Autor: arbolfest

  • Sebastián

    Sebastián

    —Escúchame bien, Sebastián. Tienes qué atender los ritmos.

    Él no es mi abuelo, suena muy parecido a él, quisiera creer que se trata de él y que no ha muerto, que no me ha abandonado en este mundo oscuro. A veces puedo verlo, es como una ilusión, un fantasma.

    Tengo esta palabra en la punta de la lengua sobre el abuelo: constructo, no ilusión o fantasma, me corrijo: es un constructo. No creo que su origen sea mi imaginación o mi consciencia. Es un pulso externo. Lo que desearía que fuera mi abuelo; lo que la televisión dicta que es un verdadero abuelo; los recuerdos de uno; el concepto de uno.

    Me pide que vigile los ritmos porque el abuelo ha nacido como un resultado de un doloroso ruido blanco.

    Pero si fuera el abuelo, de compas, quisiera responderle por qué dice esas pavadas.

    Lo hemos perdido todo, pero seguimos en el juego.

    Supongo que no ha conocido otra vida, y que debe seguir haciendo lo que le piden incluso ahora, cuando se ha transformado en el personaje de este cúmulo de ficción aberrante.

    —Tienes qué atender los ritmos, Sebastián —dice.

    Me muerdo los labios.

    Cualquier mundo tiene ritmos, los altercados, los encuentros. Topas a una mujer, a un chavito, a un perro, a un gato y juegas un papel misterioso que te empujará a pedir cosas. Llamarás al gatito, por ejemplo, y él se acercará a ti, y le acariciarás la pancita, y pensarás que eres misteriosamente feliz porque conseguiste reconocer tu propia presencia en un mundo de ilusiones.

    Trato de atender a mi respiración, a los latidos del corazón, a la manera en que las luces del pueblo se apagan y se prenden, el pulso de un corazón difuminado, a las ráfagas de aire marítimo que gentilmente acarician el rostro y refrescan un poco a pesar del calor, el calor interminable, pero es que la peste, dios mío, la maldita peste.

    A qué ritmos se refiere el maldito viejo.

    Ojalá que se muera pronto.

    —Sebastián, las moscas no pueden hacer sus vuelos si no las dejas dormir.

    Miré una mosca el otro día; quizás a eso se refiere el constructo del abuelo.

    No siempre vuelan, algunas tienen sus ritmos graciosos, o peligrosos, porque aterrizan en los techos y de repente les pega una ola de calor, y como el calor está durísimo, y nos está hirviendo a fuego lento adentro de esta olla de presión como lo es el concreto y el cielo negro, puedes ver cómo estos huevos alados y negros se transforman en estas torpes entidades que olvidan para qué sirven las alas, y se ponen a saltar, y parece que las patitas se les están derritiendo porque aterrizaron sobre metal en vez de teja, y empiezan a consumirse.

    —Sebastián, atiende los ritmos, mira la televisión.

    Desde que miré la televisión, ya no puedo dormir.

    Aparecen en mis sueños horribles imágenes de lugares que son muy fríos y que jamás han recibido la peste de los mares, de lugares donde sí crecen los árboles y dan una sombra laberíntica, fractálica, y los osos y las madres crueles resucitan de estas sombras, y cazan a los hombres, se los comen extremidad por extremidad, mientras se bañan en su sangre y sus otros flujos.

    Un pájaro turquesa aparece en mis pesadillas, sobrevuela para darnos una sombra enorme y las familias se quedan frías, ya no se mueven, tampoco tienen ganas de vivir, mientras el hombre de las mil caras roba sus rostros en los televisores. Todo acabará pronto, todos estaremos igual, navegando una existencia artificial como si fuera verdadera, como si los abuelos fueran constructos y las bestias siempre hubieran existido para comerse la gente.

    Siento una nariz fría acariciando mis dedos.

    Estoy tiritando de frío.

    Creo que encontraba perdido en alguno de los televisores.

    Miro abajo y veo a un perro de orejas grandes que tiene una fotografía en el hocico. Sigue tocando mi mano, como si quisiera despertarme, como si quisiera matarme para revelar el camino a un verdadero paraíso.

    Tomo su papel y veo la fotografía, soy yo con mi abuelo, él me lleva en sus hombros. Yo señalo a lo lejos, al templo de las arañas, mientras él voltea a otro lado y hace como que está pensando. Costner, 1938. Esmeralda y yo.

    —Esto es la verdad —dice el perro, y se va trotando.

