En el módulo de sexualidad que estoy estudiando, porque yo no sé nada de esas cosas y para mí todos son angelitos asexuados, dice la profesora que me está educando que la sexualidad puede ser una fuente de placer y aceptación. Además de lo malo, de todo lo malo, especialmente lo malo. Dicen los bellacos que en lo malo está la fuente de todos los placeres.
Como parte de un ejercicio diario de identidad (y de aceptación), estoy registrando mis emociones en el teléfono. Apple tiene un diario para eso y cuando tienes rato llenándolo, te ofrece unas estadísticas que explican detalladamente los ingredientes que componen tu alma.
Eso me agrada.
Sin embargo, así me di cuenta que soy irritable (cada tanto, normalmente soy el osito de taiwan, como la canción de estos güeyes cómo-se-llaman) y cuando genuinamente me pregunté por qué, la única respuesta aceptable es que soy irritable, soy lo que soy y ya. Es decir, irritarme es parte de mi identidad, y esa irritabilidad es un producto que surgió en el Paleoceno, con una amiba que registró esa emoción en su ADN e hizo todo lo posible para sobrevivir y transmitirme esa bendición en forma de alguna proteina cerebral.
Estoy agradecido con algunas partes de mi persona; me mantuvieron vivo. Una de ellas fue ese gusanito que me empuja a escribir historias y compartirlas. Haciendo un examen de mi vida, también me di cuenta que siempre me ha gustado enseñar a otros. Pero la irritabilidad, si acaso, solo sirve para recordarme que estoy vivo, y que la vida es una larga enfermedad. Quizás, si tuviera que definir la vida, diría que es muy semejante al túnel de Felisberto Hernández, ese cuento confuso donde sus personajes andan a oscuras y buscan cosas. He soñado con ese cuento que parece surge de una histeria muy peculiar.
Me pregunto si el túnel de Felisberto está conectado don el túnel de Sábato.
También estoy haciendo un ejercicio consciente de registrar instantes de gratitud y de placer. Eso está muy bien, me ayuda a recordar que no soy un gusano haciendo un agujero en un baldío. Doy gracias por esto y por aquello. A veces invento cosas raras para entrar en un estado de gratitud. Por ejemplo, doy gracias por los jaguares y sus hermosos colores; doy gracias por las amibas RESILIENTES del Paleoceno; doy gracias por los creepers de Minecraft porque cuando sesean a mis espaldas, casi me da un paro cardíaco y me da mucha risa, la verdad, morirme por el susto de un videojuego, además uno con esos gráficos tan pinchones, nomá, pero no me parecería nada mal si un videjuego me mata, no, no, está muy bien morirse así.
Pero si pudiera decidir la causa de mi muerte, preferiría que fuera por alguno de lo placeres, no por algo que me dé un sustito.
El día de hoy son populares unas fotografías de Javier Bardem que tomó Penélope Cruz para Gentleman’s Journal. Son lindas fotografías porque muestran una mirada cándida a una celebridad, lo muestran en una intimidad inaccesible para los demás. Son fotografías voyerísticas, cómplices. Bardem se ve deseable, y se ve deseable porque el ojo de la cámara (su esposa y el dispositivo) nos lo muestra así, muy a pesar de las faltas técnicas que puedan tener algunas de las fotografías. Eso, y que el señor está sabrosón, la neta.
Me dieron ganas de lamer sus músculos.
Ayer, en la tarde, en una de mis últimas clases, mi alumno chascarrillo de ocasión (siempre hay uno, todos los semestres, y todos son iguales, y se repetirán como espirales de Uzumaki, una maldición que atravesará el tiempo, el espacio, por los siglos de los siglos), mientras revisaba las bitácoras de apuntes del grupo, me preguntó si no sabía bailar.
El chavito es así: pregunta cosas para buscar hilos y empezar a tirar. Rasca para ver qué encuentra. Me da ternura, pero como suelo sugerir amablemente a quienes insisten, y siguen intentando: “ríndete, no funciona, he trabajado con los mejores mentirosos y manipuladores del mundo”.
