Autor: arbolfest

  • Dweller

    Dweller

    Anota Sakin Almataha en su diario: “En el laberinto me siento afortunado de ser libre. Manifiesto por escrito que desde siempre me gustaron los hombres y las mujeres, siempre quise sentirme abrazado y bendito por el abrazo de ambos, la caricia de ambos sexos, pero mi vida anterior no me permitía ver de frente a la bestia de las mil caras: el amor, el deseo, el abandono.

    En mi vida anterior, no había la esperanza de dioses permisivos, dioses que aman, dioses que experimentan el amor a partir de la mortalidad. Un dios puede cometer errores infinitamente, o hasta que es olvidado por sus creyentes. Y mi dios jamás será olvidado porque incluso aquí, todavía me sé sus oraciones. Eventualmente entendí que iba a morir y cada día de negación, era aceptar la condena de mi corazón porque temía los monstruos, los pecados inventados por el hombre sin rostro: esa criatura ambigua que había construido ese otro laberinto que llamaba familia, casa, sociedad, nación.

    [En este espacio, Sakin Almataha dibuja con carboncillo todos los pisos al laberinto referido. Incluye calles, banderas, colores, camiones, figuras sonrientes y cansadas, árboles abandonados, ríos secos, perros que deambulan de noche, fuera de las tiendas y las comidas nocturnas, buscando alimento olvidado. Hace un mapa extenso de la que fue su ciudad antes de ser libre y uno se pregunta, después de todo, ¿cómo hizo para vislumbrar un mundo tan grande y tan hermoso dentro de su propia prisión?]

    Cuando abrí la puerta a este laberinto de maravillas, primero me sentí perdido por los ladrillos rojos, constantes; los pasillos repetitivos y casi iguales; las ventanas fuera de sentido porque no muestran nada, atisbos de libertad, sino más pasillos y encrucijadas. Luego, deambulando como un hombre sin esperanzas, encontré una espada y para sobrevivir, tuve qué bañarme en la sangre de los monstruos y los malditos. Comí la carne del pecado, mordí los hongos y el musgo, lamí las pocas corrientes de agua.

    Y tuve la revelación de mi propia carne.

    Extrañé a mi familia, mi casa, mi sociedad, mi nación.

    Pero escuché el rumor de una canción en mi corazón.

    Era un sonido misterioso y alegre.

    Una canción ajena, como las que se escuchan cuando viajas en autobús y estás quedándote dormido.

    Era libre.

    Resolví el misterio de los pasillos, seguí el eco de las risas y los olores a pan, y a carne, y las paredes se abrieron para revelarme los rostros y los cuerpos, para revelarme las carcajadas y el verdadero cansancio. Encontré el jardín secreto, el bosque purpúreo dentro del bosque de concreto. Hombres tomaban la mano de los hombres. Y mujeres tomaban la mano de las mujeres. Y luego intercambiaban como si no importara, como si hubiéramos nacido para querernos igual, querernos bien y amablemente. Y ninguno se preguntaba si dios pensaba quemarlos. Y por primera vez me arrodillé e hice una oración sincera porque había encontrado mi primer paraíso”.

    [Después viene un largo recuento de los amores y desamores de Sakin Almataha, en ocasiones aburrido porque temía escribir del cuerpo y de los sudores. Además, se dice que los extranjeros se acostumbran a los paraísos después de unas cien, ciento cincuenta páginas. Quizás habría que visitarlo en unos doscientos o trescientos años para saber si envejeció como un espíritu contento, y si todavía tiene ganas de rezar después de todo este tiempo. Mientras tanto, alabada sea su ingenuidad, y que dios bendiga sus aventuras amorosas y su desparpajo de hombre roto, inconcluso.]

  • Piano

    Piano

    La memoria es un laberinto, persigo a Felisberto porque tengo una memoria de mí, leyéndolo, escuchando su cuento como una melodía de piano. Creo que lo leía en un espacio de mucho sol, o en alguna de las bibliotecas de la UNAM. Y recuerdo haber pensado: “¿Por qué estoy atrapado aquí adentro? ¿Cuándo voy a regresar?”. Pero tampoco importaba mucho el regreso, como si hubiera reclamado mi tiempo a través de esta captura involuntaria.

