
Primero: con Saramago —creo que fue él—, aprendí a disfrutar párrafos largos que vienen a partir del pensamiento de un personaje; un monólogo a veces elegante, a veces neurótico. Cosa que no me pasó con Lobo Antúnes. Otras veces, mis alumnos parece que no saben pensar en párrafos más pequeños y eso me fascina: quiero tratar de entender cómo llegaron a la conclusión de que sus bloques-de-mucho-texto son el camino más fácil.
Segundo: Lucky, una vez más Lucky, recibe el permiso de su amo para abrir la boca y decirnos algo. Cuando lo hace, entre ondas de radio, palabras de señores grandes y el cerebro de un palurdo, abre la boca y recita un poderoso flujo de consciencia; fragmentos desequilibrados de libertad y esclavitud.
Tercero: uno de mis sueños es que algún día encontraré el lenguaje de un dios dormido; eso me parecen los personajes de Saramago: deidades que recuperan el lenguaje, avatares de lo cotidiano, reinventan el pensamiento mientras se cuentan el tedio de los días, el asombro de los pequeños descubrimientos. El párrafo largo es un buen ejercicio para descubrir el estilo propio, la voz que se esconde en algún resquicio de los órganos internos.
Cuarto: el día que abras la boca nadie te podrá callar.
Quinto: todavía recuerdo uno de los días más tristes de mi abuela, cuando la acompañé en la cocina y ella empezó a ventilar sus frustraciones, sus arrepentimientos. Fue un largo discurso donde la miré como un personaje que trataba de asir su memoria. La miré envejecer frente a mí, hacerse diminuta, se realizaba frente a mis ojos. Escuchar al otro le da vida. Escuchar al otro le da oportunidades de redención, de tomar el control de su propia historia, de reinventarse como se dé la gana. Escuchar al otro es descubrirlo y descubrirse.
Sexto: una tarde leía El hombre invisible de HG Wells cuando llegué a uno de esos capítulos donde Griffin (es curioso: el personaje tiene nombre, entonces parece que el nombre le da la facultad de hablar, de tener largos discursos, el nombre parece darle acceso a lo divino) cuenta su historia. Se reduce la acción y su diálogo es largo, larguísimo, mientras quien lo escucha dice que, por sus palabras y sus gestos, es presa de una “locura homicida”. Hablar también es enloquecer. El monólogo interior o el diálogo liberado, entre más largo, abre más puertas a una oscuridad terrible, a un descenso del cual es muy difícil regresar.
[Séptimo: para cerrar con esto, trato de recordar algún momento donde tuve un monólogo muy largo, casi imparable, pero no lo encuentro. Un momento específico de la neurosis, o del miedo. O un momento donde empecé a hablar conmigo mismo y ya no pude callarme. Un momento de descontrol. Durante los ataques de pánico, por ejemplo, no recuerdo palabras específicas pero tengo muy presente el martilleo: “tienes qué salir a caminar, tienes qué caminar todo el tiempo que sea posible o te vas a morir”. O hace unos días, cuando escribí sobre el dolor, tengo vagos recuerdos de mi voz interior durante esos 18 minutos, en la mesa del consultorio: “no voy a dejarme ir, no voy a dejarme vencer por la aguja que me está quebrando los huesos y me está chupando el líquido verdiazul del alma, no cederé ante el dolor, pretenderé que nada de esto está ocurriendo, incluyendo este impulso tan cabrón de huir, y de olvidarme de mi nombre, y olvidarme de todo este procedimiento cruel que sistemáticamente me está retando a despojarme de mi humanidad, de convertirme en el muñeco roto para el placer de los enfermos, los sádicos, los miserables”. Mi abuela está lavando los platos, me mira a los ojos y me dice, con la voz quebrada, que ella hizo lo mejor que pudo. Cuando recién me enteré de que me estaba muriendo, sonreí como Luffy de One Piece —cuando el payaso pirata lo atrapa en la guillotina— y me dije: “hey, estoy haciendo todo lo que puedo, quiero decirle a todos que lo siento”. Tienes qué salir a caminar, si no lo haces, te vas a morir. Recuerdo de Günter Grass, sus párrafos largos en primera persona que, según, tenía el sonido de un tamborileo. Recuerdo de Marcel Proust, un personaje le dice al otro, después de conversaciones intermitentes que pasan en un periodo de veinte años: ¿puedo hablarle de tú? Por supuesto, somos amigos, háblame de tú. ¿Eso es un monólogo interior? ¿Es un diálogo verdaderamente interminable? Me