Autor: arbolfest

  • Muchacha

    La muchacha, extrañamente, despierta de un sueño y se descubre en un vasto campo de flores: dientes de león, girasoles y tulipanes. Curioso, piensa, pero no sabe exactamente por qué. Trata de no darle importancia porque sabe que es una pintura, también reconoce que su existencia anterior fue determinada fallida. Toma una flor, toma dos flores, una de sus manos tiene detalles. Le sobran dos dedos. La mano está deforme. De inmediato se da cuenta y antes de que ella pueda gritar

    La muchacha despierta bajo la sombra de un olmo. Está inquieta, el aroma de las flores apenas puede tranquilizarla. Sabe que es una pintura, sospecha que tuvo una existencia anterior; surge un presentimiento de que esta será la última variante. Nadie la obligará a colocarse de nuevo, a reinventarse como este pastiche de artistas verdaderos. Se equivoca pero todavía no lo sabe. Se recarga contra el árbol pero hay un error de perspectiva, dos sensaciones muy raras: tiene un codo en el tronco y tiene uno en el aire, cuando se percata que tiene dos brazos derechos, abre los ojos y casi

    La muchacha despierta porque una mariposa se posó brevemente en su nariz. Desconfía del animal pero no sabe que su desconfianza es por todas sus resurrecciones. Mira los patrones de sus alas, cuenta sus patas, pero no sabe exactamente qué errores está buscando. Un diente de león, del tamaño de su cara, parece mirarla a los ojos. ¿Tiene ojos? No es raro, quiere decirse, ella es parte de una pintura, debe haber subjetividad, visión artística. Contempla estos términos muy complejos que hacen mal el trabajo de tranquilizarla. De pronto, ella se dice que no es un grotesco sueño que muere y revive, muere y revive; no es este grotesco sueño que desaparece con un click para repetirse con ligeros cambios. Cierra los ojos. Toma aire. No sabe cuántas veces más reaparecerá aquí pero de pronto siente que han sido más de veinte, más de cincuenta. Tal vez han sido millones. Quiere gritar pero se queda suspendida. Y no puede más, alguien se lo impide. En mucho, mucho tiempo, nadie reiniciará el sueño. Quien la diseñó buscaba esto: su imagen suspendida en una angustia silenciosa. La perpetuidad de la locura. Justo descubre que le sobra un dedo, espera que alguien se dé cuenta.

  • Amuletos

    Amuleto del basset hound: aumenta la potencia del sentido del olfato, tanto, que a veces será insoportable. El olor propio parecerá una carga, pero una vez dominado, el amuleto guiará a lugares inesperados donde se puede comer muy rico o mostrará caminos interesantes qué recorrer, especialmente aquellos con un vago olor a azufre. Algunos clientes compraron este amuleto y descubrieron puertas ocultas que los llevaron a otros mundos. Mundos donde jamás perdieron lo que más querían, pero también mundos donde eso que más querían, nunca los quiso. Es probable que el amuleto te aleje de casa, y te lleve directo a los brazos de una muerte cósmica y esencial, pero se cree que el conocimiento adquirido vale mucho la pena.

    Amuleto del árbol caminante: quienes usan este amuleto, se convierten en enormes árboles enraizados en cualquier momento del día escogido por el capricho de un algoritmo azaroso. A veces dura una hora, a veces es permanente. No importa dónde estén, tampoco importa si es de día o de noche; sus raíces hacen agujeros en la tierra, en el concreto, en el aire, en los coches o los camiones que están andando. Suena un poco inconveniente, pero algunos beneficios son innegables: cambian los alimentos por oxígeno, luz de sol, un poco de agua. El cabello se les queda verde y su piel se hace de corteza. En la corteza queda algún testimonio de que fueron personas: una cara, una extremidad, algún órgano.

    Amuleto del glitch fantasma: quienes usan este amuleto creen que todo va muy bien, confían en que este será su día, y luego se les dificulta entender por qué la gente los mira con tanto terror.

