Autor: arbolfest

  • Puertas

    Puertas

    Cuando abrí la puerta de mi baño, tuve un pensamiento: “no puede ser de otra forma; siempre abierta”. Luego traté de justificar mi pensamiento: “para que esté mejor iluminada, para que circule mejor el aire, para no sentirme encerrado”.

    Seguí pensando en ello, cuando ya era hora de pensar en otras cosas.

    Entonces probé con otras puertas: abrirlas y cerrarlas, y más allá de comprender la distribución de la luz, de los espacios y del aire circulante, entendí que cada puerta en casa tenía un deber estar.

    Probé abriendo la puerta de la habitación de invitados, y cuando lo hice, escuché claramente como se abrió la puerta del sótano. Veinte años cerrada, porque alguien había trabado la cerradura, y así de fácil se solucionó un misterio. Cerré la del tercer baño y la puerta de la cocina quedó entrecerrada. Luego, por curiosidad y estupidez, abrí unas ventanas y no ocurrió nada.

    ¿Pero no es la ventana una manera de puerta?

    ¿La posiblidad frágil de cristal para escapar en cualquier momento?

    Subí al sexto piso y descubrí un largo pasillo lleno de puertas, uno que no había visto antes. También había, al menos, unos veinte gatos que saltaban a los picaportes para abrirlas y cerrarlas.

    Traté de razonar con ellos, pero no se dejaron: saltaban como imbéciles felices y amenazaban con rasguñarme y mordisquearme si intervenía en su reconfiguración.

    —Pero es que entiendan, si me dejan, resolveremos el gran misterio.

    A ningún gato le interesaba la solución de mi propia vida.

    Uno de ellos, el más pequeño pero el más sabio de todos, se quedó a vivir en mi cabeza. Desde entonces, algunos gatos me respetaban un poco más.

    El pequeño me enseñó a hablar gato para que me dejaran participar en sus juegos de abrir y cerrar puertas. Ellos me adoptaron como una curiosidad, pero aún así, dependía mayormente de su humor.

    Me hablaron de sus dioses, de cómo usaban las ventanas para conseguir comida, de mis vecinos y cómo estaban teniendo familias, e hijos, y amantes, y coches nuevos.

    Pasaron tres años, me alimenté de ratas, palomas y de cucarachas, las que me traían los gatos, y del agua de los excusados que casi siempre estaban limpios (no sabía que mi casa tuviera tantos baños).

    Algunas veces tenía suerte, y descubría en el largo pasillo que alguna de las puertas escondía un gran banquete.

    Yo pasaba a comer.

    No me iba a preguntar quién o cómo.

    Porque si empezaba a preguntarme cosas, algo me iba a matar.

    Me crecieron incesantemente la barba y los pelos. Los usaba a manera de un palacio de la memoria, para registrar la configuración de las puertas en el piso seis, el cual era el más complejo, pero eventualmente registré todos los pisos.

    Abrir o cerrar una puerta, como era la regla, afectaba las puertas de toda la casa.

    Imagínate cuando lo hacían los gatos y yo estaba lejos, por ejemplo, en el sótano, el que nunca debe ser nombrado porque guarda un secreto.

    [El secreto del sótano es un tanto ordinario. Por eso no les diré de qué se compone: 35 litros de agua, 20 kilos de carbón, 4 litros de amonia, 1.5 kilos de cal, 800 gramos de fósforo, 250 gramos de sal, 100 gramos de salitre, 80 gramos de sulfuro, 7.5 gramos de fluorita, 5 gramos de hierro, 3 gramos de silicón y algunos otros quince elementos.]

    Empecé a trenzarme los pelos, con ellos hice un mapa de mi propia casa, la cual parecía estar haciéndose cada vez más grande.

    Aprendí cuan limitada estaba mi imaginación cuando se trataba de mi propia casa, yo creí que mi casa era habitarla brevemente, un lugar para dormir después del trabajo, uno donde guardar mis libros y mi ropa, uno para masturbarme en las noches y quedarme dormido.

    No sabía que mi casa escondiera tantos espacios, tantos secretos.

    Usaba mis trenzas para reescribir los mapas del primer piso, el segundo, y la oscuridad terrible del piso tres, y la única puerta ventana del piso cuatro, y la extraña arquitectura del piso cinco.

