Hay dos cosas que me gustaron del juego del calamar.
I
El viejo con el tumor cerebral le dice al otro cuate, el personaje principal cuyo nombre ya olvidé porque mi familiaridad con el coreano es nula, digamos que se llama Beto. El viejo se llama Enrique. Enrique, pues, le dice a Beto que no le queda mucho tiempo de vida y vemos, minutos después, cómo sonríe ampliamente mientras corre para no ser acribillado por las metralletas de los hombres de rojo.
Están jugando luz verde y luz roja; enanos y gigantes; tú las traes pero con balazos. Es un recreo de niños y la sonrisa del viejo es una manera de distorsionar el tiempo. El espectador se confunde. ¿Cuántos años tiene? ¿Por qué se divierte cuando los otros, a su alrededor, son carne de cañón?
Cuando éramos chamacos, jugábamos sin pensar en la finalidad y como no conocíamos eso, la posibilidad de morir, apostábamos sin preocupaciones, sin realizar el alcance de nuestras decisiones.
Jugar nos enseña que siempre estamos apostando la vida, que estamos a una o dos piedras de caer en el abismo, y a uno o dos tiradas de tomar el triunfo.
Anoté por ahí, en alguna de mis libretas rayadas de piensos, que los únicos juegos que valen la pena son los que fundamentalmente cambian la vida. Podemos encontrar los juegos que nos cambian cuando sabemos que lo apostaremos todo y nos sudan las manitas porque el cerebro se cree que es de vida o muerte.
El viejo me agradaba como personaje hasta que reapareció en el último capítulo.
II
Mientras tanto, Beto, quien sonrió incómodamente en su foto de identidad cuando no sabía que estaba entrándole a un juegos del hambre coreano, es testigo de como los otros continuamente hacen planes y maquinaciones. Planean con sus manitas, hablan de porcentajes y estadísticas, revelan las armas que esconden en el puño.
Beto es un idiota, pero uno de buen corazón.
Y también Beto es el único que les recuerda a los demás: “un momento, amigo, no sabemos qué juego sigue”. Los demás lo miran como si estuviera estúpido pero Enrique, el viejo, sonríe cuando su amigo Beto dice esas locuras, asiente, asiente, y se hacen compadres. Enrique promete que lo compartirán todo, hasta la muerte.
Es una historia del viejo que quiere ser niño y el idiota sin una aspiración verdadera.
Pero Beto es sincero y eso me agradó de él. Fue un cambio interesante a los genios que ya reconocen las reglas del juego desde antes de entrar al tablero. Si uno quisiera escribir un libro de la filosofía del juego del calamar (supongo que ya existe, así como existe la filosofía de la vida según Bart Simpson): luego estás jugando, manito, y no sabes ni siquiera que ya estás cumpliendo tu papel.
Beto me parecía agradable hasta que se pintó el cabello de rojo.
Qué pedo, Beto.
III
Lo demás que rodea al juego del calamar, es el clásico melodrama coreano donde abren unos ojotes que dan miedo cuando se están amenazando de muerte, problemas de jerarquías y discriminación, Netflix diciéndoles: papitos, hay que meterle más por acá porque nosotros tenemos datos: conviene que estos se mueran acá. O sea, no está mal, es un pozole bueno y económico, pero precisamente por eso tardé mucho tiempo en ver la primera temporada. Voy a ver la segunda con reservas porque me quitaron aquello que me daba placer: personajes de infancia perdida y la ingenuidad. Esas cositas que mataron rápidamente a favor de entrarle a la pérdida de la inocencia y convertir un juego que era elegante, sencillo, en una cosa monstruosa: de calamar a kraken.
Quizás no estuvo tan mal si me hizo recordar cuando era niño, y jugaba en el parque con mis amigos gandallas, y hacía agujeros para buscar gusanos, y me robaban mis juguetes o me los cambiaban por palos y papeles, pero eso me enseñó a reconocer a los villanos de los chidos.