Diario de WUG—:
Fui perseguido, en mis sueños, estoy casi seguro. No era una persecución física, sino una presencia constante, una mirada invisible que me taladraba la nuca.
Pensé en el gato invisible.
Soñaba con él de niño. O con ella. Quizás era hembra.
Mientras mordía mi taco de guisado, uno bien sabroso de pollito en tinga, me encontré con su mirada. Se trataba de un colega mío, un hombre muy amable que siempre propone el contacto físico. Como no pude ofrecerle mi mano, me palmeó la espalda.
Un tanto imbécil, casi me saca el taco de la boca.
—Yo tampoco he dejado de pensar en el gato.
Lo miré, lo dejé hablar porque sabía que estaba a punto de caer en una trampa. Quizás una historia estúpida. Me había encontrado con este personaje que me iba a jalar a una aventura que no tendría una conclusión válida.
—Lo veo —dijo con una sonrisa enigmática—. Te sigue por las calles, te observa mientras duermes. ¿Por qué tienes cara de ser frágil y pequeño, torpe, cuando ya eres un hombre?
—Cállate y déjame desayunar.
Obviamente, me acabé mi taco de guisado y después no le dije nada. Pagué al taquero, me fui y él empezó a seguirme.
Propuso que fuéramos a un parque donde, según él, se reunían todos los gatos invisibles del mundo. Y yo, lamentablemente, le hice caso.
Allí, entre árboles y bancos vacíos, pude sentir una energía extraña, como si una multitud oculta nos vigilara.
—Nunca hago reproches a nadie, es anticuado —dijo el hombre mientras observaba a un grupo de niños jugar—. Pero me duele ver cómo te persigues a ti mismo, cómo te limitas por miedo a lo desconocido. Acepta al gato invisible, abrázalo, conviértelo en parte de tu vida.
Esperamos toda la tarde a que maullaran. Pero no sucedió. Tenerle fe al hombre fue una pérdida de tiempo.

Diario de ARGH—:
Amelia despertó con la sensación de haber sido observada toda la noche. Se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. En la calle, bajo la tenue luz del alba, un hombre la miraba fijamente. Era alto y delgado, con una barba desaliñada y una mirada intensa.
—Buenos días —dijo el hombre con una sonrisa tímida—. Me llamo Baltazar. Y no he dejado de pensar en el gato invisible.
Amelia lo miró desconcertada.
—¿Qué gato invisible?
—El que vi anoche —respondió Baltazar, señalando hacia la ventana—. Jugaba allí, a la luz de la luna. Era tan real como tú y yo.
Amelia hizo una mueca de desconcierto. La idea de un gato invisible era absurda, pero la convicción en los ojos de Baltazar la intrigaba.
—Soy un coleccionista de rostros —continuó Baltazar—. El tuyo es muy bello. Me gustaría tenerlo.
Amelia se sintió incómoda.
—Largo de aquí, imbécil. Gatos invisibles, ladrón de rostros. ¿Qué eres?
Antes de que el hombre pudiera decir otra cosa, Amelia lo amenazó con un bate de beisbol que tenía a un lado de la ventana para lidiar con los locos como él.
Esa noche, Amelia no pudo dormir.
Pensaba en Baltazar y en el gato invisible. Se levantó de la cama y se dirigió a su escritorio. Abrió su diario y comenzó a escribir:
“Hoy conocí a un hombre extraño, o quizás un demonio. Dijo ser un coleccionista de rostros y quiere agregar el mío a su colección. Cuántos rostros tendrá, cuántos se habrá robado. ¿Los arranca con sus garras? ¿Los borra con una goma? ¿O es uno de esos artistas que dibujan y solamente dijo algo estúpido y tenebroso? También dice que vio un gato invisible anoche. No sé qué pensar de él, pero no puedo dejar de pensar en él.”
A partir de entonces, ya no veía a Baltazar, porque soñaba con él todos los días y cuando Amelia estaba despierta, creía escuchar a un gato que rondaba en su ventana.

Diario de LO—:
Bárbara, una mujer de mirada melancólica y que suele escribir diarios de garabatos indescifrables, se sentó en la banca del parque, absorta en la lectura de un libro que no le interesaba.
A su lado, un hombrecillo de sonrisa traviesa y mirada vivaz le dirigió un guiño cómplice.
“Se ve artificialmente amable, seguro es de los idiotas que siempre proponen el contacto físico”, pensó Bárbara con una mezcla de irritación y curiosidad.
El hombre, llamado Baltazar, era peculiar: calvo, con el rostro tatuado, aunque la tinta no escondía lo suficiente las arrugas, y unos ojos claros, gatunos.
Se jactaba de ser un perseguidor de gatos invisibles, una actividad que, según él, le daba una profunda conexión con el universo.
—No he dejado de pensar en el gato invisible —le dijo Baltazar a Bárbara, con un tono conspirativo—. Me ha estado persiguiendo durante todo el día; pero he comido, a pesar suyo, y a pesar suyo, he dormido.
Bárbara lo miró con una mezcla de incredulidad y fascinación.
—Mire, nunca hago reproches a nadie, es anticuado —murmuró, sin apartar la vista de su libro.
Baltazar, ajeno a la indiferencia de Bárbara, continuó con su monólogo.
—Mis diarios nunca tendrán sentido —dijo con solemnidad—. Son un laberinto recorrido por los gatos invisibles.
“Yo también escribo diarios”, pensó Bárbara, quiso compartirlo pero prefirió guardar silencio. Quería desconfiar del hombre porque, más allá de su apariencia, era muy raro; pero no podía negar que la conversación le provocaba curiosidad.
Al menos, parecía ser más divertido que el libro.
Un niño corrió por el parque, frente a ellos, perseguía una pelota roja que asustaba a unos cuervos que descansaban en el parque. La pateaba y la pateaba. Trataba de pegarles a una párvada de plumas negras.
“Ríe como un estúpido, no sabe que los cuervos son muy vengativos”, pensó Bárbara.
Baltazar miró al niño con ternura.
—Se ve frágil y pequeño, torpe, pero ya es un hombre —dijo con nostalgia—. No voy a poder recordarlos a todos. Incluso si hago este esfuerzo de conocerlos, de trabajar con ellos.
—Los cuervos vendrán y se lo llevarán —compartió Ana. No pudo disimularlo más. Estaba siendo contagiada.
Baltazar la miró sorprendido un momento, pero después sonrió, enseñando unos dientes filosos y dorados.
—Es verdad. Son animales muy vengativos. Ellos pueden ver la verdadera naturaleza del niño.
Bárbara se sintió satisfecha. Había encontrado, por fin, el inicio de su propia historia. Baltazar y Bárbara guardaron silencio, y miraron al niño jugar, bajo la sombra de un árbol milenario.
