Miro a Morgana, la gatita, y pienso que le dio vida a la casa: juega con sus puñitos de boxeadora —tiranosaurio rex— para tirar las cosas y se esconde en los recovecos. Nunca estoy solo, porque ella está ahí, agazapada, en la oscuridad, vigilándome. Por otra parte, mis libros se mueven de lugar, y mis juguetes de señor cuarentón también y pienso que en el futuro alguna de esas cosas se caerán, o se perderán, o simplemente morirán, pero hace mucho acepté que nada de esto es mío y que el tiempo es un dios misericordioso cuando lo aceptas. Morgana es inesperada, curiosa, brillante. Tiene unos ojos luminosos. Nico, mientras tanto, ya vieja, viejísima, su carita más blanca que la nieve de los guerreros, la vigila con interés pero a veces le gana el sueño y ni siquiera tiene deseos de pretender que puede jugar. Pero cuando despierta, lo intenta, la persigue, y Morgana llora e imagino que piensa: “a dónde me trajeron, a este lugar con un perro orejón, gordo y peligroso que me va a comer”. Y pensé que así sería siempre porque olvido continuamente la mutabilidad de los gatos, quisiera imaginarla con una neurosis de gente, entonces ella me calla la boca y en un momento de debilidad, Morgana juega con la cola de Nico. Morgana persigue la cola de Nico. Morgana agarra con sus puñitos de boxeadora —tiranosaurio rex— la colita de Nico. Sus garritas ametrallan la cola y la perra, gorda y sorda, en lo suyo, bosteza, y supongo que piensa en cosas muy sencillas que los perros piensan. Entonces me dije: “todo lo que se dice de los gatos es verdad y es mentira”. Y ahí se acabó el asunto, y mi corazón de perro está dispuesto a andar los pasos del gato para aprender una vida nueva.