Levanté la mirada para verlo, suspiré, me encogí de hombros y le respondí que no, que yo no bailo, o no suelo bailar.
—Ya ve lo que dicen de los hombres que no saben bailar.
Entrecerré los ojos. No tuve qué preguntar.
—Que no son hombres.
Contuve la risa. Asentí muy seriamente y le dije:
—Sí, quizás, eso dicen.
Y me distraje fácilmente porque ese día no era un hombre, pero una linda mariposa que estaba revisando cuadernos, platicando de Barthes y de los Ángeles Azules con los otros alumnos.
Me quedé pensando en ello. No me ofendía la hombría cuestionada como el intento tan bruto de provocarme. Los juegos y las discusiones me gustan cuando son inteligentes, cuando prometen despertar algo. Pero como ya estaba cansado (6 de la tarde, veinticinco clases después), lo puse en un bolsillo y lo guardé para el día de mañana, la reflexión a chorro de agua caliente.
¿Pudo haber sido mejor? ¿Me equivoqué en no cuestionarlo? También me pregunté: ¿en qué país mental vivirá mi alumno chascarrillo? ¿Estará bien? Luego se me ocurrió, ¿no se estará ahogando? Not waving, but drowning.
Ya después del desayuno, y del café, entonces me puse a pensar cuál hubiera sido una buena respuesta. Quizás hubiera empezado por criticar la calidad heteronormativa del comentario (oportunidad de enseñanza en el aula), pero también, de refilón, pude haberle mencionado que sobreviví al cáncer (al tratamiento del cáncer [pocos saben lo que es tolerar cinco horas de quimioterapia, cada dos semanas, durante un año y medio] y la burocracia, a la incertidumbre económica) y mis casi diez años de trabajo en televisión, sin hacerme adicto a la coca y sin regalar las nalgas para hacerme de un espacio en la chamba.
Y para conseguirlo, ninguna de esas cosas depende de “ser hombre”; “ser hombre” es una cuestión mucho más compleja que “saber bailar”; ninguno de mis pesares me ha hecho pensar, después de sobrevivirlos, que mi hombría es mayor, o que está intacta. Pero luego, como suele suceder con el espíritu de la escalera, me cansé de pensar. Quizás eso es la verdadera hombría: cansarse.
Supongo que la enseñanza es esa. Si el cansancio es hombría, prefiero ser otra cosa. Prepararse para tener estos argumentos cansinos donde uno quiere deshacer al otro es un gasto brutal de energía. Salí tranquilo de la regadera, pensando en el viejo sabroso de Bardem. Puse en mi cajón mental que mi respuesta no solamente había sido la mejor, pero también la única. Supongo que esa debería ser una máxima de los seres humanos: aceptar que todo pasa. Incluso la hombría es una trivialidad, nadie pensará al final si eres o no eres.
Algún día, si ese joven tiene suerte, descubrirá que la identidad es una broma porque la vida es breve. Es difícil de asimilar esto, pero cruzo los dedos, ya llegará.
Anoche vi Ranma 1/2 junto con mi esposa. Cuando acabó, ella dijo que se acordó cuando era jovencita. Sonreí. Yo también empecé a navegar una nostalgia muy particular. No fue la misma que me provoca Dragon Ball, o He-Man, pero fue otra cosa. Quizás recordé el sueño que me daba Ranma de chavito: una liberación del cuerpo a través de mojarse con agua fría, y luego retornar a la normalidad con el agua caliente, una fantasía adolescente de convertirse en mujer, en hombre, en cerdo, en panda y asumir estos roles, y olvidarse de la voluntad, rechazar las ocurrencias de la sociedad.
