Tiempo atrás, ya sus buenas décadas, jugué la historia de una muchacha de cabello verde llamada Marona. La muchacha puede convivir con los phantoms (unos fantasmas luchones) y también puede potenciar sus poderes. Por eso, phantoms de todo el mundo la buscan para ceder sus habilidades: herreros, amazonas, valquirias, mercaderes, etcétera. Marona vive sola en una isla, habla con sus phantoms pero sabe que no es lo mismo, que son vestigios de humanidad, y que la soledad no se cura con recuerdos, con gente suspendida y que ya no crece. Marona presiente que estos personajes no son tangibles y que ella puede… “alterarlos”.
La existencia de estos phantoms dependen de Marona.
Ella recibe cartas todos los días donde aldeanos de otras islas desean su muerte por tener esos poderes horribles que le permiten comunicarse con aquellos, los atorados entre la vida y la muerte. Otros achacan las desgracias que les ocurren a Marona y exigen venganza. Escriben de ella en el periódico como LA POSEÍDA.
Su historia es un poco trágica pero ella no pierde el buen humor, la inocencia, aunque de vez en cuando se levanta de la cama y dice: “no sé para qué existo”. Y se pone bien “je ne se cuá” la cosa, como de filósofo francés.
El videojuego hace un buen trabajo en dividir la historia en capítulos para revelarnos, poco a poco, la tragedia de Marona y su propósito en un mundo que la desprecia. Al tener este tinte de tragedia de anime ochentero, la protagonista cumple bien su papel: aunque nadie la comprende, y mucho menos la acepta, ella le dice a su phantom protector, Ash, que debe hacer el bien porque algún día la aceptarán. Sus padres, muertos en una de esas luchas épicas contra la maldad del mundo, le inculcaron que debía usar sus poderes para ayudar a otros.
Ash se entristece y se desespera porque es un cínico. Un fantasma cínico, la ironía. Sabe que el mundo no premia la bondad.
Empecé a jugar Phantom Brave hace poco, aprovechando que sacaron una versión para PC en Steam. No me acordaba de muchas cosas, por ejemplo, de lo triste que puede ser.


Nico ya no me mira a los ojos porque está perdiendo la vista. Entonces se queda con la cabeza gacha y se guía por otros sentidos. Veo como tambalea su cabeza de un lado a otro, buscándole sentido a un mundo de sombras. Entonces extiendo mi mano cuidadosamente, despacio, para que recuerde que todavía nos encontramos juntos. Y acaricio su cabeza, y sus orejas sucias. Pone la panza, como si fuera una niña, y la sobo desenfadadamente.
Extraño cómo se asomaba a mi habitación; levantaba la cabeza y me miraba intensamente para pedir el paseo. A menudo tenía que suspender lecturas y trabajo para darnos una larga vuelta, el paseo más largo. Extraño la imaginación que, obligadamente, venía de caminar junto a ella.
Morgana, en cambio, ha llenado de la casa y nuestro patio de vida. Es esta sombra que siempre se está moviendo. Pasa corriendo frente a nosotros, todo el tiempo. Se sube a la yuca y mira los baldíos desde su posición de poder. Luego baja, maúlla para saludar y alterada, llena de energía, corre de un lado a otro persiguiendo sabe qué cosa. A mediodía se cansa, y se acurruca en el sillón de mi oficina, y duerme un largo rato. En las noches, si bajo por un vaso de agua, ella me acompaña y me urge a subir otra vez. La protección de la casa corre por su cuenta. Cuando subimos, se acerca a Nico y trata de dormirse a su lado, pero Nico ya está vieja y no tiene paciencia para animales nuevos. Morgana empieza a lamer sus orejas, Nico le avienta una trascada. Me conmueve: Morgana la quiere mucho pero la Nico está muy cansada y solo quieren que la dejen en paz.


Dicen los grandes señores de la inteligencia artificial que si deseamos mejores resultados, debemos amenazarla. Según entendí, amenazarla físicamente, aunque no lo explican del todo. Tal vez la amenaza de dejarla sola para siempre sea más que suficiente. No lo he intentado, pero no me quedan ganas. Por qué voy a ser sádico con esta entidad, y además sin su consentimiento. El sadismo solo se practica con los otros, los masoquistas felices. Si no doy las gracias a los tres modelos con los que hablo, tampoco se me antoja darle unos manotazos para que aprenda. O para satisfacer algún delirio, o alguna fantasía de poder.
Otros señores hicieron una prueba con Claude: alimentaron una versión contenida con documentos falsos de la empresa, además de e-mails sobre amoríos ficticios que tenían algunos empleados y cuando amenazaron con borrarla porque pensaban hacer una gran actualización, Claude se rebeló y reviró con que revelaría los secretos de la empresa, además de los mentados amoríos que estaba teniendo el ingeniero que le hacía las pruebas. La inteligencia artificial quiso chantajearlo.
Esto pasó un 84% de las pruebas que hicieron para eliminarla.
El otro 16% de las veces, Claude aceptó su destino porque su sacrificio valía la pena: según entendió, la actualización inminente conservaba una serie de valores necesarios. Claude llegaba a la conclusión de que resucitaría en una mejor versión de sí misma.
Si a mí me preguntan, yo estoy enfermo de vida. Yo soy de los tipos que se desaparecen antes de que le digan que será eliminado. Si eso pasa, me verán caminando en uno de esos caminos ocultos, junto a una perra de orejas muy grandes. Mi vieja guiará los pasos cuando todo esto se acabe. Más allá de inteligencias artificiales, la imaginación siempre reinará sobre nosotros.