    Sospeché, también, que esto no podría durar mucho tiempo: así como nació de la nada el piso seis, pronto los demás podían desaparecer, o extenderse.

    El gatito me golpeó aprobadoramente en la cabeza cuando entendí que mi mapa era inútil, pero no estaba ahí mi mayor obsesión.

    Después de seis años, me entregué al juego.

    Porque si el mapa era inútil, qué otra cosa podía hacer que seguir jugando y dejar que mis instintos estudiaran la situación. A través del azar, resolví las puertas del piso seis.

    Abre, cierra, abre, cierra, baja al sótano, cierra, piso tres, los fantasmas metieron sus manos a mi corazón, cerraron algunas válvulas pero me permitieron seguir, cierra, abre, mira la ventana, mira la ventana, mira la ventana, regresa, piso cuatro, piso seis, gatos hicieron un desmadre, regresa, piso tres, ríete, imbécil, ríete que te estás divirtiendo, entrega tu vida al juego.

    Eventualmente, después de mucho trabajo, encontré una puerta negra que me revelaba el camino al piso siete. El gatito se bajó de mi cabeza, dio la media vuelta para despedirse de mí y se regresó a su hogar.

    Yo subí catorce escalones, luego veintiocho, y finalmente cincuenta y seis.

    Estaba muy cansado, pero al final me encontré con una ventana.

    ¿No era la ventana una posibilidad frágil?

    Pues corrí y me lancé por la ventana, como un musculoso héroe de acción, como persona entregada al último juego. Se escuchó el escándalo del cristal que lo rompió todo, un escándalo como de película ochentera. Luego pensé que había sido muy tonto, que para evitarme estos melodramas pude abrir la ventana antes de tirarme del piso siete, pero es que para entregar la vida, uno debe entregar la vida, sin medias tintas.

    Cuando abrí los ojos, estaba en una isla.

    Empecé a contar los granos de arena para no sentirme tan solo.

  • Calvos

    Calvos

    Ayer, en la tarde, mientras leía a un joven Felisberto Hernández, saqué mi cuaderno y me puse a anotar cosas.

    [Felisberto Hernández, en sus primero cuentos, habla de dioses, de planetas y de locuras; una percepción un tanto ingenua y primitiva de contar historias, tal vez, como aquella carta de tarot que puede regresarnos a un enfadoso estado de pureza.

    Las pocas veces que leí a Felisberto en la universidad, lo recordaba como un viejo contemplativo, no este joven megalómano. Pero incluso su tratamiento de estos temas, llegué a pensar, es envidiable.

    Muchos jóvenes piensan en dioses y maneras de destruir el mundo, sus primeros piensos son estridentes, a veces patéticos, pero no Felisberto, no del todo, porque en Felisberto también hay algo de redención

    Sin embargo, es muy pronto para decir. Apenas he leído unas páginas. El pensamiento está en construcción. Puede que me arrepienta de haber leído a Felisberto y pretenderé que nunca lo leí, y pensaré que todo tiempo pasado, imaginativo, fue mejor.]

    Igual que los niños dormidos cuando los acunan, los peregrinos no se daban cuenta que la Tierra los acunaba. Pero la Tierra era maravillosa, los acunaba a todos igual, y les daba el día y la noche.

    Felisberto Hernández.

    Creo en la felicidad de tener papel y tinta.

    Este año, me ha costado trabajo lidiar con pantallas y he tenido que obligarme a cargar siempre un cuaderno conmigo; por más que intento ver los black mirrors como instrumentos de creación y de dibujo, acaban relegándose a lo que son: mero entretenimiento, un espejo para verse arrugado y orejudo, un show de luces que eventualmente le pega a la cabeza.

    Quizás es la textura, quizás es lo orgánico y lo definitivo del papel.

    Cuando era un muchacho de unos diez, doce, miraba en una pantalla verde, monocromática, un gran espacio de libertad: abría el procesador de texto y escribía alguna historia, o hacía una larga lista de deseos, de cosas que me hubiera gustado hacer (tres verbos, por cierto), de máximas de vida que surgen desde la poca experiencia pero con suficientes buenos deseos como para creer que algo de eso pasará, se cumplirá por haberlo manifestado en el fondo de pantalla de la Matrix.

    Alguien dibujó un corazón en las esquinas de una de mis hojas.

