La semana pasada, algunos literatos sangrones que sigo, y algunos chidos también, compartieron el meme de allá arriba.
Lo vi de reojo, me sacó una sonrisita porque parece de esos memes que están ahí para hacerlo a uno sentirse muy listo y yo tenía ganas de dar mi jijiji, lo entiendo perfectamente, ya saben, y unos días después, cuando me fui a pasear y acabé en un Gandhi que no me dio ningún tipo de felicidad, al contrario, salí corriendo de ahí, pensando que todos los libros nuevos son feos, hechos con papel barato pero sumamente caros, me puse a pensar nuevamente en el meme y me dije: “por qué no escribes un artefacto lingüístico”.
Luego me puse a pensar en los pequeños cuentos que he escrito sobre el laberinto, proyecto que inicié el año pasado usando la inteligencia artificial para ayudarme a ilustrar, o como un ejercicio para proponerme historias.
Intenté usarlo para escribir algunas cosas, pero la inteligencia artificial es como un idiota que te ofrece ideas y te interrumpe continuamente, y todo es buenaondita, y te da sugerencias para no lastimar a alguien con tus juiciosos comentarios, y te sugiere que quites las groserías porque no es un lenguaje correcto, y todo el estilo se va a la verga. Lo único bueno de la escritura con inteligencia artificial es que le da formato a tus piensos. Copias y pegas, y ya, tienes qué quitar toda la pendejada que puso para poner lo tuyo sobre una notita que tiene un formato muy legible para el internet.
De paseo en un Fondo de Cultura (que sí me dio mucha felicidad, y sanó mi corazón después de pasear en Gandhi), pensé en mi primera novela publicada por una editorial de verdad, recordé a Martín Murano y el inicio de su viaje narrativo desde la certeza de que va a morir, y me pregunté: por qué escribir una novela parece más sencillo cuando aseguras la muerte de tu narrador. Quizás porque eso es un narrador: un personaje que acabará cuando el libro cierre, un personaje que no tiene nada qué perder, y como no tiene nada qué perder, debería contarlo todo.
Inspirador, de algún modo.
El ratoncito siguió dando vueltas en mi cabeza, cuando se me ocurrió: “okay, voy a escribir otra novela de un tipo que se está muriendo, pero que parezca un artefacto lingüístico, pero que tenga una trama muy escondida por detrás, ¿saben? Como un juego”. Muy mamón el asunto. Estaba en ese estado del que se droga con sus piensos.
Siempre que un asunto empieza muy mamón, a veces es sano respirar profundamente y preguntarse: “¿de verdad quieres hacer eso, papi?”.
Entonces pensé en Johan Huizinga y el juego como una abstracción paradójica. Puedes negar el amor, por ejemplo, o puedes negar a la comunidad, la patria, o la familia. Puedes rechazar la concepción, la construcción común de estas abstracciones. Pero no puedes negar el juego (to play: jugar, interpretar, asumir un papel). Cuando consigues el espacio de juego, siempre serás un jugador. Y de ahí, quizás, la cosa se hace más compleja cuando conviertes el amor en juego, y la lectura en juego, y la escritura en juego (¿Cortázar, estás ahí?). Es decir, lo haces con toda la seriedad posible (el amor), pero tampoco debes ser totalmente serio porque qué hueva.
En fin, que esta mañana empecé escribiendo el primer capítulo de un artefacto lingüístico que no sé a dónde va a parar. A diferencia del narrador, todavía sigo con vida y mientras siga con vida, seguiré escribiendo cositas. Porque la creación es juego y si te gusta hacer cosas, y eso te da felicidad, por qué no serías esta criatura entregada a la felicidad.