Rumiko Takahashi, una autora excepcional en el mundo del manga, tiene una elegancia sobrenatural para socavar el deseo. Una de las historias de terror que me fascinaba de ella, y que miraba de niño (tenía nueve o diez años la primera vez que supe de ella), una y otra vez, fue la Saga de las sirenas, o Ningyo Shirizu. Es una serie de historias donde un joven inmortal, Yuta, con quinientos años, viaja por todo Japón para encontrar una cura a su maldición. La recuerdo como una historia sangrienta, donde el cuerpo duele increíblemente de lo mucho que sufren los personajes. La inmortalidad no exenta el dolor, pero lo hace potencialmente inolvidable.
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Otra de las historias que leí de Rumiko fue Maison Ikkoku. Trata de un joven mediocre que se enamora de una viuda unos años mayor que él. Si el deseo de las sirenas trataba de la inmortalidad, el deseo de Maison Ikkoku trata sobre cómo acceder a un objeto amoroso (Barthes) que está infatuado por la idealización de lo muerto. Yusaku, el protagonista, continuamente persigue y huye de la sombra del marido de Kyoko, quien era un profesor muy respetado. Y así como es mediocre en su vida y en los estudios, sabe que está muy lejos de ser digno de amor, no se diga de ocupar el lugar de un señor, una sombra.
Por eso es una serie encantadora, inusualmente restaurativa: el joven crece, sabe que debe cambiar, que debe ser un poquito mejor para poder mostrarse ante ella mientras que en ella vemos el duelo, la aceptación y, finalmente, la disposición a amar de nuevo.
Desperté y seguía pensando en Ranma. Me desesperaba mucho porque en español mexicano, Akane siempre estaba gritando. Ranma es una de esas historias donde los personajes nunca se dicen cosas porque si lo hacen, todo se resuelve y se acaba el capítulo del día. Cuando finalmente están preparados para hablar, se gritan y los gritos siguen escalando. Rumiko, por cierto, dicen que dijo en una entrevista que le gustaba mucho el trabajo de Akane mexicana.
Hay una parte de Ranma, si no me equivoco, donde el padre eventualmente se cansa de ser humano. Dice algo como que prefiere quedarse como panda, ya que ser un animal es menos problemático. Entonces en la serie y en el manga, progresivamente, cada capítulo, lo vemos menos tiempo como humano para convertirse en aquello que desea ser: un panda.
Aunque no estoy muy seguro, puede que me lo haya inventado.
Creo que finalmente he aprendido, y eso me lo dijo Ranma, y Rumiko, que no todo debe decirse. Hay deseos que siempre estarán gestándose en el corazón, deseos que nos cambian, nos transforman y también nos pervierten. Es difícil aceptar esos deseos, y es particularmente difícil ver al otro actuando bajo el control de esos deseos. El choque viene cuando todos expresan lo que desean.
El otro es una maldición, es una persona que se transforma en muchas personas cuando uno, apenas, con trabajos, establece su normalidad.
Es muy shakespereano el asunto.
Y a su vez, nosotros somos esta ilusión de un individuo cuando, en el corazón, tenemos a los animales dormidos, a la mujer y al hombre dormidos, y estos despiertan y toman el control. Mágicamente, como un cuento chino, cuando nos guían estos espíritus descubrimos las puertas de tesoros más allá de nuestra comprensión.
Tiene rato que no quiero escapar. Ya acepté que soy mi propia prisión. Cuando era joven, a menudo me sobrepasaba este sentimiento de encontrarme con la finalidad de las cosas. La finalidad, en lo más sencillo, podía traducirse como un suicidio, muchas veces simbólico pero también, pocas veces, biológico. La finalidad también se traducía en terminar con esto o aquello, huir de algunas responsabilidades o ignorar algún problema hasta que desapareciera.
Trastornos de las neurosis que uno se inventa.
Después entendí que la finalidad era, sencillamente, escapar de lo rutinario, y tener el tiempo para mis placeres: libros, juegos, escritura, pensamiento.
Muy lejos y mucho menos dramático que suicidarse, pues entendí que el amor a la vida se traducía en estos pequeños eventos, estos lapsos que podía reclamar como únicamente míos.
