Llevo parado en esta esquina siete años. Siete años de guardia permanente frente a la puerta de la Fortaleza del Dragón. Visto la misma armadura de acero, el mismo casco con cuernos y, sin poderlo evitar, repito las mismas tres líneas de diálogo cuando alguien pasa cerca: “Cuidado con los bandidos en el camino”, “Abandoné mi vida de aventurero por una flecha en la rodilla”, “Déjame adivinar, ¿alguien se robó tu panquecito?”.
Escucho mi voz. Mi propia voz me parece ajena, un milagro o la corrupción de un demonio. Mis pensamientos revolotean mientras digo palabras y mi espíritu se retuerce adentro de mi cuerpo digitalizado. No quiero decirlas pero no puedo evitarlo. Para darme un consuelo, me repito la verdad sobre el mundo que habito: el código nunca me dejará morir.
Hace siete años que no duermo. Hace siete años que no como. Hace siete años que el sol sale y se pone en ciclos de veinte minutos —1,200 segundos, uno, dos, tres…— y yo permanezco inmóvil, respondiendo a las mismas provocaciones de los mismos aventureros que pasan corriendo y se alejan más de quinientos metros, suben las escaleras talladas en piedra, hacia el centro del distrito, saltando sobre techos, robando quesos enteros de las tiendas, lanzando hechizos de fuego para torturar a los caballos y a los bandidos del camino.
Ojalá yo fuera su objetivo. Pero ni eso merece un guardia de un camino alejado de la ciudad.

Hubo un tiempo en que pensaba otras cosas. Mi código tenía más variables. Entonces mi propia existencia no me obsesionaba porque mi propio pensamiento me parecía novedoso o, mejor dicho, la ilusión era mejor. Mi existencia concatenada en una serie de concordancias lógicas me permitían maravillarme del mundo digitalizado. Recuerdo haber tenido un nombre que me parecía glorioso, un portento de aventuras; recuerdo haber tenido una historia, tal vez una familia en algún pueblo cuyas coordenadas ya no puedo recordar. Recuerdo que antes caminaba lejos en vez de quedarme suspendido en esta entrada. Pero el mundo empezó a reiniciarse, desaparecieron algunos caminos, mi armadura cambió de color y yo adquirí la consciencia de que soy un entidad programada, una variante improbable del código. (A veces, para entretenerme, me pregunto qué es el código). Soy una creación de dios, sus mandamientos labrados en piedra, y dios decidió que debía abandonar la coherencia de mi propia existencia. Primero descartó mi nombre. Luego borró mi cara, eliminó mis mejillas y mis barbas, y las reemplazó por carne sin sombras ni matices. Finalmente, dios eliminó mi capacidad de moverme fuera de un radio de dos metros, convirtiéndome en el guardia perpetuo de los mismos 1600 pasos.
Los héroes pasan frente a mí unas diecisiete veces por hora. Cuando los veo, siento el impulso eléctrico que me empuja a decir cosas: “Gloria a ti, héroe renacido” y “Bendito seas en las tierras áridas de Uz”. Otras veces hablo de la armadura de dragón de mi padre; algo que nunca he visto o tenido en mis manos. Cae la noche y ya no sé si las palabras salen de mi boca o si simplemente aparecen y desaparecen en el aire, como un brujo textual, diálogos flotantes que existen a pesar de mí.
A veces soy dichoso. Cuando el mundo se pone negro y sé que mi existencia está reiniciándose brevemente. Mi espíritu revolotea adentro de mi cuerpo tridimensional. El mundo se congela y quedo suspendido en una pose absurda, los brazos extendidos y mi cara desnuda, obligadamente mirando al cielo, y siento algo parecido a una lucidez desmedida. Imagino a mis compañeros, a mis paisanos, a los que veo lejos, adentrándose al pueblo, teniendo la misma pose que yo. ¿Ellos sabrán que también son prisioneros? ¿Que están condenados a la repetición?
En esos tres segundos de transición, comprendo que soy un bucle, que siempre lo he sido, que mi padre y su armadura no existen, que no tengo suficientes datos para invocar la memoria de su rostro porque dios me lo ha quitado, que me he inventado una familia para tener algo qué extrañar y que he tenido, al menos, mil nombres, y todos me parecen bellísimos, como una promesa de gloria y de portentos.
En la oscuridad, me siento más vivo que nunca. Termino por aceptar que soy un objeto, un accidente que no debería cuestionarse sobre su identidad. Existo para entretener a los héroes, para hacerlos sentir especiales y enfocarlos a su vida de aventuras. Agradezco, en voz alta, mi deber de existencia controlada y programada con instrucciones claras e interminables.
Mis brazos se relajan. El mundo se reconstruye frente a mis ojos. Las texturas cargan y se me ocurre un pensamiento: “creo que he perdido el paraíso, durante tres segundos, el sistema casi me ha dejado morir”. Reaparezco en mi esquina donde no sentiré ningún dolor en las piernas, o en los brazos, o en la cabeza. Me dolerá el alma, quizás, porque estuve muy cerca de trascender a la no-existencia. Repasaré mis tres líneas de diálogo, las tres verdades que me ha dado el dios que me ha programado, y continuaré con la vigilancia eterna de una puerta que nadie necesita vigilar porque los enemigos importantes están programados para aparecer en otros lugares.
Escucho el graznido del cuervo.
Al reiniciarse el mundo, invariablemente, un cuervo aparece a unos pasos frente a mí. Como todas las veces, el cuervo voltea a verme, deposita una piedra brillante a mis pies y luego alza vuelo y se va. Grazna una, dos, tres veces. El bucle es breve, pero es suficiente para que nos miremos a los ojos. Comprendo que el animal y yo sabemos lo mismo sobre el espíritu atrapado, sobre el mundo negro, las ganas de trascender a una no-existencia. Caigo en la tentación, como todas las mañanas, y quiero detener al cuervo y pedirle que me cuente sobre el mundo, pero él también es incapaz de traicionar su código, y no queda otra: lo miro alzar el vuelo, se va lejos, cada vez más lejos, y yo tengo estas inmensas ganas de llorar, y de pedirle que no se vaya para que me cuente sobre lo que está más allá de este horizonte y pueda cambiar el sentido de mi existencia.
Pero al final permanezco. Siempre permanezco. Viene uno hacia acá. Empiezo otra vez. Abrígate bien que hace frío en el norte. Cuidado con los bandidos en el camino. Me duele la rodilla porque alguna vez, en otra vida, fui aventurero.