    Escucho el ritmo de sus patitas golpeando los ladrillos.

    Y me dan ganas de reír. Tiene razón, mi nombre no es Sebastián.

  • Arañas

    Anoche soñé con un mundo postapocalíptico, pero todavía quedábamos algunos.

    Era como pre-postapocalíptico.

    La humanidad restante tenía dudas sobre su futuro, se sentía como el final del juego —el final de la vida—, pero nadie se mataba o mataba a los otros, hacían con su tiempo restante tonterías.

    Lo que restaba de la humanidad estaba infantilizado, roto. No tengo nada contra eso. Algunos piensan que infantilizarse es lo mismo que ser un idiota. Yo creo que, a veces, puede ser una oportunidad.

    [Oh, ahora que lo pienso, quizás soñaba con un mundo similar al de Claire at the End of the World. Tengo otra pregunta: ¿alguna vez he sentido el final de la vida? Regreso, una vez más, a los “umbrales”. Antes de atravesarlo siento una gran incertidumbre, mientras lo atravieso pienso que la vida como la conocía está terminando pero una vez que estoy del otro lado, pienso, como si fuera verdad: era inexorable.]

    [En el último umbral de la vida, ¿qué me dará el tiempo para tener mi último pensamiento?]

    Los pocos necios que yo conocía, por alguna razón, se dedicaban a hacer planos arquitectónicos y adulterar rifas. Los últimos eran matones, pero sin el propósito de matar a nadie. Actuaban que eran malos, pero eran bonachones, y agradables.

    A la mayoría de ellos los conocí en aquella etapa de mi vida cuando actuar era lo más importante.

    Mientras tanto, yo, con un pie adentro del mundo del sueño y con otro pie en el mundo real, me preguntaba: «para qué estamos haciendo este teatro».

    [Los teatros se interpretan —to play— para continuar con vida, para darle una normalidad al asunto. El juego que no es juego; estamos atrapados en diversos papeles, en diversas reglas, cada uno tratando de darle sentido a su vida como mejor le parezca.]

    Y, como si mi propia cabeza quisiera distraerme de aquella pregunta, soñé con arañas.

    Empezó como una de esas pequeñas sombras que uno encuentra en la sala de su casa y se esfuman rápidamente.

    Luego dejó de esconderse.

    La araña, medio sinvergüenza, paseaba por todos lados (se escondía poniéndose una hoja de papel encima, la cargaba consigo, como la tabla del Pípila; entonces pensé que era una araña muy fuerte y muy grande).

    El sueño original quedó relegado a esta pesadilla de arañas, quienes terminaron cubriendo toda la pantalla —el sueño se convierte en este constructo televisivo, una especie de sitcom que fue oscurecido por las patitas de mis peores enemigos—. Ya no era la sombra, o la araña oculta, pero una familia de arañas que se tragaron paulatinamente el sueño.

    [¿Es el sueño un dispositivo?]

    [¿Las arañas se comieron mi sueño?]

    [Esta tarde, al despertar, pensé que probablemente una araña me caminó encima y provocó todo este desperfecto, este abuso.]

    Ya no había arquitectos chafas, matones moribundos que adulteraban rifas ni un señor raro que vivía ambos sueños preguntándose por qué, o para qué. Solo había arañas, y la aprensión por las arañas.

    [Qué poderoso cuando un hombre sueña con aquello que teme. Quizás, porque ya me conozco, para quitarme el propio control que tengo sobre mis sueños, decidí revelar que puedo aterrorizarme a mí mismo; accedo a esta parte primitiva de mi cabeza que me empuja, me motiva, a tener miedo.]

    [O quizás estoy pensando demasiado las cosas, como cuando a Vinikh Pukh le preguntan si prefiere el globo verde o el globo azul.]

    Para soñarlo esta noche: ¿escribir un sueño es lo mismo que una telaraña?

  • Fuckboi

    Fuckboi

    2024: estaba cerrando la clase cuando una de mis alumnas, cotorreando con las otras alumnas, se acercó al escritorio y preguntó, casual, mientras estaba mordiendo mi sándwich de huevo, queso y mayonesa—: «y usted profe, ¿cuándo dejó de ser un fuckboi?». Como suele suceder con las preguntas de identidad, mordí el anzuelo y respondí un poco meditado: «quizás nunca he dejado de serlo», y miré a lo lejos, como si recordara mis tragedias en la Guerra de Vietnam, les hablé un poco de mi matrimonio y luego cerré con un fabuloso: «muchachas, pueden tener mejores relaciones, no tengan miedo de exigir».

