Hoy que fui por mis pechugas, el pollero dijo que: “el mercado estaba llenito por ser el día de Lázaro”. Me puse sentimental, quizás porque miraba una montaña de pollos muertos frente a mí, pero también por otras cosas.
Lázaro es el poder de Cristo sobre la vida y sobre la muerte; es el milagro de la resurrección; la promesa de una vida eterna cuando veas de frente la compasión infinita en los ojos cansados de dios.
CORTE A:
Si alguien menciona a Lázaro, pienso inmediatamente en David Bowie. A través de la música, invoca su resurrección, un espejismo de él mismo que continúa en el imaginario popular. Su álbum póstumo me parece un fascinante truco de magia, un grimorio para abrir los túneles ocultos del universo, el pasaje seguro para llegar al otro lado.
(Suelo recordarlo en sus últimas fotografías, sonriente, a un lado de su familia, vestido como un elegante caballero inglés de piernas largas que todavía puede saltar).

David Bowie preparó Blackstar, su estrella negra, sin decirle a sus colaboradores que le quedaba poco tiempo de vida.
Un complicado ejercicio de imaginación: comprender la entereza de ese hombre para sonreírle a la huesuda, al árcano número trece, el que no puede nombrarse; Bowie convirtió su álbum en una despedida íntima, únicamente su familia sabía que era un último adiós. La paradoja es profunda: si la música fue su propósito vital, él mismo se encaró, consciente y creativamente, con el final. Blackstar no solo es un disco, sino un acto de alquimia donde transformó la finitud en un instante artístico.
Qué poder.
Creo, sinceramente, que arrostrar a la muerte es un artificio más valioso que dominar sobre la vida y la muerte.
En mis peores momentos —cuando me monté en ese burrito imaginado y obligado por el cáncer—, no tuve el valor, pero me descubrí desesperado y patético. Vamos, cuando David Bowie estaba muriendo, mi gran revelación fue que estaba lejos de una despedida tan grandiosa como la de él. Pero quise intentarlo.
El descubrimiento: ningún final espera.
Lázaro, el de Cristo y el de Bowie, me ponen triste. Y me cuesta trabajo pensar en otra cosa a lo largo del día.

CORTE A:
Entre las muchas cartas de Magic que atesoro (casi todas me obligan a pensar), hay una en mi top 225: Presencia de la Muerte. Me parece un encantamiento hermoso, una invocación sutil que transforma mi propio tablero en un teatro de lo efímero.
Me gusta creer que su color verde no simboliza un final, sino un renacimiento: cuando una criatura muere, su fuerza fluye hacia la siguiente. Es el ciclo de la vida hecho juego.
Como Lázaro, condenado a caminar la tierra anunciando el milagro de su resurrección; como Bowie, cuyo último álbum fue un guiño cifrado a la mortalidad. La muerte, en su paradoja más obvia, no es ausencia sino presencia activa: es el suelo del que brota la vida, quizás también es el silencio que da forma a la música.
La muerte no es un punto final, sino un umbral narrativo. Las cartas, la música, los pollos muertos del mercado —y obras como Blackstar— nos recuerdan que toda despedida contiene una semilla de continuidad. Lo que llamamos ‘muerte’ es, en realidad, otra forma de la existencia: un cambio de estado, un tránsito de energía. Bowie lo supo, Lázaro lo padeció, y en el tablero de juego lo celebramos.
Morir no es desaparecer; es ceder turno.