    La memoria, laberinto y sensación de infinito, me lleva hacia Felisberto, pues una imagen de mí mismo resurge en ella, leyéndolo, escuchando su cuento como una melodía de piano. Imagino que lo leía en un lugar bañado por el sol, quizás eran los jardínes, las islas, o quizás en alguna de las cafeterías de la UNAM. Y recuerdo haber pensado: “¿Por qué estoy atrapado aquí dentro? ¿Cuándo volveré?”. Sin embargo, la idea del regreso no me atormentaba, no había urgencia alguna, como si hubiera logrado recapturar el tiempo; he secuestrado mi propia memoria.

    La memoria, los recuerdos y la estructura laberíntica, me conduce a Felisberto. Una imagen borrosa de mí mismo surge en ella, leyéndolo, absorbiendo su cuento como una melodía de piano que me envuelve. Imagino que lo leía en un espacio luminoso, o tal vez en alguna biblioteca olvidada. Recuerdo la biblioteca de Cristo Rey, oculta entre los árboles, circular y sí, quizás, labertíntica. Y recuerdo haber pensado: “¿Por qué estoy aquí, atrapado en este lugar? ¿Cuándo podré regresar?”. Es una memoria fugaz e intensa. Casi nunca acudo a ella porque es amable. Regresar es una comodidad, para qué, si he reclamado mi tiempo a través de un recuerdo involuntario.

  • Retorno

    Retorno

    El laberinto es grandísimo, posiblemente infinito; pienso así porque nunca me he topado con otra alma.

    Tengo años perdida, estoy sola aunque a veces escucho risas, alaridos o estática de radio. Escucho el eco de una fiesta, de unos niños que juegan, de un río hermoso donde los habitantes viven, juegan, hacen el amor.

    Recuerdo mis videojuegos favoritos, los que jugaba antes de caer en esta trampa, y me gusta imaginar que a la vuelta de la esquina me encontraré con un monstruo, quizás algo grotesco, un homúnculos de carne.

    E imagino que antes de matarme brutalmente tendremos una larga conversación sobre lo que significa estar vivo, y luego sobre lo que significa desear la muerte, pero me sorprende el vacío.

    No tengo arma alguna para enfrentar a los monstruos, no he encontrado un cofre del tesoro o una armadura mágica. Al menos un libro que pueda contarme historias. Para mantenerme cuerda, aunque está bien si dudas de mi cordura, he tenido que imaginar todas estas cosas.

    Al final, me encuentro con ratas, cucarachas o pequeñas plantas imposibles, como las de Voynich, que ofrecen algún sustento, y me drogo con algunas hojas de colores extraños que me ayudan a encontrar nuevas puertas, nuevas ventanas, versiones coloridas de mí y pasillos ligeramente distintos; intensifican mi imaginación, mis ganas de vivir, pero eventualmente despierto y sigo sin encontrar algo que me cuente su vida o su propósito, y entonces empiezo a dudar del mío.

    Dudar de tu existencia es peor que estar perdida en un laberinto. El cuerpo se las arregla para seguir andando, aunque tú eres miserable, y estás hundida en un abismo mental, y todo tu entorno está glitcheado, falto de color y definición.

    Porque la existencia solitaria es algo miserable.

    Si no hay nadie frente a ti que te mire a los ojos, y mires tu reflejo como una prueba de existencia, entonces por qué estás aquí, entonces qué sigue, entonces cómo sabes.

    Trato de perseguir los sonidos, a veces música, a veces las risas estridentes de una taberna, pero termino por perderme más en sus recovecos oscuros, en sus altos muros de ladrillo rojo.

    Camino, corro y me canso, y nunca encuentro nada.

    Y luego duermo y sueño que en el centro de esta pesadilla imaginada, hay ciudades enteras. Algunos aventureros construyen su casa, cuentan su historia y sus peleas encarnizadas contra monstruos formidables que sonríen como si poseyeran un alma perversa y humana.

    Y sueño que yo camino entre ellos, como una más, una existencia pequeña, diminuta, pero presente.

    Despierto y me pregunto: “cómo puedes ser tú sin testigos”, mientras muerdo una de esas hojas púrpuras que me hacen feliz y los techos se abren, y me permiten ver la luna, las estrellas, mientras a mi alrededor se arremolina el pasto verde, y unos perros andan a mi alrededor, continuamente, en círculos, en una noche calurosa que parece perfecta e interminable.