    [Exigir qué: ¿un excelente servicio? Luego me quedé pensando: ¿alguna vez fui un fuckboi?]

    1996: en la pubertad leía toda clase de cosas terribles porque estaban a la altura del demonio de mi imaginación. El periodo incontrolable, el cerebro monstruoso, un alma majestuosa llena de fluidos y de culpas. Cuando me distraigo, incluso, he llegado a sentir nostalgia por la sencillez y la brutalidad. Por ejemplo: ¿hasta dónde es correcto combinar la coca-cola y el sidral mundet? ¿Cuántos pecados estoy cometiendo por leer este libro de Moravia? Ah, qué loco, el hermano le puso el ojo de buey a la hermana en el culo, ese Bataille es un loquillo. Pauline Reagé acepta la apuesta de escribir uno de los libros más sadomasoquistas de la historia, asumiendo el reto de evitar las vulgaridades y los caminos fáciles. Me siento incómodo porque durante 90 de los 120 días, los personajes comen caca.

    2008: una de las anécdotas preferidas de mi boda, y tienen qué ver con un mundo de casualidades [supongo], es que me llevaron de la mano a este ritual machito de ir a un tugurio y ver a las muchachas bailar a contraluz en los tubos. Uno de mis amigos pagó un privado, una muchacha me bailó. No hablaré de la diversión, tampoco hablaré del sufrimiento. [Aquí viene un ejercicio que podría ser interesante para unas manitas naranjas: ¿se puede ser fuckboi si uno atiende a estos lugares con regularidad? ¿No se supone el fuckboi puede ahorrarse estos espacios si, de verdad, consigue ser un fuckboi? ¿O es el fuckboi una aspiración de ser como estos personajes? ¿El fuckboi es un estado de consciencia, de vida?] Al día siguiente, en mi boda, me pareció ver a la muchacha del tugurio. Me acerqué a mi casi-esposa, se la señalé y le conté al oído: ¿estoy loquito, o puede ser la muchacha que me bailó?, ella respondió: nah, sí puede ser y me explicó una historia plausible, una que no puede ser contada en este blog. Más tarde, en otro ritual bodístico, nos pusieron el vals y bailamos con los invitados. Cuando me tocó ella de pareja, nos quedamos callados. Entrecerré los ojos y miraba su cara, tratando de confirmar mis sospechas; se miraba tranquila y divertida. Cuando cambiamos de pareja, ella se despidió con un relajado: «bueno, pues a partir de hoy te toca portarte bien».

    2004: las Dresden Dolls cantan una canción llamada «Coin-Operated Boy». Dice:

    Made of plastic and elastic
    He is rugged and long lasting
    Who could ever ever ask for more?
    Love without complications galore.

    2019: después de esas serias plática que uno tiene porque se sobrevivió a la enfermedad, di una advertencia juguetona, un poco tonta: creo que de ahora en adelante, lameré la cara de todas las cosas que me gustan. Aunque las cosas que me gustan, normalmente, son videojuegos, libros y algún helado. Lamo estos objetos hasta que son definitivamente míos. Luego pienso divertido, cuando pasa algún muchacho o alguna muchacha que me gustan, en alguna plaza, en algún parque o en algún algoritmo de mi imaginación—: «les voy a lamer la cara». También me pasa con algunos perritos, pocos gatos, pero ojo: sería una lamida de compas, de buena onda. Ya entendí, no vivo en 1996.

    2024, pero más tarde: cuando le conté el incidente a mi esposa —me dijeron fuckboi, mi amor, qué hago—, el cual me pareció un tanto neurótico y gracioso, ella me dio paz cuando me dijo: «nah, nunca has sido un fuckboi». [Como suele suceder con esas cuestiones de la identidad ajena, también me pregunté: esposa, ¿cuántos fuckbois has conocido? ¿Cuántos parámetros de identidad tienes para medir eso?, pero lo dejé por la paz, porque los fuckbois de la esposa deberían ser su secreto, así como mis variantes multiversales de fuckboi deberían ser el mío.] Y yo traté de explicarle: «por más que haya tratado de ser un buen chico, o un chico regular, o un chico mediocre, siempre habrá alguna interacción, algún diálogo, algún momento del pasado que alguien dirá: ah, sí, ese Fest, ese maldito fuckboi».

