Desde que estoy vivo —definitivamente vivo— me gusta pensar que la vida se compone de umbrales y que todos ellos son un componente clave de la felicidad.
Un rompecabezas que puedo armar a mi modo.
El atardecer y el amanecer son dos de mis umbrales preferidos.
No tengo qué hacer nada especial para atravesarlos, solamente suspender la vida (unos minutos) y mirar cómo, por gracia de la atmósfera, una de esas cosas incontrolables, mi entorno cambia y el cambio me lleva consigo.
No necesito valor, no necesito habilidad alguna, solamente necesito mis ojos y respirar.
Como una rana que mira al cielo.
[Pasé mucho tiempo aceptando que podía morir, porque ese es un componente aplastante de la realidad: empiezas a hacer cuentas, te pones a imaginar números muy complicados que delimitan tu existencia y que, además, según tú, son el valor definitivo de tu paso por este mundo. Hablarán de esto y aquello, casi puedes jurarlo.
Sí, hay una voz que te está diciendo en la oreja que todo eso es pura caca, pero a ver, hazle caso.]
También recuerdo con algo de cariño aquellos otros umbrales, los que atravesaba de joven. Horas y días de trabajo después, al tercer o cuarto desvelo, venía una muchacha [o un muchacho], y me decía «vámonos de rave, vámonos de party, vámonos», y acababa en alguno de esos lugares nocturnos, feos, bailando música electrónica como si hubiera probado diez ácidos diferentes y milagrosamente llegaba a mi casa, un cuartito de azotea o un colchón en el piso.

En ese entonces, hacer cuentas con números angustiantes e inflados era, mal que bien, imposible.
Me distraían las lucecitas, y el punchis punchis, y mis propios chinos esplendorosos porque no estaba calvo.
Y me gustaba atravesar estos umbrales oscuros, recorrer la ciudad de noche, emborracharme y simular que un sentimiento de plenitud me desbordaba.
Para eso sí se necesita algo de habilidad, aunque también mucha estupidez.
Quizás esta mañana me he puesto a escribir de amaneceres porque el día de hoy inicia un nuevo semestre (puf, cursilón y fácil), y tengo que ponerme este traje de profesor que sabe muchas cosas.
Pero he descubierto que cada grupo al que doy clase es una especie de umbral, algo que me cambia lo mismo que ver distintos amaneceres, sin que yo pueda controlarlo del todo; los muchachos me dejan enseñanzas nuevas, algunas inevitables (y otras desagradables), pero siempre hay una que otra cosilla interesante.
Su desfachatez tiene el potencial de regresarme a un enfadoso estado de pureza, uno donde no contaba números, e imaginaba cosas y a la vez, me dan ternura porque toda juventud cree que su angustia es definitiva, verdadera, e ignoran que el horror puede ser más grande (como un dios primigenio cara de tentáculos).
La bendición de la ignorancia.
Espero que algún día, estos muchachos también puedan descubrir sus propios umbrales, los colores inesperados de la felicidad y, sobre todo, el amor, este animal de múltiples caras, la bestia primigenia, esa que es un perro desmadre y puede romper cosas, pero también hacerlas de la nada, estatuas que surgen del polvo.
Sí, tal vez.
Buenos días.