  • Cazador

    Cazador

    En el laberinto, existe una mujer de piel muy blanca y cabellos oscuros que ha vivido más de mil años. Es una mujer robusta, corpulenta y que sonríe fácilmente. Al menos así era cuando yo la conocí. 

    Algunos la conocen como la madre cruel, sobre la historia de su nombre: dicen que entró con sus hijos, y los entregó como un sacrificio a los dioses del laberinto para que le permitieran vivir. 

    Los dioses la castigaron con demasiada vida: no envejece, no muere, y todas las criaturas monstruosas que nacieron aquí la persiguen para tratar de matarla.

    Matarla no es lo ideal porque ella es inmortal. Matarla rápido es un desperdicio. Yo soy uno de los cazadores más experimentados del laberinto y la madre cruel es una de las presas más codiciadas. 

    Entonces, cuando la atrapamos por primera y única vez, conseguimos lastimarla mucho, le sacamos las entrañas y la dejamos sin brazos, y cuando pensábamos arrancarle sus piernas, desvaneció, como si fuera a dejar de existir, y luego, unos años después, nos enteramos que renació más fuerte que antes.

    He cazado brujas, demonios y dragones; ellos al menos tienen la delicadeza de morir. Me cuestiono por qué ella puede vivir más de una vida. Por qué ella sí tiene derecho a reclamar este espacio como suyo hasta un final incomprensible, inimaginable. Quiero abrirla para tratar de entender porqué es tan infinita como el laberinto. 

    Ella me motiva. Puedo aprender, gracias a ella, cómo sistemáticamente destruir a un inmortal hasta corromper su alma. ¿O será la corrupción mínima, igual que la totalidad de mi vida frente a la de ella? Tengo tantas dudas. Y creo que ese es el regalo que nos ha dado el laberinto, un método para descubrir el límite de nuestras capacidades y reconocer qué tan amplia es la imaginación cuando nos motiva la crueldad. 

    Desde mi primera y única experiencia con ella, he escrito numerosos libros para que los siguientes cazadores se animen a intentarlo. No solo la cacería, pero la experimentación y la tortura. En mis libros, escribo detalladamente sobre su biología, sus gritos, su tenacidad, sus balbuceos y sus ojos blanquecinos cuando su mente está perdida y habla con sus hijos como si todavía vivieran. 

    Dicen que ella enseñó a los turistas accidentales como yo los métodos para navegar en el laberinto, ella enseñó cómo domesticar este lugar sagrado para convertirlo en un hogar, la ciudad de los rechazados y los exiliados. 

    Algunos piensan que le debemos mucho, pero ninguna persona debería vivir tanto, y mucho menos en un lugar como este. Los laberintos deberían ser espacios intelectuales, espacios de imaginación, el último juego de los moribundos, un purgatorio para limpiar el alma. Todos los caminos de un laberinto llevan a la violencia, a la guerra y cuando es realmente piadoso, a una muerte silenciosa y vana. 

    Este es un sueño muy extraño del cual no puedo despertar. 

    Así pensaba en mis primeros días, y me daban ganas de morirme, que me tragara alguna bestia con cabeza de león, o que los diminutos y cabezones hombres verdes me picaran con sus espadas. 

    Pero en el fondo soy un idiota, me gana el instinto de supervivencia. Sería más fácil morirse, que me trague alguna de las cosas que viven aquí o caer en una de las millones de trampas de pico. Un día me drogaré, andaré a ciegas, y permitiré que me coman los suelos, o una puerta me azote hasta convertirme en una pulpa irreconocible. 

    Pero es que soy un idiota. Y quiero seguir con vida, y quiero seguir descubriendo los recovecos, y las cosas absurdas y maravillosas como las señoras corpulentas, inmortales. 

    Ella le dio una casa a todos los idiotas. Es nuestra madre.  

    Los humanos le debemos a esta mujer la construcción de nuestros mercados, bibliotecas, escuelas, vecindarios enteros. Algunos piensan en ella como una diosa, un espíritu bondadoso de enseñanza y de virtud, aunque no lo es, yo la hice sangrar, yo pude destruirla y extraño esa sensación de aventura cuando uno intenta romper lo que no se puede romper. 

