Autor: arbolfest

  • La distorsión de la memoria

    El fin de semana pasado, mientras caminaba, grabé mi caminata cholulteca con una app que envejece los videos, como si fuera una VHS. En tiempo real, mientras grabas, los difumina, quita definición, agrega errores de cinta y movimiento (Rarevision VHS). Me enamora mi pueblito viejo y tranquilo, también me enamora el pasado. Empecé a obsesionarme con el vaporwave y la estética general de los noventa, pero la estética gringa, una falsedad cómoda. // Te haces consciente cuando te enamoras de lo irreal // Ya soy un señor, estoy atravesando algunos umbrales para dejar la juventud atrás. “En los noventa, estuve en un show de TV famoso”.

    Cuando me dedicaba al casting de comerciales, en los dos mil, nuestras cámaras de trabajo eran unas VHS. Mi jefe fue sumamente feliz con ellas. Hablaba y hablaba de cómo le habían robado unas y cómo ansiaba juntar presupuesto para recuperarlas; prendía su cigarrito, pensaba en el pasado, hacía como que ya tenía una en las manos y, blandiendo esa cámara invisible, nos mostraba cómo se usaba. Entonces se endeudó y compró una cámara cada dos o tres meses, hasta que juntamos tres y se acabaron con el uso (cambiamos a cintas digitales y después cámaras de disco duro). No puedo negarlo, era placentero cargar esos pequeños monstruos en el hombro. Un juego de ilusiones y de espejos: yo soy el director, yo soy el documentador, yo soy el reportero de guerra.

    Pero no las usábamos para otra cosa que poner gente frente a nosotros para que hiciera caritas y dijera sus diálogos de padre comercialero. Y se veía maravilloso. En los monitores CRT, no solo veía mi infancia de cassettes y cintas, pero también mi primera vida profesional. Soy una memoria sobre la construcción de ficciones y espejismos.

    En YouTube abrí un diario para subir mis videos de VHS y con glitches intencionales. No sé si tenga el valor para contar una historia así, pero por lo pronto disfruto grabar naderías. Distorsionar la memoria, por extraño que parezca (quizás por mi memoria de elefante), me hace muy feliz.

  • La resistencia

    Hacer pan es la resistencia. Provoca un estado primigenio, cavernícola y ungaunga de creación. Hacer pan es demostrar, a pesar del encierro, que puedes cazar mamuts, puedes moler los granos del trigo (mentira, ya vienen molidos y empacados), puedes ponerle un pan en la boca a tu familia. Pero sin exagerar ya, lo bonito del proceso es su sencillez y la paciencia que obliga al panadero. Para hornear un pan, antes tienes que trabajarlo un par de días (o reducirlo a un día entero, pero con menos pausas y tiempos más medidos), ocupando fragmentos de horas cada tanto para avanzar en el proceso.

    Es como vigilar a una planta que está creciendo, mirarla súbitamente que se ha poblado de hojas y no quieres perderte cada detalle.

    Me subí al tren del mame cuando empecé a ver fotos de pan campesino en mis redes sociales. Otros panarras (jaja, así se llaman, fijaos que rima con guarras) resucitaron sus masas madres y comenzaron a compartir sus recetas. Que el porcentaje de humedad, que la cantidad de harina, que si es mejor pedirla en el molino. Un discurso que navega peligrosamente entre el porno y la química. Medio distraído, en el clic clic del Facebook, todavía me detengo cuando pasa alguna entrada de su grupo para leerlos; no siempre entiendo lo que dicen, pero anoto una que otra fórmula, o consejo y doy un saltito de fe (cómo ha degenerado la fe en nuestros días).

    Mucho de mi proceso con el pan está asociado con la intuición, la prueba y el error.

    Creo que fue en varios episodios de Chef donde me fijé en este asunto de la masa madre y lo importante que puede ser en una cocina. La masa madre es mantener a un monstruo vivo, encerrado en un mason jar o algún trastecillo similar, devorándose continuamente a sí mismo, en espera de poblar, o conquistar, territorios mejores: la masa del pan, por ejemplo, o la calva de tu padre (ñam, ñam, ñam). Por lo pronto, ya adquirí la pericia para meterla en el refrigerador. La alimento, al menos, una vez a la semana. Cuando empezaba, alimentarla era cosa de todos los días. Una vez que has entendido a tu masa madre y los tiempos creo que lo demás es muy fácil.

