Paseo de perro

Como si no tuviera suficiente con las redes sociales, algunas veces me pongo a investigar sobre la Cansino y la variante delta del COVID (leo sobre ella, así como en su momento leí sobre el linfoma de Hodgkin porque eso alimenta algunas preocupaciones y alivios, y es gasolina para mi alma aventurera), no he hecho el trabajo mental para discernir lo que es verdad de lo que es mentira y probablemente nunca lo voy a hacer. Creo que ha ganado mi Señor Supremo, dejaré de preocuparme y voy a depositar mi fe en un par de estampas. Estoy muy cansado, igual que todos; decir que sobreviví al cáncer ya parece piedra de Pípila como para también preocuparme de(la) COVID. Quiero viajar, irme a algún lugar retirado para escribir unas páginas de algo, hacerme de desayunar y un café bien cargado (y una cuchara de miel), estar mayormente solo, salir a correr a horas extrañas y extrañar a mi mujer y a mi perra, y dejar de resolver dudas, y problemas, y preguntas extrañas de madrugada.

Alguna noche de marzo, un desconocido me escribió en Twitter para preguntarme si podía encontrarle casa a su perra porque había leído de lo mucho que yo quería a la mía y él estaba en muchos problemas: lo corrieron de un departamento que rentaba, envenenaron a su otro perro, un hilo de desgracias que no me dejaron dormir bien esa noche. Me conmoví, respondí con la verdad: no garantizaba nada, no sabía si podría resolver su problema. Muchas noches leí el mensaje y traté de resolver mentalmente esa situación extraña. Pregunté por aquí y por allá para ver si podía hacerse algo, pero no tuve grandes resultados, al menos no esos que garantizaban un final perpetuamente feliz. De acuerdo a las instrucciones del hombre, no quería ofrecer públicamente a su perra porque sabía que mucha gente alzaría la mano y estaba buscando un lugar bien, un lugar con amor. Pensé en esa especie de lealtad que conocemos algunas personas con nuestros perros. El perro se convierte en una extensión de nuestro corazón, nuestros deseos, ese hilo invisible, metafísico, que puede revelarnos el regreso a casa cuando nos perdamos (¿por qué crees que los perros siempre están oliendo el camino que hemos labrado, Sancho?).

No sé dónde estaría yo si no me hubieran tendido la mano. Sería un perro herido, uno perdido y fantasmagórico que no sabe se encuentra vagando por la eternidad. Comida de Shamalayan y Netflix.

Pero no todo está perdido. He descubierto este placer de dar clases: obligar a un grupo de chamacos universitarios que escuchen mis historias y mis obsesiones, mientras amablemente los invito a leer o releer la Odisea, y el Quijote, y cualquier otra obra de la humanidad. A veces quisiera incluir a Onetti, pero ese les cuesta mucho trabajo y aún cuando creen que sí, todavía no han comprendido los límites extraordinarios de la tristeza y lo miserable. A veces el horizonte parece un cúmulo de porquería, pero ahí estamos, buscando vidrios e imágenes que nos hacen felices. Y eso que están encerrados, que también están esperando continuar una vida que está suspendida, o incompleta, porque no todos están afuera, porque hay gente que falta, porque todas nuestras experiencias están sutilmente marcadas con este tufo de lo inexorable. A veces detecto ese quiebre de voz que habla de alguna inseguridad, como si se encontraran sobre una alta torre que está tambaleando, y me regreso unos minutos y empiezo a contar historias, historias ajenas de héroes, de laberintos y de monstruos. Sin que nadie me vea, cruzo los dedos y espero que estén aprendiendo algo.

Quiero escribir sobre un paseo al bosque. Una novela donde uno se pierde en un camino bordeado de árboles y se enfrenta a capítulos muy pequeños. Algo como esto.