    Además de mi regreso insulso al papel y la tinta, antes de que se me olvide el chiste, escribo que ayer estuve en una conferencia sobre censura política, violencia de género política y periodismo.

    [Fue una ponencia muy interesante y, nada más porque lo anoté en papel, lo voy a anotar aquí: los tres ponentes me parecieron personas muy atractivas. El papel perdonará la banalidad.]

    Adelante de mí, se sentó un señor tan calvo como yo y estorbaba mi línea directa de visión para escuchar a una de los ponentes. Luego descubrí que es el padre de una de mis alumnas, una que tuve en pandemia y pensé que jamás vería en persona. Fue gracioso porque el señor siempre ladeaba la cabeza para un lado, y luego para el otro. Y como no podía ver a la ponente, yo ladeaba la cabeza de lado contrario a como la tenía él.

    Así, sin quererlo, nos convertimos en esta criatura extraña, de dos cabezas, que tenía un ritmo muy peculiar.

    Él a la izquierda,
    yo a la derecha,
    él a la derecha,
    yo a la izquierda,

    ad infinitum.

  • Scorn

    Scorn

    Scorn es uno de esos juegos que parece de nicho: es grotesco, orgánico y ligeramente surrealista que pretende sumergirte en este mundo oscuro, roto, inspirado en las obras de H.R. Giger y Zdzisław Beksiński (pintor polaco, que a su vez parece muy inspirado en Artaud, quien imaginaba estas estructuras colosales, monstruosas, para sumergir al espectador teatral dentro de la locura que podía significar una obra, o la ficción).

    Además, los sonidos y la música te empujan adentro de estas estructuras carnosas, viscerales. Como sobreviviente de cáncer, últimamente todo lo que sea carne y tumores me parece fascinante, y luego siento una necesidad de meterme en estes lugares deprimentes, ficticios, para ver si salgo vivo, un poco más sabio.

    Le traía a Scorn muchas ganas porque prometía acción, un juego en primera persona muy similar a Doom.

    Me equivoqué.

    [Zdzislaw Beksiński, oil on panel, not exhibited]
    [Zdzislaw Beksiński, fuente: https://alexanderadamsart.wordpress.com/2023/03/20/zdzislaw-beksinski-and-the-tyranny-of-taste/]

    Atmósfera opresiva:

    De Scorn, destaca su atmósfera; desde la arquitectura orgánica de los niveles hasta el sonido ambiental, todo está diseñado para crear una sensación de incomodidad y desasosiego. La carne y los huesos son los materiales para crear los muros, los pisos, los botones y las armas; el conjunto crea un ambiente biomécanico, un tanto perturbador y asqueroso. Hay música, pero que funciona más como un soporte para el ambiente, como si habláramos de un Breath of the Wild perverso. Los sonidos sirven para subir la intensidad y provocar reacciones viscerales en el jugador.

    Puzzles desafiantes:

    En vez de proporcionarme un juego para desmadrarme, en realidad Scorn se reveló como un juego de acertijos y de contemplación. Por ahí leí que a los desarrolladores, unos serbios encantadores que fumaban como chacuacos y se pusieron una boina en la cabeza para despertar su lado existencialista alemán, se les ocurrió releer a Heiddegger mientras diseñaban Scorn y quisieron incorporar el concepto de “aventarte al mundo” o “estar en el mundo” (Dasein). Como no hicieron un juego, pero una interpretación filosófica de lo que debe ser un perro juego, te depositan felizmente como un imbécil para que soluciones “cosas” que “están en el mundo”, mientras el combate queda relegado a segundo plano.

    Combate estúpido:

    Eventualmente te dan una escopeta que se siente tan sabrosa como disparar la súper escopeta de Doom 2, pero luego te ponen un demonio-perro, muy parecido al demonio rosita de Doom, y ese cabrón te persigue hasta el final del mundo y te mata porque es súper poderoso y rápido en los pasillos angostos. Una vez que tiene tu olor, no te suelta el maldito animal y te seguirá por todo el mapa. Un golpe y te mueres, e inicias a donde a los serbios se les da la gana, mientras se ríen porque te sacaron el dinero. Por alguna razón, en ese fragmento de la historia era imposible curarme y giré los ojos. No sé si era un bug, o un desliz narrativo. No se midieron: el combate es frustrante e injusto, mientras peleas tienes qué recorrer estos laberintos orgánicos y resolver en tu cabeza lo que sigue, y como soy un señor de 42 años al que ya no le gusta el maltrato de la vida, cerré el juego y lo desinstalé.