    El pan del día de hoy no me quedó monstruoso (lo he dicho antes y me gusta repetirlo: me gusta que los panes exploten y parezcan bestias), pero es porque no hice los dobleces necesarios. Un proceso es doblar la masa cada media hora durante dos o tres horas para atrapar el aire adentro. Eso ayuda a que el migajón infle, se hagan burbujas enloquecidas adentro del pan. Creo, ¿y si fue el calor? Vaya, hay cosas que no entiendo del proceso porque no me he puesto a leer las bases científicas de ello. Me gusta permanecer ingenuo, casi como un mago. Estoy casi seguro que fueron los dobleces porque ayer, medio distraído, no hice las cuentas y habré doblado una o dos veces menos de lo que acostumbro. El resultado del día de hoy fue un pan, aunque delicioso, súper comprimido.

    Panecillo antes de entrar al horno.

    También iba a poner una foto del pan terminado, pero no tomé ninguna. Creo que es mejor así. Engañemos a la vida digital con que solamente produzco panes triunfales. Hay un algoritmo de vida qué proteger. De todos modos, en este instante, la masa madre ya está burbujeando otra vez. Lo que me gusta de hacer pan es que cada uno es muy diferente. Se acaba uno y comienzas el siguiente. Y el siguiente puede ser un regalo, quizás encuentres el rostro de un bailisco en sus pliegues, o escucharás el grito de un hermoso monstruo, o morderás al mismo Satanás hecho panecillo. Ojalá.

  • Tumoral

    Hace unas noches, mientras jugaba Death Stranding y hacía la transmisión de Twitch, Al Ruadh mencionó algo de Super Meat Boy. En ese momento confesé que lo abandoné. “Ya sobreviví al cáncer”, dije, “como para además hacer corajes con un videojuego enfadoso”. Algo así. Chistorete de remisión. Nos reímos un poco. Unas horas antes, instagram me puso un recordatorio, foto de septiembre del 2018, yo frente al espejo. Había terminado mi sexto ciclo de quimioterapia y me estaba preparando psicológicamente para cuatro semanas de radiación. Ali me comentó que parecía haber hecho una misión difícil de Death Stranding. Me reí otra vez.

    No me gusta mucho hablar del cáncer (en público, porque el tema lo he tratado con mis amigos y mis amores, con Sol y mi perro, y con algunos familiares que no temen escuchar de ello) porque puede ser algo muy cómodo, una trampa de múltiples capas y profundidades. El cáncer también puede ser una muleta, la mano que extiende un ciego que no está ciego (pero ve mejor que cualquiera de nosotros). Uno podría vivir de esa comodidad, del pobrecito, estuvo enfermo. Creía, en su momento, que era peligroso hacer chistes o abandonarse en la lástima. Todavía lo creo y por eso soy cauteloso con el tema. No siempre podía evitarlo porque mi naturaleza es mordaz y negra; para mí, todo es propenso a la crítica y la risa, a la vuelta de la esquina está la desgracia y nadie está exento, pero precisamente por eso trataba de poner unos controles sobre esa persona fácil que tengo, una persona que reconozco muy bien cuando toma la madeja de hilo y la empieza a desenredar como un gato sonriente.

    Creo, también, que mi propia ley mordaza me ayudó a crecer, he tratado de ser más generoso con los otros, me convenzo de ser más paciente y me tomo el tiempo para desmenuzar por qué no a todos las cosas nos pesan igual. Dudo ser siempre exitoso con estos ejercicios de lo ajeno, pero me gusta intentarlo, y darme ese trabajo de ser un poco mejor, día a día, semana a semana, mes a mes. No me urgen los aprendizajes ni los crecimientos, pero estoy vivo porque otros fueron generosos conmigo y si yo puedo regresar ese favor, ser un eslabón para salvar la vida de un extraño, no quiero perder esa oportunidad.

