La brevedad de la vida

Escribo en mi libreta a las 5:50 PM. Está bajando el sol, los árboles del baldío extienden su sombra; quieren tocar a alguien. Un loco, como siempre, está marchando felizmente hacia el abismo.

A su lado, un perro viejo levanta las orejas. Está sordo, pero el maldito hábito. Levanta las orejas porque se niega a envejecer. Pero como siempre, no es el perro quien detiene a un loco de su caída inminente al abismo. Solo retrasa lo inevitable.

He tomado el agua más deliciosa, más fresca. Justo acabo de leer un cuento sobre un muchacho que “toma agua”, da su primer “beso”, y probablemente se hace hombre. Hace cuánto me hice hombre, a veces pienso.

El otro día, evitando unas franjas amarillas de algún estacionamiento, me puse a pensar en cosas que pasaron hace veinte años.

Cuando tuve cáncer, a menudo hacía ejercicios de respiración para no romperme. Todo el tiempo estaba encabronado porque juraba que me iba a morir. Lo que me salvó fueron los ejercicios de respiración, y una lectura compulsiva del Quijote (la tercera de mi vida), y una mala lectura del Ulises, y jugar Dead Space y Doom, sobre todo Doom, lo jugaba tanto que seguía jugándolo en mi cabeza.

En aquel entonces, cuando me ponía mal, cerraba los ojos un instante; contaba uno, dos y tres, hasta diez, hasta cien, hasta mil; asimilaba los sonidos a mi alrededor y aceptaba que era imposible controlar el ruido de fondo; perdonaba a la maldita señora con nariz de payaso —aquella que pretendía distraerme por no sé que porquería lúdica del seguro— al darme cuenta que estaba más triste que yo; finalizaba los ejercicios de respiración: soy uno con el infinito, con mi propia ira, con mis tumores, con lo inevitable.

Vi una serie en Netflix que se llama Achtsam Morden. Se trata de un abogado de criminales, Björn, que toma un seminario de mindfulness. Dentro de la fórmula de cada capítulo, Björn recuerda a su maestro y algún tip de respiración y de meditación que lo ayuda a sobrevivir el conflicto del día. Ver la serie me recordó lo importante que es vivir el presente y tomarse el tiempo para respirar. No nomás cuando cree que se está muriendo y quiere rezarle a cualquier birgencita.

Respiro mientras escribo esto.

Tengo un pasatiempo. De repente le tengo confianza a la vida. Mientras escribo una historia en mi cabeza, paralelamente estoy planeando el gran escape.

Creo que la escritura es un acto mágico y algunos de mis piensos son artificios de brujería. También me gustaría creer que, unas semanas antes de morir, a mis ochenta y tantos años, se revelará la fórmula del gran escape y escribiré mi última gran obra.

Por eso me estoy dejando crecer la barba. Me siento sabio, barbón y bien diablo. Sigo los pasos de mis maestros: Nostradamus, Nabucodonosor, Tiresias, Baltasar y Melquiades. Puro viejo cabrón y mágico. No miento.

Esa última gran obra, todavía no lo sé, puede ser un cuento, un libro de piensos, el epitafio de mi tumba.

Espero descubrirlo antes de pelarme.

Y si me mata un accidente, confiaré en mi cerebro: habrá señales de que el gran escape estaba trabajándose de manera paralela, pasiva, con el 1% del GPU según el monitor de actividades, y su camino se tejía a escondidas de todos, un desliz de la inconsciencia, el trabajo de la sombra, del thanatos, en los diversos textos de mis canciones para el desvelo.

No descarto que el gran escape esté escribiéndose en este momento y yo no tenga idea de lo que está pasando. Pero exclamaré sorprendido unos segundos antes de morir y diré: “¡lo entiendo todo! ¡Malditos liberales! ¡Viva la revolución y la libertad sexual!”.

Hay una posibilidad mínima de que este sea el segundo ladrillo, o el quinceavo, o el ladrillo número quinientos de un edificio de tal complejidad, el laberinto máximo, el acertijo imposible, que si fuera descifrado, revelará a todos mis amigos, familiares, conocidos, a los amores del presente y del pasado, la verdad de lo que encontré en el otro lado.

No lo sabremos hasta que alguien se anime a descifrarlo. Mi visión del futuro dice que pasará por ahí del 2042.

Por lo pronto, me contentaré con haber descubierto el día de hoy este placer increíble, casi sexual, en ignorar, de manera irresponsable y consciente, la brevedad de la vida.

Pero no demasiado. O uno enloquece y se cree inmortal.