    2018: tengo cáncer, paseo junto a mi esposa en una de esas largas, necesarias y cansadas caminatas en las calles de Cholula, a pesar del dolor de mis manos, de mis venas y de las piernas. Sé perfectamente que no se me va a parar porque la quimioterapia arruinó mi libido, y también muero de terror: no quiero tener un orgasmo porque he escuchado tantas cosas de la D del AVBD, y mi ansiedad sigue susurrándome al oído que el tratamiento logrará matarme de un paro cardíaco. Volteo hacia mi esposa y le digo: «no te guardes cosas, haz lo que necesites», aunque a ella realmente no le importa esperarme. Como siempre, me guardo las reglas de nuestro vínculo, así como pienso que deberían guardárselas todas las parejas. Pero he entendido esto, quizás mi aprendizaje más importante: la intimidad es una cosa complicada, tiene matices y es una construcción, un cúmulo de confesiones y vulnerabilidades. Puede ser algo terrorífico —uno nunca estará a la medida de su imaginación—, pero también algo hermoso —sorpresa: te aceptaron tal cual como eres—.

    Quizás eso debí decirle a mis alumnas, también al fuckboi de Agustín Fest.

  • Largo

    Primero: con Saramago —creo que fue él—, aprendí a disfrutar párrafos largos que vienen a partir del pensamiento de un personaje; un monólogo a veces elegante, a veces neurótico. Cosa que no me pasó con Lobo Antúnes. Otras veces, mis alumnos parece que no saben pensar en párrafos más pequeños y eso me fascina: quiero tratar de entender cómo llegaron a la conclusión de que sus bloques-de-mucho-texto son el camino más fácil.

    Segundo: Lucky, una vez más Lucky, recibe el permiso de su amo para abrir la boca y decirnos algo. Cuando lo hace, entre ondas de radio, palabras de señores grandes y el cerebro de un palurdo, abre la boca y recita un poderoso flujo de consciencia; fragmentos desequilibrados de libertad y esclavitud.

    Tercero: uno de mis sueños es que algún día encontraré el lenguaje de un dios dormido; eso me parecen los personajes de Saramago: deidades que recuperan el lenguaje, avatares de lo cotidiano, reinventan el pensamiento mientras se cuentan el tedio de los días, el asombro de los pequeños descubrimientos. El párrafo largo es un buen ejercicio para descubrir el estilo propio, la voz que se esconde en algún resquicio de los órganos internos.

    Cuarto: el día que abras la boca nadie te podrá callar.

    Quinto: todavía recuerdo uno de los días más tristes de mi abuela, cuando la acompañé en la cocina y ella empezó a ventilar sus frustraciones, sus arrepentimientos. Fue un largo discurso donde la miré como un personaje que trataba de asir su memoria. La miré envejecer frente a mí, hacerse diminuta, se realizaba frente a mis ojos. Escuchar al otro le da vida. Escuchar al otro le da oportunidades de redención, de tomar el control de su propia historia, de reinventarse como se dé la gana. Escuchar al otro es descubrirlo y descubrirse.

    Sexto: una tarde leía El hombre invisible de HG Wells cuando llegué a uno de esos capítulos donde Griffin (es curioso: el personaje tiene nombre, entonces parece que el nombre le da la facultad de hablar, de tener largos discursos, el nombre parece darle acceso a lo divino) cuenta su historia. Se reduce la acción y su diálogo es largo, larguísimo, mientras quien lo escucha dice que, por sus palabras y sus gestos, es presa de una “locura homicida”. Hablar también es enloquecer. El monólogo interior o el diálogo liberado, entre más largo, abre más puertas a una oscuridad terrible, a un descenso del cual es muy difícil regresar.

