Mantis

Dice una muchacha en la pantalla: «Entonces vamos viendo como la conducta toxicómana…». Pone una imagen de un padre fumando a un lado de sus hijos y dice otras cosas que no escucho muy bien. Los hijos miran al padre embelesados.

Recuerdo a mi propia madre fumando. Me pregunto si tengo ganas de fumar, si soy tan débil, si soy carne que reviste los impulsos de sus antepasados, los impulsos primeros de admiración y luego de repetición.

Apago el monitor y se abre una puerta.

Uno de los dioses más importantes es el dios de las puertas. Este personaje cósmico, infinito, cuida las bisagras, la fortaleza de los materiales, las rendijas por donde entra el viento, los polvos y los pequeños animales. El dios de las puertas te cuenta cosas cuando te asomas por alguna de sus rendijas, puede que te dé un mensaje divino o puede que te muestre la verdad: algún prisionero, alguna bestia.

Dicen, sobre todo, que cuando los aventureros no tienen de otra que destruir las puertas, su dios interviene y pone un dedo sobre ellas solo para que sea un poco más difícil, y más triste, y más lento. Antes de perderme aquí, a mi grupo le gustaba tirar las puertas con hechizos muy poderosos y muy violentos.

He tenido muchos grupos a lo largo de los años.

En la siguiente habitación me espera un monstruo: tiene el cuerpo de una mantis, alas de una polilla y tres cabezas humanas, deformadas. Atrás de él, dos televisores colgados de un brazo metálico en las esquinas muestran a un militar limpiando su rifle.

Mirándolo con atención, me parece familiar. Y en realidad, cada monitor muestra a un militar distinto, aunque se mueven al mismo tiempo, con una coordinación envidiable.

—No entiendes nada, como siempre —dice el monstruo, tiene una voz profunda, casi melancólica.

Mientras habla, los monitores se extienden y se mueven al ritmo de la mantis de tres cabezas, como si fuesen parte de su existencia.

—Estoy viviendo un sueño, y no quiero despertar de él porque el sueño es como la vida misma.

—Nada, ¿ves?

La mantis de tres cabezas ataca con sus brazos cuchillas, yo brinco a un lado, justo a tiempo, pero mi armadura de piel queda dañada, abierta. Mi vientre queda descubierto y pienso en los hijos que tuve, que he tenido. Busco en uno de mis bolsillos, encuentro el inhalador y aspiro. Confío que el polvo púrpura me guiará. Mi cerebro trabajará mágicamente una solución práctica para resolver este problema.

—¿Cuánto tiempo llevas encerrada aquí?

—Unos dieciséis años, pero mira, mi piel no ha envejecido, mi cara es la misma.

—¿Cuántas habitaciones?

—Creo que unas mil doscientas. Antes tenía bitácoras, pero dejé de cargarlas conmigo porque son muy pesadas.

—¿Tienes casa?

—Como puede uno tenerla, si siempre está reconfigurándose.

—Mientes. Tienes casa. Y sabes que si tienes casa, es imperativo matarte. Los verdaderos habitantes del laberinto somos nosotros.

La mantis de tres cabezas me sujeta con sus brazos cuchillas, me jala de las piernas y muerde uno de mis muslos. Cuando más te haces parte de este lugar, cuando más lo haces tuyo y sientes que perteneces a él, es posible entender sus trucos y reconfiguraciones.

Entonces puedes encontrar entre todos los giros y las habitaciones un hogar.

La mantis de tres cabezas presiente que miento, y tiene razón: tengo una casa, y en esa casa tengo todas mis bitácoras y mis trofeos. Sé como llegar a ella. El dios de este laberinto quiso darme un lugar donde vivir y la suficiente cabeza para mantenerme adentro.

Grito de dolor porque empieza a morder y masticar. Las criaturas son cada vez más difíciles, su pensamiento es más complejo y más cruel. Sangraría a borbotones si no fuera porque el polvo morado me está beneficiando con un poco de resistencia a los cortes y al veneno. Saco mi daga de obsidiana lunática y la clavo en uno de los brazos-cuchillas, en un segundo movimiento rasgo uno de sus cuellos.

Explota un poco de sangre verde, tengo suerte, no es acídica.

Se escucha una risa gutural.

Pienso en mis hijos, los que murieron cuando recién descubrimos este lugar sagrado. Y finalmente entiendo porque ambos militares, en los monitores, me parecieron familiares: tienen la cara de mis hijos.

El laberinto capturó la sombra de mis hijos, desde que murieron aquí adentro, puede utilizarlos en esas imágenes televisivas, o en algún cuadro, o puede colocar sus caras en algún monstruo, o en algún escudo de armas, o puede usar sus voces para alguno de los hechizos, o puede usar sus olores en los pastelillos que prepare algún caníbal, o puede usar sus caras para ponerlas en un monstruo.

La furia me ayuda a colocar el cuchillo en el corazón de la mantis de tres cabezas, no sin que antes ella misma consiga destruir mi armadura desde la espalda, y clavar sus cuchillas afiladas, no sé a cuánta profundidad; espero que no mortalmente.

Odio el laberinto pero también me gusta vivir en él, me gusta revivir a mis hijos, encontrarlos como activos dentro de este lugar siniestro.

Siempre hay maneras nuevas para reencontrarme con sus rostros.

Pero qué digo, los monitores se pagan y la negrura me envuelve, trato de mantenerme despierta a través de la hiperventilación, pero mi cuerpo me obliga a descansar. Mientras pierdo el conocimiento, me pongo a rezar, y pido a cualquier dios que me escuche que no me saquen de este lugar, que me gusta soñar aquí, no vivir, soñar y seguir soñando.