. Y yo me anoté, entre la náusea y el dolor: “mierda, es uno de esos”.

    —No se preocupe, señor, aquí lo vamos a tratar muy bien —dijo la enfermera, mi chingona—. ¿Verdad que aquí lo vamos a tratar muy bien, Agustín?

    Pero yo estaba en otro lugar, eso que suelo llamar el umbral, uno que me revelaba la construcción del mundo a través de la somnolencia y la náusea, el área liminal de misterios y revelaciones. Y no podía ayudar a mi amiga la enfermera a facilitarle la vida al señor, a ella y de paso a mí, para no escuchar la precisa definición de gemebundo.

    —Sí —traté de decir—. Tiene muy buena mano. La mejor mano.

    —¿Verdad que tengo buena mano, Agustín?

    —La mejor mano. Es la única que no me ha dolido.

    Y me puse encima mi chamarra.

    —Perdóname, me estoy quedando dormido.

    Creo que dije. Muy grosero yo.

    Cuando se trata de la enfermedad, ninguna conversación es pequeña porque en la percepción del enfermo, la vida se agranda, se convierte en este ruido blanco y este ruido agudo a la vez, la vida se infla como el globo más grande del mundo, en una habitación muy pequeña, y el globo te va a aplastar y no sabes cuándo te va a explotar y estás en un estado de tensión perpetuo. Y mientras tratas de percibir todo esto, llega algún sabio a decirte que le eches ganas, que eres un guerrero, que te ayudará a luchar y te dará esas palmaditas en la espalda que te empujan más contra ese globo que se sigue inflando, y luego esa persona se larga, porque ya hizo su chamba: decirte lo que eres, mientras tú estás ahí buscando cómo chingados asomarte para jalar aire y pensar en otra cosa que no sea el globo, ese que está a punto de explotarte en la jeta.

    Esta mañana leí un tuit de Mariana, dice que los enfermos están ávidos de hablar de su enfermedad cuando están en el hospital. Quizás porque nadie más los entiende: el hospital es el entorno donde podemos encontrar otros como nosotros, y luego viene el descubrimiento: cada enfermedad es distinta y tiene sus propias peculiaridades.

    El entendimiento es el verdadero paraíso: ver al otro, abrazarlo a través de una historia.

    Respondí el tuit de Mariana diciendo que estas conversaciones me habían cambiado (de manera fundamental). Sí, quizás. O solo tallaron mejor la estatua que ya soy. Uno de muchos aprendizajes, insights como dicen en la carrera de diseño de interacción y animación, es que toda conversación es una oportunidad para compartir el paraíso (también conocido como la verdad, también conocido como el otro lado del umbral) con un extraño.

    También uno que otro infierno, no todo puede ser hermoso.

    Y hay infiernos que son muy disfrutables.

    Pero el paraíso, primero eso.

  • La cabra de las muchas luces

    La cabra de las muchas luces

    Escribe libros raros. No sabe por qué, pero debe hacerlo. Cuando joven, era más fácil, se enfocaba a hacerlo de día, además el laberinto era muy sencillo; usando con inteligencia su lengua, sus dientes feos y sus pezuñas, podía contar historias sencillas.

    Los cuernos no le han servido nunca para contar historias.

    No supo cuándo cambió, pero el día no le fue suficiente. Tuvo que conseguirse velas. Se las robó a algunos comerciantes y aventureros, también a algunas familias con niños, a menudo, desagradables y feos. Escribió la cabra en su ficción autobiográfica: «entre más feos y desagradables, mejor saben».

    Engañó a las personas, pretendiendo que era un animal de lo más normal y cuando ellos, confiados, la dejaban vivir a su lado, se metía a sus casas y se robaba las velas.

    Se comió algunos niños. No todos, solo algunos. El hambre es canija en algunos lados del laberinto.

    Pasó algo que la misma cabra definiría que tenía connotaciones mágicas, como que las velas solas agarraron un espacio en su lomo y su cabeza. Enraizaron ahí como lo harían los árboles necios y espinosos, como el mesquite.

    Las velas se encendieron solas, con un fuego que no quema y tampoco da calor, pero siempre ilumina, y no solo esto le ayudaba a escribir sus historias raras, pero también hacían la cuenta de su propia vida.

    La cabra, cuando antes era un animal, ahora no solamente escribía pero también entendió el concepto del tiempo.

    Sabiéndose un menjurje divino de algún tipo, buscó a una cabrita de las normales e hicieron el dulce amor hasta asegurarse de que existirán otras cabritas tan peculiares como ellas: con velas en el lomo, con una intención artística intensa y una capacidad innata muy chusca para pretender normalidad y así robarle sus cosas a los aventureros y los comerciantes.