    [Séptimo: para cerrar con esto, trato de recordar algún momento donde tuve un monólogo muy largo, casi imparable, pero no lo encuentro. Un momento específico de la neurosis, o del miedo. O un momento donde empecé a hablar conmigo mismo y ya no pude callarme. Un momento de descontrol. Durante los ataques de pánico, por ejemplo, no recuerdo palabras específicas pero tengo muy presente el martilleo: “tienes qué salir a caminar, tienes qué caminar todo el tiempo que sea posible o te vas a morir”. O hace unos días, cuando escribí sobre el dolor, tengo vagos recuerdos de mi voz interior durante esos 18 minutos, en la mesa del consultorio: “no voy a dejarme ir, no voy a dejarme vencer por la aguja que me está quebrando los huesos y me está chupando el líquido verdiazul del alma, no cederé ante el dolor, pretenderé que nada de esto está ocurriendo, incluyendo este impulso tan cabrón de huir, y de olvidarme de mi nombre, y olvidarme de todo este procedimiento cruel que sistemáticamente me está retando a despojarme de mi humanidad, de convertirme en el muñeco roto para el placer de los enfermos, los sádicos, los miserables”. Mi abuela está lavando los platos, me mira a los ojos y me dice, con la voz quebrada, que ella hizo lo mejor que pudo. Cuando recién me enteré de que me estaba muriendo, sonreí como Luffy de One Piece —cuando el payaso pirata lo atrapa en la guillotina— y me dije: “hey, estoy haciendo todo lo que puedo, quiero decirle a todos que lo siento”. Tienes qué salir a caminar, si no lo haces, te vas a morir. Recuerdo de Günter Grass, sus párrafos largos en primera persona que, según, tenía el sonido de un tamborileo. Recuerdo de Marcel Proust, un personaje le dice al otro, después de conversaciones intermitentes que pasan en un periodo de veinte años: ¿puedo hablarle de tú? Por supuesto, somos amigos, háblame de tú. ¿Eso es un monólogo interior? ¿Es un diálogo verdaderamente interminable? Me pregunto otra cosa: qué es la voz en la cabeza, de dónde sale y por qué se calla tan rápido. La voz en la cabeza es un personaje, es pensamiento artificial, de fácil equivocación e inexistente. Por eso da terror escucharse en la cabeza, hacerse consciente del animal interno. La voz en la cabeza es un monstruo, es un animal hedonista de pensamiento crudo. Lo mejor es encadenarlo, recordar que se tiene una educación —corrijo: pensamiento educado— para no escupir estupideces, vomitar lo primero que se piensa. Pero no tiene caso —esto que estoy haciendo porque—; no estoy liberando a ninguna bestia; escribir el fárrago del pensamiento propio no es lo mismo que despertar la voz de un dios dormido, es un truquito estúpido, la ilusión de los principiantes, mago que saca una liebre del sombrero. Si la voz en mi cabeza me ha hablado de usted unos veinte años, quizás convendría que ya nos habláramos de tú, aceptar que la presencia del uno y del otro es inexorable. Mejor el recuerdo de, por ejemplo, personajes míos que han intentado hacerlo (los personajes no son uno, pero son otros, lo que imaginamos es la otredad): un despertar de la consciencia, identificar que atravesaron el umbral dentro de su propio mundo de ficción. Eso sí lo reconozco, así puedo empatizar con estos sacos de huesos: durante los últimos años he atravesado tantos umbrales que me cuesta trabajo reconocerme. Y eso no está tan mal. Me vi al espejo esta mañana, por ejemplo, y noté la resquedad de mi piel, las arrugas, las ojeras cinceladas por el dolor y la angustia, y también por las demasiadas carcajadas porque me gusta reírme como un diablo escandaloso —estoy vivo o qué, putazos o qué, caballo homosexual de la montaña—; vi en ese rostro la promesa de Phillip Larkin de que todos nos haremos viejos y patéticos. Y pensé que era un vanidoso —definitivamente—, pero también un realista. Divertido, pude vislumbrar esa imagen de un hombre alto y orgulloso con la espalda encorvada, cayéndose por segunda o tercera vez, escapándose por última vez de romperse algo. Aun cuando sobreviví a algunas cosas, estoy condenado a morirme, a la decrepitud, a convertirme en un libro arrugado, humedecido, igual que mi perra vieja y adorable. Recuerdo de que alguna vez me dijeron que soy un libro que jamás terminaría de ser leído y me sonrojé, y no quise pensar más porque me sentí misterioso, enigmático, como si no fuera una maldita bolsa de trucos, el mismo cuento de ritmos y de barruntos. Ruido blanco de melancolía, de dolor y de júbilo, el maldito júbilo porque sino hace mucho (…). Recuerdo del libro de la almohada. Sei Shōnagon y la sencillez de los días a través de los ojos de las cortesanas, de la media noche, de una luz desvanecida que entra por la ventana y el escándalo de las cigarras. Ojalá tuviera el tiempo y la paciencia para leerla otra vez, y aprender de ella. Sei Shōnagon es una reina, es la maestra verdadera, una aspiración genuina. Eso no estaría nada mal, no lo está, tienes que caminar lo más pronto posible, síguete derecho, no te detengas o te vas a morir. Otro propósito del monólogo interminable: separar el espíritu del cuerpo, empujarlo suavemente como una bola de nieve que le va a dar el madrazo a un gato impávido que se le puso enfrente. Miau, miau, miau. Recuerdo de Lucky que a veces gruñe como un animal bendito. El gato amarillo de Prufrock. Eso debí pedirle a la inteligencia artificial para tener una imagen divertida en vez de una egirl medio enloquecida. Prompt: un gato pardo está a punto de ser atropellado por una bola con la forma de un basset hound en el estilo de una caricatura vieja. O como una piedra de Sísifo, esa piedra que a uno lo empuja a decirse: “sigo haciendo esto pero algún día descubriré el truco de los dioses y me escaparé de su castigo”. Cuántos años ha estado Sísifo en la montaña, empujando la piedra, creo que nadie sabría decirlo. ¿Qué pasa si al viejo rey, santo de las trampas y de las sonrisas locas, le da un ataque de ansiedad? ¿Se deja aplastar por la piedra? Y luego qué, se levanta, baja corriendo la montaña, toma aire y vuelve a empujar. Analogía de la vida. Sigue empujando porque de todos modos te vas a morir, te vas a morir.]

