Granizo

I

Nico, a punto de cumplir quince años, se quedó completamente sorda. Hace apenas unas semanas, o quizás un par de meses, aún podía percibir algunos sonidos tenues. No sé cuáles eran exactamente, pero sé que solía levantar la cabeza y girar inquieta, como siguiendo la estela de un cohete. O quizá buscaba con la mirada alguna presencia fantasmal, alguna figura que solo ella veía, que todavía ve. Y al notar la mirada de su padre, un hombre tan viejo como para ser su hijo, comenzó a actuar de forma enigmática, como si todos los viejos terminaran por hacer lo mismo.

El himno de los viejos: hazme caso, todavía no estoy muerto.

II

Mi vieja mochila Samsonite, diseñada para cargar mi antigua MacBook Pro de 17 pulgadas, un armatoste que ahora parece de otra era, está empezando a desmoronarse. Los cierres, otrora resistentes y protectores, ya no cierran como deberían. Me acompañó durante años en mis aventuras por la ciudad, pero desde que me mudé a Puebla, quedó relegada a un rincón y me olvidé de ella. Pensé, discretamente, que se haría vieja sin ceremonias ni complicaciones. Se convertiría en el hogar de algunas arañas y hormigas, o de un pájaro perdido, moribundo. De vez en cuando la desempolvaba para mis viajes a la Ciudad de México, aunque su diseño, pensado para una laptop y adornado con compartimentos para celulares flip y cables de audífonos, la convertía en una reliquia de otra época.

Es una mochila que ha envejecido conmigo.

Cuando empecé a dar clases en la universidad, decidí llevarla conmigo, pensando que ya era hora de despedirse de ella. Quise darle un buen uso antes de enterrarla en el panteón de las cosas prácticas. Como estoy loco y me gustan los números triviales, empecé a llevar una cuenta de los días que tiene en su segunda vida. Cuenta 275 días, casi un año más. Nada mal para una mochila que compré por ahí del 2005.

Hoy en día, mi mochila carga una pequeña Chromebook, un iPad y un enredo de cables que parece interminable. También llevo siempre mi diario y un libro para leer. A veces, hasta encuentro espacio para una torta y un termo. Recuerdo cuando compré un iPad restaurado y tuve un pequeño accidente: el termo se cayó y empapó todo. Lo peor no fue perder el iPad, sino la idea de que mi mochila quedara oliendo a leche. Es absurdo, lo sé, pero siento que esta mochila es como un amuleto, un horrocrux, una filacteria , un objeto que guarda parte de mi alma.

Siento un apego especial a esta mochila. Pero como estoy loco, siento apego a muchas cosas. Tengo este miedo ridículo de tirarla a la basura porque si alguien se inventa una inteligencia artificial que pueda replicar la consciencia de una persona a través de sus objetos, no me gustaría que mi mochila vaya a dar a manos de un tecnócrata irresponsable e inconsecuente.

III

Una vez terminados mis pendientes, salí a buscar a la Nico. Mi esposa la había sacado a pasear, un paseo brevísimo, en la callecita de nuestro fraccionamiento, pero la perra piensa que es una larga caminata, como las que solíamos hacer a diario. Hace años, documentaba nuestras caminatas en un blog: diez mil, veinte mil pasos por Cholula, Momoxpan y más allá. La lluvia o el calor nunca fueron impedimento para nuestras aventuras. Nico era mi compañera de aventuras, ella me susurró la memoria de otros perros. En ella, revivía a Argus, Hachiko, Seymour y tantos otros.

Recuerdo una vez, cuando era una cachorra, que nos sorprendió una granizada. Un granizo, del tamaño de una canica, la golpeó en la frente y la hizo gimotear. Se despabiló, algo molesta y después, con la paciencia de los perros y de los santos, se sentó frente a mí, y se me quedó mirando. Acaricié su cabecita y le prometí que algún día acabaría esta tortura y podríamos regresar a casa. Quizás mentía, pero los perros ignoran las mentiras porque primero te aman, te quieren más de lo que deberían. Un perro aceptará tus mentiras a pesar de ti.

Me tuvo la fe que tienen los perros.

Me sigue teniendo esa fe.

Las caminatas de Nico me dan nostalgia, me recuerdan tiempos sencillos e ingenuos. Me recuerdan una niñez que no es la mía, pero nuestra.

A unos pasos de distancia, porque sospecho también se está quedando ciega, se separó de mi esposa y corrió hacia mí porque cachó mi olor, se sentó como aquella vez del granizo pero no levantó bien su cabeza hacia mí porque ya no mira. Acaricié sus orejas y un poco su cabeza. El hocico le duele porque se están cayendo sus dientes.

IV

A estas alturas, entiendo bien que la permanencia, si bien no es una ilusión, es un sueño de brevedad definitiva. A menudo, la gente intenta consolarme (o consolarse) con frases hechas como “lo único permanente es el cambio”. Aunque aprecio el gesto, prefiero saborear la tristeza y la dulzura que acompañan a la aceptación de la impermanencia.

No existe una solución, las despedidas son inevitables y creo, aún cuando son pequeñas tragedias, son también el dulce que nos revela una de las grandes verdades, una de esas que siempre estamos buscando pero tenemos frente a las narices. Así como la Nico: para qué levantar el rostro; obliga que algunos dioses, los más tontos, quizás, se arrodillen frente a ti para acariciar tu rostro, reconocer tu existencia a través del tacto, a través de sus manos que crisparán con el recuerdo el día que te vayas, y se darán cuenta que serán ellos los solos y los perdidos cuando tú te vayas, y quizás, si tienen suerte, también alguien los recordará de la misma manera.