    Si hablamos de creencias, no creo en el cielo o en el infierno; creo, definitivamente, que cuando morimos todo desaparece, empieza la negrura perpetua, el olvido y el vacío. Si acaso, lo que más coraje me daba cuando me enteré de lo mío, era haber llegado muy pronto a una etapa de confrontaciones con mis propias creencias. Súbitamente, a mis 36 años, me encontraba en una encrucijada que me acercaba peligrosamente a un final temprano y abrupto. Y qué coraje, porque si crees lo mismo que yo, sabes que no llegarás a otro lado y no te espera ningún paraíso; la resignación es abandonar una vida de placeres: lecturas, juegos, acertijos, amores, risas, paseos con el perro, días de Sol y de calma. Qué coraje.

    Cuando hablamos de otros, antes me reía de la naturaleza de lo inexorable, o me molestaba ligeramente, y prefería mantener una sana distancia sobre esas personas que están atrapadas. He aprendido a cultivar el sentimiento de tristeza y empatía, también he aprendido a no alejarme tanto y darme una pausa antes de hablar. Quizás, durante todo ese largo proceso, antes de permitir que otros tuvieran compasión por mí, entendí que yo también debía tenerme compasión y perdonarme a mí mismo. Lo mismo se dicen los coaches de vida, pero entenderlo… de verdad entenderlo, es sumamente difícil y no estoy seguro si ya lo entendí del todo. Pero después de dos años esto parece tener algún sentido y siento una calma, menos engaño y espejismo que certeza, no lo escupo como el ruido fácil de aquella situación entera. Tender la mano es un compromiso no con el otro, pero también contigo. Todos somos uno y uno somos todos.

    Probablemente, a estas alturas, he aceptado que voy a vivir muchos años (bueno, si no me mata LA COVIDONGA, mae, pero ya pasé por tantas angustias que, pa’ serle sincero, me da lo mismo si me chinga la gripa). Acepto que soy responsable de mis actos y de mi vida, tengo la carga de mi pasado y la fortuna de mi futuro. Lo bueno es que soy joven (aún cuando sienta esos tirones en el pecho que me recuerdan dónde estuve: en el inframundo). Todavía estoy a tiempo de olvidar este ciclo de bondades y dedicarme de lleno a mejores vicios.

  • Las carcajadas de los dormidos

    Dormí mal anoche. Quizás fueron los cohetes, quizás fue Nico y sus vueltas ansiosas alrededor de la cama, quizás fue una discusión con Sol por un problema que tiene en el trabajo. Al día siguiente, la app que fiscaliza el sueño marcó que estuve en la cama más de 8 horas, pero dormí realmente 6 horas con un 66% (sí, diabólico) de calidad de sueño. Estos números me son chistosos. Solo los genios detrás de esa madre saben cómo funcionan, cómo lo miden. Métricas, telemetría, convertir a la humanidad en datos, qué necedad pero qué fascinante.

    Soñe con L. Me la pasé bien.

    Imagino cosas como que un diminuto señor, de lentes y semblante nervioso, tipo Woody Allen, vive adentro del teléfono y sale para vigilarte, para anotar los ronquidos, los movimientos inquietos, las carcajadas y los murmullos de ojos cerrados. Se guarda sus comentarios aunque muere por decirlos. Hay noches que he despertado más fresco que una lechuga, pero la app marca menos del 40% de la calidad de sueño. Menos es más, o no tienen en cuenta el pasaje de los sueños; sí, por ejemplo, conseguiste atravesar un umbral para despedirte de un muerto (muy querido, otra vez), o conseguiste recoger el polvo del inframundo para una misión, o si has jugado como niño con tu espíritu guardián durante esa larga caída en el túnel de los sueños.

    (¿Y si haces como si no tuvieras enemigos, cuervo?)

