
—Escúchame bien, Sebastián. Tienes qué atender los ritmos.
Él no es mi abuelo, suena muy parecido a él, quisiera creer que se trata de él y que no ha muerto, que no me ha abandonado en este mundo oscuro. A veces puedo verlo, es como una ilusión, un fantasma.
Tengo esta palabra en la punta de la lengua sobre el abuelo: constructo, no ilusión o fantasma, me corrijo: es un constructo. No creo que su origen sea mi imaginación o mi consciencia. Es un pulso externo. Lo que desearía que fuera mi abuelo; lo que la televisión dicta que es un verdadero abuelo; los recuerdos de uno; el concepto de uno.
Me pide que vigile los ritmos porque el abuelo ha nacido como un resultado de un doloroso ruido blanco.
Pero si fuera el abuelo, de compas, quisiera responderle por qué dice esas pavadas.
Lo hemos perdido todo, pero seguimos en el juego.
Supongo que no ha conocido otra vida, y que debe seguir haciendo lo que le piden incluso ahora, cuando se ha transformado en el personaje de este cúmulo de ficción aberrante.
—Tienes qué atender los ritmos, Sebastián —dice.
Me muerdo los labios.
Cualquier mundo tiene ritmos, los altercados, los encuentros. Topas a una mujer, a un chavito, a un perro, a un gato y juegas un papel misterioso que te empujará a pedir cosas. Llamarás al gatito, por ejemplo, y él se acercará a ti, y le acariciarás la pancita, y pensarás que eres misteriosamente feliz porque conseguiste reconocer tu propia presencia en un mundo de ilusiones.
Trato de atender a mi respiración, a los latidos del corazón, a la manera en que las luces del pueblo se apagan y se prenden, el pulso de un corazón difuminado, a las ráfagas de aire marítimo que gentilmente acarician el rostro y refrescan un poco a pesar del calor, el calor interminable, pero es que la peste, dios mío, la maldita peste.
A qué ritmos se refiere el maldito viejo.
Ojalá que se muera pronto.
—Sebastián, las moscas no pueden hacer sus vuelos si no las dejas dormir.
Miré una mosca el otro día; quizás a eso se refiere el constructo del abuelo.

No siempre vuelan, algunas tienen sus ritmos graciosos, o peligrosos, porque aterrizan en los techos y de repente les pega una ola de calor, y como el calor está durísimo, y nos está hirviendo a fuego lento adentro de esta olla de presión como lo es el concreto y el cielo negro, puedes ver cómo estos huevos alados y negros se transforman en estas torpes entidades que olvidan para qué sirven las alas, y se ponen a saltar, y parece que las patitas se les están derritiendo porque aterrizaron sobre metal en vez de teja, y empiezan a consumirse.
—Sebastián, atiende los ritmos, mira la televisión.
Desde que miré la televisión, ya no puedo dormir.
Aparecen en mis sueños horribles imágenes de lugares que son muy fríos y que jamás han recibido la peste de los mares, de lugares donde sí crecen los árboles y dan una sombra laberíntica, fractálica, y los osos y las madres crueles resucitan de estas sombras, y cazan a los hombres, se los comen extremidad por extremidad, mientras se bañan en su sangre y sus otros flujos.
Un pájaro turquesa aparece en mis pesadillas, sobrevuela para darnos una sombra enorme y las familias se quedan frías, ya no se mueven, tampoco tienen ganas de vivir, mientras el hombre de las mil caras roba sus rostros en los televisores. Todo acabará pronto, todos estaremos igual, navegando una existencia artificial como si fuera verdadera, como si los abuelos fueran constructos y las bestias siempre hubieran existido para comerse la gente.

Siento una nariz fría acariciando mis dedos.
Estoy tiritando de frío.
Creo que encontraba perdido en alguno de los televisores.
Miro abajo y veo a un perro de orejas grandes que tiene una fotografía en el hocico. Sigue tocando mi mano, como si quisiera despertarme, como si quisiera matarme para revelar el camino a un verdadero paraíso.
Tomo su papel y veo la fotografía, soy yo con mi abuelo, él me lleva en sus hombros. Yo señalo a lo lejos, al templo de las arañas, mientras él voltea a otro lado y hace como que está pensando. Costner, 1938. Esmeralda y yo.
—Esto es la verdad —dice el perro, y se va trotando.
Escucho el ritmo de sus patitas golpeando los ladrillos.
Y me dan ganas de reír. Tiene razón, mi nombre no es Sebastián.
