Escribe libros raros. No sabe por qué, pero debe hacerlo. Cuando joven, era más fácil, se enfocaba a hacerlo de día, además el laberinto era muy sencillo; usando con inteligencia su lengua, sus dientes feos y sus pezuñas, podía contar historias sencillas.
Los cuernos no le han servido nunca para contar historias.
No supo cuándo cambió, pero el día no le fue suficiente. Tuvo que conseguirse velas. Se las robó a algunos comerciantes y aventureros, también a algunas familias con niños, a menudo, desagradables y feos. Escribió la cabra en su ficción autobiográfica: «entre más feos y desagradables, mejor saben».
Engañó a las personas, pretendiendo que era un animal de lo más normal y cuando ellos, confiados, la dejaban vivir a su lado, se metía a sus casas y se robaba las velas.
Se comió algunos niños. No todos, solo algunos. El hambre es canija en algunos lados del laberinto.
Pasó algo que la misma cabra definiría que tenía connotaciones mágicas, como que las velas solas agarraron un espacio en su lomo y su cabeza. Enraizaron ahí como lo harían los árboles necios y espinosos, como el mesquite.
Las velas se encendieron solas, con un fuego que no quema y tampoco da calor, pero siempre ilumina, y no solo esto le ayudaba a escribir sus historias raras, pero también hacían la cuenta de su propia vida.
La cabra, cuando antes era un animal, ahora no solamente escribía pero también entendió el concepto del tiempo.

Sabiéndose un menjurje divino de algún tipo, buscó a una cabrita de las normales e hicieron el dulce amor hasta asegurarse de que existirán otras cabritas tan peculiares como ellas: con velas en el lomo, con una intención artística intensa y una capacidad innata muy chusca para pretender normalidad y así robarle sus cosas a los aventureros y los comerciantes.
La cabra no ha muerto, escribe libros raros y aunque no sabe por qué son raros, escribirlos le da mucho placer y por eso sonríe como una figura siniestra. Y claro, los niños, no podemos olvidar a los pobres niños que yacen dormidos en su estómago. Quizás de ahí surge el fuego de sus velas. Normalmente solo se come a los niños feos, no como los cactos, que no discriminan y se comen a los gatos y los niños por igual.
Cuando pasea en el laberinto, y mira su propio reflejo en alguno de sus múltiples arroyuelos o las fuentes mágicas, mira la diminución de sus velas y piensa en la mortalidad.
Pero ha vivido cientos, quizás miles de años, y parece que la finalidad, si es que puede llamársele así, está muy lejos.