    Séptimo: si uno me viera, dirían que no estoy pensando en nada, pero luego verían mi sonrisa. “Quién sabe por qué enseña los dientes, la neta”.

  • Desvelo

    Desvelo

    Juventud: le puse a mi blog el nombre de Canción para el desvelo (otra vez), porque si algo me gustaba hacer cuando no podía dormir, era escribir. Me desvelaba mucho, escribía mucho. Alguna vez —en ese estado agradable que trae el dormir poco, porque uno piensa lento, y sin mucha resistencia— pensé que podía vivir de eso.

    Giro: la escritura, sin embargo, es vida. Escribir me ha mostrado nuevos oficios y modos de vivir; la escritura me ha mantenido vivo; la escritura ha vivificado mis múltiples ocios; la escritura también me ha alimentado pero nunca —quizás a veces me lamento de esto porque alguna vez pensé que la escritura debía ser una puerta a algunos placeres y vicios— en exceso.

    Adultez: entonces me desvelé más, publiqué algunos libros, gané algunos concursos, una beca FONCA, escribí pocos guiones (que se perdieron como lágrimas en la lluvia), revisé otros tantos, revisé proyectos ajenos que se ganaron becas y concursos, hice muchas traducciones, me enfermé, dejé de escribir porque enfermé, dejé de vivir de noche porque estaba cansado [tan cansado], me puse a leer el Quijote porque si me moría quería que fuera mi último libro, la enfermedad me empujó a escribir unas cosas bien raras [solamente de día], enloquecí, enloquecí un poco más…

    Ojos: pelados, bien abiertos. Tomas una o dos tazas de café, escuchas una canción interna, la del corazón; latido tras latido. Mientras pasan las películas viejas, en blanco y negro; miras como Dolores del Río es abrazada por Pedro Armendáriz y él dice: «te quiero, es que te he querido siempre», crees que puedes encontrar algo en tu interior que nadie más ha visto. La mentira es agradable.

    Despertar: como soy el Dungeon Master de una partida de DCC (parecido al Dungeons and Dragons, pero más caótico y divertido), soñé que tiraba unos dados y descubría el mapa a un laberinto. Pensé algo así cómo: «un momento, esto no es mío, es para mis alumnos, mis muchachos, mis sobrinos, mis hijos» y abrí los ojos. [¿Mis qué? Me va a dar algo, me caen a toda madre pero oye, aguanta vara]. Desperté. Supe instantáneamente que me había excedido con la cafeína, y que lo estaba pagando, porque a partir de ese momento mi cerebro no dejó de tirar dados para responderse las cosas más triviales. Y miré el techo durante unas horas, como lo miran los ludópatas y los arrepentidos. Después de un par de horas de pretender que estaba soñando, me levanté, fui a la computadora, abrí uno de esos documentos de texto, y empecé a escribir como si fuera un muchacho de 12, un muchacho de 21, un señor de 27, un señor de 34, un señor de 42…

  • Muros

    Muros

    Cuando la Nico se despertó, se relamió los bigotes y me aventó una de esas miradas desapasionadas, lacónicas, como si estuviera a punto de soltarme uno de los choros más grandes de su vida.