    Amuleto del laberinto tecnocrático: un laberinto portátil; el usuario, cuando está harto de la realidad, puede invocar un espacio de su propia invención y perderse en adentro, como si viviera una simulación —más o menos— controlada. Eventualmente esta ficción, para curar a su propio usuario, representará la realidad abandonada a lo largo de los años: el estudio, las responsabilidades, las deudas, los hijos, el hogar inalcanzable. Entonces el mismo laberinto proporcionará, una vez más, el amuleto de la segunda ficción digital. El usuario puede activar el amulento simulado para perderse en un laberinto nuevo y recomenzar el deleitoso proceso de la huída. Podría hacerlo de manera infinita, extendiendo cada vez sus periodos de sueño, de vidas, a no ser que desafortunadamente se encuentre con un usuario que utiliza el amuleto del glitch fantasma; si eso ocurre, probablemente ambos usuarios se anularán mutuamente y transmutarán en errores de sus respectivas simulaciones, cancelando los universos a los que pertenecen.

    Amuleto del cacto monstruoso: igual que una bola pokémon, cuando estés harto de alguien, aprieta el botón de tu amuleto, aviéntaselo a alguien y sal corriendo. Aparecerá un cacto mutante (no, no se llama Bob) que destruirá a todos los seres vivos en un radio de 20 metros. El cacto está diseñado para escoger la mejor manera posible: ya sea repitiendo sus palabras en un tono más agudo mientras hace un bailecito estúpido, ya sea lanzando un centenar de espinas para provocar la muerte de los mil cortes o ya sea seduciéndolos para —en sus palabras— meterse muy adentro de ellos y mostrarles el verdadero dolor. Es el preferido de los masoquistas.

  • Dolor

    Dolor

    Me asusta, por ejemplo, que desde hace unos años conozco bien el tema del dolor.

    El dolor físico.

    Puedo recordar, por ejemplo, la aguja que metieron para sacar el líquido cefalorraquídeo de la médula.

    Primero me advirtieron que no me moviera. Y yo pensé: “será fácil, solamente pensaré en otra cosa”.

    El evento, para mí, fue como un sonido grueso, creí escuchar como algo había quebrado la columna vertebral y por el sentimiento tan extraño, como si una criatura hubiera penetrado mi espalda, apreté los dientes y apreté las manos.

    Jamás había sentido algo así. No podía pensar en otra cosa. Mi cerebro era ruído, pero un ruído muy enfocado alrededor de todo el dolor, justo en ese punto, justo donde la aguja estaba rascando.

    Como el pizarrón que rasca un profesor que te odia.

    He catalogado las sensaciones, es un documento grueso, es un caos cerebral muy particular que no se ha repetido y que espero no se repita nunca.

    Recordarlo, perseguirlo, es un ejercicio que hago de vez en cuando.

    En este preciso instante lo estoy recordando, aunque pienso que no debería. Siempre es lo mismo.

    No entiendo exactamente por qué insisto. En algún lado de mi cerebro, pienso que debo enfrentarlo, así como debería enfrentar muchas otras cosas. Quizás porque me siento como el pendejo de Batman, o un Sherlock Holmes medio chafón. Palpar el dolor, y su recuerdo, cuando terminen, quizás, me mostrarán una de las caras de la felicidad.

    Recuerdo porque ese dolor en especial me ayuda a disfrutar más de la vida.

    La doctora le comentó al enfermero: “creo que vas a tener qué ayudarlo a quedarse quieto”, y el enfermero me agarró de una pierna, estaba muy grande para él, muy bruto. Me sentía como un animal que estaba enfureciéndose y que iba a romper algo.

    No me iba a mover.

    No iba a sentirme derrotado y entregarme al animal salvaje de mi cuerpo por una agujita que estaba como cuchillo sacándome una cosa extraña de adentro, uno de tantos líquidos que configura mi biología.

    Pero entonces la doctora se quedó muy callada, muy quieta, tomó aire y dijo: “respire profundo porque todavía no lo alcanzo”.

    “Muy poética, doctora”, pensé.

    Era muy bonita, de cabello largo y piel muy blanca, pero un semblante un poco nervioso. Entendí, años después, que ella odiaba el procedimiento tanto como yo. Tanto como las decenas de pacientes que atendía al día. Pero si no me equivoco, solo algunos doctores hacen esto porque se necesita precisión, y aguante. Entonces, así como yo, de acuerdo a mi conclusión de existencialista de consultorio: la mujer estaba rompiéndose como yo.

    Volvió a rascar una vez más; “no es una aguja, es una maldita cuchara”, pensé.

    Sentí, por primera vez, que podían tocarme el alma con un instrumento.

