Hay un hombre en Los Santos que siempre dice lo mismo. Lo he visto vender boletos de metro, o eso me parece —la virtud de ser un NPC es esta mirada descuidada que les echas, siempre es el jugador quien completa la historia—, después cruza la calle con un café en mano y se pone a discutir con un amigo invisible. No importa la hora ni el clima; si me acerco lo suficiente, repite la misma frase. Es casi un mantra, una oración mínima para invocar a los dioses del glitch, del sagrado sistema, inventada por un guionista mal pagado y repetida por un actor cuyo rostro probablemente desconozca la ciudad que habita.
Alguien —probablemente un programador con ojeras marcadas y tres cafés en el sistema, uno de los pequeños y numerosos dioses de ese mundo— escribió esas líneas de diálogo hace años. Las capturó en un archivo de texto, las guardó en una carpeta con el nombre NPC_DIALOGUE_GTAV_FINAL_FINAL2, y sin saberlo, además de aquel hombre de Los Santos, condenó a miles de entidades digitales a repetir las mismas frases hasta el fin de los tiempos. La maldición de Zeus. No son personajes: son ecos; no son seres: son patrones. Cuando caminas por Los Santos y escuchas a un vagabundo gritar “¡El fin se acerca!” por vigésima vez en una hora, algo en su tono te llama la atención: ¿estaremos ante los personajes más borgeanos de la historia digital?
Borges nos enseñó personajes condenados a repetir. Funes el memorioso atrapado en cada instante; los inmortales vagando sin dirección, repitiendo batallas y diálogos; Pierre Menard reescribiendo palabra por palabra el Quijote. El NPC, en cambio, repite no por obsesión o destino literario, sino porque el código es una condena. La diferencia es mínima. El resultado, posiblemente idéntico: la prisión del bucle.
Lo inquietante no es que el NPC hable, sino que lo haga con una cadencia que parece humana. El timing de la respiración, la pausa antes del chiste, la entonación que casi sugiere ironía. En Rockstar son artesanos para construir mundos creíbles. Y aunque uno sabe que esas frases han sido programadas, hay algo en ellas —como en los espejos de Borges— que nos devuelve una sospecha: tal vez nosotros también somos líneas de diálogo asignadas, reaccionando al mismo conjunto de estímulos una y otra vez. No somos maestros del entorno, pero somos parte de ello.
En un cuento breve, Borges imaginó una biblioteca infinita donde todos los libros posibles ya existen. En un videojuego, la biblioteca es el script que contiene todas las frases posibles de los NPCs, aunque apenas unas cuantas se activen en una partida. Los demás diálogos duermen en el código, esperando una condición que quizá nunca se cumpla. Ahí, en ese rincón olvidado, vive una potencialidad borgeana: frases que existen sin haber sido pronunciadas, personajes que nunca veremos pero que esperan en silencio.
Quizá los NPCs no sean simples comparsas. Quizá sean como los actores secundarios que Borges admiraba: figuras fugaces que sostienen el andamiaje del mundo mientras nosotros creemos ser los protagonistas. Ellos ya saben lo que van a decir. Nosotros, en cambio, lo descubrimos a cada paso… o tal vez también lo sabíamos, pero lo hemos olvidado.
1. Los condenados de Babilonia
Borges escribió en La lotería en Babilonia sobre un universo donde el azar se convierte en ley, donde los ciudadanos aceptan que sus destinos están dictados por sorteos imprevisibles, tanto para el placer como para el castigo. Los NPCs de los videojuegos son los babilonios perfectos: no eligen gritar “¡Me cago en tu madre, Franklin!” cada vez que chocas contra ellos; están programados para hacerlo. Su “libre albedrío” es una ilusión matemática, un espejismo estadístico, tan frágil como el fragmento de código que lo sustenta.
Pero hay una diferencia crucial: mientras los babilonios de Borges temían cada sorteo, cada alteración súbita de su destino, los NPCs son insensibles a cualquier cambio. Puedes dispararles, atropellarlos, volar su puesto de hot dogs con un misil, y dos minutos después estarán ahí otra vez, con la camisa limpia, el carrito intacto, murmurando las mismas líneas como si nada hubiera pasado. No recuerdan su propia muerte ni el incendio del mundo que los rodea. Para ellos, no hay trauma ni advertencia; solo un reinicio invisible.
¿No es este el verdadero “eterno retorno”? No el de Nietzsche, que exige abrazar cada instante como si quisieras vivirlo eternamente, sino uno más pobre y más inquietante: revivirlo sin saber que ya lo viviste, repetirlo sin conciencia, habitar un ciclo que no has elegido. En ese sentido, el NPC es el ciudadano ideal para cualquier lotería babilónica: acepta su papel sin queja, porque no puede imaginar otro.