    Mi perra, una bufona tramposa, sabe que la mejor manera de captar mi atención es fingir desinterés para luego partirme la madre con una historia increíble.

    —Cuando duermo —dijo este animal de 300,000 años, cuyos ríos de baba destronaron dioses y destruyeron galaxias enteras—, uno de mis susños recurrentes trata sobre una pared de carne. Si alguien me lo pregunta, creo que es una formidable metáfora sobre el hambre, la saciedad y la enormidad.

    Pero más allá de las paredes, y una burda interpretación de los sueños, una pared de carne puede ser una cosa muy buena para un animalito como yo porque la mira y solo se necesita un hocico para acabar con ella.

    Es un alimento nada convencional, pero muy delicioso. Solo los tontos discriminan con esta economía. Además, tú no lo sabes, pero cuando tienes el alma de un perro vagabundo [aquí yo la miré mal y estuve a punto de decirle: “cuando has vivido en la calle, maldita perra melodramática”], no te vas a negar a una buena comida.

    Lo mejor de todo es cuando una pared de carne expulsa de sus ladrillos a estos seres diminutos; héroes de salami y de salchicha; carne de los monstruos y los demonios que la componen.

    Ya con hambre, saben buenérrimos, como las albóndigas de la abuela.

    [Entonces se quedó dormida.

    Y yo me quedé dormido a su lado.

    Y como me gustan las películas de horror, y los mangas de Junji Ito, cuando soñé con la pared de carne, esta serie de monolitos sangrientos que rompieron estruendosamente los suelos de un mundo verde y pacífico, no parecían algo delicioso o medianamente apetecible.

    Apestaban al infierno y a sangre, y parecían estructuras muy peligrosas, colosos de horror, como lo que soñaba Artaud en sus libros asquerosos.

    Di una media vuelta para huír, cuando escuché su poderosísimo ladrido: la perra corría escandalosamente, como una película que muestra una estampida de caballos, y era ella: una guerrera bufona y poderosa, la lengua de fuera y su mirada como un destello de estrellas.]

    Entonces, cuando los demonios empiezan a reír y creen que podrán coordinar sus poderes y sus habilidades psíquicas para deshabilitarte, confundirte y matarte, tienes qué preparar las garras y los dientes, y tienes qué estar dispuesto a perder algunos colmillos a cambio de una de las mejores comidas de tu vida.

    ¿Puedes verlo?

    Sí, míralo bien.

    Son ellos los que me tienen miedo a mí.

    [Me senté para admirarla, estaba arruinado por las huídas —soy un cobarde— y porque me saltó encima el demonio de los mil cansancios.

    La Nico capturaba con el hocico a cientos de diablos y de zombies, cientos de miles de monstruos y seres extradimensionales, además de los héroes impuros de los que ella alguna vez me platicó.

    La perra parecía hacerse más grande con cada bocado, sus orejas crecían y sus ojos enrojecían cada vez más. Pero luego descansaba, y se hacía pequeñita, diminuta, como la respiración de un niño, como si no se alimentara de este constructo de corrupción y de odio.

    Quizás ella era este vehículo de purificación. Una canción para redimir a los demonios.

    El muro, del otro lado, parecía tener una finalidad. Era como un caramelo interminable que milagrosamente se hacía más pequeño.

    Y masticaba, y masticaba, los hacía pedacitos con sus dientes, y los empujaba para abajo con sus garritas, y cuando sus enemigos trataban de subirse por su lomo o por su cola, ella volteaba para golpearlos con las orejas, sacarles la cabeza con los dientes y alimentarse de su sangre.

    La Nico de repente era un vampiro, o era un dios sangriento, o era esta figura terrible que descubrimos en las nubes, o era un dios volcánico ebulliendo generosamente para purificar la tierra.

    “¿Cuándo vas a saciar tu hambre?”, pregunté, ya harto de las vísceras y los olores, temiendo que eventualmente, cuando acabara con la aberración, empezara a comerse un cacho de realidad y de mundo, y la perra me miró y se puso a reír, y me acordé de esta canción ingenua que dice algo así como: “por qué la niña ríe en vez de llorar”.]

    Cuando la Nico se despertó, y yo me desperté a su lado, se relamió unos bigotes manchados de sangre y me aventó una de esas miradas desapasionadas, lacónicas, como si me hubiera enseñado una verdad.

    Fui por un trapo y le limpié el hociquito.