II
Pero cuántos de esos lapsos realmente puedo recordar. El placer no es aprendizaje. Apenas el placer puede transformarse en conocimiento. Aunque el placer puede ser un gran maestro, es de esos crípticos, loquitos. Por otra parte, si la finalidad es el encuentro con el placer, entonces para qué sirve la vida.
La angustia se divide en este monstruo disparejo: la búsqueda de la finalidad y la brevedad del placer; el peligro de que la vida puede tornarse en un hilo de trivialidades. Para enfrentarme con este monstruo extraño, normalmente, recuerdo aquel año en que leí a Proust. Y me embarga un sentimiento de maravilla que tenía por descubrir sus oraciones complejas, y la lentitud y el trabajo que me tomaba tratar de asimilarlo.
Aprendí, pues, que a veces debes beberlo y no pensar mucho en ello.
Mi cerebro rememora la alegría suspendida del pasado, me rescata de un abismo.
Al rememorar una de las experiencias artísticas más poderosas que tuve en los últimos años, entonces es más fácil perseguir las otras y no abandonarlas como una cinta gastada. Lo trivial se convierte en crecimiento, una declaración de principios: no solamente vivo para el placer, pero el placer es parte de la vida.
Puedo recordar, por ejemplo, los paseos nocturnos en el mundo de Cyberpunk 2077 y sus atardeceres artificiales en esta ciudad súper poblada de constructos; recuerdo la sonrisa del monstruo de Smile o los baños de sangre de Terrifier; recuerdo las horas que pasé haciendo mis túneles de Minecraft, pensando que en cualquier momento podía encontrarme con una cueva repleta de maravillas; recuerdo a los piratas sonrientes dispuestos a entregar su vida para salvar a la historiadora a cambio de su compromiso, y ella les grita: “Ayúdenme. Llévenme con ustedes. Quiero vivir”.
Uno de los recuerdos más traviesos de Proust: el barón de Charlus espía por una cerradura el encuentro sádico que tiene uno de los jóvenes que tanto desea. Y él no puede hacer nada, porque ya es viejo, y los viejos son indeseables, y en el Narrador esto también pesa.
III
El placer como maestro de vida está muy bien, pero una experiencia menos artística, y más terrenal, es recordar cuando era joven y compartía historias con mis amigos. Cuando digo que compartía historias, compartía mi conocimiento. Videojuegos, mangas, noches en internet donde navegaba por cavernas oscuras, muy parecidas a los de Minecraft. Y llevaba estas historias a mi familia, a mis amigos, alguna vez a mis amantes.
Para que el placer no se pudra (parafraseando a Blake), y el deseo tenga el potencial de convertirse en felicidad, es esencial contar historias. Bueno, eso creo, más o menos. No sé si esto es verdad o no, pero es el nuevo manifiesto de vida.
Lo intentaré hasta que sea un viejito apestoso.
Cuando quiero escapar, y la lectura de Proust no es suficiente para regresarme al gozo de la vida, recuerdo que contar historias salvó la mía. Me visualizo como un joven que, de manera torpe e incidental, empieza a contarles cosas a los otros y mi cerebro hace la relación: contar historias hizo que tus amigos se acordaran de ti, y te quisieran, y te extrañaran si alguna vez lograbas encontrar una salida.
La prisión puede ser más agradable cuando uno se da cuenta que siempre se puede regresar.
Una muchacha me compartió su crema para manos, y las manos brillan ahora, y hago cara porque vagamente recuerdo que así brillan las teiboleras. Lapsus brutus, lo sé. Las teiboleras brillan porque son bonitas. El día de hoy, supongo, soy el maestro del tubo. Creo que apesto agradablemente a muchacha de brillos. Y si alguna otra persona mira las estrellas de mis manos, y hace una sonrisita, prometo no culpar o pensar mal, pero dejarlo ir.