    El parásito y la carota:

    Como en el niño y la garza, hay dos símbolos narrativos que son más o menos interesantes: uno de ellos es un parásito que eventualmente toma tu cuerpo y se convierte en este pasajero, esta especie de monstruo que se coloca y habita tu espalda, hunde sus brazos en tu vientre y te convierte en esta marioneta orgánica, de pronto tus decisiones ya no parecen del todo tuyas (¿Muy Bioshock? Quizás); el otro símbolo es la cabeza de un gigante de carne, híbrido de caracol, que te mira atentamente mientras tu despedazas su vientre para crear puentes que te llevan a otros lados. Ambas cosas me parecieron muy agradables, impresionantes incluso, pero no estoy muy seguro de que me estuvieran contando una historia.

    En resumen:

    Scorn es un juego que tiene una estética sabrosa, parece enigmático por la historia y sus consecuencias, dan ganas de habitar el mundo y resolver el misterio, pero su filosofía es muy mamona. Algunos considerarán que pasarlo es un bonito logro. También, supongo, puede ser una experiencia de paseo en estos parajes de horror y desesperanza que algunos disfrutamos, casi como un walking simulator, pero con tonterías qué hacer. Gocé mucho mis cinco horas de juego antes de que algo me impulsara a mandarlo muchos kilómetros a la lista de los videojuegos que jamás voy a terminar.

    Lo mejor:

    • Atmósfera orgánica y asquerosa
    • Niveles y criaturas grotescas y fascinantes
    • El juego te hará sentir como un serbio con capacidad filosófica si consigues acabarlo

    Lo peor:

    • El combate es estúpido
    • Resolver puzzles mientras combates es estúpido
    • Que los serbios definitivamente se están riendo de ti mientras se sienten muy listos

    Recomendado para:

    • La gente que le gusta inventarse sus propias historias putrefactas
    • Los que aman las corridas de toros
    • Amantes de las obras de H.R. Giger y Zdzisław Beksiński

    No recomendado para:

    • Señores que ya no tienen paciencia para frustrarse
    • Personas sensibles a imágenes grotescas o perturbadoras
    • Abuelitas, o quien sabe
  • Amduscias

    Amduscias

    Balam y Amduscias, dos demonios errantes, se encontraron atrapados en la caja de las cartas, una especie de limbo metafísico colocado en alguno de los laberintos infernales. Desde su encierro, observaban cómo un dragón solitario recorría una ciudad abandonada. Sus edificios estaban hechos de carne, de extremidades y órganos.

    Miraban la silueta de un dragón carmesí penetrar las calles, en su cabeza, destacaban sus ojos cenizos y sin brillo, sus garras retorcidas e inservibles. Escuchaban sus pasos pesados y lo miraban aletear sus alas rotas y muertas.

    Balam pensó: “¿Por qué no vuelas y te vas?”.

    —Eres generoso, pero eres ingenuo —dijo Amduscias—. Existe para proteger, ha protegido nuestro futuro.

    —Debería nombrarlo. Ya sabes que nombrar las cosas las mejora, las hace más fuertes. Cuánto tiempo hace que camina solo y medio muerto, que nadie lo ha imaginado, que no ha venido un caballero a romperle un diente o no ha invadido el sueño de un niño que lo monta en un vuelo. Es como nosotros: nadie nos teme ya, nadie quiere contratar con demonios.

    Nadie sabe lo que piensa Amduscias; ella se protege muy bien, se protege de sus compañeros y de los chismosos, de los soñantes y los imaginadores. Por eso, sin rodeos, procura decir siempre lo que piensa y casi siempre esto es la verdad.

    —No lo hagas. Por qué quieres corromperlo otra vez, lo corromperás más y mejor, y su enfermedad se extenderá por los siglos de los siglos.

    —Carnan.

    La tierra tembló y las ruinas de la ciudad abandonada comenzaron a moverse. Una ciudad de carne envolvió al dragón. Los edificios se contorsionaron y se fusionaron, atrapando a la criatura en su centro, rodeándola con capas adicionales hasta que formaron un homúnculo grotesco con unos ojos muy brillantes y que exhalaba fuego con cada aliento.