    Como cuando era niño, y mi madre me compraba un juguete nuevo, y movía para atrás el brazo de ese juguete y mi madre me daba un manotazo gentil, y decía que no lo hiciera porque era forzarlo, era reconfigurar este juguete para algo que no estaba hecho; pero yo era feliz con tener la capacidad para deformar una existencia. 

    Las paredes brutalistas se han convertido en las paredes de nuestras casas, y su musgo es nuestro sustento, y las bestias son nuestro alimento. La vida aquí podría ser pacífica, si no fuera por los monstruos, y la falsa ilusión que ella ha construido como un revestimiento de estos muros, estos enigmas. 

    Hemos aprendido que nuestros caprichos reconfiguran el camino y algunas veces, solamente de soñarlo, se abren los techos y podemos ver la poderosa luz del sol, o la gentil luz de luna. 

    Aunque me bañe la luz de los astros, no puedo olvidarlo, yo solamente puedo soñar: está inconsciente frente a mí, y yo estoy acabando con ella una vez más.

  • Mantis

    Mantis

    Dice una muchacha en la pantalla: «Entonces vamos viendo como la conducta toxicómana…». Pone una imagen de un padre fumando a un lado de sus hijos y dice otras cosas que no escucho muy bien. Los hijos miran al padre embelesados.

    Recuerdo a mi propia madre fumando. Me pregunto si tengo ganas de fumar, si soy tan débil, si soy carne que reviste los impulsos de sus antepasados, los impulsos primeros de admiración y luego de repetición.

    Apago el monitor y se abre una puerta.

    Uno de los dioses más importantes es el dios de las puertas. Este personaje cósmico, infinito, cuida las bisagras, la fortaleza de los materiales, las rendijas por donde entra el viento, los polvos y los pequeños animales. El dios de las puertas te cuenta cosas cuando te asomas por alguna de sus rendijas, puede que te dé un mensaje divino o puede que te muestre la verdad: algún prisionero, alguna bestia.

    Dicen, sobre todo, que cuando los aventureros no tienen de otra que destruir las puertas, su dios interviene y pone un dedo sobre ellas solo para que sea un poco más difícil, y más triste, y más lento. Antes de perderme aquí, a mi grupo le gustaba tirar las puertas con hechizos muy poderosos y muy violentos.

    He tenido muchos grupos a lo largo de los años.

    En la siguiente habitación me espera un monstruo: tiene el cuerpo de una mantis, alas de una polilla y tres cabezas humanas, deformadas. Atrás de él, dos televisores colgados de un brazo metálico en las esquinas muestran a un militar limpiando su rifle.

    Mirándolo con atención, me parece familiar. Y en realidad, cada monitor muestra a un militar distinto, aunque se mueven al mismo tiempo, con una coordinación envidiable.

    —No entiendes nada, como siempre —dice el monstruo, tiene una voz profunda, casi melancólica.

    Mientras habla, los monitores se extienden y se mueven al ritmo de la mantis de tres cabezas, como si fuesen parte de su existencia.

    —Estoy viviendo un sueño, y no quiero despertar de él porque el sueño es como la vida misma.

    —Nada, ¿ves?

    La mantis de tres cabezas ataca con sus brazos cuchillas, yo brinco a un lado, justo a tiempo, pero mi armadura de piel queda dañada, abierta. Mi vientre queda descubierto y pienso en los hijos que tuve, que he tenido. Busco en uno de mis bolsillos, encuentro el inhalador y aspiro. Confío que el polvo púrpura me guiará. Mi cerebro trabajará mágicamente una solución práctica para resolver este problema.

    —¿Cuánto tiempo llevas encerrada aquí?

    —Unos dieciséis años, pero mira, mi piel no ha envejecido, mi cara es la misma.

    —¿Cuántas habitaciones?

    —Creo que unas mil doscientas. Antes tenía bitácoras, pero dejé de cargarlas conmigo porque son muy pesadas.

    —¿Tienes casa?

    —Como puede uno tenerla, si siempre está reconfigurándose.

    —Mientes. Tienes casa. Y sabes que si tienes casa, es imperativo matarte. Los verdaderos habitantes del laberinto somos nosotros.

