Tetrinico

Desde que Nico partió, la cotidianidad se ha vuelto un terreno baldío, de esos llenos de maleza y tierra. Su presencia de patitas rechonchas, orejas largas y mirada tristona era tan fundamental en mi día a día, que he preferido pensar en otra cosa para no entristecer, al menos no tan seguido.

Ella no era solo mi perra: era mi cómplice de aventuras, un animalito mágico que me abría las puertas de lo extraordinario dentro de lo cotidiano. En cada paseo, en cada bufido, en cada ronquido nocturno, Nico me recordaba que la fantasía formaba parte de nuestra rutina.

(La otra mañana, casi sin darme cuenta, comencé a cantar su canción: “Hey, muchacha gorda de orejas grandes, ¿a dónde vas tan lejos de mí?” 🎵. Por un instante, creí escuchar su bufido de respuesta, como si fuera a darse vuelta panza arriba, mirarme con sus ojotes y decirme: “Oye, tonto, aquí estoy”.)

Fue justamente esa ausencia lo que me llevó a escribir de videojuegos y los libros. Escribir sobre ellos me resultaba más llevadero. Así nació la idea de un libro construido con ayuda de la inteligencia artificial: un experimento para sondear los límites de la tecnología y sus ficciones, que son muchas. Las IA que utilicé (Deepseek, Claude, Copilot —la más imbécil de todas—), escupían párrafos chafones, textos que luego tuve que podar, reorientar y reescribir casi por completo.

Algunos días, esas discusiones con el algoritmo se extendían hasta lograr un primer borrador de un ensayo literario. Era un proceso cansino y con frecuencia estéril. La mayoría de las veces, sin embargo, opté por una estrategia más básica: pedir puntos clave, propuestas de párrafos, líneas muy sencillas sobre los cuales yo pudiera tratar de construir un argumento.

Aceptar las limitaciones de la IA me ayudó a encontrar nuevos métodos de creación. A fin de cuentas, Nico también me enseñó eso a través de su tenacidad para perseguir olores: no se trata de forzar el camino, sino de buscar, con paciencia y apertura, la manera de seguir avanzando.

Mi propósito (me gusta esa palabra) para el próximo año es claro: perseverar en este ejercicio de escritura hasta culminar un libro electrónico titulado (tentativamente) Trampas, mentiras y simulaciones. Creo que la idea de liberar una obra que explore los videojuegos como arquitectos de carácter y forjadores de espíritu es necesaria para estos tiempos.

Los juegos son, en esencia, narradores de nuestro contexto: revelan patrones, nos confrontan con dilemas éticos y nos enseñan a navegar sistemas de reglas, tanto lúdicas como vitales.

Si mi vida ha sido más luminosa se lo debo en parte a las pantallas: al Tetris que ordenó mis mañanas con sus patrones y sus desafíos, pero también al ajedrez que mi abuela me enseñó en las tardes, moviendo piezas que eran lecciones disfrazadas de juego. Ambos, cada uno a su manera, me mostraron que la vida se parece más a una partida que a un destino, y que en el tablero —como en la existencia—, mayormente se trata de aprender a jugar.

Implementé un ritual de treinta minutos para jugar Tetris todas las mañanas —un supuesto entrenamiento neuronal que la ciencia respalda con estudios sobre plasticidad cerebral, pero que yo acepto incluso como placebo, si ese fuera el caso—. Sin embargo, más allá de sus posibles beneficios cognitivos, el juego activa en mí otra cosa: la memoria afectiva, el pasado familiar, la melancolía de la ingenuidad y la niñez.

La musiquita rusa, los tetrominos y sus colores vivos me devuelven a las mañanas de infancia en la sala de mi casa, jugando junto a mi madre y mis tíos. Un shot de nostalgia pixélica.

Aquellas partidas compartidas eran actos de complicidad familiar, un lenguaje silencioso de piezas que caían mientras construíamos recuerdos. Tetris es una llave de mi pasado, permite abrir puertas que de algún modo me ayudan a reconectar con la jefecita.

En mi canal de Instagram hice una promesa: estoy listo para volver. Para hablar de lo cotidiano —las clases, las lecturas, los juegos, los libros— pero también de lo que bulle bajo la superficie: ese proyecto que llamo mi “última novela”, un delirio de novela total que lo contenga todo, escrita bajo la conciencia de que quizá sea el último libro que escriba.

Esa idea me ha llevado a adoptar una estructura de capítulos breves, inspirada en esas obras que me moldearon (especialmente juegos) y en lo que realmente anhelo decir. Se trata, al fin, de conectar con la finalidad última del impulso creativo: cerrar el canal, apagar el televisor, decirse a uno mismo las palabras que importan.

Tal vez este anhelo nació al despedirme de Nico. O surgió de las enfermedades y los problemas que se han acumulado y que siempre me retrasan, o me impiden, o reorganizan todas mis raíces afectivas y las neuronas que manejan mis pensamientos, deseos e inquietudes. O quizá, simplemente, porque esta mañana releí unos fragmentos de Ítaca de Cavafis y entendí, de nuevo, que la vida es un eterno regreso a casa tras navegar mares de pequeñas desgracias.