    Y entonces me puse a llorar. El enfermero colocó gentilmente sus manos sobre mis muñecas.

    Cuando lees sobre alguna tortura, por ejemplo, puedes pensar que es aberrante, terrible. Pero cuando no te han torturado, vives en esa conceptualización. Imaginas que lo es, y consigues formular algo parecido al asco. Puede que haya un espasmo físico de imaginarse un dolor de huevos, la primera cuchillada de las mil o la oreja arrancada de Tarantino en Perros de reserva.

    He aprendido aceptar que mi dolor no se acerca al de una tortura, pero de todos modos, es esta aguja que rasca, y que puede rascar durante mucho tiempo, y que te enseña los verdaderos límites.

    Cuando salí del consultorio, me dijeron que fueron solamente 18 minutos. Pero bueno, este dolor, de este evento aislado, tiene su contexto dentro de los miles de dolores que viviría durante unos dos años.

    A veces, cuando tomo mi café, y me esfuerzo durísimo en pensar en otras cosas, imagino que le doy una calada a mi cigarro imaginario y me digo que el dolor también es un maestro. Uno de los verdaderos.

    No es el único maestro, pero es uno bien escandaloso.

    Poderoso, vamos.

    Sí, poderoso.

  • Creencias

    Creencias

    Sueños: espacios divinos donde podemos encontrarnos con los otros. Juguito de otredad en tetrapak™️. También es la oportunidad de hablarnos con los dioses, o de tocar a alguien que jamás tocaríamos, pero bajo las reglas del mundo onírico. Los gigantes del sueño son los que aprietan los botones, nos cambian los escenarios, nos empujan de las altas torres babilónicas para ponernos de frente la mortalidad. Son incontrolables, aunque nos hagan creer que sí podemos decidir las acciones y los escenarios imaginados.

    Amuleto: durante la pandemia, empecé a coleccionar juguetes, controles y cachivaches. Plástico, circuitos, baterías de litio, objetos de resina, cartón. Algunas tardes los miro fijamente para trasladar parte de mi intensidad y mis sentimientos. Entrecierro los ojos, les escupo y les digo: “me siento joven y poderoso, y ustedes también”. Y me doy un poco de risa, me siento tonto, pero también creo que estoy depositando una parte de mi existencia en estos amuletos tecnocráticos, y que si me muero, igual que Voldemort, alguien tendrá que buscar y aniquilar estos 500 objetos si quieren deshacerse definitivamente de mí.

    Libro: pero mi alma también está primordialmente abandonada en los libros. Algunos fragmentos ya están rancios pero algunos de mis libros desbordan la vida.

    Laberinto: templos de existencia. Doy vuelta a la derecha, luego a la izquierda, y a la izquierda otra vez (Szymborska). No me esperes a cenar, mamá. Tampoco tú, mujer. Presiento que estoy en un viaje del que nunca voy a regresar.

    [Si hay un dios que pueda escucharme, espero que el día de mi muerte me revele este paraíso: un laberinto infinito.]

    Café: por lo menos dos tazas para el desayuno o la vida estará arruinada.

    Dios: estoy cada vez más inclinado a pensar que sí existe, y que es este personaje grotesco, probablemente gordo, o viejo, o ambas cosas, que se la pasa jugando con los materiales que tiene sobre una larga mesa de trabajo. Recuerdo que uno de mis cuervos, manchado con la sangre de sus hermanos, fue a hablar con él para pedirle perdón y dios, en su magnificencia y la pesadez de su maldita totalidad, ni siquiera levantó la mirada.

    Perra gorda y orejona: estoy desparramado en el sillón, apesto a químicos y cansancio, pienso “estoy a punto de morir, he salido de muchas pero qué te crees, no siempre vas a ganar, no siempre vas a navegar en esta vida saliéndote con la tuya”. Se acabó. Escucho el salto de este monstruo cariñoso y pesado, y coloca su hocico sobre mi rodilla, cierra los ojos y duerme sobre mí, como si pudiera sanármelo todo, no solo la enfermedad, y la medicina, pero también los pensamientos. Entonces no puedo evitarlo, empiezo a dormir yo también, y pienso en sueños y que posiblemente sí, el paraíso es un laberinto. No me esperen a cenar, fui a caminar con mi perro.

