⏳ El jardín de senderos que se bifurcan: Chrono Trigger como laberinto borgeano

Hay videojuegos que se convierten en casa, en memoria, y se habitan como se habita una ciudad de la infancia: con rutas conocidas, atajos secretos y rincones que se visitan no por necesidad, sino por afecto. Chrono Trigger (1995) es uno de esos mundos que trascienden su condición de entretenimiento para convertirse en espejos de nuestras propias paradojas existenciales. No es únicamente un jRPG sobre viajes en el tiempo: es una máquina lúdica de espacio-tiempo, un artefacto que permite manipular el pasado, el presente y el futuro como si fueran piezas intercambiables de un mismo tablero. Cada salto temporal no es solo un recurso narrativo, sino una declaración filosófica: nada está fijo, todo puede reescribirse.

De algún modo, Chrono Trigger materializa el espíritu del Jardín de senderos que se bifurcan de Borges: un universo donde cada decisión crea realidades paralelas que coexisten en la sombra, apenas separadas por un cristal de posibilidades. Un mundo donde salvar a un personaje en el presente significa alterar el eco de un milenio, y donde ignorar una misión secundaria es condenar a un reino entero en otra línea temporal. Como en Borges, el tiempo no se despliega en línea recta ni en círculo perfecto, sino en una red infinita de caminos simultáneos, todos igualmente verdaderos, todos igualmente condenados a existir.

1. El mapa que era un Aleph

En los años noventa, abrir un videojuego nuevo era desplegar una promesa. Los mapas de papel que venían doblados dentro de las cajas eran más que guías: eran la perfecta declaración de intenciones, la prueba de que existía un mundo esperándote. Chrono Trigger entregaba algo más radical (y, según leí por ahí, un reto técnico para un cartucho de Super Nintendo): la promesa de un mismo continente que mutaba en siete variantes distintas, determinadas por el tiempo o por tus decisiones. El mapa como organismo vivo que respondía a tus actos. Salvar un bosque en el pasado borraba desiertos en el futuro; encender una chispa en un siglo podía cambiar el clima, la historia y hasta la arquitectura de otro.

Era, sin que yo lo supiera, mi primer contacto con una cosmovisión borgeana: el tiempo como red de posibilidades, no como línea recta. Un espacio donde cada decisión abre una derivación y cada derivación es tan real como cualquier otra. Borges imaginó laberintos que se ramificaban en el tiempo; Squaresoft los hizo jugables. El mapa o, mejor dicho, un Aleph porque contenía todas las versiones posibles de esos lugares, visibles una por una a medida que viajabas.

En Chrono Trigger, cada salto temporal era la puerta hacia un ahora alternativo. Y en ese ahora podía suceder que:

  • Curar la enfermedad de un robot en el año 2300 resucitara una especie vegetal extinta en el 1000.
  • Salvar a una princesa medieval fundara una dinastía que aparecería en los libros de texto de 1999.
  • Dejar morir a tu protagonista (sí, Crono podía quedarse muerto) creara un futuro donde su sacrificio se volvía leyenda.

En cada línea temporal, el mapa se plegaba como una hoja de origami que podía adoptar siete formas distintas, pero todas pertenecientes a la misma hoja. El Aleph borgeano mostraba todos los puntos del universo a la vez; el mapa de Chrono Trigger te obligaba a recorrerlos uno por uno, sabiendo que cada uno era una variación inevitable del otro.

2. Los finales que nunca terminan

Los chorrocientos finales de Chrono Trigger son ventanas abiertas a universos paralelos, pequeñas rendijas por las que es posible espiar vidas que podrían haber sido. Derrotar a Lavos en distintas eras no solo cambia la estética del epílogo: reescribe la historia misma. Puedes acabar en una Edad Media tecnológicamente avanzada, gobernada por reyes que conocieron la electricidad siglos antes; o en un apocalipsis frío y silencioso, donde los protagonistas viajan al espacio como los últimos supervivientes de un planeta arruinado. Incluso hay finales absurdos, como el de ver a los programadores del juego dentro del propio juego, rompiendo la cuarta pared como si el universo entero se hubiera colapsado sobre su propio código.

Esta estructura narrativa me parece un Borges de lo más puro: no hay un “final verdadero”, porque todos ocurren simultáneamente en el tejido invisible del juego. Ninguno cancela al otro; todos coexisten como líneas temporales legítimas, divergentes, que siguen su curso aunque el jugador ya no las vea. Como en El jardín de senderos que se bifurcan, cada decisión abre un camino que termina por construir un árbol de raíces y ramas, en una red infinita de posibilidades.

La genialidad está en cómo Chrono Trigger te hace sentir esto sin explicártelo: cuando eliges un final, lo vives con la certeza incómoda, o la emoción ingenua, de que los otros once siguen ahí, respirando en otra parte. No los ves, pero los intuyes. Sabes qué están ocurriendo al mismo tiempo que recorres otro destino. Siguen existiendo como ecos: rumores contados por tus amigos en el patio de la escuela, referencias encontradas en una revista de videojuegos mal fotocopiada, o la voz entusiasta de un YouTuber retro que narra ese final que nunca sacaste. Cada versión es una realidad que persiste, aunque solo hayas tocado una. Y esa consciencia, esa sensación de que el juego no se agota en tu experiencia personal, es lo que lo convierte en un Aleph jugable: un lugar donde todas las historias ocurren, aunque solo camines una.