    La cabra no ha muerto, escribe libros raros y aunque no sabe por qué son raros, escribirlos le da mucho placer y por eso sonríe como una figura siniestra. Y claro, los niños, no podemos olvidar a los pobres niños que yacen dormidos en su estómago. Quizás de ahí surge el fuego de sus velas. Normalmente solo se come a los niños feos, no como los cactos, que no discriminan y se comen a los gatos y los niños por igual.

    Cuando pasea en el laberinto, y mira su propio reflejo en alguno de sus múltiples arroyuelos o las fuentes mágicas, mira la diminución de sus velas y piensa en la mortalidad.

    Pero ha vivido cientos, quizás miles de años, y parece que la finalidad, si es que puede llamársele así, está muy lejos.

  • Dweller

    Dweller

    Anota Sakin Almataha en su diario: “En el laberinto me siento afortunado de ser libre. Manifiesto por escrito que desde siempre me gustaron los hombres y las mujeres, siempre quise sentirme abrazado y bendito por el abrazo de ambos, la caricia de ambos sexos, pero mi vida anterior no me permitía ver de frente a la bestia de las mil caras: el amor, el deseo, el abandono.

    En mi vida anterior, no había la esperanza de dioses permisivos, dioses que aman, dioses que experimentan el amor a partir de la mortalidad. Un dios puede cometer errores infinitamente, o hasta que es olvidado por sus creyentes. Y mi dios jamás será olvidado porque incluso aquí, todavía me sé sus oraciones. Eventualmente entendí que iba a morir y cada día de negación, era aceptar la condena de mi corazón porque temía los monstruos, los pecados inventados por el hombre sin rostro: esa criatura ambigua que había construido ese otro laberinto que llamaba familia, casa, sociedad, nación.

    [En este espacio, Sakin Almataha dibuja con carboncillo todos los pisos al laberinto referido. Incluye calles, banderas, colores, camiones, figuras sonrientes y cansadas, árboles abandonados, ríos secos, perros que deambulan de noche, fuera de las tiendas y las comidas nocturnas, buscando alimento olvidado. Hace un mapa extenso de la que fue su ciudad antes de ser libre y uno se pregunta, después de todo, ¿cómo hizo para vislumbrar un mundo tan grande y tan hermoso dentro de su propia prisión?]

    Cuando abrí la puerta a este laberinto de maravillas, primero me sentí perdido por los ladrillos rojos, constantes; los pasillos repetitivos y casi iguales; las ventanas fuera de sentido porque no muestran nada, atisbos de libertad, sino más pasillos y encrucijadas. Luego, deambulando como un hombre sin esperanzas, encontré una espada y para sobrevivir, tuve qué bañarme en la sangre de los monstruos y los malditos. Comí la carne del pecado, mordí los hongos y el musgo, lamí las pocas corrientes de agua.

    Y tuve la revelación de mi propia carne.

    Extrañé a mi familia, mi casa, mi sociedad, mi nación.

    Pero escuché el rumor de una canción en mi corazón.

    Era un sonido misterioso y alegre.

    Una canción ajena, como las que se escuchan cuando viajas en autobús y estás quedándote dormido.

    Era libre.

    Resolví el misterio de los pasillos, seguí el eco de las risas y los olores a pan, y a carne, y las paredes se abrieron para revelarme los rostros y los cuerpos, para revelarme las carcajadas y el verdadero cansancio. Encontré el jardín secreto, el bosque purpúreo dentro del bosque de concreto. Hombres tomaban la mano de los hombres. Y mujeres tomaban la mano de las mujeres. Y luego intercambiaban como si no importara, como si hubiéramos nacido para querernos igual, querernos bien y amablemente. Y ninguno se preguntaba si dios pensaba quemarlos. Y por primera vez me arrodillé e hice una oración sincera porque había encontrado mi primer paraíso”.

    [Después viene un largo recuento de los amores y desamores de Sakin Almataha, en ocasiones aburrido porque temía escribir del cuerpo y de los sudores. Además, se dice que los extranjeros se acostumbran a los paraísos después de unas cien, ciento cincuenta páginas. Quizás habría que visitarlo en unos doscientos o trescientos años para saber si envejeció como un espíritu contento, y si todavía tiene ganas de rezar después de todo este tiempo. Mientras tanto, alabada sea su ingenuidad, y que dios bendiga sus aventuras amorosas y su desparpajo de hombre roto, inconcluso.]

