El cacto bajo el sol

En la mañana de ayer hablé con Bob, el cacto, y mientras estaba pensando en el taco que iba a morder cuando fuera hora de comer, soltó triunfante uno de sus piensos:

—Todo lo que no es gente me emociona.

Me quedé un rato pensando en la construcción de su frase y como ya tengo más de veinte años conociendo a Bob, tomé una decisión muy consciente de no caer en su trampa.

Al menos, no en ese momento.

Me tomé un café, hice algunos exámenes, generé imágenes en MidJourney para buscar un demonio (uno de verdad, ojo), pensé en los millones de juegos que no he podido jugar.

Dejé pasar unas horas, mientras aquello que dijo me mordía el cerebro como una ratita vagabunda y hambrienta.

Una vez que satisfice una dosis balanceada entre el placer y el estudio, volteé a mirarlo.

Parecía bailar bajo los rayos de sol dentro de su macetita.

Se estaba bañando, o algo así.

—Qué es eso de que todo lo que no es gente te emociona.

Como es habitual en el cacto, se olvidó de lo primero para entrar a un segundo más escabroso.

—Creo que tengo la finalidad en el cuerpo.

—Cállate. Qué es eso. La gente, Bob, háblame de la gente. No te me vayas para otro lado.

—Soy un cacto, tengo espinas, he crecido con espinas rodeándome. Un roce a un animal, un piquetito a un hombre con machete, y por mero reflejo me parten a la mitad o me muerden de regreso y vuelvo a hacer daño, pero tengo el daño en el cuerpo, me es inevitable, y el encuentro se convierte en una espiral infinita de estímulo-respuesta. Mi cuerpo tiene el propósito de lastimar al otro. ¿Cómo, entonces, no voy a ser la finalidad si mi cuerpo está construido para morder cuando abraza?

—¿Estás triste, cacto estúpido?

—No, solo estoy diciendo la verdad.

No creo que estuviera diciendo la verdad, pero tenía razón. Si estuviera triste, me hubiera abrazado sin importarle hacerme daño, y yo lo hubiera permitido. Así como yo lo abracé cuando estaba malo y me llené de cientos de sus espinas.

El cacto y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Hace veinte años que cuento nuestras historias, nuestras pláticas. Él cazaba gatos y comía niños y bebés mal portados, se enamoraba de las rubias y miraba porno en mi compu; era un adolescente vegetal e infinito. Yo lo toleraba, asombrado de tener como amigo a un cacto que vive como gente, mientras fumaba como chacuaco y trabajaba mil videos, dos mil videos, y le contaba que me había enamorado de una muchacha que vivía lejos.

Fuimos jóvenes juntos.

Ahora somos un par de chaqueteros en su primera adultez. Ambos hemos muerto más de una vez. Ya nos entendemos. Sabemos dónde nos duele, cuánto tiempo, por qué.

Somos cuerpos con espinas que ya se reconocen.

—Es verdad que tu finalidad —dije, atreviéndome—, no solo está en tus espinas y lo que puedan hacer con un accidente, pero también está en tu cuerpo. También quiero decirte que tu cuerpo tiene instrucciones de terminar, pero mientras tanto, seguirá creciendo, y crecerá muy grande. En ese tiempo de crecimiento, abrazarás a mucha gente y le harás daño, pero también los harás muy felices con tus bromas, tus ocurrencias, y tus diálogos extraños y estúpidos. Y después te dividirás en dos cactos, en cuatro cactos, en ocho cactos, en dieciséis cactos, en ciento veintiocho cactos, en doscientos cincuentaiseis cactos. Ya lo has hecho antes. ¿No recuerdas? Ya dividido, tu finalidad estará cada vez más lejos porque te has multiplicado, y vivirás en muchas macetas, y vivirás en la ventana o los jardines de otras gentes, y con algunos aprenderás a hablar, y serás ese adolescente infinito e irredento, y con otros solamente serás un cacto, uno que se baña de sol y piensa sabe qué cosas. ¿Qué me dices de eso, Bob? ¿Te tranquiliza un poco?

Bob chocó espinas contra espinas, unas salieron disparadas a todas partes; era su manera de espabilarse. Parpadeó un par de veces y se acurrucó como un gato. Antes de dormir, me dijo:

—Ya vi que tienes una gata en casa, me agrada porque es menos neurótica que tu perra. Pero me la voy a comer.

—No te comas a mi gata, cacto estúpido, por favor.