En algún lado leí un título que decía que también es importante el salario emocional. Nomás lo escribí y me dio una risita, pero no he dejado de pensar en ello. Salario emocional. La gente que se la vive escuchando a Martha Debayle o algún otro de esos podcasters son los condenados del infierno que inventan esos términos para torturar a los demás, como cenobitas de Hellraiser pero de la autoayuda. Algún jefe pensará que es una habilidad necesaria manipular a los empleados para que no pidan más dinero que les ayude a vivir, y así se lanzan a una búsqueda aventurera de esos momentos esenciales, donde el empleado está tratando de resolver el inicio de una crisis interna, para darle una palmadita en la espalda, unas palabras de aliento, un trofeo de aire en el momento preciso y eso, si el manual funciona, se convertirá en alimento (para el alma, como el caldito de los libros), y mañana estará listo, entusiasmo renovado, para subirse a los camiones llenos de covid y enfrentar la vida. Sé que muchos no estamos en condiciones de pedir algo mejor, que si era difícil luchar por “condiciones-dignas” en este momento de la vida (viva-méxico) todavía lo es más, pero creo que tampoco es necesario disfrazar esas carencias humanas, ese odio por el prójimo, con algo llamado salario emocional. Imagino a cientos de tik tokers o instagrameros replicando el término para dar esas disertaciones babosas, hiperbreves, que luego escupen sobre la vida como ensayo brevísimo sobre lo que es verdadero, lo que es bueno, lo que debe-ser; los nuevos gurús tecnocráticos que pueden ser igual de enfadosos como lo fueron un puñado de bloggers en su tiempo. Algo sabré yo de eso. Toma dos besos para tu camión, Gutierritos.
Mi madre habló anoche, mientras revisaba el trabajo de una alumna, para pedirme dinero. Empezó con un sabrosísimo chantaje de que se cayó en el camión y no podía mover un brazo. Reviré con la mención del paracetamol e ibuprofeno, dioses de nuestros tiempos, y pues uno-se-cae-a-veces-mami, qué se le va a hacer. Y ya después, como por arte de magia, empezó la letanía que progresó a un final maestro: “me espera la indigencia si no me ayudas”. Coetzee se queda pendejo. La única solución es que proporcione mensualmente una renta, no hay de otra, no se diga más. Me visualicé como el Coyote, mucho tiempo me salvé de la bomba Acme. Abandoné lo que estaba haciendo para escucharla, y preparar cuidadosamente los siguientes gritos y reproches. Tengo esta lucha desde los 20 años, no es novedosa. Los hijos siempre tendremos estas guerras secretas con nuestros padres. Hoy no es tan secreta porque ya me enfadé. Mi madre es un costal y, si fuera un poquito más melodramático, también diría que es un tumor.
Quizás esto también debería anotarlo en algún lugar para que me ayude a olvidar: mientras me inyectaban la quimioterapia, me pidió dinero para comprarse una compu y el internet. Hizo las cuentas y todo, mientras yo miraba mi coctel de muerte roja (así se llama, busquen en la wikipedia, no se arrepentirán) deslizarse por mis venas. En aquella ocasión me reí, porque estaba muy valemadres, afectado por los químicos, y sabía que dentro de todos mis pronósticos, también había un porcentaje de muerte y enojarse nomás es todavía más miserable en una circunstancia ya de por sí culera. A ella le gusta decirme que eso nunca ocurrió para que no deje de quererla, supongo, pero no la he dejado de querer, nomás no entiende que no le quiero dar dinero. Hay como diez mil artículos y tiktokers que hablan de cómo identificar a un gaslighter pero ninguno brinda la solución definitiva para lidiar con esas piltrafas: “nomás ten un poquito de humor”. Tantos años Televisa me convenció con el discurso de los ochenta, en los comerciales, donde decía: “esta navidad regale afecto no lo compre” y ya me lavaron el cerebro, pero cuesta trabajo explicárselo. Por más que quiero hacer bromitas de complicidad en la miseria, mi mamá no se deja. Cada que llamaba, me daba el momento para recordarle su chascarrillo y no se le ocurriera pedir dinero, pero esta vez presionó.
Entiendo que las circunstancias han cambiado porque hay una pandemia y parece que todos estamos encerrados en cajas, y que tenemos una soga en el cuello, y que nos cierran los alrededores y nos ahorcan por cosas que antes nos parecían muy seguras, muy estables, pero todos estamos igual. Lo único que puede ayudarnos es, precisamente, reírnos y ser cómplices en esa miseria, sinceramente en eso creo. La otra vez también leí un artículo sobre el cerebro pandémico que me dio un poco de risa: “nada confirmado, pero creemos, no, casi que estamos segurísimos de que usted se está arruinando por estar encerrado. Regale afecto, no lo compre”. Tal vez tienen razón. Mi salario emocional está en números rojos y mis ganas de resolver cosas están agotadas con las circunstancias actuales. Tengo un alma pandémica, ya me voy a poner a escribir un poemario.
La redención de la gente está en los animales. Anoté eso por ahí para usarlo en algo. ¿Dónde estarán las bifurcaciones?