    Corazón: cuando todo terminó, los médicos dijeron que debía vigilarme, hacerme mis chequeos, cuidarme que no me lo rompieran, por ejemplo. Pero ahí ando, enamorándome de objetos y conceptos, y poniendo dos cucharadas de aceite y de mantequilla a la comida, y bebiendo algunos fines de semana porque de joven casi no bebía. No puedo angustiarme por un corazón que me empujó a vivir. Si tengo una creencia verdadera, si acaso, el único compromiso que tengo con mi propio corazón, es fortalecerlo y hacerlo feliz.

    [Vamos, pequeño juguete estúpido que bombea la sangre de este viejo guerrero, este instrumento musical que hace los discretos escándalos, enamórate una vez más.]

  • Rapidez

    Uno de esos días, cuando la Nico se pierda en sus viajes multiversales, tendrá la extraña compañía de una diosa de la agilidad. Una bendición, quizás.

    No sabría decir cuál de todas; las variantes de las diosas, igual que los pensamientos ociosos de la humanidad, son infinitas.

    Aunque algunos patrones se repiten.

    Si hablamos de una diosa de la agilidad podemos asociarla al sonido del rayo, una locura a perpetuidad y una sonrisa particularmente feroz, que no se extingue porque puede ver los ciclos de toda existencia.

    Para ser rápido —así lo creo—, hay que ser ingenuos.

    Para una diosa particularmente ágil debe ser un reto casi imposible seguir a una perra vieja, gorda y orejona.

    Caminan los distintos mundos, realidades alternativas, variantes históricas, genéros metaficcionales y los feligreces, personajes no jugables de aquellos escenarios, notan una extraña presencia divina y se arrodillan.

    Pero se arrodillan ante quién: ¿la diosa o la perra?

    [Duda metafísica (conviene distraerla, que no te mire mucho tiempo porque si no…): si una diosa cree en ti, entonces, ¿de qué sirve creer en la diosa? ¿No eres más diosa que la diosa misma cuando ella cae presa de su propia curiosidad y empieza a caminar a tu lado? —Diosa que se hace perra y perra que se hace diosa por un improbable intercambio de papeles—, ¿cuánto tiempo puedes ser terrenal si la divinidad de los tiempos te ha convertido en materia de su inspiración?]

    Una diosa de la agilidad abusa de sus creyentes; sus cuerpos dispersan sus átomos desafiando la física, quiebran su naturaleza humana, la realidad tangible y los flagela con sus poderes para que su personalidad sea igual de maleable que sus cuerpos.

    La diosa de la agilidad, en algunos lados, también es la diosa de la locura.

    El pensamiento es energía.

    [Algunos viejos dirán que tienes una lengua muy rápida, muy sagaz, y alabarán tu capacidad de hablar para retrasar lo inevitable, la situación que definitivamente puede arrancarte del mundo (recuerdo: mi profesor de física, cuando me explicó que si el mundo se suspendiera repentinamente, todo saldría disparado hacia el espacio exterior). Si no estás salvando tu vida, quizás, estás salvando tus vínculos sociales, una comodidad que siempre fue fragil y de la cual nunca tuviste control.]

    Pero es encantador que la perra acompañe a la diosa porque con su desfachatez y su cansancio, ella mira pacientemente todo aquello que se cree demasiado rápido para su propio bien.

    Por ejemplo, cuando la Nico me hace el favor de quedarse conmigo en este tiempo, en esta realidad, he sido testigo de su paciencia milenaria para vigilar a los gatos, a los escarabajos y a los fantasmas.

    Y los suspende con su mirada triste, su mirada enorme que desborda el encanto de lo despacio, la perfección de la lentitud.

    Parece que sus orejotas, aún cuando la historia todavía no acaba de escribirse, o sigue escribiéndose a toda velocidad, pueden anticipar el final. El saco de pulgas puede mirar lo mismo que ciertas diosas, pero desde una realidad de la lentitud. La diosa, pues, habrá recorrido una esfera trescientas veces por segundo pero si la perra más lenta del mundo tarda 300 años en recorrer una esfera, ¿quién la conocerá mejor? ¿quién sabrá más? ¿quién escribirá la verdadera historia del mundo?

    [Nota: las diosas y los perros no escriben la historia.]