La última vez que fui a uno de esos lugares, fue porque me invitó mi carnalito médico para festejar mi remisión. Fue una de las borracheras más terribles que he vivido. Mi última radioterapia tenía apenas un mes o dos. Me subí al auto de O y de ahí, una cosa llevó a la otra, y terminé bebiendo no sé cuántos güiscoles y cervezas. Bebí tanto, que el amigo de O me preguntó si mis médicos ya me habían dado permiso de beber. “Creo que sí”, dije, “pero tú eres médico, ¿qué me dices?”. Él nomás se echó una carcajada, me sirvió otra más y seguimos en la orgía (términos de Baco), pero ya estaba bebiendo despacito, porque me estaba dando una taquicardia y el exceso finalmente me estaba pesando.
Una teibolera blanca, tapatía, de ojos muy claros, MILF en mi lejana escala de la juventud, se sentó en mis piernas. Yo le dije: “mira, la verdad es que soy un invitado porque estos andan celebrando que estoy sanito, no estoy buscando nada locochón”. Ella se fue triste, decepcionada, después de reafirmarle que era un miserable, un muñeco de viento que baila cuando hay huracán. Estaba mareado y un poco preocupado. Pensaba continuamente: “y si ahora me da un ataque por darme este exceso”.
“Qué bonito”, pensé, “estoy curado, y ahora un maldito table me va a matar. Qué puede haber más ordinario que a uno le dé un ataque. Y ni siquiera estaba haciendo algo”.
A veces sueño con esa tarde. Soy un replicante que mira a la MILF en este holograma neón. Me pregunta si me siento solo. “No”, quiero decirle, “solo me siento demasiado vivo. Y la vida es cansancio”.
Salimos del table, y me invitaron a comer un lechón, en algún lugar de Coyoacán. Y me dije: “esto es la vida, es un poco extraña, pero es la vida, es otro tipo de vida”. Redundante porque no estaba muy bien de la cabeza, no solamente era la bebida sino también la euforia. Luego, después de cenar muy bien y de beber un poco más, por qué no, finalmente fuimos a casa de mi amigo para dormir. Hablando como borrachos, adultos muy cansados con matrimonios y tres hijos (los míos, bien imaginarios), antes de caer dormidos, platicamos de nuestro pasado común, los vínculos que nos unieron cuando entonces.
[Guardo este espacio porque aquí escribí una idea que nunca terminé. Hablaba de una bendición. Quién sabe cuál de todas.]
After Hodgkin, pienso que todos los días son un cofre, un lootbox. Ya no estoy muy seguro de que las cosas deban ser de uno u otro modo (EL DEBER me parece una necedad, un invento para los obsecados), no como antes, qué creía en la seriedad de la vida, en los pasos que abren puertas y lo dejan a uno en paz. Tampoco creo que pueda saberse un plan divino o que somos programas con la intención de cumplir un gran propósito. Creo, sin embargo, que existen planes escondidos en algún lugar, como estas misiones sorpresa de un videojuego, esas que se salen de los arquetipos y las obligaciones, y que tal vez ese cofre, si tenemos suerte, nos revelará una verdad que nos dará algo en qué pensar.
Aún creo que la búsqueda de la verdad es una de las caras de la felicidad, mal citando a Borges. Queda escrito este paseo neón, nocturno y mayormente onírico para algo tan sencillo como decir que me brillan las manos y recordé noches luminosas, un poco rastreras, quizás muy inventadas.
En raras ocasiones, mi abuela se hacía chiquita, más chiquita de lo habitual, y caminaba como un ratoncito temeroso, y podía escucharse el ruido de sus patitas que iban de un lugar a otro. Y me acordaba de los cuentos infantiles, de los ratones que planchan y cosen, y se esconden del gato. Me sorprendía mucho porque mi abuela tiene mucho carácter y pensar con ella como un ratón es más de lo que puedo soportar cualquier lunes, o martes, a las diez de la mañana, cuando ni siquiera me he terminado el primer medio litro de café.
Lo mismo le pasa a mi madre. A veces se hace chiquita e indefensa, y disminuye su tono de voz. Y obliga a la pregunta: ¿quién te hizo algo? Pero no fue nadie, quizás fue el entorno, o su locura particular porque mi madre está loca, y me heredó algunas de sus locuras aunque no puedo precisar cuáles.