2. Funes, el memorioso pixelado
En Funes el memorioso, Borges presenta a un hombre condenado a recordar cada instante de su vida, incapaz de olvidar el más mínimo matiz: la forma exacta de una nube vista un martes a las tres de la tarde, el ruido específico de una silla al arrastrarse por el suelo en 1882. Los NPCs son todo lo contrario: no recuerdan nada, pero tampoco necesitan hacerlo. Su existencia es un presente continuo, un bucle que se reinicia cada vez que el jugador se aleja y vuelve a acercarse, como si la distancia fuera un borrador invisible que los deja intactos.
Un vendedor ambulante no sabe que le compraste hace cinco minutos. No sabe que lo atropellaste en otra partida. No sabe que lo mataste cien veces en el mismo callejón por pura curiosidad mórbida. No sabe nada, pero ahí sigue, ofreciendo su mercancía ficticia con el rictus congelado y animaciones que se repiten. Puedes destruir su puesto, incendiar su calle, provocar un tiroteo masivo a dos metros de él, y dos minutos después volverá a estar en su lugar exacto, como si nada hubiera pasado.
Es el anti-Funes: un fantasma sin memoria, pero igual de condenado. Condenado no por el peso insoportable de lo recordado, sino por la levedad absoluta del olvido perpetuo. Vive —si es que puede llamarse vivir— en un presente que no se desgasta, pero tampoco se enriquece. No conoce la nostalgia, pero tampoco la posibilidad de aprender. En su mundo, cada encuentro contigo es el primero… y el último, y el mismo, todo al mismo tiempo. Una eternidad vacía, programada para sonreír en bucle.

3. El Aleph en la esquina
En El Aleph, Borges describe un punto en el espacio que contiene todos los puntos del universo, un lugar donde es posible ver, al mismo tiempo y sin superposición, todo lo que ha sido, es y será. Los NPCs tienen su propio Aleph: un instante mínimo, casi siempre producto de un error del sistema, en el que parecen cobrar conciencia. No es un Aleph cósmico, sino un Aleph roto, filtrado a través de la torpeza de la programación, donde lo que asoma no es el infinito sino un destello de duda.
- El taxista que repite “¿A dónde vamos, jefe?”, pero que de pronto, en un glitch, responde algo completamente distinto, como si otra voz —ajena al código— hubiera tomado el control por un segundo.
- La prostituta cuyo diálogo se corta y, por medio segundo, parece preguntar “¿por qué haces esto?”, antes de que el script la arrastre de nuevo a su papel.
- El policía que, en medio de un tiroteo, grita “¡Esto no está en mi contrato!” con un pánico tan real que por un instante parece entender que vive dentro de una Matrix mal disimulada.
Son momentos fugaces, fracturas microscópicas en el muro invisible del juego, pero quizás suficientes para hacernos preguntar: ¿y si su repetición no es una limitación técnica, sino un síntoma existencial? ¿Y si cada glitch es el equivalente digital de un sueño del que no pueden acordarse, pero que deja un eco en su voz, una vacilación en su mirada estática? Tal vez el Aleph de un NPC no sea una revelación de todo lo existente, sino apenas una conciencia efímera de que su mundo es finito… y de que, al cerrarse la partida, también ellos desaparecerán.
¿Somos nosotros los NPCs?
Borges termina Tlön, Uqbar, Orbis Tertius advirtiendo que los mundos ficticios pueden devorar al real. Pero él no imaginaba que la ficción aprendería a monetizar su propia irrealidad. Hoy tenemos influencers en TikTok que fingen ser NPCs digitales: repiten frases mecánicas (“¡Dame like!”, “¡Suscríbete!”), simulan fallas de renderizado con movimientos espasmódicos, y hasta pausan sus transmisiones como si un jugador invisible hubiera apretado el botón START. La diferencia es que, mientras el NPC de GTA V grita “¡Me cago en tu madre!” por la gracia de un script, el influencer humano lo hace por engagement. Ambos son entidades atrapadas en loops, pero solo uno recibe patrocinios de Castle Crush.
Hemos inventado una nueva categoría de existencia: el NPC performático, que no solo acepta su condición de personaje repetitivo, sino que la convierte en marca personal. Es el sueño borgeano distorsionado: ya no tememos que la simulación reemplace a la realidad, sino que preferimos la simulación porque es más rentable. El vagabundo digital que murmura “El fin se acerca” en Los Santos al menos lo hace por diseño; el streamer que corea “¡Dale a la campanita!” por trigésima vez en un live obedece a un algoritmo más implacable que cualquier código escrito en Rockstar.
Alguna vez he sido un espectador por fascinación. Doy like. Comparto. Alimento el loop. Y mientras veo a un humano imitar con disciplina las limitaciones de una IA, entiendo que la diferencia entre personaje y persona ya no está en la memoria, la libertad o la conciencia, sino en la monetización. Porque en la era de la atención fragmentada, incluso la repetición más absurda puede convertirse en contenido. Y el contenido, como bien saben los NPCs de verdad, es lo único que importa cuando tu existencia depende de que alguien haga clic.