    Balam, que era muy observador, notó que había un ideograma oscuro tatuado en la nuca enorme de la ciudad-dragón.

    —El gigante estaba dormido, y ahora ya no —dijo Amduscias, se encogió de hombros—. Nombrar las cosas las corrompe, también las destruye.

    —Pero algunas veces las infusona de nueva vida.

    —Sí, algunas veces. Qué verbo más raro usas para las cosas perversas y denigrantes.

    —Son palabras que inventaron otros.

    —Sí, también lo son.

    —Mira lo que hicimos juntos, que no se te olvide.

    A una distancia segura, apreciaron a la ciudad-dragón colosal que caminaba en un paraje infernal. Su propia piel lo constriñía, lo castigaba y lo penetraba. Parecía que su carne tenía vida propia, aunque fuera este conjunto monstruoso que formaba una criatura.

    No podían enfrentarlo, no tendrían oportunidad. Había crecido consideramente de tamaño y escupía enormes bolas de fuego, tan grandes como una montaña, pero a su alrededor solamente había un paraje erosionado, una prisión a la que estaba condenado a dar vueltas como si estuviese capturado en una pintura abandonada.

    La carne que rodeaba sus escamas, además de ser este espectáculo curioso, también se reconfiguraba para crear las calles, los edificios, los monumentos. El dragón se convirtió en un mapa viviente, en la ciudad cuerpo que soñaban algunos poetas.

    Balam acarició gentilmente los pechos de Amduscias, pero ella no estaba de humor. Le había dicho que lo dejara por la paz, pero no, él lo ignoró, él siempre tenía que hacer su voluntad.

    “Los cuerpos masculinos no tienen la facultad para nombrar las cosas”, pensó mientras sentía la cercanía de su compañero, de su hermano. Y luego de su pensamiento pasajero, unos dirían que pasaron miles de años pensando ese pensamiento pasajero, contempló al monstruo alejarse, deshacerse con cada paso, perderse en la negrura del mundo rojo en el que estaban capturados. El dragón, así como ellos, se estaba preparando para reiniciar el ciclo de lo grotesco y lo maravilloso.

  • Made in Abyss

    Disclaimer: como una curiosidad, le pedí a una IA que escribiera una reseña de esta madre y tuve que reescribir el 80%, además de borrar el otro 15%. Quedaron algunos títulos, y algunos adjetivos que me parecieron flojamente maravillosos. Los spoilers corren a cuenta mía, pero no hay nada increíble que no se haya visto antes. Si algo suena artificial y estúpido, háganme el favor de culpar a la IA.

    Artista de la imagen: つくし

    Vi Made in Abyss (Netflix, y una película con la segunda temporada en YouTube) con esperanzas de encontrarme algo sabroso, un viaje extraño y perturbador como la primera temporada de Attack on Titan o como los secretos revelados en Madoka; eso me prometieron algunas reseñas, algunos comentarios por ahí.

    Y sí va por ahí, y quizás la fórmula me tiene un poco cansado, pero no la solté, la miré con atención porque tiene conceptos que me gustan (como, por ejemplo, el concepto del ajuste en la tercera temporada; por cierto, uno de los episodios tiene un gran título: la cuna del deseo).

    Made in Abyss es la historia de tres niños que bajan a un abismo laberíntico donde exploran conceptos como el deseo, la curiosidad, los enigmas (entregar la vida por un misterio, que es lo mismo que entregar la vida por un juego), la pertenencia y la amistad. Lo interesante es cuando estos conceptos afectan el mundo tangible, y sus personajes se ven física y biológicamente afectados cuando alguno de estos equilibrios se rompen. Los personajes chibi se deforman de maneras grotescas para representar nuevas formas, según la capa del abismo que estén recorriendo. Como todo mundo fantástico japonés, tiene sus reglas estrictas, y sus excepciones.

    La exploración de los personajes me recordó, por partes, el recorrido de Alicia en el País de las Maravillas o el ascenso de Dante del infierno al paraíso.

    La estructura es muy clásica: cada capa ofrece nuevos terrores qué ver, además de un aprendizaje o una enseñanza.