Hago nota de esto porque también me pasa. Algunas veces me descubro haciéndome pequeño, y caigo en cuenta de la posición de mi cuerpo, de la rigidez y la curvatura, y lo primero que se me ocurre es que estoy sintiendo vergüenza, y no quiero que me vean pero es casi imposible, porque si la posición es muy sencilla para gente pequeña, para mí no lo es, porque soy alto y robusto, gordo. Entonces me enderezo, tomo aire y me digo mentalmente: “no soy esta persona, no puedo serlo”. Y luego pienso [cosas, como un ruido blanco]. Algunas veces no puedo definir qué tipo de vergüenza: vergüenza ajena, o vergüenza de mí mismo. Casi siempre es la segunda.
Quizás los señores del comportamiento (The Behaviour Panel) que sigo en YouTube pueden explicar la normalidad como un gesto base, y hacerse chiquito como una señal a la que deberíamos de prestar atención. Se hace chiquito porque esconde algo, porque está preparándose para resolver una guerra interna, se hace diminuto e invisible porque piensa matar a alguien, o algo, una criatura del otro mundo.
Aunque me gusta jugar al detective de los gestos familiares, de la memoria genética de mi familia, esta vergüenza pretendida solo me pertenece a mí. Nunca sabré porque mi abuela se hacía chiquita. Y si hago esta misma pregunta a mi madre, pienso que no recibiré una respuesta satisfactoria. Uno puede replicar los cuerpos de sus antepasados pero, de ningún modo, puedes emular lo mismo que ellos han vivido. Lo que para mí es vergüenza, quizás, para otro es discreción o una sana valentía.
II
Este fin de semana vi Baby Reindeer. Supuestamente está basada en una historia verdadera. Me animé a verla porque los señores que observan el comportamiento analizaron al creador, Richard Gadd, en varias entrevistas y dijeron cosas muy interesantes del artista. Un artista de artistas, dijo Mark Bowden, el analista británico. Escuché las entrevistas de Richard Gadd y me pareció que tiene un timbre de voz muy agradable, una cadencia sabrosísima. No sabía que Richard Gadd era escocés, de saberlo, me habría animado a ver la serie desde antes. Los escoceses me gustan porque difícilmente esconden la porquería, les resulta fácil contemplarse sucios, falibles.
En uno de los fragmentos, uno de los señores, Greg Hartley, señaló un flash involuntario que hizo el artista durante una de las entrevistas. Greg explicó brevemente que se trataba de un recuerdo involuntario, una memoria que trataba de salir a la luz que se daba en casos muy específico. Scott, su colega, lo interrumpió en ese momento y le pidió que hablara de ese tipo de situaciones. Greg pareció renuente, pero Scott insistió.
—Ocurre durante las torturas. Cuando educo a las personas para resistir interrogamientos, a veces tenemos campamentos y entrenamientos donde simulamos este tipo de situaciones. En algunos ejercicios de resistencia, por el agotamiento extremo, ya no pueden recordar rostros y voces. Quedará en algún lugar del inconsciente, pero no pueden evocar el recuerdo específico. Lo que sí pueden recordar son manos, a veces olores. Precisamente, cuando una víctima trata de recordar esas situaciones puede tener un flashazo así: se dilatan sus pupilas y sus ojos brillan, brevemente, como los de un animal. Chase también sabe de ello.
Chase, mi preferido del panel, sonrió y dijo—: las simulaciones suelen ser una cosa muy difícil. Sales de ahí sin saber qué es real o no. Se olvida fácilmente que es una simulación.