  • Caras

    Caras

    La perra, que había navegado incontables universos, eventualmente encontró a un personaje que tenía habilidades similares a las suyas.

    Primero creyó que era un hombre, después creyó que era una bestia o un monstruo y finalmente llegó a la conclusión de que se trataba de un avatar.

    El avatar de las mil caras; podía ser un dios olvidado, o un dios relativamente joven. Sea como sea, las divinidades son estas existencias asquerosas que reclaman la atención de sus creyentes y no dejan de bramar hasta que uno les hace tantito caso.

    Y cuando este dios en particular consiguió un poco de atención, un poco de cariño, explotó en miles de universos a la vez, e inevitablemente se fermentó una fe por este extraño organismo de cables, de pantallas, de las fotografías de los muertos o los que no han nacido.

    Fotografías de gente inexistente generada por algoritmos, por el robo de la imaginación.

    Un dios de mil caras.

    Miles de millones de organismos pronunciaron el nombre del vagabundo de los mil rostros. Surgió en distintos mundos para siempre interpretar la misma escena: seguir, acompañar o perseguir a una mujer de vestido blanco.

    Pero la perra, una basset hound gorda y adorable, que había aprendido a perseguir el rastro de esta escena que parecía repetirse infinitamente, lo único que encontraba igual en todas sus variantes era la monstruosidad de aquella divinidad.

    La mujer no siempre era la misma, no era un alma específicamente condenada, pero Caras escogía a una mujer para convertirla en una variante donde surgía una oscura esperanza, el descontrol o el verdadero terror.

    —Es el inicio de un ritual para los héroes oscuros —pensó la perra un día que se sintió inusualmente filosófica.

    La ciudad que habitaba era, a veces, futurista, oscura, pixélica o tenía colores muy alegres.

    En algunas variantes, las extremidades del hombre estaban tan desesperadas que había enraizado de manera incontrolable para violar la realidad de una ciudad, tomando así control de las calles, los monitores y los habitantes.

    La perra, que más o menos era una buena persona, prefería evitar estas ciudades y pensaba:

    —No me voy a meter en esto, soy solo una perra, qué puedo hacer. No voy a salvar a otros. Que se jodan.

    [Y luego pensaba en voz muy bajita—: a mí nadie me salvó, a mí nadie me acompañó durante mi dolor.]

    Yo, que conozco a una basset hound gorda y adorable, muy parecida a ella, no la culpo.

    Cualquier perro que ha vagado durante mucho tiempo, que ha ignorado su vejez y que, hace tiempo, igual que un hueso olvidado, abandonó la verdad de su origen, merece un justo descanso.

    Merece, pues, seguir escapando de la muerte y vagar hasta que verdaderamente se canse de vivir.

    Pero un día, como suele suceder, este avatar se fijó en la presencia de la perra y acercó sus mil rostros a la cara de una perra triste y deprimida.

    Y ella, francamente asustada por toda esta energía impura, dio una mordida salvaje y arrancó algunos de sus rostros.

    Hizo lo correcto, su naturaleza la empujó a ello, a escoger la vida porque si no el vagabundo de las mil caras habría intentado robársela para diseccionarla y tratar de entender cómo funciona ese corazón animal y luminoso que reconocía las mentiras que lo componían.

    Entonces la perra huyó, huyó entre miles de estrellas, galaxias, planetas, paraísos e infiernos. Cuando tuvo un momento para respirar, en la cueva de un planeta dorado, escupió unas veinte pantallas con caras que se apagaban al instante.

    Había herido a un dios.

    Lo había desafiado.

    Qué esperanzas podía tener ahora.

    Entre esos rostros estaba el rostro de su padre. No la cabeza perruna de su padre biológico, un basset hound gordito y amable, al que quiso mucho y jamás olvidaría, porque durmió acurrucado a él cuando recién nacida y se lamieron mutuamente las orejas, al menos, unas dos horas seguidas para limpiar la mugrita y porque sabían bien ricas.

    Pero recordó a su otro padre, el hombre que la cuidó hasta que un día se murió y prefirió olvidarlo porque le dolía mucho, y el dolor fue tan grande que un día quiso buscarlo con su nariz para desafiar la ley universal de la muerte.

    Entonces se preguntó cosas y se quedó dormida sobre las faldas de un cometa.

    —Voy a olvidar todo eso que acabo de vivir —pero no pudo.

    No pudo porque estaba triste.

    Y no sabía decir exactamente por qué.