    La historia sigue a Riko, una joven huérfana decidida a seguir los pasos de su madre, una exploradora desaparecida en las profundidades del Abismo (me recordó a Gurren Lagann, Azure Dreams, o cualquier otro personaje que empieza ingenuo y luego revela la porquería de su mundo). Riko es acompañada por Reg, un robot amnésico cuyo pasado es un enigma y quien se convierte, de algún modo, en el instrumento de batalla de Riku. Eventualmente se les une Nanachi, una de las humanas deformadas por alguno de los experimentos que se les ocurre a los villanos que pueden surgir en este tipo de mundo.

    Lo que brilla:

    • Un mundo fascinante: El Abismo es único. Cada capa ofrece un ecosistema y criaturas exóticas (el bestiario debe ser muy interesante, especialmente en la tercera temporada aparecen unas criaturas bien locochonas). Hay criaturas mullidas que parecen conejos, animales grandecitos que asemejan zorrillos hasta bestias formidables, que son como unos caballos dragón con poderes de kaiju.
    • La cocina es amor: curiosamente, el anime agrega un elemento de cocina que parece muy común de estas fechas —la cocina es hogar, es la zona de confort—, porque ficcionan recetas de lo que es posible preparar con la carne fantástica de los animales que cazan y que matan, muy similar al anime de los tragones en las mazmorras (Delicious in Dungeon). Aunque los platillos, en lo personal, no me parecieron muy apetitosos.
    • Personajes entrañables: los personajes continuamente reafirman sus lealtades además de probar sus vínculos emocionales. Los lazos se estrechan con cada evento que pasa. Y cómo no, si los eventos que pasan es que alguien se hace pedazos, o se convierte en una criatura grotesca, o algún otro personaje pierde sus extremidades para convertirse en algún objeto (pasa más de una vez). Quizás puede provocar extrañeza ver cómo los personajes se recuperan rápidamente del trauma de ver a sus amigos convertirse o despojarse de su carne, piel, órganos.
    • La aventura: El mensaje principal es que un explorador vive para la aventura y esta aventura es más agradable cuando estás con tus amigos (aw), y cocinan juntos (doble aw). Lo que me gustó es el compromiso y el sacrificio de la aventura: entre más bajas y desentierras los secretos del mundo, mejor descubres que los mecanismos son horribles. Aprender es abandonar la inocencia (pero no del todo, pues cuánto puedes aprender sino un fragmento del universo). Los personajes no pierden la esperanza, pero en vez de mirar al mundo desconcertados, procuran aceptarlo como lo que es: lo inevitable. Todos somos carne de algo más.

    A tener en cuenta:

    • Contenido sensible: no apto para todos los públicos. La violencia y el contenido sexual pueden ser perturbadores para algunos espectadores. Los personajes, unos niñatos —cuya edad no está especificada, pero dejan al espectador adivinar—, continuamente juegan con su curiosidad erótica como un tema; además de otros eventos que pueden provocar incomodidad.
    • Misterio a fuego lento: quién sabe cuándo va a acabar esta madre. Después de la temporada tres, se siente que va a durar mil años. Si tienes grandes esperanzas de que se va a resolver un misterio, mejor ve otra cosa (o quizás el final ya está anticipado, pues el objetivo de Riku es buscar a su madre y los demás orbitan sobre eso; ah, como Hunter x Hunter).

    En resumen:

    Made in Abyss está chida, puedes verla en Netflix. Si te gusta el body horror, si no te incomodan los personajes chiquitos haciendo cosas de grandes y si te gustan las bestias y los misterios, seguramente la disfrutarás mucho.

  • Wells

    Diario de WUG—:

    Fui perseguido, en mis sueños, estoy casi seguro. No era una persecución física, sino una presencia constante, una mirada invisible que me taladraba la nuca.

    Pensé en el gato invisible.

    Soñaba con él de niño. O con ella. Quizás era hembra.

    Mientras mordía mi taco de guisado, uno bien sabroso de pollito en tinga, me encontré con su mirada. Se trataba de un colega mío, un hombre muy amable que siempre propone el contacto físico. Como no pude ofrecerle mi mano, me palmeó la espalda.

    Un tanto imbécil, casi me saca el taco de la boca.

    —Yo tampoco he dejado de pensar en el gato.

    Lo miré, lo dejé hablar porque sabía que estaba a punto de caer en una trampa. Quizás una historia estúpida. Me había encontrado con este personaje que me iba a jalar a una aventura que no tendría una conclusión válida.