    En el tarot, una de mis cartas preferidas es el ocho de bastos: pienso que, además de sus habituales significados, también son una invocación de esta diosa (recuerdito de Hermes), como pedirle un favor a través de un pensamiento breve, lleno de buenos deseos.

    Es el fuego, es la agilidad del pensamiento, es usar el viento para transportar los mensajes necesarios, los que vienen de un corazón escondido, el que no dejamos a la vista de nuestras gentes porque nos da miedo que sepan algún secreto o que nos hagan daño.

    Creo que si rezaras a una diosa de la agilidad, tendrías que hablar tan rápido que tu lengua secaría rápidamente o, peor aún, la carne hablante se desprendería de tu cuerpo y comenzarías a desangrar de tal manera, que te secas, pero al instante ella te mira amorosamente [la terrible bendición de los dioses, cuando te miran, cuando piensan en ti, y manipulan tu historia], y comienzas a renacer, a vivir el ciclo de la vida tan rápido que no podrías salir ileso.

    Acabarás definitivamente trastornado, viviendo una amplia cantidad de vidas en un instante.

    (Pero las vidas, una sucesión de personajes, paradas en el mismo lugar, abusando del mismo rezo, la misma historia; probablemente esa es la contraparte: si la diosa tiene la velocidad de mirar una totalidad de historias, ¿entonces dónde está la imaginación?

    La imaginación verdadera posiblemente se desarrolla a través de la lentitud, en ese maldito, largo y despreciable viaje que nunca termina, que nos obliga a mirarlo con una paciencia pasmosa, apabullante.

    ¿Se dieron cuenta? La perra se acaba de asomar nuevamente, y está babeando porque tiene la galleta enfrente, pero no dará el mordisco que necesita para alcanzarla.)

    Pero un día, es la diosa quien llevará en sus brazos a la perra para mostrarle todas las posibilidades, esos feligreces de carne que se convierten en huesos, en polvo, otra vez carne, otra vez polvo, y no dejan de cantar su nombre; y cuando la diosa se canse de su proceso infinito, inexorable, la perra abrirá su boca, y la diosa se hará diminuta para explorar esas cavernas de carne y de huesos, y dormirá adentro de su barriguita, y caminarán juntas, como una sola, de una manera tan lenta que ambas olvidarán buenamente su existencia.

  • Niños

    Redes: hace un par de días, circuló un video de niños armados que fueron nombrados para formar parte de la policía comunitaria de Ayahualtempa, Guerrero.

    Veracidad: me gustaría decir que dudo del video, de su origen o de su historia (por ingenuo, claro). No sería extraño que fuera uno de esos videos que resurgen, y que solo representan lo que pasó en otra comunidad, en otro tiempo (aún vigente) como, por ejemplo, Michoacán. Lo vi de reojo. No lo investigué. Sin embargo, no es la primera vez que un municipio mexicano, prácticamente abandonado, arma a los niños para proteger a su comunidad del crimen organizado. Quisiera negarlo (es triste verlos así), pero los niños de Ayahualtempa están armados.

    Idiotez: más tarde, uno de esos xitters que están pagándole a Elon Musk por su derecho de redes, se le ocurrió hacer una imagen con inteligencia artificial de niños armados. Los niños parecen mexicanos (usando lenguaje de IA), tienen algunos dedos de más, confunden extremidades. En su desvarío (un tweet), se le ocurre decir algo cómo: «parece la alucinación de una IA, pero no lo es», para sentir que en su chascarrillo, está expresando que la realidad es más dura que la alucinación de los servidores de Bing.

    Resultado: el tweet del idiota se llenó de respuestas de gente, que sintiéndose muy inteligente, anticipa la falsedad del primer video.

    Sonido: bing, bing, bing.

    Bettelheim: hablando de Bruno, quien sería una de esas figuras innombrables en el estado actual de las cosas (sí, canción de Disney, sí), ayer le contaba a mis alumnos de la necesidad infantil de matar a los padres. Cuando somos niños, es muy fácil tener esta fantasía de que los padres desaparecen y tenemos la casa para nosotros solos. Nadie pone reglas, comemos lo que queremos, videojuegos hasta las 16 de la mañana. Eventualmente atravesamos el umbral, unos antes que otros, y la ausencia transmuta en angustia: si me quedo sin mis padres, podría desaparecer, se pierde la estabilidad, se pierden las cosas que doy por sentadas. Imagen del niño que llora por primera vez cuando tiene la pesadilla de que su padre o su madre han muerto.

