Amduscias

Balam y Amduscias, dos demonios errantes, se encontraron atrapados en la caja de las cartas, una especie de limbo metafísico colocado en alguno de los laberintos infernales. Desde su encierro, observaban cómo un dragón solitario recorría una ciudad abandonada. Sus edificios estaban hechos de carne, de extremidades y órganos.

Miraban la silueta de un dragón carmesí penetrar las calles, en su cabeza, destacaban sus ojos cenizos y sin brillo, sus garras retorcidas e inservibles. Escuchaban sus pasos pesados y lo miraban aletear sus alas rotas y muertas.

Balam pensó: “¿Por qué no vuelas y te vas?”.

—Eres generoso, pero eres ingenuo —dijo Amduscias—. Existe para proteger, ha protegido nuestro futuro.

—Debería nombrarlo. Ya sabes que nombrar las cosas las mejora, las hace más fuertes. Cuánto tiempo hace que camina solo y medio muerto, que nadie lo ha imaginado, que no ha venido un caballero a romperle un diente o no ha invadido el sueño de un niño que lo monta en un vuelo. Es como nosotros: nadie nos teme ya, nadie quiere contratar con demonios.

Nadie sabe lo que piensa Amduscias; ella se protege muy bien, se protege de sus compañeros y de los chismosos, de los soñantes y los imaginadores. Por eso, sin rodeos, procura decir siempre lo que piensa y casi siempre esto es la verdad.

—No lo hagas. Por qué quieres corromperlo otra vez, lo corromperás más y mejor, y su enfermedad se extenderá por los siglos de los siglos.

—Carnan.

La tierra tembló y las ruinas de la ciudad abandonada comenzaron a moverse. Una ciudad de carne envolvió al dragón. Los edificios se contorsionaron y se fusionaron, atrapando a la criatura en su centro, rodeándola con capas adicionales hasta que formaron un homúnculo grotesco con unos ojos muy brillantes y que exhalaba fuego con cada aliento.

Balam, que era muy observador, notó que había un ideograma oscuro tatuado en la nuca enorme de la ciudad-dragón.

—El gigante estaba dormido, y ahora ya no —dijo Amduscias, se encogió de hombros—. Nombrar las cosas las corrompe, también las destruye.

—Pero algunas veces las infusona de nueva vida.

—Sí, algunas veces. Qué verbo más raro usas para las cosas perversas y denigrantes.

—Son palabras que inventaron otros.

—Sí, también lo son.

—Mira lo que hicimos juntos, que no se te olvide.

A una distancia segura, apreciaron a la ciudad-dragón colosal que caminaba en un paraje infernal. Su propia piel lo constriñía, lo castigaba y lo penetraba. Parecía que su carne tenía vida propia, aunque fuera este conjunto monstruoso que formaba una criatura.

No podían enfrentarlo, no tendrían oportunidad. Había crecido consideramente de tamaño y escupía enormes bolas de fuego, tan grandes como una montaña, pero a su alrededor solamente había un paraje erosionado, una prisión a la que estaba condenado a dar vueltas como si estuviese capturado en una pintura abandonada.

La carne que rodeaba sus escamas, además de ser este espectáculo curioso, también se reconfiguraba para crear las calles, los edificios, los monumentos. El dragón se convirtió en un mapa viviente, en la ciudad cuerpo que soñaban algunos poetas.

Balam acarició gentilmente los pechos de Amduscias, pero ella no estaba de humor. Le había dicho que lo dejara por la paz, pero no, él lo ignoró, él siempre tenía que hacer su voluntad.

“Los cuerpos masculinos no tienen la facultad para nombrar las cosas”, pensó mientras sentía la cercanía de su compañero, de su hermano. Y luego de su pensamiento pasajero, unos dirían que pasaron miles de años pensando ese pensamiento pasajero, contempló al monstruo alejarse, deshacerse con cada paso, perderse en la negrura del mundo rojo en el que estaban capturados. El dragón, así como ellos, se estaba preparando para reiniciar el ciclo de lo grotesco y lo maravilloso.