La corrupción de las cintas

Me detengo y pienso: no vayas a escribir a no ser que signifique algo. El texto (ugh) debe tener un destino implícito (algún bote de basura). El escritor debe labrar (argh) un camino que tenga finalidad. Sin paréntesis, quizá, escribir debe tener un propósito, un diseño más grande que tú mismo, debe ser un palacio de mil puertas que te lleven a un jardín central, al templo colosal y majestuoso. Un santuario que contenga todas las aves y todas las rosas (referencia facilona, abran su Palinuro). Qué ridículo cuando uno se pone sagrado, quizás la escritura, como otras cosas, también lo tengo separado en varias cabezas: una anhela esa construcción mítica de pasillos infinitos mientras que otra piensa solamente en sentarse a escribir, tomarse un boing con popote y hacer una que otra bromita (sí).

Antes, cuando escribía en el blog, me era muy cómodo vomitar todo lo que pensaba así como me gastaba las cintas de mis películas preferidas (ritual que pienso, algunas mañanas muy ociosas, debería recuperar). Mi propósito para el 2022, si no me mata el COVID o cualquier otra porquería, es vomitar como el Agustín del pasado. Voy a desempolvar ese jovencísimo cerebro y le voy a pedir ayuda para que me ayude a hablar de cosas. Voy a escribir dos, tres, o cinco veces a la semana como diosa luminosa que mete la cabeza al horno.

La obsesión del paráiso (y por qué uso mucho esa palabra últimamente): quizás como estos últimos años he estado coqueteando con la muerte, alguna parte de mi subconsciente (perdón, inconsciente) está muy interesada en tener una conclusión finalmente satisfactoria sobre el más allá. Como soy católico no prácticante, más agnóstico que real creyente, y no planeo volverme practicante en los próximos años, muy probablemente mi cabeza está resolviendo el enigma urgente como se resolvería en una película facilona y divertida: el paraíso y el infierno están en la tierra y es nuestra cosmogonía interna la que decide los castigos, los purgatorios, el peso verdadero de nuestro corazón en la balanza. Sin embargo, aún cuando ese fragmento de cabeza está trabajando en una solución metafísica para este misterio, otro pedazo de cabeza está muy segura de que la única finalidad es la muerte, que el placer, el castigo y la recompensa solo tienen significado para evitarse el aburrimiento de vivir, una existencia que puede ser muy larga, llena de incertidumbre y de angustias. Esa cabeza sabe muy bien que no hay más allá. Tenemos una única oportunidad, la de ahorita, la de hoy. ¿Vamos por unos esquites o ya valió madre y te quieres quedar en el sillón, mirando el muro, mirando la televisión, pensando en que el sueño es más agradable que la realidad?

¿Y qué piensa esa cabeza de la resurrección? Quizás ocurra, seré un organismo unicelular en un planeta muy alejado de aquí, donde el pasto es de un morado tan intenso como el de mi planeta preferido de No Man’s Sky. El sueño se materializa de maneras extrañas.

Unos años más tarde entendí que haberme gastado aquellas películas es lo mismo que gastarse los libros que deseas habitar continuamente (el libro es una casa, cursi pero posible, una casa muy importante, quizá vital; casa que se multiplica en muchas casas, entiendes la importancia de construir un pueblo mental donde puedes guardar todos tus libros, los álbumes de los lugares visitados y, más allá que eso, empiezas a replicarlos, construyes líneas de autobús y metros que te ayudarán a visitar estos lugares deseables; la casa se convierte en una ciudad mental). Lugares de ficción que dificilmente puedes abandonar. La cinta se corrompe igual que se manchan las hojas de grasa, de sudor y de fluidos (¿Estás seguro que deseas pedir un libro prestado?).

Qué películas me gustaba ver y gasté las cintas BETA/VHS pirata de mis 8 a mis 14 años: Aliens, Terminator 2, dos o tres colecciones de cortos de Tom & Jerry, La sirenita, Aladdin, Laberinto, La lista de Schindler, Akira, Orquidea salvaje, una porno cuya trama ocurría en un trailer park y era sobre una muchacha que recién había cumplido los veintiún años (o quizás los dieciocho, o —pienso con horror—, apenas los dieciséis), Bubblegum Crisis, Carne de sirena de Rumiko Takahashi, Urotsukidoji 3 la venganza del demonio de las mil vergas, Robocop porque me daba cosa pero también me gustaba ver cómo se derretía el malo cuando caía al ácido, Batman de Tim Burton que canalizó a mi primer nerdo y gordo interior y me invitaba decirle a la gente: ven qué si pueden haber películas de cómics que están muy chingonas, Pulp Fiction pero ya menos porque me conflictuaba ir a misa y explicarle a un cura que me fascinaba ver a Marcellus Wallace y Bruce Willis amordazados con un gagball.

El problema (entra la voz de Arjona) es que ya tengo el cerebro muy gastado y mis temas están colocados en su lugar. Ya no tengo un horizonte de posibles destinos, ya sé cuales son los lugares donde me siento más cómodo, donde quiero pasar el resto de mis días y morir. Escribir en un blog puede ser el viejo en la mecedora repitiendo viejas glorias. Un patético Al Bundy rumiando a cámara que fue el muchacho más popular del high school mientras ignora el redondo, suculento y fodongo trasero animal print de Peggy. Quizás por eso dejé de escribir y pienso que es inútil, y quizás por eso, precisamente por eso, debería luchar contra ese pensamiento facilón y apostar una que otra ficha (porque empujarlas todas, tan rápido, es de adictos y hambrientos). La arrogancia del cerebro propio se cura con la insistencia, con la necedad y con el aprendizaje. Aprender a escribir de otras cosas, o aprender a escribir diferente (buenos deseos, aunque tontos). Escuchar otras voces que hablen distinto a los lugares donde estoy cómodo o donde no quiero pararme porque me da una flojera discutir con algunos lectores imaginarios. Es decir, hacer la chamba.

Ya me voy a poner a escribir y me voy a quejar menos. Pinky promise. Pero creo, muy en el fondo, que también la queja es escritura.