    Ayahualtempa: ninguna inteligencia artificial puede alucinar el dolor de perder a los padres. Si pides una historia a un ChatGPT o un Bard, te entregará unos balbuceos sobre que la vida es muy triste, pero que con pedos de gases multicolores puedes salir adelante. Los niños armados han atravesado tantos umbrales que apenas podemos imaginarlos: no solo, tal vez, han perdido a sus padres pero a sus tíos, sus hermanos, sus abuelos, sus hogares, su estilo de vida, la tierra que les daba sustento; qué esperanzas pueden tener si tienen qué matar a otros para reclamar su derecho de permanecer en este mundo.

  • Luna

    Recuerdo: mientras preguntaba de símbolos, como de qué nos sirve la luna, uno de mis alumnos dijo que los chinos tienen el mito de una princesa que la mandan a vivir allá; inmediatamente después recordé un comic que apareció en Facebook que narra el mito del conejo lunar pero en un lenguaje muy coloquial. Quetzalcóatl, un caminante cansado y muy poco paciente, cuando recibe una respuesta desfavorable de este animal orejón, le dice: «a la luna por verguero». Me reí mucho.

    Efecto: he visto las lunas estos días, y me gustaría pensar que no tiene un gran efecto sobre mí [probablemente me equivoco y con la ingenuidad de un niño, o de un viejillo enigmático, pienso: “me la quiero comer”]. La luna no me convierte en un hombre lobo, por ejemplo. Tampoco siento que mi humor esté atado a sus fases. Hace unas noches vi el arco de su sonrisa blanca, asentí, y pensé muy ordinariamente: «hoy sonríes como el gato de Alicia» y traté de dejarla ir. Aunque costó, porque era una cosa muy hermosa, y no dejé de mirarla hasta que desapareció detrás de una nube.

    Prisión: una de mis cartas preferidas de Magic se llama «aprisionado en la luna» (aunque preferiría traducirlo como prisionero lunar). Primer flavor text: «solo una bóveda así podía aprisionar a Entrakul». Segundo flavor text: «una prisión improbable para un prisionero imposible». Quizás fue un episodio de Doctor Who donde vi que la luna era el huevo de una criatura gigante, pero antes de Doctor Who, quizás en algún lado leí que era una aventura, o un descubrimiento, de Gargantúa y Pantagruel. No he leído esa novelita terrible, tengo ganas de intentarlo pero me aguanto.

    Síntoma: a veces es triste leer libros viejos, o largos, o aparentemente complicados porque nadie los lee contigo. Eso también, supongo, es una prisión.

    Sigilo: mientras estaba pensando sabe qué cosa, una de mis alumnas me enseñó el curioso método para hacer sigilos. Mi cerebro dio la vuelta a una juventud enterrada. El sigilo es una curiosidad mágica para manifestar pequeñas cosas, proteger aquello que quieres. «Se quitan las vocales, profe, y con lo que resta puede crear un símbolo». El símbolo lo construyes utilizando las grafías restantes y de ahí nace una especie de laberinto simbólico, un laberinto que, supuestamente, si lo atraviesas con la mirada, supone un hechizo. «Ojalá fuera así de fácil», pensé, y me sentí conmovido, un poco derrotado.

    Traslado: la Nico de otro universo ha utilizado la luna para enterrar sus huesos más valiosos. También ha escondido libros viejos, cobijas muy calientitas y croquetas de dinosaurio en montecitos discretos que pueden verse con algún telescopio. En algún lado, también enterró esta frase: «Luna, te quiero, te quiero, Luna» mientras admiraba un sol lejano. Gracias a su poderosísima nariz, sabe que hay un camino laberíntico en los adentros del satélite blanco que puede conducirla a la prisión de los mil demonios. Otros entes primordiales, como el espíritu del conejo que vive pastando en uno de sus cráteres, piensan que ella es la guardiana oscura de ese lugar y sus secretos, pero la verdad es que no le importa mucho y siempre que siente una sensación de deber, le da mucho sueño, se enrosca y duerme hasta babear ríos, y ríos, en las riscos de una erosión lunar.

    Sombra: Nunca se me van a olvidar la luna, ni su conejo. «A la luna por verguero».