    Extraño salir a correr pero me he limitado por la pandemia. Los tapabocas no son muy cómodos y aunque hay algunos deportivos, no parecen muy seguros. Recordatorio a la comunidad: los tapabocas con válvulas no sirven, pero los corredores y ciclistas, cuando de plano no llevan, insisten en usar esos. Correr era una de las actividades que, diría una tía, realineaba mis chakras y me recuperaba los botecitos energéticos para tolerar sandeces. Últimamente las sandeces se están acumulando, pero como sobreviviente de cáncer, no me siento con ánimos para pelearlas. No me vaya a salir otro tumor, pero ahora en el estómago o en el ano, por estar haciendo corajes todo el día. Se los juro: uno sobrevive y lo que menos quiere es enojarse o resolver las vidas ajenas. Bueno que no tengo hijos, ahora entiendo por qué mi madre nos abandonó parcialmente a nuestras anchas durante mucho tiempo. Si todo sale bien, correré de nuevo y seguiré un ritmo de un día sí y un día no para hacer, al menos, unos 2.6 kilómetros (qué preciso, es la magia de las métricas). Trataba de caminar al menos unos diez mil pasos al día, pero a veces es imposible. No solo es temporada de lluvias, pero la ansiedad humana está severamente afectada por todos los que viven encerrados en sus casas y el trabajo se ha complicado por eso.

    Hace unos días, durante la clase del viaje del héroe, uno de mis alumnos llegó inadvertidamente a la conclusión de que no podemos salir a hacer cosas, no podemos vivir aventuras como solíamos hacerlo. Aunque creamos que el viaje del héroe puede aplicarse a la gente común y corriente, la situación pandémica lo hace parecer imposible. Me reí, luego le pregunté si le parecía que éramos héroes suspendidos y él dijo, ajá, exacto, como si lo hubiera iluminado. Pensé que era muy bonito (y trillado) ese pensamiento: todos somos héroes y somos capaces de ser un Linkcito o una Mulancita.

    (No puedo mentirles: si tu casa lo permite, puedes tener aventuras todos los días. Puedes visitar algún museo en YouTube, puedes releer alguna de tus novelas preferidas, puedes entregar las noches a algún videojuego de mundo abierto o de una isla lejana, y amable, como el de Animal Crossing. Puedes escuchar los podcasts de algún grupo de amigos o puedes anotarte para una clase de Zoom. ¿Tienes flojera de pensar? En Twitch puedes encontrar algún chavito que juegue todos esos mundos por ti. Podemos viajar tanto como nos lo permita la vida interior. El hambre de aventuras puede ser satisfecha de muchos modos.)

    Una de mis luchas del día a día es tratar de educar al algoritmo de YouTube Music sobre la música que sí me gusta. Es una pequeña molestia, pero es como una pulga que te estuviera chupando sangre todos los benditos días. No es muy heroico de mi parte. Quizás algunos estamos cómodos en esta vida de horrores triviales y cotidianos. Educar un algoritmo para conseguir un triunfo muy pequeño, una felicidad rutinaria. Después esto se convertirá en un viaje perpetuo a la oscuridad del hombre, no somos héroes suspendidos pero rutinas contenidas dentro de cuatro paredes como los gritos de un loquito, la locura como un turista accidental, ¿dónde escribí eso antes? ¿O lo leí? Um. Quizás mañana lo recuerde.

  • El viaje del héroe

    Cuando ayer dije que me gustaba dar clases porque así puedo chuparme la vida de los muchachos (tzzz, soy un vampiro energético, tzzz) y me siento joven, hoy, después de cuatro horas continuas de dar dos clases teórica sobre el viaje del héroe (la verborrea fascinante de Campbell), siento que el chupado soy yo.

    Siento que dar clases es muy extraño porque un grupo parece como una persona, una entidad. Y cada grupo es como negociar, platicar o jugar ajedrez con una persona distinta. Recuerdo esas largas horas de negociación, yo metido en una junta, los brazos cruzados y dispuesto a echar una pestañita porque ya me había enfadado del señor cliente y el señor director y el señor productor ejecutivo, mientras escuchaba a una bola de mamotretos decidiendo el color de la ropa de nuestra supuesta actriz, más nalga que cerebro, pero preferible tener un poquito de cerebro que solamente nalga. Me gusta más pensar en que juego ajedrez con los muchachos.

    Qué se yo. Soy nuevo en dar clases. Cuando antes, en mi vida pasada (Dhalsim), solía lidiar con grupos para pedirles una acción, hoy estoy aprendiendo a lidiar con grupos para tratar de transmitir una enseñanza.