3. La ética del viajero temporal

Chrono Trigger trasciende las mecánicas de “elige tu propia aventura”. Plantea dilemas que, incluso fuera de la pantalla, te dejan pensando durante días. No son solo decisiones tácticas sobre qué arma usar o qué aliado llevar a la batalla para abusar de la mecánica de combinar poderes o especiales; son preguntas de peso existencial que, disfrazadas de fantasía pixelada, cuestionan la raíz misma de nuestras nociones de ética, memoria e identidad.

  • ¿Es ético cambiar el pasado si eso borra identidades enteras del futuro? Restaurar el bosque de Zeal, por ejemplo, trae de vuelta un ecosistema exuberante… pero condena al olvido la cultura nómada que surgió en su ausencia. ¿Es progreso si aniquilas un modo de vida para revivir otro?
  • ¿Vale la pena revivir a Crono si su muerte heroica inspiró a generaciones? Su sacrificio se convierte en un mito que cohesiona a los supervivientes, y devolverlo a la vida no solo reescribe la historia: tal vez diluye su propio significado.
  • ¿Qué sucede con las líneas temporales que descartamos al cargar una partida guardada? Esos mundos siguen existiendo, invisibles, abandonados a su suerte. Mundos donde Crono nunca volvió, donde Lavos ganó, donde tus decisiones fueron distintas aunque ya no las recuerdes.

El juicio, en Chrono Trigger, es una ilusión que el jugador se concede a sí mismo. Crees que decides, pero en realidad estás recorriendo un laberinto ya trazado, donde todos los caminos, incluso los que no tomaste, persisten en silencio. Como lo sugiere Borges, la moral aquí no es un código fijo, sino otro laberinto sin salida única, un entramado de posibilidades donde el bien y el mal son perspectivas que cambian con el ángulo del reloj.

Esa es quizá la trampa más elegante del juego: hacernos creer que somos dioses del tiempo mientras nos recuerda, partida tras partida, que nuestras decisiones son apenas variantes en un patrón infinito. El héroe que salvas hoy podría ser el tirano de mañana; la catástrofe que evitas puede dar origen a una paz más frágil que la guerra que fue reemplazada. Y entre cada salto temporal, la pregunta que persiste no es “¿qué final quiero ver?”, sino “¿cuántos finales ya existen sin mí?”.

4. El rizoma lúdico

Lo que me obsesiona de Chrono Trigger es cómo convierte la metafísica en experiencia sensorial, tangible, casi táctil. El tiempo es maleable, y te proporciona un ambiente sonoro, interactivo y lúdico para darte a entender cómo el tiempo se trastorna a lo largo de tu viaje.

  • El sonido claro de una campana en el año 600, festivo y solemne, que reaparece siglos después en el 2300 como un eco metálico, distorsionado por el viento y el óxido, como si el propio tiempo lo hubiera masticado.
  • El sprite de un niño jugando en la plaza del año 1000 que, novecientos noventa y nueve años después, reaparece convertido en anciano, encorvado, portador de recuerdos de un mundo que ya no existe más que en su memoria pixelada.
  • La espada de Crono, sencilla en sus orígenes, que tras generaciones de manos y batallas se transforma en reliquia, más importante por las historias que carga que por el filo que apenas ha conservado.

Estos detalles son migas de pan esparcidas como en un Jardín de senderos que se bifurcan. Pistas de que todo lo que haces deja huellas, de que cada decisión —incluso la más trivial— resuena como un eco en otros siglos, deformándose, reapareciendo, cruzando los mares del tiempo.

Cada uno de esos elementos funciona como el verso de un poema que se reescribe a sí mismo cuando es releído. Y en esa reescritura, el sentido cambia, las conexiones se multiplican, los significados se contradicen. No hay una historia definitiva, sino variantes que se rozan y se contaminan. Chrono Trigger me enseñó que la narrativa puede ser rizomática: un jardín que crece hacia adentro y hacia afuera al mismo tiempo, sin centro que lo ordene, sin borde que lo contenga, y donde cada nueva rama es también un regreso a otra anterior.

El juego que nunca termina

Cuando apagué la Super Nintendo en 1996, no sentí haber completado un juego. Sentí haber dejado un libro abierto en alguna página intermedia, sabiendo que todas las demás seguían vivas en algún lugar de la memoria del cartucho.

Borges decía que el tiempo es “una trama de incontables hilos”. Chrono Trigger le dio un gamepad a esa trama y nos dijo: “Te toca tejer”. Dos décadas después, sigo pensando en aquellos hilos, en la música que los acompaña. Porque los buenos laberintos —como los buenos juegos— no se resuelven: se viven una y otra vez, sabiendo que cada vez que entramos, somos personas distintas.

Al final, no importa si Crono derrota a Lavos o si el mundo arde. Lo que importa es entender que cada decisión —en la pantalla o fuera de ella— abre un camino que no se cierra. Y que todos esos caminos, visibles o no, forman el mismo jardín donde Borges pasea, donde Crono corre, y donde nosotros seguimos, control en mano, buscando la próxima bifurcación. Y quizás, en algún universo paralelo, hay una versión mía que todavía está jugando, descubriendo un final nuevo.