No estoy seguro si está muerto, pero un primo (o una prima, da lo mismo) me envió un mensaje de Facebook después de no sé cuántos años. Que si podíamos hablar por teléfono, dije que no, que me contara. Me dijo que su tío, o sea, mi padre, Agustín, había muerto. Marqué la fecha en el calendario: 3 de marzo de 2021. Pregunté si por COVID, me dijo que no, que fue algo de los pulmones. Fue COVID, corregí en mi mente, pero no tengo manera de confirmarlo porque no hablo con ellos, esa masa nebulosa de extraños. Y cómo saber si no fue eso (porque a mí no me gusta una vida sin detalles, luego por eso relleno huecos con la imaginación). Entonces seguí la conversación respondiendo en automático mientras pensaba muchas cosas y no terminaba de entender. La muerte del padre, aún cuando haya sido una figura ausente, o una sombra, es difícil de procesar. No es tristeza, tampoco es duelo, pero es el trabajo de cerrar una puerta, una de las grandes, es negar que algún día podré satisfacer una curiosidad, a mi detective interior se le ha escapado un criminal, uno de los chingones. Toda la vida, aun con el cáncer, aun curado de él, imaginaba que algún día nos reuniríamos, al menos una vez, para hablar y vernos como adultos (un espejismo más de esta figura ficticia). He tenido que ser pragmático y consecuente también: mientras estuve enfermo, muriéndome, vamos, no hizo el esfuerzo por buscarme, ¿por qué me gustaba pensar de vez en cuando que iba a suceder? No es como que esto me mantuviera vivo, o motivado para levantarme cada mañana para tomarme mi protein shake y hacer veinte abdominales y diecisiete lagartijas pero era un pensamiento pasajero, habitual, que me daba pequeños divertimentos… ¿quizá emocionales? ¿Sentimentales?
Supongo que se salió con la suya (pero, ¿qué muerto cuando se ha fugado definitivamente de la vida no se ha salido con la suya?).
Está muerto, pero si yo quisiera seguir una ficción compleja y personalísima, podría pretender que no. No conocí a mi padre. Cuando en algún libro, o una novela, una serie de televisión o una película, los hombres se detienen en largos monólogos aburridos, a veces internos, a veces llenos de acciones que los llevan por todo el mundo (recuerdo específicamente un capítulo de Lost), para hablar o ahondar en el conflicto que tienen con el hombre que los formó, y cuánto aspiran a escuchar de sus labios un “estoy orgulloso de ti”, suelo girar los ojos, rascarme las nalgas y armarme de paciencia. Unas veces lo abandono y pienso: chas, me equivoqué, me engañaron, no soy target; otras veces, tres horas de masculinidad exacerbada son toleradas porque tienen balazos, y muchachas que se encueran, y chistoretes, y digo está bien: el padre está perdonado. Para mí es clarísimo, los padres y los hijos son los bufones del mundo. Levantas una piedra y salen como opiliones. Pero si hablamos de lo personal, me conmueve más Parappa the Rapper, cuando canta con su voz nasal y robótica: “Thank you, dad. I’m proud of you too”.
Secreto: todo hijo también tendría que aspirar a que su padre los enorgullezca. A veces detengo mi tren de pensamientos y escucho una voz sensata: ya soy un hombre de casi cuarenta años, por qué voy a tener estos pensamientos, y luego me río, y me digo: de todas maneras los estoy teniendo.
Algunos hombres fueron construidos para ser padres pero, más que eso, muchos de ellos fueron construidos para ser los hijos del padre y difícilmente podrán reconocer otro papel hasta que tengan al propio hijo, y repliquen ese comportamiento hasta el infinito. Lo cual, creo, tiene la bendición (salvaje) de ser una elección como cualquier otra, una manera de sanar el tedio del mundo y jugar con estas amplias posibilidades para hacerlo un lugar mejor, también es lo convencional, lo que nos deja dormir por las noches porque su fórmula aparentemente es sencilla, fácil. Hay manual. De reojo: usar al hijo como escudo y como espada, usar al hijo como un motor de descubrimiento y de exploración del mundo, usar al hijo para desarrollar sentimientos de empatía y de fascinación por los otros, los que creíamos muy distintos. Cuando ofrecemos al chamaquito la posibilidad de convertirse en estas herramientas, una suerte de píldoras mágicas, pues por qué no querría codiciar o competir por estos lugares y sentirse parte de un jardín secreto, íntimo, una aventura personal diseñada para él con sus propios tesoros, secretos, jefes finales y búsquedas.
“Ojalá algún día puedas perdonarlo”, dijo alguna prima, o algún primo. Me quedé pensando en ello. No creo que deba darle perdón alguno, pero la gente ama estos diálogos telenovelescos, el tren convencional para ver si provoca algunas lágrimas, la reacción, el desgarramiento de vestiduras. Alcé mi vidrio como la Itati Cantoral, jefaza de las reacciones sin filtro. Como dije allá arriba, los muertos son los que ya se fugaron y se salieron con la suya, no se va a regresar para que el mozalbete que lleva su nombre le dé la extrema unción. Además, para perdonarlo, tendría que tener una lista de incordios pero prefiero mi lista de bendiciones: mis tíos, mi madre, mi esposa y su familia, mi hermano, y mis colegas, mis jefes, mis amigos, los de aquí y los de allá, y los amantes que tuve, y los libros, sobre todo aquellos que no son aburridos y que no hablan del padre durante tomos y tomos y tomos, todas estas cosas, a lo largo de mi vida, me han cedido parte de su conocimiento para suplir estas faltas sentimentales (no voy a decir carencias porque guácala el lenguaje institucional, parece de monjas), las aventuras que construyen los padres de ficción, los padres románticos y presentes.
Es decir, supongo que debo cerrar esto de una manera, aunque podría estarlo pensando durante semanas, meses, años. Tendré que quedarme con las palabras de mi madre: “lo que me dio es que existes tú, y aquí estás. Si quieres conocerlo, puedes verte en el espejo, a mí me sorprendía que tenías las mismas actitudes, algunos gestos, y ni siquiera lo conocías”. Lindas palabras. Eso también explica por qué algunos días me cacho en el espejo y no tengo idea de quién está ahí. (Lo cual, si me preguntan, no solo es un abismo extraño, de esos nihilistas que enamoran a los hombres serios muy serios pero qué serios son, pero también es una libertad deliciosa e inigualable).