I
En raras ocasiones, mi abuela se hacía chiquita, más chiquita de lo habitual, y caminaba como un ratoncito temeroso, y podía escucharse el ruido de sus patitas que iban de un lugar a otro. Y me acordaba de los cuentos infantiles, de los ratones que planchan y cosen, y se esconden del gato. Me sorprendía mucho porque mi abuela tiene mucho carácter y pensar con ella como un ratón es más de lo que puedo soportar cualquier lunes, o martes, a las diez de la mañana, cuando ni siquiera me he terminado el primer medio litro de café.
Lo mismo le pasa a mi madre. A veces se hace chiquita e indefensa, y disminuye su tono de voz. Y obliga a la pregunta: ¿quién te hizo algo? Pero no fue nadie, quizás fue el entorno, o su locura particular porque mi madre está loca, y me heredó algunas de sus locuras aunque no puedo precisar cuáles.
Hago nota de esto porque también me pasa. Algunas veces me descubro haciéndome pequeño, y caigo en cuenta de la posición de mi cuerpo, de la rigidez y la curvatura, y lo primero que se me ocurre es que estoy sintiendo vergüenza, y no quiero que me vean pero es casi imposible, porque si la posición es muy sencilla para gente pequeña, para mí no lo es, porque soy alto y robusto, gordo. Entonces me enderezo, tomo aire y me digo mentalmente: “no soy esta persona, no puedo serlo”. Y luego pienso [cosas, como un ruido blanco]. Algunas veces no puedo definir qué tipo de vergüenza: vergüenza ajena, o vergüenza de mí mismo. Casi siempre es la segunda.
Quizás los señores del comportamiento (The Behaviour Panel) que sigo en YouTube pueden explicar la normalidad como un gesto base, y hacerse chiquito como una señal a la que deberíamos de prestar atención. Se hace chiquito porque esconde algo, porque está preparándose para resolver una guerra interna, se hace diminuto e invisible porque piensa matar a alguien, o algo, una criatura del otro mundo.
Aunque me gusta jugar al detective de los gestos familiares, de la memoria genética de mi familia, esta vergüenza pretendida solo me pertenece a mí. Nunca sabré porque mi abuela se hacía chiquita. Y si hago esta misma pregunta a mi madre, pienso que no recibiré una respuesta satisfactoria. Uno puede replicar los cuerpos de sus antepasados pero, de ningún modo, puedes emular lo mismo que ellos han vivido. Lo que para mí es vergüenza, quizás, para otro es discreción o una sana valentía.
II
Este fin de semana vi Baby Reindeer. Supuestamente está basada en una historia verdadera. Me animé a verla porque los señores que observan el comportamiento analizaron al creador, Richard Gadd, en varias entrevistas y dijeron cosas muy interesantes del artista. Un artista de artistas, dijo Mark Bowden, el analista británico. Escuché las entrevistas de Richard Gadd y me pareció que tiene un timbre de voz muy agradable, una cadencia sabrosísima. No sabía que Richard Gadd era escocés, de saberlo, me habría animado a ver la serie desde antes. Los escoceses me gustan porque difícilmente esconden la porquería, les resulta fácil contemplarse sucios, falibles.
En uno de los fragmentos, uno de los señores, Greg Hartley, señaló un flash involuntario que hizo el artista durante una de las entrevistas. Greg explicó brevemente que se trataba de un recuerdo involuntario, una memoria que trataba de salir a la luz que se daba en casos muy específico. Scott, su colega, lo interrumpió en ese momento y le pidió que hablara de ese tipo de situaciones. Greg pareció renuente, pero Scott insistió.
—Ocurre durante las torturas. Cuando educo a las personas para resistir interrogamientos, a veces tenemos campamentos y entrenamientos donde simulamos este tipo de situaciones. En algunos ejercicios de resistencia, por el agotamiento extremo, ya no pueden recordar rostros y voces. Quedará en algún lugar del inconsciente, pero no pueden evocar el recuerdo específico. Lo que sí pueden recordar son manos, a veces olores. Precisamente, cuando una víctima trata de recordar esas situaciones puede tener un flashazo así: se dilatan sus pupilas y sus ojos brillan, brevemente, como los de un animal. Chase también sabe de ello.
Chase, mi preferido del panel, sonrió y dijo—: las simulaciones suelen ser una cosa muy difícil. Sales de ahí sin saber qué es real o no. Se olvida fácilmente que es una simulación.
Greg y Chase suelen entrenar militares y otras personas de altos mandos para resistir interrogamientos si son capturados. Me parece impresionante que podamos ver a estas personas en YouTube hablando de su trabajo. A su vez, me parece divertido que dediquen unas horas de su día para hablar de Richard Gadd y de Baby Reindeer. Los he visto hablar de celebridades porque la gente de YouTube se los pide y ellos son indulgentes. Cuando analizan luminarias, suelen decirnos que viven en otra capa de la realidad, que para ellos nosotros somos la simulación. Dicen esto si fuera un mundo lejano, inasible. Pero luego tienen comentarios de ese otro mundo: la verdad, el cuerpo, los gestos, la tortura, la mentira, los psicópatas; y no se dan cuenta, pero también es un mundo lejano, absurdo, irreal y fascinante.
Somos simulaciones que entrechocan unas con las otras.
III
Tuve un sueño muy raro: Nico, Morgana y yo estábamos en un sillón. Y Sol llegó para decirme:
—No olvides la regla del idiota en el sillón.
Torcí la boca, como suelo hacerlo cuando escucho mentiras en los sueños, y pregunté:
—¿Cuál es la regla de los idiotas?
—Cuando hay tres personas en un sillón, uno de ellos es el idiota.
En un momento fantástico, la gata, la perra y yo nos miramos intensamente hasta que desperté. Al abrir los ojos, miraba a la perra babear sobre la cama y a la gata jugar con la cola de la perra dormida.
Pensé que la regla no aplicaba en cama y me dormí otra vez.
