Recuerdo imaginado: algún artículo mal leído y reinterpretado por la memoria (qué no lo es) dice que la manera más sencilla de transferir un sentimiento y un algoritmo, es a través de una canción. Igual que una red social, queremos modificar la experiencia de vida de otra persona con nuestra presencia.
Debe tener algo de razón porque cuando nos enamoramos, lo primero que compartimos es la música.
Listas y listas de música.

En espasmos de 3-7 minutos, ofrecemos el otro nuestra historia de vida y nos hacemos la ilusión de que podrá entendernos. Otros la compusieron, la musicalizaron, pero misteriosamente e ingenuamente creemos que la canción es nuestra.
Certeza inevitable: por eso pienso que la gente que hace música, o que canta, son una especie de magos. Están definitivamente mejor conectados con estas fuerzas misteriosas que «hacen sentir las cosas».
La música es el entorno actuando escandalosamente contra todos los sentidos, las defensas mentales que elaboramos continuamente para que nadie nos toque el corazoncito, o el páncreas, o el estómago. Rompe los muros y nos revelamos como personas de sentimiento.
[Como cuando murió David Bowie y pensé, estúpidamente, que me había quedado huérfano. Estúpido, sí, pero inevitable.]

Si alguien nos vio llorar en un concierto, es demasiado tarde pero no pasará a mayores, porque otros lloraron como nosotros.
[Recordatorio: cuando era chiquito, uy, jovenazo, trataba de escribir canciones, pero eran una cosa mala y terrible que, aunque a veces pueden ser encontradas en el internet con alguno de mis seudónimos, serán amablemente rechazadas por mi existencia del día de hoy.]
En cambio, si estás leyendo en una banca y te pones a llorar porque se murió algún ruso en tu novela de Dostoievski, se acercará un señor a preguntarte si estás bien, si no enloqueciste.
[En la última película de Ghibli, uno de sus temas amables es que existe un señor enloquecido porque leyó muchos libros y terminó creando un mundo alterno que conecta a toda su sangre, más allá del tiempo y las dimensiones. Miyazaki, por fin, quizás, está mostrándose como lo que es: un aspirante a Cervantes, creo que todos los viejos cursis quieren ser Quijote.]
Los libros son una canción secreta: mientras que la música es este evento que puede compartirse colectivamente, y que altera vivamente el entorno, un libro es una canción muda, apenas susurrada al oído.
Si la música es la recitación del hechizo, la escritura es un murmullo directo al corazón, al cerebro.
Pero sigue siendo difícil compartir un libro y decirle al otro: enamórate de mí, soy estas 800 páginas de manifiesto comunista.
Que muera el capitalismo (eso me prende mucho, daddy-o [hay de enfermedades a enfermedades]).
Mientras tanto, en otra esquina, un par de enamorados se manosean mientras escuchan a Dua Lipa.