    La mantis de tres cabezas me sujeta con sus brazos cuchillas, me jala de las piernas y muerde uno de mis muslos. Cuando más te haces parte de este lugar, cuando más lo haces tuyo y sientes que perteneces a él, es posible entender sus trucos y reconfiguraciones.

    Entonces puedes encontrar entre todos los giros y las habitaciones un hogar.

    La mantis de tres cabezas presiente que miento, y tiene razón: tengo una casa, y en esa casa tengo todas mis bitácoras y mis trofeos. Sé como llegar a ella. El dios de este laberinto quiso darme un lugar donde vivir y la suficiente cabeza para mantenerme adentro.

    Grito de dolor porque empieza a morder y masticar. Las criaturas son cada vez más difíciles, su pensamiento es más complejo y más cruel. Sangraría a borbotones si no fuera porque el polvo morado me está beneficiando con un poco de resistencia a los cortes y al veneno. Saco mi daga de obsidiana lunática y la clavo en uno de los brazos-cuchillas, en un segundo movimiento rasgo uno de sus cuellos.

    Explota un poco de sangre verde, tengo suerte, no es acídica.

    Se escucha una risa gutural.

    Pienso en mis hijos, los que murieron cuando recién descubrimos este lugar sagrado. Y finalmente entiendo porque ambos militares, en los monitores, me parecieron familiares: tienen la cara de mis hijos.

    El laberinto capturó la sombra de mis hijos, desde que murieron aquí adentro, puede utilizarlos en esas imágenes televisivas, o en algún cuadro, o puede colocar sus caras en algún monstruo, o en algún escudo de armas, o puede usar sus voces para alguno de los hechizos, o puede usar sus olores en los pastelillos que prepare algún caníbal, o puede usar sus caras para ponerlas en un monstruo.

    La furia me ayuda a colocar el cuchillo en el corazón de la mantis de tres cabezas, no sin que antes ella misma consiga destruir mi armadura desde la espalda, y clavar sus cuchillas afiladas, no sé a cuánta profundidad; espero que no mortalmente.

    Odio el laberinto pero también me gusta vivir en él, me gusta revivir a mis hijos, encontrarlos como activos dentro de este lugar siniestro.

    Siempre hay maneras nuevas para reencontrarme con sus rostros.

    Pero qué digo, los monitores se pagan y la negrura me envuelve, trato de mantenerme despierta a través de la hiperventilación, pero mi cuerpo me obliga a descansar. Mientras pierdo el conocimiento, me pongo a rezar, y pido a cualquier dios que me escuche que no me saquen de este lugar, que me gusta soñar aquí, no vivir, soñar y seguir soñando.

  • Eclipse

    Eclipse

    El día del eclipse, varios alumnos de mi clase de guionismo pidieron una lectura de tarot y preguntaron, principalmente, sobre cómo les iría en el amor. Por que ya urge, dijo alguna por ahí.

    Saqué varias cartas y lo único que comunicaban, con sus bastos y sus espadas, eran otras cosas muy distintas al placer de las parejas y los encuentros.

    Hablé como los viejos: “enfócate en otras cosas: tu carrera, tu sistema familiar, la estabilidad de tu existencia”.

    Me hubiera gustado que las cartas anunciaran amores tóxicos, de esos que te enseñan cosas como, por ejemplo, el placer de que te peguen, la urgencia de darte duro contra el muro, la peripecia de disfrazarte de furro o quizás darle la mordida a un pastel mientras tocan la puerta trasera.

    [Instagram, convencido con que soy un viejo rabo verde de cuarenta años, me pone unas cosas lamentables en mi búsqueda. No dudo que alguna de ellas sea, precisamente, de un muchacho guapo que da la mordida a un pastel mientras se mueve rítmicamente adelante y atrás, y yo giro los ojos, porque pienso que es demasiado, pero cuando veo que tiene cientos de miles de likes, me doy cuenta que solo estoy rancio.]

    [Como fumar mientras te la chupan. Me han contado.]

    Al final de la última lectura, mis alumnos, como burritos felices, empezaron a decir tonterías como que el eclipse era un evento histórico de una sola vez, y que debía suspender la clase para que salieran a verlo.

    Y me sonríe, y les di la razón.