    Hoy conseguí que una muchacha abandonara el clásico “sí, profe” para cuestionar el viaje del héroe (suenan fanfarrias a la Monty Python) y por qué Cristo debería ajustarse a esa fórmula. Defendió su fe. Eso me dio gusto. Así como habría cuestionar por qué Cristo, también deben cuestionarse miles de héroes más: por qué Odiseo, por qué Gilgamesh, por qué Buda, por qué Vishnu (el de los mil nombres, según me compartió Romano en una página de la Wikipedia el día de hoy), por qué todos ellos deberían ajustarse a una fórmula sencilla que alimenta a los monstruos hollywoodenses y los ayuda a chuparse unos dolaritos.

    Fui por un café a Starbucks. Uno venti. Después de los meses de encierro, he decidido arriesgarme moderadamente (siempre use cubrebocas, ponga sana distancia y lávese las manos, por favor, porque encerrarse toda la vida no es práctico para nadie) por un café de chocolate y azúcar. Espero que sea el combustible que necesito para recuperar lo que me ha robado este día.

    Nuestros héroes, nuestros mitos, no deberían ser algo sencillo, una fórmula económica para obtener resultados. El mito, una parte esencial del espíritu, no solo es terreno de explotación, pero también es territorio conquistado (íntimo, personalísimo) que puede ser defendido y criticado (por ejemplo, podemos condenar a la patria por ser patria), así como todas las cosas que tenemos en nuestra vida.

    Lo siento, pero a veces es difícil tomar café y “no pensar”. Huele las rosas. Larkin: te chingaron tu mamá y tu papá.

    Tengo una alumna que me recuerda al modo de hablar de una de mis tías. A veces le pregunto sobre el tema que estamos viendo para asegurarme que no estoy inventando cosas. Arrastra las palabras de un modo muy similar, casi dulce, pero dulce porque me ayuda a rememorar la infancia. Yo le preguntaba muchas cosas a mi tía porque me parecía una de las personas más sabias y más críticas del mundo, alguien que podía decirme la verdad, una verdad que nadie más entendía o se inventaba. Parece que estoy regresando a mi niñez, cuando a mí me explicaban cosas, y me fascina ese intercambio de papeles tan súbito, tan extraño. La otra vez, ya cuando estaba por abandonar ese hilo de pensamiento, dijo: “Changos, no lo sé, profe” (qué joven dice changos hoy en día, my god) como respuesta a una de mis preguntas y pensé: “sí, lo mismo decía mi tía”, quizás lo mejor será que acepte esta pequeña trampa que me puso la vida, probablemente el cerebro, el fenómeno de la recordación o de alguna otra pavada psicológica.

    Nico está inquieta porque ya empezó el canto de los cohetes, lo malditos días patrios. Religión y patria, siempre tienen cohetes, escándalo, explosiones, manos que se consumen y explotan desmembradas por la ansiedad de quemar los cielos. Veo como la perra sigue a Sol María de un lugar a otro. Sus patitas suenan en clac, clac, clac por la duela de la casa. Me enfada, pero también la quiero. Ha subido a la oficina, necesita compañía. Mi perra ha sido muy feliz en su vida pero siempre ha tenido esta bronquita con los cohetes. Son su pesadilla. Cuando se olvide de los truenos, creo que dormirá bien pero, mientras tanto, clac, clac, clac hasta que alguno de los dos se arranque los pelos.

  • Oh, shit, here we go again

    WordPress ha cambiado muchísimo desde la última vez que lo utilicé. Ahora tiene un modo de escritura completa muy bonito. También puedes agregar bloques nuevos, cual si fueran párrafos. La escritura como cubos de lego que puedes colocar para crear un monstruo, un dinosaurio, o el planeta entero. Minecraft de la Tierra en tiempo real. En mi otra página, la personal-de-branding-o-de-auteur, o sepa ya que es ese monstruo (la he enviado como curriculum y ha funcionado, ya no puedo borrarla, la tengo tatuada casi que en la espalda), aún uso las herramientas clásicas porque me da miedo moverlo demasiado y echarlo todo a perder. Me ha tomado tanto tiempo colocarlo de un modo que parece profesional (para alguien que trabaja en la creación), que ha dejado de ser un campo de juegos para convertirse en un monstruo de arquitectura difícil y complicada.