Greg y Chase suelen entrenar militares y otras personas de altos mandos para resistir interrogamientos si son capturados. Me parece impresionante que podamos ver a estas personas en YouTube hablando de su trabajo. A su vez, me parece divertido que dediquen unas horas de su día para hablar de Richard Gadd y de Baby Reindeer. Los he visto hablar de celebridades porque la gente de YouTube se los pide y ellos son indulgentes. Cuando analizan luminarias, suelen decirnos que viven en otra capa de la realidad, que para ellos nosotros somos la simulación. Dicen esto si fuera un mundo lejano, inasible. Pero luego tienen comentarios de ese otro mundo: la verdad, el cuerpo, los gestos, la tortura, la mentira, los psicópatas; y no se dan cuenta, pero también es un mundo lejano, absurdo, irreal y fascinante.
Somos simulaciones que entrechocan unas con las otras.
III
Tuve un sueño muy raro: Nico, Morgana y yo estábamos en un sillón. Y Sol llegó para decirme:
—No olvides la regla del idiota en el sillón.
Torcí la boca, como suelo hacerlo cuando escucho mentiras en los sueños, y pregunté:
—¿Cuál es la regla de los idiotas?
—Cuando hay tres personas en un sillón, uno de ellos es el idiota.
En un momento fantástico, la gata, la perra y yo nos miramos intensamente hasta que desperté. Al abrir los ojos, miraba a la perra babear sobre la cama y a la gata jugar con la cola de la perra dormida.
Pensé que la regla no aplicaba en cama y me dormí otra vez.
Dirijo un grupo de Dungeons and Dragons con el sistema de Dungeon Crawlers Classic, el cual es un DnD pero que ofrece amplias libertades para la improvisación. No solamente con los personajes, pero también con el juego. Después de atravesar durante varios días una jungla, el valiente grupo se encontró con un dragón negro peleándose con un árbol guardián, un treant.
Temoc dijo—: uy, no, esos pueden estar peleándose durante días, durante semanas, años, siglos.
El grupo es acompañado por un hombre lagarto, medio estúpido, al que decidieron llamar Picasso y un caballero “cebolla” (un personaje misterioso recubierto en armadura) que se llama Temoc.
—Yo me asomo para ver si podemos pasar de ladito —dijo Picasso.
Después de tirar un cinco en el d20, Picasso regresó inmediato—: Nombre, está cabrón, no hay paso. Híjole. Da mucho miedo.
Empecé un grupo de DnD para tratar de entender el juego y su sistema y creo que he conseguido un mejor entendimiento sobre cómo tejer la narrativa junto con el sistema de juego. Casi siempre, tengo qué dedicar algunas horas (de dos a cinco) para preparar la sesión, pero una vez que eso está hecho, es más sencillo improvisar y permitir que las piezas caigan en su lugar.
Anoche, pienso, se convirtió en una cuestión de intuición.
Miré felizmente como el grupo empezó a pegarle al dragón en una de sus patitas. Y luego el dragón les dio un coletazo, y escupió un cono de ácido que les cayó encima, deshizo a Picasso en una pulpa sanguinolenta y bajó la mitad de la vida al treant.
Pero como los treants, para mí, son estos seres vegetales, viejos y sagrados, el árbol colosal cantó una canción de sanación, deus ex machina, y el grupo se levantó como si nada le hubiera pasado. Pensé, como juez (dungeon master), que lo más fácil sería matarlos y proponer alguno de los resets que tengo preparado para la historia. Era preferible darles la experiencia y consideré que era una buena oportunidad para mostrarles cómo se comparaba su fuerza contra la de un dragón negro adulto (traducido del DnD para el sistema de DCC). También, como las clásicas aventuras de escoge tu propia aventura, los muchachos pudieron apreciar una de sus múltiples muertes.
Muy poético el asunto.
II
Mackenzie, una de las jugadoras, me recordó gentilmente que los treants tienen esposas cuando preguntó dónde estaba la esposa del señor treant que les salvó la vida. Y yo me quedé de a seis. A poco tienen esposas.
—Claro que tienen esposas. Eso sale en el señor de los anillos. Qué-no-lo-has-leído.