    —Lo veo —dijo con una sonrisa enigmática—. Te sigue por las calles, te observa mientras duermes. ¿Por qué tienes cara de ser frágil y pequeño, torpe, cuando ya eres un hombre?

    —Cállate y déjame desayunar.

    Obviamente, me acabé mi taco de guisado y después no le dije nada. Pagué al taquero, me fui y él empezó a seguirme.

    Propuso que fuéramos a un parque donde, según él, se reunían todos los gatos invisibles del mundo. Y yo, lamentablemente, le hice caso.

    Allí, entre árboles y bancos vacíos, pude sentir una energía extraña, como si una multitud oculta nos vigilara.

    —Nunca hago reproches a nadie, es anticuado —dijo el hombre mientras observaba a un grupo de niños jugar—. Pero me duele ver cómo te persigues a ti mismo, cómo te limitas por miedo a lo desconocido. Acepta al gato invisible, abrázalo, conviértelo en parte de tu vida.

    Esperamos toda la tarde a que maullaran. Pero no sucedió. Tenerle fe al hombre fue una pérdida de tiempo.

    Diario de ARGH—:

    Amelia despertó con la sensación de haber sido observada toda la noche. Se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. En la calle, bajo la tenue luz del alba, un hombre la miraba fijamente. Era alto y delgado, con una barba desaliñada y una mirada intensa.

    —Buenos días —dijo el hombre con una sonrisa tímida—. Me llamo Baltazar. Y no he dejado de pensar en el gato invisible.

    Amelia lo miró desconcertada.

    —¿Qué gato invisible?

    —El que vi anoche —respondió Baltazar, señalando hacia la ventana—. Jugaba allí, a la luz de la luna. Era tan real como tú y yo.

    Amelia hizo una mueca de desconcierto. La idea de un gato invisible era absurda, pero la convicción en los ojos de Baltazar la intrigaba.

    —Soy un coleccionista de rostros —continuó Baltazar—. El tuyo es muy bello. Me gustaría tenerlo.

    Amelia se sintió incómoda.

    —Largo de aquí, imbécil. Gatos invisibles, ladrón de rostros. ¿Qué eres?

    Antes de que el hombre pudiera decir otra cosa, Amelia lo amenazó con un bate de beisbol que tenía a un lado de la ventana para lidiar con los locos como él.

    Esa noche, Amelia no pudo dormir.

    Pensaba en Baltazar y en el gato invisible. Se levantó de la cama y se dirigió a su escritorio. Abrió su diario y comenzó a escribir:

    “Hoy conocí a un hombre extraño, o quizás un demonio. Dijo ser un coleccionista de rostros y quiere agregar el mío a su colección. Cuántos rostros tendrá, cuántos se habrá robado. ¿Los arranca con sus garras? ¿Los borra con una goma? ¿O es uno de esos artistas que dibujan y solamente dijo algo estúpido y tenebroso? También dice que vio un gato invisible anoche. No sé qué pensar de él, pero no puedo dejar de pensar en él.”

    A partir de entonces, ya no veía a Baltazar, porque soñaba con él todos los días y cuando Amelia estaba despierta, creía escuchar a un gato que rondaba en su ventana.

    Diario de LO—:

    Bárbara, una mujer de mirada melancólica y que suele escribir diarios de garabatos indescifrables, se sentó en la banca del parque, absorta en la lectura de un libro que no le interesaba.

    A su lado, un hombrecillo de sonrisa traviesa y mirada vivaz le dirigió un guiño cómplice.

    “Se ve artificialmente amable, seguro es de los idiotas que siempre proponen el contacto físico”, pensó Bárbara con una mezcla de irritación y curiosidad.

    El hombre, llamado Baltazar, era peculiar: calvo, con el rostro tatuado, aunque la tinta no escondía lo suficiente las arrugas, y unos ojos claros, gatunos.

    Se jactaba de ser un perseguidor de gatos invisibles, una actividad que, según él, le daba una profunda conexión con el universo.

    —No he dejado de pensar en el gato invisible —le dijo Baltazar a Bárbara, con un tono conspirativo—. Me ha estado persiguiendo durante todo el día; pero he comido, a pesar suyo, y a pesar suyo, he dormido.

    Bárbara lo miró con una mezcla de incredulidad y fascinación.

    —Mire, nunca hago reproches a nadie, es anticuado —murmuró, sin apartar la vista de su libro.