pregunto otra cosa: qué es la voz en la cabeza, de dónde sale y por qué se calla tan rápido. La voz en la cabeza es un personaje, es pensamiento artificial, de fácil equivocación e inexistente. Por eso da terror escucharse en la cabeza, hacerse consciente del animal interno. La voz en la cabeza es un monstruo, es un animal hedonista de pensamiento crudo. Lo mejor es encadenarlo, recordar que se tiene una educación —corrijo: pensamiento educado— para no escupir estupideces, vomitar lo primero que se piensa. Pero no tiene caso —esto que estoy haciendo porque—; no estoy liberando a ninguna bestia; escribir el fárrago del pensamiento propio no es lo mismo que despertar la voz de un dios dormido, es un truquito estúpido, la ilusión de los principiantes, mago que saca una liebre del sombrero. Si la voz en mi cabeza me ha hablado de usted unos veinte años, quizás convendría que ya nos habláramos de tú, aceptar que la presencia del uno y del otro es inexorable. Mejor el recuerdo de, por ejemplo, personajes míos que han intentado hacerlo (los personajes no son uno, pero son otros, lo que imaginamos es la otredad): un despertar de la consciencia, identificar que atravesaron el umbral dentro de su propio mundo de ficción. Eso sí lo reconozco, así puedo empatizar con estos sacos de huesos: durante los últimos años he atravesado tantos umbrales que me cuesta trabajo reconocerme. Y eso no está tan mal. Me vi al espejo esta mañana, por ejemplo, y noté la resquedad de mi piel, las arrugas, las ojeras cinceladas por el dolor y la angustia, y también por las demasiadas carcajadas porque me gusta reírme como un diablo escandaloso —estoy vivo o qué, putazos o qué, caballo homosexual de la montaña—; vi en ese rostro la promesa de Phillip Larkin de que todos nos haremos viejos y patéticos. Y pensé que era un vanidoso —definitivamente—, pero también un realista. Divertido, pude vislumbrar esa imagen de un hombre alto y orgulloso con la espalda encorvada, cayéndose por segunda o tercera vez, escapándose por última vez de romperse algo. Aun cuando sobreviví a algunas cosas, estoy condenado a morirme, a la decrepitud, a convertirme en un libro arrugado, humedecido, igual que mi perra vieja y adorable. Recuerdo de que alguna vez me dijeron que soy un libro que jamás terminaría de ser leído y me sonrojé, y no quise pensar más porque me sentí misterioso, enigmático, como si no fuera una maldita bolsa de trucos, el mismo cuento de ritmos y de barruntos. Ruido blanco de melancolía, de dolor y de júbilo, el maldito júbilo porque sino hace mucho (…). Recuerdo del libro de la almohada. Sei Shōnagon y la sencillez de los días a través de los ojos de las cortesanas, de la media noche, de una luz desvanecida que entra por la ventana y el escándalo de las cigarras. Ojalá tuviera el tiempo y la paciencia para leerla otra vez, y aprender de ella. Sei Shōnagon es una reina, es la maestra verdadera, una aspiración genuina. Eso no estaría nada mal, no lo está, tienes que caminar lo más pronto posible, síguete derecho, no te detengas o te vas a morir. Otro propósito del monólogo interminable: separar el espíritu del cuerpo, empujarlo suavemente como una bola de nieve que le va a dar el madrazo a un gato impávido que se le puso enfrente. Miau, miau, miau. Recuerdo de Lucky que a veces gruñe como un animal bendito. El gato amarillo de Prufrock. Eso debí pedirle a la inteligencia artificial para tener una imagen divertida en vez de una egirl medio enloquecida. Prompt: un gato pardo está a punto de ser atropellado por una bola con la forma de un basset hound en el estilo de una caricatura vieja. O como una piedra de Sísifo, esa piedra que a uno lo empuja a decirse: “sigo haciendo esto pero algún día descubriré el truco de los dioses y me escaparé de su castigo”. Cuántos años ha estado Sísifo en la montaña, empujando la piedra, creo que nadie sabría decirlo. ¿Qué pasa si al viejo rey, santo de las trampas y de las sonrisas locas, le da un ataque de ansiedad? ¿Se deja aplastar por la piedra? Y luego qué, se levanta, baja corriendo la montaña, toma aire y vuelve a empujar. Analogía de la vida. Sigue empujando porque de todos modos te vas a morir, te vas a morir.]
Séptimo: si uno me viera, dirían que no estoy pensando en nada, pero luego verían mi sonrisa. “Quién sabe por qué enseña los dientes, la neta”.