Esencialmente somos hijos, o hijas, y cargamos con la memoria de nuestros antepasados [empieza tu párrafo con una verdad brillante, mijo]. Se espera de nosotros una perpetuación de las historias, de los oficios y un performance de una memoria actualizada. Versiones mejoradas del pasado, además de la dignidad del apellido, quizás el nombre, y su propósito.
Los padres nos conciben y ya tienen una vida imaginada para nosotros, un destino que debe cumplirse.
O así imagino que debe sentirse tener un padre, una madre sobreprotectora y vigilante. Imagino que muy pocas veces, el padre te dejará en paz y confiará en tu destino, el camino sinuoso que te espera cuando rechazas la identidad preconcebida y deseas crear una propia; imagino que pocas veces, una madre tiene fe en el futuro y se abandonará en los juegos de incertidumbre que significa tener un hijo.
Cuando pienso en mi vida, o uno de los prospectos imaginados de mi vida, pienso en este muro iluminado por luces neón que tiene grafiteado un estridente NO FUTURE, muy a la cyberpunk. Quién diría que esa podía ser la mejor de las suertes.
Al tomar la decisión de no tener hijos (primero fue una decisión biológica, cuando me dijeron podía olvidarme de esa parte de mi vida, pero también de consciencia), libero por anticipado a unos hijos translúcidos y fantasmagóricos de este show que algunos podrían clasificar de ser muy perverso. Nada más de pensar que un chamaco no duerme pensando estas cosas, igual que yo, me da algo de escalofríos.
[Pero soy feliz cuando me visitan mis sobrinos, y los miro usar TNT en Minecraft para hacer un agujero al otro lado del mundo o alimentan a los gatos para gritar eufóricos de emoción porque, oh sorpresa, el alimento y el cuidado hace que los animales se multipliquen y tengan hijitos para iniciar el círculo vicioso mencionado ya arriba, y es muy gracioso cuando los sobrinos quieren enseñarme cosas como si yo no supiera nada, como si fuera esa hoja de papel que está en su justo punto: “no sabe mucho de la vida, qué va a saber este señor de esas cosas de los chavos, pero tampoco se ve tan maleado ni terriblemente aburrido, o apático, y creo que puede escucharnos todo el día”. Su manera de verme es fascinante.]
La otra vez pregunté por mi abuelo paterno a alguien que me podía contarme cosas de él. Tal vez me dijo mentiras, tal vez me dijo toda la verdad. Quería saber exactamente quién era ese hombre y quedé satisfecho con la historia que me contaron. Me corrigieron una sospecha o un rumor. Yo tenía miedo de que fuera un nazi, y mucho tiempo creí eso, y en algún lado de mi cabeza tenía planeado un arco de redención para el nombre. Pero no, August Fest era un cobarde y no quería vestir un uniforme, o usar un arma, o matar gente; era un hombre que amaba profundamente la vida (así lo describí una vez, y todavía lo creo, me agrada más esa variante de la historia).
Imagínate escribir eso en tu epitafio, imagínate tener que cargar con eso en tus hombros.
Me dijeron que le gustaban las películas y que, antes de que la Segunda Guerra Mundial acabara con su sueño, era un doble de cine mudo. Charlatanes, imaginarios, fantasmas; eso somos. Me conmoví profundamente y esa noche, y aún hoy, la tarde que escribo esto, he pensado mucho en ese señor y su largo viaje para huir de una pesadilla. Lo imaginé tropezando infinitamente en escenarios como de ensueño, y haciendo piruetas entre círculos de fuego, y subido a una cuerda como Tarzan, y corriendo incesantemente por las vías de un tren mientras huía de las bestias de metal de Hitler.
Mi libertad es que finalmente puedo inventar al abuelo como yo quiera y, quizás, si él es un eco que está grabado en el mundo, la película de Morel en mi isla particular, una de las tantas murmuraciones de la tierra, quiero pensar que él, a su vez, me ha soñado en una de estas películas de blanco y negro, haciendo unas caras brutales, un show divino, un espléndido homenaje a Chaplin que qué bruto.