    Pensé: “cuál es el pago que debo de hacer por leer las cartas en día de eclipse”.

    Leer las cartas, suponiendo que llame la atención de los diablos y los espíritus, debe tener un cobro mayor cuando se hace en el tiempo donde el día se confunde con el atardecer y, finalmente, la noche.

    La iluminación del entorno cambia de inmediato como si fuera un sueño.

    Unos minutos más tarde, olvidando las supersticiones e ignorando mi lugar de primera fila —permanencia voluntaria— en el umbral, vi que la sombra de los árboles las componían las medias lunas, y sentí asombro como no había sentido hace mucho tiempo.

    Las sombras del eclipse como la iluminación de los espacios liminales, de los backrooms, de los muros que nos ocultan los huesos de la simulación.

    [Leí la carta de Kurosawa a Bergman. La segunda infancia a los 80 años. Ningún artista es realmente libre hasta que envejece. Entonces pensé, capturado y con un poco de resignación, que me faltan cuarenta años de escritura.]

    Mientras le daba un sorbo a mi café, afuera, bajo el sol cubierto por la luna, anoté en mi cuaderno de escritura sobre las lecturas de las cartas y el sueño que estaba viviendo, y también escribí esta frase porque vi a un pájaro muy pedero y muy confundido bajo la sombra de los árboles: “Miré a un zanate, cantaba como si fuera de noche”.

  • Fotógrafo

    Fotógrafo

    Imagino la muerte de mi padre,
    rodeado de sus tres hijos
    —legítimos, amados—,
    escuchan el respirador, miran su cara,
    de esta saldrá como ha salido
    en cualquier otro día
    a instalar celdas fotovoltaicas,
    como un héroe moderno
    sus brazos fuertes y un lindo discurso de energías renovables.

    Recuerdo la muerte de mi abuela,
    no exactamente su muerte, no aquella finalidad de su cuerpo,
    no cuando vi su piel coloreada de amarillo mostaza,
    rígida, como una cosa, un instrumento de madera,
    como el violín que cargó sabe cuántos años,
    porque era de su padre y lo tocaba en el pueblo,
    pero la claridad de unos días antes:
    cuando tomé su mano, y ella empezó a llorar,
    y yo le dije: “pronto irás a casa, y estarás mejor,
    y esto pasará, y nos olvidaremos, sí, sí, sí”.
    Hice llorar a la abuela,
    pensaba que por ella, pero lo hizo por mí:
    por mi ingenuidad, mi ignorancia,
    mi ausencia.

    Mi vanidad.

    Imagino la muerte de mi padre,
    como aquellas imágenes de los viejos en Italia,
    los viejos destinados al descuido, tirados en las calles,
    y los mataba la tos y la trombosis,
    y los mataba el virus y la ignorancia,
    y los mataba el azar y la biología,
    y los cubrían con mantas negras para ocultar sus rostros,
    y Manara fue regañado porque pintó a una joven enfermera
    pensando que su nieta —también enfermera—
    cuidaba vejestorios como él,
    porque vio su rostro en los cuerpos cubiertos,
    porque vio su rostro en el hombre que era mi padre,
    en una cama de hospital, esperando un veredicto,
    esperando las buenas estadísticas,
    el lado correcto,
    el de los enfermos, según extraños insensibles,
    terminan siendo héroes.

    Recuerdo que doy clases:
    camino de un lado a otro,
    deshilo el monomito,
    camino entre los pupitres,
    algunos escuchan,
    otros bostezan,
    cruzo los dedos.
    Tendrán la urgencia
    de sentirse Odiseo, y el Quijote, y Madame Bovary,
    y aprenderán, espero, a desear la muerte del padre
    no como un impulso de violencia,
    pero la reclamación del poder propio.

    Todos los jóvenes matarán a su padre,
    pero escucho el error, la duda,
    en lo que trato de educar:
    nunca conocí al mío,
    yo no esperé como los otros,
    la imposibilidad de la sanación,
    la reconstrucción del mito,
    y solo es un instante,
    pero veo su rostro,
    me sonrío y digo,
    sin saber muy bien por qué:
    yo no,
    no tengo de quién despedirme.
    No puedo ser un héroe,
    es un destino rechazado,
    no tengo un padre ni el deseo de matarlo.