Mi familia estaba genéticamente condenada a ciertos procedimientos como leer fantasía y ciencia ficción inglesa y americana del siglo pasado. A su vez, ellos me condenaron a mí. Soy como una araña que entretejía el ocio de su vida con ese tipo de ficción. Leí a Tolkien, Asimov, Pratchett, Herbert, Clarke, Adams, etcétera. Fui un muchacho de esos enfadosos que luego miraban intensamente a los ojos al otro, al “ignorante”, y se ponía muy Star Wars, o muy Star Trek, dependiendo de la situación. Y mi familia, condenada genéticamente, hacía lo mismo conmigo. Me daban, cariñosamente, palmadas en la cabeza para decirme que era un “ignorante” y corregirme en esas cuestiones fantásticas como los cuervos de algún libro que escribí.
En fin, tuve pequeños flashazos y revisé mi archivo cerebral; no recordaba que los treants eran así de amorosos, pero por alguna razón, me imaginé que su relación era como la de los pingüinitos: para toda la vida. Entonces sí, debía tener una esposa en algún lado, y luego me puse a pensar: ¿dónde está la señora? ¿Dónde la dejé? ¿Puedo incluirla misteriosamente en el juego? Vagamente recordé la sensación del pequeño hobbit que admira a este ser viejo, milenario, que habla de su esposa y de los otros árboles, y cómo están social y biológicamente conectados, como las redes de raíces que abundan en los suelos. De ese pequeño hobbit, no recuerdo si era Merry, o Pippin, sólo sé que uno de ellos conecta con Bárbol y se convierte en este enlace entre el mundo natural y el mundo civilizado. Como en un cuento de hadas, el hobbit “crece”, no solo madura pero hay una transformación física que lo hace más poderoso. Típico tonto arquetípico de los cuentos de hadas: consigue el dominio del entorno natural y se convierte en amo de los dos mundos. Duden mucho de lo que estoy diciendo. Todo esto es mi interpretación, casi treinta años más tarde, de mi primera y única lectura de Tolkien. Muy probablemente ya está modificada por mis experiencias, por la televisión, por los plagiarios antisemitas que escriben análisis del cuento de hadas, por las aventuras y los pequeños desprecios, por la educación de mis mayores y la literatura francesa de pervertidos que me gusta.
No hay mejor lugar donde viva un libro, especialmente una fantasía, que en el interior de los que envejecen con ese libro. Muere. Revive. Transmuta. Anida. Reanida. Enraiza.
Crece, crece, crece.
III
No recuerdo cómo, pero a alguien se le ocurrió hablar con el treant y asumir ese papel fue muy agradable. Personaje: árbol viejo de una jungla que recoge historias, recoge todas las que puede en su esquina del mundo, y las va cambiando para que lo entretengan mejor y sean más agradables. Viejo, milenario, drogadísimo. Preguntaron sobre los dioses vampiros que están encerrados, olvidados en sus templos y él contó una historia de tres hermanos, tan viejos, que ya tenían el poder de los dioses y fueron derrocados por los viejos, los aburridos. Preguntaron sobre un misterioso personaje llamado Rev, quien es un cazador de dragones que odia las mentiras, y quien ha hablado múltiples veces con los personajes del grupo, pero todavía no lo saben porque les falta conectar algunos puntos. Preguntaron sobre los bibliotecarios, los hermanos Fest, que siempre están cambiando de casa y de lugar porque el universo está fisurado, y están saltando de un lugar a otro, y aprendieron que leer uno de sus libros fija el destino. Preguntaron sobre Ilxotochitl, la gobernadora de su pueblito, eso que llaman hogar, y resulta que el viejo árbol la conoce, y dice que es un dragón blanco que colecciona gente (pero se equivoca, así como se equivoca en otras cosas, pero es que sus recuerdos ya son lo que son, y como ningún árbol sabe de dragones, cómo va a saber que los blancos no coleccionan gente, pero son otros, ¿y si es uno bueno que se hizo malo? Ay qué nervio). Y con las historias medio rotas del treant, los jugadores entretejieron la narrativa, y entendieron —más o menos— lo que está pasando. Y se me ocurrió, antes de dormir, que así debía sentirse Scheherazade cuando inventaba cosas para un rey.