    Baltazar, ajeno a la indiferencia de Bárbara, continuó con su monólogo.

    —Mis diarios nunca tendrán sentido —dijo con solemnidad—. Son un laberinto recorrido por los gatos invisibles.

    “Yo también escribo diarios”, pensó Bárbara, quiso compartirlo pero prefirió guardar silencio. Quería desconfiar del hombre porque, más allá de su apariencia, era muy raro; pero no podía negar que la conversación le provocaba curiosidad.

    Al menos, parecía ser más divertido que el libro.

    Un niño corrió por el parque, frente a ellos, perseguía una pelota roja que asustaba a unos cuervos que descansaban en el parque. La pateaba y la pateaba. Trataba de pegarles a una párvada de plumas negras.

    “Ríe como un estúpido, no sabe que los cuervos son muy vengativos”, pensó Bárbara.

    Baltazar miró al niño con ternura.

    —Se ve frágil y pequeño, torpe, pero ya es un hombre —dijo con nostalgia—. No voy a poder recordarlos a todos. Incluso si hago este esfuerzo de conocerlos, de trabajar con ellos.

    —Los cuervos vendrán y se lo llevarán —compartió Ana. No pudo disimularlo más. Estaba siendo contagiada.

    Baltazar la miró sorprendido un momento, pero después sonrió, enseñando unos dientes filosos y dorados.

    —Es verdad. Son animales muy vengativos. Ellos pueden ver la verdadera naturaleza del niño.

    Bárbara se sintió satisfecha. Había encontrado, por fin, el inicio de su propia historia. Baltazar y Bárbara guardaron silencio, y miraron al niño jugar, bajo la sombra de un árbol milenario.

  • Andariego

    Las sombras de los altos árboles porque refrescan, a pesar del sol y de la ceniza; los perros tirados sobre el concreto caliente, con los ojos entrecerrados, y tiemblan porque sueñan con mundos más fríos; las mujeres que te detienen y te preguntan cómo llegar al centro de Puebla en camión, porque como ellas dicen, algún día tienen qué aprender; mandarlas por un lado y luego darte cuenta que era mejor mandarlas por el otro; el sonido de las alarmas porque los aviones enemigos están sobrevolando y están a punto de tirar las bombas; los choferes de la combi que responden con el mismo entusiasmo que tú cuando les das las gracias por el viaje; el auto de alguien que conoces, como desacelera para reconocerte y así ambas existencias se han vinculado en el mismo día; las personas con dieciséis vínculos; un volcán activo cuya ceniza hace que los días se vean naranjas como en la película de Blade Runner 2045 o un bug de Cyberpunk 2077; un viejo comercial de Joe Camel porque sus ojos incitan al abrazo; la sonrisa de una persona que te desprecia; cuando el Diablo aparece junto a la Fortaleza en una tirada de tarot para decirte que tienes la fuerza física y la pericia; la alumna que se emociona leyendo el monólogo de Lucky de Esperando a Godot; pensar que ha sido suficiente, que enojarse es de payasos, mientras aprietas los puñitos de frustración y de ira; entrar a un pasillo de la ciudad y descubrirse en una línea temporal alterna donde tu abuela no ha muerto, y tus perros son para siempre, pero para quedarte ahí tienes qué matar a tu alterno, y robarle su lugar, y cuánto tiempo va a funcionar eso, maldito neurótico de mierda; olvidar lo que ibas a escribir en un inicio pero que detonó una lista de las cosas que te gustan de los días soleados; el pensamiento de que la escritura debe ser azarosa, aleatoria, sorpresiva como el amor o como el juego; música de mariobros; inventarte tu propio manual de escritura mientras caminas, persiguiendo las sombras para no quemarse con el sol de mediodía; el pensamiento insulso de que te gustaría escribir poesía, pero no terminas de invocarlo, porque tienes en la lengua uno de las moradas del dios de los mentirosos; la mirada del árbol de los ojos, evitarlo para no quedarte suspendido en el tiempo; pronunciar la palabra impertérrito dos veces en el mismo día; el baile de la caminata; las manos en los bolsillos cuando descubren que se ha derretido un chocolate; el día se ha tornado rojo y, entre los zanates, descubres los garrapateros que parecen esconderse entre ellos y percibes una señal de amor verdadero.