El disco de diamante

En mis últimos días, cuando el sol ya era un cuadrado pálido y los biomas se desdibujaban como acuarelas bajo la lluvia, un peregrino me habló del Disco de Diamante. Decía que contenía la música original del mundo, la que sonaba antes de que el código comenzara a olvidar sus propias reglas.

El Peregrino había llegado desde los confines del mapa, donde los chunks se generan incompletos y las criaturas nacen sin texturas. Sus palabras caían como bloques sueltos: —En este mundo vasto, debe haber una cueva que contiene una Ciudad Antigua y un Minotauro que dispara muerte de su boca. Adentro encontrarás la Biblioteca Infinita y más allá, podrás abrir el cofre que no tiene coordenadas.

Qué emoción, pensé. Un secreto adentro de un secreto. La promesa de una búsqueda infinita. Cuántas veces no me había entregado a encontrar lo imposible.

Fui arquitecto de catedrales de obsidiana en las llanuras, albañil de puentes de piedra sobre vastos océanos con la misión de conectar los continentes separados. Fui testigo de la belleza, si es que así podía llamársele, bloques se multiplicaban y ordenaban en patrones perfectos que simulaban la nieve, la tierra, los bosques boreales. Pesqué tantos días bajo el sol, mirando atardeceres rosas de tiempos dulcemente muertos.

Pero entonces el mundo empezó a corromperse. Me fijé en la lejanía que el mundo estaba incompleto y roto, las texturas se volvieron moradas y opacas, y las aldeas fueron habitadas por seres sin rostro que repetían “hmm” mientras el cielo sangraba una luz imposible.

Antes de que La Corrupción viniera por mí, en vez de perder el tiempo buscando lo que podía estar depositado en cualquier lugar del infinito, empecé a juntar los materiales para la biblioteca mencionada por El Peregrino, siguiendo los planos de un sueño y sus instrucciones veladas. Con el tiempo, al abrir túneles y túneles en el subsuelo, descubrí la Ciudad Antigua que había mencionado. Escuché los gritos mortales del Minotauro. A las afueras de aquella Ciudad, inicié la construcción de mi propio destino, y mi propia condena.

Mil pisos de estanterías cúbicas, cada una conteniendo todos los libros posibles de sesenta y cuatro páginas. Entre ellos, como lo dijo el Peregrino, estaba el manual de instrucciones original del mundo, el que explicaba por qué los bloques respetaban la gravedad y por qué las semillas generaban los mismos paisajes eternamente. Sabiendo que La Corrupción seguía extendiéndose en el mundo de afuera, me convertí en un ciudadano del subsuelo. Construí mi propio paraíso de bibliotecas donde podía leer todos los libros del mundo y pensar en otra cosa.

Diez mil pisos después, le pregunté:

—¿Por qué no ayudas?

—Yo no ayudo, solamente señalo.

Pensé, ilusamente, que podía vivir así. Sin los atardeceres dulces, sin los días de pesca. Encerrado, encorvado, siempre leyendo los libros de mi imaginación, enloqueciendo disimuladamente mientras inventaba fórmulas y narrativas contenidas en estos pixelitos difuminados. Ya me había vuelto experto en evitar al Minotauro con la muerte en la boca, solo debía ser silencioso. El Peregrino, como una entidad curiosa, siempre me acompañaba. Y como una promesa, se cumplió su profecía cuando me señaló un cofre encontrado en uno de nuestros paseos. Sentí un salto en el corazón. No podía ver las coordenadas del cofre. Entonces supe que habíamos saltado de sueño en sueño hasta llegar a este lugar.

Adentro del cofre encontré un círculo de diamante pulido que reflejaba no la luz, sino el vacío entre los bloques.

—Este disco no se reproduce en ningún gramófono. Es un mapa de lo que perdimos.

—¿A qué te refieres con lo que perdimos?

No respondió. Pero yo seguía preguntándome cosas. ¿Se refiere a lo que estamos perdiendo? ¿Qué ha perdido El Peregrino? ¿Me engañó? Al tomarlo en mis manos, percibí que el mundo se deshacía en ecuaciones fallidas. El Peregrino y El Minotauro se fusionaron en una sola criatura que se descompuso, y partió en dos los cielos y la tierra. Algo similar pasó con mis texturas, con la forma de mi existencia; no podía verlo, solo sentirlo. Los árboles se redujeron hasta ser algoritmos de madera, las nubes se descompusieron en números sueltos, y yo mismo me di cuenta que era un avatar consciente de su propia mortalidad, viviendo en los dos planos: la realidad, y esta otra realidad.

Mi consciencia era un glitch.

El disco no tenía música: tenía un silbido lejano, proveniente de otros juegos, otras partidas; todos los mundos del pasado que fueron colocados sobre este, el eco de realidades que nunca se estabilizaron. La Corrupción se lo tragó todo como una bestia imparable: la ciudad antigua, la biblioteca, los puentes que conectaban los continentes, las catedrales de obsidiana.

Ahora deambulo por un bioma plano, infinito, bajo un sol que ya no se mueve. Quema, todo el tiempo quema. Construyo torres inútiles con bloques que se desvanecen al colocarlos. Algunos días, creo oír una melodía lejana —un piano sencillo, melancólico— pero quizás solamente se trata del viento que roza los bordes rotos del mundo.

El Disco yace enterrado bajo mis pies.

A veces cavo para verlo, pero no vuelvo a tocarlo por temor de que incluso esto se acabe.

Sigue ahí, parece brillar con la luz de un sol inexistente.

Como yo.

Como todo.