Cuando se rompió el metro

Cuando era un chamaquito chilango, uno de mis lugares preferidos era el metro. No solo era el lugar donde uno podía comprar pilas, espejitos y lápices a precios de risa (muchas veces pensé que en el metro podría surtir mi papelería de todos los años, nunca tuve el valor de intentarlo), pero también me fascinaba porque parecía el nexo: punto de encuentro para gente muy rara: alienígenas, quimeras, amas de casa, contadores, vendedores ambulantes, gentes sin brazos o sin piernas o ambos, gente muy escandalosa que alcanzaba prodigiosas notas con su voz y también gente que no dejaba de manosearse y de besarse amarrados a los pinches tubos metálicos, estériles y muy probablemente insalubres de los vagones.

Mi abuela y yo nos acompañábamos en el vaivén de los que están hartos, los cuerpos que se bambolean al ritmo de la respiración, la inercia y la física. Cuando alcanzábamos asiento, hombro con hombro reverberando los cuerpos gracias al movimiento lento, mirábamos a nuestro alrededor en silencio para absorber nuestra cárcel subterránea y tecnocrática. Yo miraba la gente. Toda la gente.

Me la vivía en dos líneas: la rosa (que es la uno) y la verde (que también debe tener un número, pero francamente ya lo olvidé). Durante unos siete años, más o menos, la línea uno era de cajón y casi tenía que recorrérmela completa, no solo era la que me sacaba a la civilización, de Moctezuma al mundo, pero también fue mi método principal de transporte cuando nos mudamos bien lejos, pueden imaginar qué tan lejos cuando les digo que la colonia se llamaba Alta Tensión (una colonia de alto octanaje, digo eso porque enfrente de dónde vivía había una gasolinera y los cables de alta tensión, enormísimos y estridentes, con ese bzzzz perpetuo que a uno le recuerda las avispas y los locos del cine). Así pues nos subíamos al metro una hora en las mañanas y una hora en las noches. Mi abuela lo odiaba por una cuestión meramente higiénica, pero recargaba y embarraba mi cabeza por la ventana cuando ya estaba muy enfadado y trataba de imaginar la ciudad, lo que había allá afuera, el atardecer o las nubes; tuve mis primeros dislates filosóficos sobre la relatividad y el tiempo: si yo fuera un hombre topo, ¿cómo sabría lo que son las nubes? ¿Lo que es el amanecer y la lluvia? Sí, quizás vería a la gente empapada entrar a estos vagones, ¿pero si yo hubiera nacido en este vagón y estuviera condenado a recorrerlo, cómo sabría del mundo allá afuera? Descubrí unos años más tarde que había líneas de metro maravillosas, unas que cargan a la bestia salvaje sobre estos puentes de concreto que, normalmente, en condiciones humanas y sensatas, desafían la gravedad. Son portentosas. Y en una ciudad como la del chilango, uno podría pensar que son un milagro, uno mal hecho, pero es un milagro porque puede percibirse la existencia de dios.

Regresé a la insana costumbre de viajar en metro cuando me inscribí a la educación superior. En la UNAM me iba relejos, hasta Copilco, y ahora que recuerdo, también un par de años recorrí la línea roja naranja, la de Tacubaya, San Antonio, para ir a una universidad que está escondida por ahí, en un parquecillo de Polanco, a estudiar mi carrera de Sistemas. Esos viajes eran más breves, pero llenísimos de gente. La línea naranja la odiaba mi abuela, por sus escaleras que te tragaban a los infiernos: “si esto se cae, Agustín, nos quedamos aquí adentro para siempre, imagínate un temblor”. El joven Agustín escuchaba eso a sus 9, 10 años y pensaba: “mi abuela tiene razón porque es una persona muy sabia y ella no estaría generando traumas infantiles de una manera tan desvergonzada y absurda”. Y aunque he conseguido superar mi temor a las escaleras profundas del metro, o los elevadores infernales, como los llamarían en Terraria, gracias a esos miedos heredados aún no puedo sobrellevar una tormenta eléctrica sin temblar como perrito. Normalmente me acordaba de mi abuela, en un rito de melancolía respetuosa, cuando salía de la estación Auditorio y caminaba unos dos o tres kilómetros para llegar a la escuela que tenía enfrente un parque; era un lugar misterioso y agradable; en ese rincón de Polanco, por ahí de Eugenio Sué, conocí a los verdaderos cuervos.

Creo que nunca he sido tan sinvergüenza, como cuando subía medio borracho, con los que fueron mis carnales de aquella época, al metro. Después de una tardeada y la borrachera de mediodía hasta al anochecer, podíamos recorrernos líneas enteras para que cada uno se bajara en la estación de su casa, igual que uno escoge a sus demonios guardianes (yo tenía dos, dependiendo de mi humor: Antonio, el santo, y este diablo del Observatorio). Algún cabrón, creo que se llamaba Aldo, había escondido una caguama en la mochila y sonreía como prospecto de alcohólico, y se llevaba un dedo a los labios como para decirme: “aquí calladitos”, y se chingaba el trago que algunos extraños empezarían a ver mal, o con sed. Otro cabrón, creo que se llamaba Sócrates, de repente sacaba a bailar a una muchacha, Pamela, tan borracha como nosotros, ella haciendo el largo trayecto a la estación Potrero y movían las caderas sin vergüenza, con el metro medio vacío, medio lleno. Los demás empezábamos a corear alguna canción estúpida de Panteón Rococó mientras algunos otros viajeros nos veían francamente ofendidos, cansados, pensando: “puta madre, una hora aquí y todavía tengo qué aguantar a otros borrachos”, pero otros también nos veían contentos, felices, porque habíamos logrado la pendejada del día, aquella anécdota que le podrían contar a la mamá, a la abuela, y que ellas pudieran decir “cada vez está peor”.

El yo de ese entonces le apretaba unos muslos a una muchacha llamada Claudia, y ella me decía: “qué, a dónde vamos a seguirla”. Y yo me sentía navegando entre las estaciones como un muchacho perverso, bruto y feliz. No me habría molestado besarla. Quizás lo hice. Quizás lo hice muchas veces, en esos asientos verdes, feos, como de plástico pero familiares porque uno de niño se guarda esas sensaciones tácticles y se vuelven la mejor mostaza, sic Matthew Sweeney. Esos asientos que me han hecho pensar, cuando mis defensas están bajas y la nostalgia es reina, que debería de adquirir a como dé lugar para tenerlos como una curiosidad en mi casa, pero más allá de eso, como una última línea de defensa: aquel lugar donde uno puede dormir como una emergencia, porque dormir en el metro, a pesar de lo extraño, a pesar del calor y del sopor, del encierro y la cantidad insana de gente, podía ser engañosamente fácil. No sé por qué lo recuerdo así, pero creo que dormía mejor en el metro que en muchos otros años recientes de mi vida, que en una cama matrimonial o que en este sofá cama, o en este piso con cartones y un buen jorongo. Sabe. El recuerdo es una enfermedad curiosa y juega como quiere.

Anoche que vi el metro partido en dos. Sí, se me rompió el corazón y toda la tarde he pensado en ello con una curiosa, pero ya muy básica mezcla de tristeza y de ira. Luego también pensé cómo puede haber gente que nos odia tanto, a nosotros, los que durante muchos años hemos soñado adentro de esa oscuridad enigmática y reconfortante.