Eclipse

El día del eclipse, varios alumnos de mi clase de guionismo pidieron una lectura de tarot y preguntaron, principalmente, sobre cómo les iría en el amor. Por que ya urge, dijo alguna por ahí.

Saqué varias cartas y lo único que comunicaban, con sus bastos y sus espadas, eran otras cosas muy distintas al placer de las parejas y los encuentros.

Hablé como los viejos: “enfócate en otras cosas: tu carrera, tu sistema familiar, la estabilidad de tu existencia”.

Me hubiera gustado que las cartas anunciaran amores tóxicos, de esos que te enseñan cosas como, por ejemplo, el placer de que te peguen, la urgencia de darte duro contra el muro, la peripecia de disfrazarte de furro o quizás darle la mordida a un pastel mientras tocan la puerta trasera.

[Instagram, convencido con que soy un viejo rabo verde de cuarenta años, me pone unas cosas lamentables en mi búsqueda. No dudo que alguna de ellas sea, precisamente, de un muchacho guapo que da la mordida a un pastel mientras se mueve rítmicamente adelante y atrás, y yo giro los ojos, porque pienso que es demasiado, pero cuando veo que tiene cientos de miles de likes, me doy cuenta que solo estoy rancio.]

[Como fumar mientras te la chupan. Me han contado.]

Al final de la última lectura, mis alumnos, como burritos felices, empezaron a decir tonterías como que el eclipse era un evento histórico de una sola vez, y que debía suspender la clase para que salieran a verlo.

Y me sonríe, y les di la razón.

Pensé: “cuál es el pago que debo de hacer por leer las cartas en día de eclipse”.

Leer las cartas, suponiendo que llame la atención de los diablos y los espíritus, debe tener un cobro mayor cuando se hace en el tiempo donde el día se confunde con el atardecer y, finalmente, la noche.

La iluminación del entorno cambia de inmediato como si fuera un sueño.

Unos minutos más tarde, olvidando las supersticiones e ignorando mi lugar de primera fila —permanencia voluntaria— en el umbral, vi que la sombra de los árboles las componían las medias lunas, y sentí asombro como no había sentido hace mucho tiempo.

Las sombras del eclipse como la iluminación de los espacios liminales, de los backrooms, de los muros que nos ocultan los huesos de la simulación.

[Leí la carta de Kurosawa a Bergman. La segunda infancia a los 80 años. Ningún artista es realmente libre hasta que envejece. Entonces pensé, capturado y con un poco de resignación, que me faltan cuarenta años de escritura.]

Mientras le daba un sorbo a mi café, afuera, bajo el sol cubierto por la luna, anoté en mi cuaderno de escritura sobre las lecturas de las cartas y el sueño que estaba viviendo, y también escribí esta frase porque vi a un pájaro muy pedero y muy confundido bajo la sombra de los árboles: “Miré a un zanate, cantaba como si fuera de noche”.