    Disfruto la estructura laberíntica de mi propia página (después de todo, su apariencia es… eh, profesional), pero el blog necesita un espacio distinto para que pueda ser leído. Quiero recuperar el territorio de lo íntimo, uno menos trabajado, uno donde pueda colocar estas cosas y olvidarme. Oh no, puedo escuchar una vieja discusión: ya nadie lee blogs, ¿por qué escribir uno? La respuesta es muy simple. No voy a insultar la inteligencia de nadie colocándola aquí.

    Hace tiempo no hablo de mi vida, no de una manera cruda, como era costumbre cuando el internet era un poco más joven. Trabajo en una compañía de videojuegos como administrador y soporte. Es una chinga, últimamente lo es porque los videojuegos son una industria esencial para que la gente no se saque los ojos por el encierro y la pandemia, pero trabajo en casa y puedo poner mis propios horarios. Ya tengo varios años en ello, más de los que me gustaría admitir. A veces, muy a veces, también participo como traductor y escritor. Eso está padre, nunca anticipé que podía montarme en ese barco, aunque sea algo más bien esporádico.

    Este semestre, además, me estrené como profesor de guionismo en una famosa universidad jesuita para muchachos y muchachas que están aprendiendo a programar videojuegos y hacer animaciones. Tienen sueños de jóvenes, aún no entienden cuan profundas son sus preocupaciones en realidad. Todavía no llega el pasado a morderles los tobillos. Me dan ternura, y paz. No sé cuánto tiempo estaré ahí (ojalá mucho), pero por lo pronto lo disfruto con el día a día. Los muchachos son divertidos. Esta última experiencia me hace feliz, quizás porque es novedad, quizás porque estoy chupando jóvenes e ingenuas vidas.

    No creo, en este momento de mi vida, que tenga una vida profesional muy compleja o con grandes metas, objetivos, pero no me quejo. Las deudas se pagan y sigo aquí. Y siento sosiego en muchas de las cosas que hago. Pero ya no escribo. Apenas tengo tiempo para hacerlo. Tampoco leo, pero juego videojuegos. Trato de tener una o dos horas al día para dedicarlo a ese placer.

    Cuando trabajaba en el casting, una de las cosas que me daba paz era mantener una de las ventanas del blog abiertas para vomitar algo rapidito. De párrafo en párrafo, escrito o eliminado, escribía una especie de diario en tiempo real sobre lo que estaba ocurriendo en mi vida. Pero no solo escribía de mi vida, así también escribí La torre de los sueños y otras novelas breves. Carne cruda, molida de res y de cerdo. A lo largo del día, lo iba mejorando, iba añadiendo o quitando cosas conforme pasaran. Para agregarle a la metáfora de la cocina: pimienta, sal, zanahoria, cebolla, esas cosas que pongo para hacer las hamburguesas.

    El fin de semana pasado, me tomé un par de horas para instalar Grand Theft Auto: San Andreas. Tuve qué hacer un par de maromas para que funcionara, pero lo conseguí. Igual que el meme, la vida simulada de CJ empieza con esa línea: Oh, shit, here we go again. Me dio sentimiento, casi empiezo a llorar, de esas veces que abres una llave y ya no puedes cerrarla. Este juego estaba muy presente en una época muy ajetreada de mi vida: dejaba mi casa por primera vez para iniciar una complicada etapa laboral, una donde buscaba un balance entre la vida, la academia y el trabajo. Quizás fue el último videojuego que jugué junto con mi hermano antes de que él abandonara la niñez y yo entrara de lleno a la vida adulta. Después fueron muchos años de fracasos, entre ellos, por ejemplo, acabar el maldito San Andreas. Ser adulto es cuando te dan tu piedra de Sísifo e inicias el proceso de empujar y empujar y empujar. Pero, igual que muchos, la mayor parte de la humanidad, sigo con vida, aquí sigo.

    Carl Johnson no es el único que puede presumir. No me ha ido tan mal, he sobrevivido a muchas cosas. Escribiré de eso y de otras cosas como solía hacerlo, a ver si podemos revivir a cierto monstruo de ingenuidad y de asombro.