  • Piano

    Piano

    La memoria es un laberinto, persigo a Felisberto porque tengo una memoria de mí, leyéndolo, escuchando su cuento como una melodía de piano. Creo que lo leía en un espacio de mucho sol, o en alguna de las bibliotecas de la UNAM. Y recuerdo haber pensado: “¿Por qué estoy atrapado aquí adentro? ¿Cuándo voy a regresar?”. Pero tampoco importaba mucho el regreso, como si hubiera reclamado mi tiempo a través de esta captura involuntaria.

    La memoria, laberinto y sensación de infinito, me lleva hacia Felisberto, pues una imagen de mí mismo resurge en ella, leyéndolo, escuchando su cuento como una melodía de piano. Imagino que lo leía en un lugar bañado por el sol, quizás eran los jardínes, las islas, o quizás en alguna de las cafeterías de la UNAM. Y recuerdo haber pensado: “¿Por qué estoy atrapado aquí dentro? ¿Cuándo volveré?”. Sin embargo, la idea del regreso no me atormentaba, no había urgencia alguna, como si hubiera logrado recapturar el tiempo; he secuestrado mi propia memoria.

    La memoria, los recuerdos y la estructura laberíntica, me conduce a Felisberto. Una imagen borrosa de mí mismo surge en ella, leyéndolo, absorbiendo su cuento como una melodía de piano que me envuelve. Imagino que lo leía en un espacio luminoso, o tal vez en alguna biblioteca olvidada. Recuerdo la biblioteca de Cristo Rey, oculta entre los árboles, circular y sí, quizás, labertíntica. Y recuerdo haber pensado: “¿Por qué estoy aquí, atrapado en este lugar? ¿Cuándo podré regresar?”. Es una memoria fugaz e intensa. Casi nunca acudo a ella porque es amable. Regresar es una comodidad, para qué, si he reclamado mi tiempo a través de un recuerdo involuntario.

  • Retorno

    Retorno

    El laberinto es grandísimo, posiblemente infinito; pienso así porque nunca me he topado con otra alma.

    Tengo años perdida, estoy sola aunque a veces escucho risas, alaridos o estática de radio. Escucho el eco de una fiesta, de unos niños que juegan, de un río hermoso donde los habitantes viven, juegan, hacen el amor.

    Recuerdo mis videojuegos favoritos, los que jugaba antes de caer en esta trampa, y me gusta imaginar que a la vuelta de la esquina me encontraré con un monstruo, quizás algo grotesco, un homúnculos de carne.

    E imagino que antes de matarme brutalmente tendremos una larga conversación sobre lo que significa estar vivo, y luego sobre lo que significa desear la muerte, pero me sorprende el vacío.

    No tengo arma alguna para enfrentar a los monstruos, no he encontrado un cofre del tesoro o una armadura mágica. Al menos un libro que pueda contarme historias. Para mantenerme cuerda, aunque está bien si dudas de mi cordura, he tenido que imaginar todas estas cosas.

    Al final, me encuentro con ratas, cucarachas o pequeñas plantas imposibles, como las de Voynich, que ofrecen algún sustento, y me drogo con algunas hojas de colores extraños que me ayudan a encontrar nuevas puertas, nuevas ventanas, versiones coloridas de mí y pasillos ligeramente distintos; intensifican mi imaginación, mis ganas de vivir, pero eventualmente despierto y sigo sin encontrar algo que me cuente su vida o su propósito, y entonces empiezo a dudar del mío.

    Dudar de tu existencia es peor que estar perdida en un laberinto. El cuerpo se las arregla para seguir andando, aunque tú eres miserable, y estás hundida en un abismo mental, y todo tu entorno está glitcheado, falto de color y definición.

    Porque la existencia solitaria es algo miserable.

    Si no hay nadie frente a ti que te mire a los ojos, y mires tu reflejo como una prueba de existencia, entonces por qué estás aquí, entonces qué sigue, entonces cómo sabes.

    Trato de perseguir los sonidos, a veces música, a veces las risas estridentes de una taberna, pero termino por perderme más en sus recovecos oscuros, en sus altos muros de ladrillo rojo.

    Camino, corro y me canso, y nunca encuentro nada.

    Y luego duermo y sueño que en el centro de esta pesadilla imaginada, hay ciudades enteras. Algunos aventureros construyen su casa, cuentan su historia y sus peleas encarnizadas contra monstruos formidables que sonríen como si poseyeran un alma perversa y humana.

    Y sueño que yo camino entre ellos, como una más, una existencia pequeña, diminuta, pero presente.

    Despierto y me pregunto: “cómo puedes ser tú sin testigos”, mientras muerdo una de esas hojas púrpuras que me hacen feliz y los techos se abren, y me permiten ver la luna, las estrellas, mientras a mi alrededor se arremolina el pasto verde, y unos perros andan a mi alrededor, continuamente, en círculos, en una noche calurosa que parece perfecta e interminable.