Imagino la muerte de mi padre,
rodeado de sus tres hijos
—legítimos, amados—,
escuchan el respirador, miran su cara,
de esta saldrá como ha salido
en cualquier otro día
a instalar celdas fotovoltaicas,
como un héroe moderno
sus brazos fuertes y un lindo discurso de energías renovables.
Recuerdo la muerte de mi abuela,
no exactamente su muerte, no aquella finalidad de su cuerpo,
no cuando vi su piel coloreada de amarillo mostaza,
rígida, como una cosa, un instrumento de madera,
como el violín que cargó sabe cuántos años,
porque era de su padre y lo tocaba en el pueblo,
pero la claridad de unos días antes:
cuando tomé su mano, y ella empezó a llorar,
y yo le dije: “pronto irás a casa, y estarás mejor,
y esto pasará, y nos olvidaremos, sí, sí, sí”.
Hice llorar a la abuela,
pensaba que por ella, pero lo hizo por mí:
por mi ingenuidad, mi ignorancia,
mi ausencia.
Mi vanidad.
Imagino la muerte de mi padre,
como aquellas imágenes de los viejos en Italia,
los viejos destinados al descuido, tirados en las calles,
y los mataba la tos y la trombosis,
y los mataba el virus y la ignorancia,
y los mataba el azar y la biología,
y los cubrían con mantas negras para ocultar sus rostros,
y Manara fue regañado porque pintó a una joven enfermera
pensando que su nieta —también enfermera—
cuidaba vejestorios como él,
porque vio su rostro en los cuerpos cubiertos,
porque vio su rostro en el hombre que era mi padre,
en una cama de hospital, esperando un veredicto,
esperando las buenas estadísticas,
el lado correcto,
el de los enfermos, según extraños insensibles,
terminan siendo héroes.
Recuerdo que doy clases:
camino de un lado a otro,
deshilo el monomito,
camino entre los pupitres,
algunos escuchan,
otros bostezan,
cruzo los dedos.
Tendrán la urgencia
de sentirse Odiseo, y el Quijote, y Madame Bovary,
y aprenderán, espero, a desear la muerte del padre
no como un impulso de violencia,
pero la reclamación del poder propio.
Todos los jóvenes matarán a su padre,
pero escucho el error, la duda,
en lo que trato de educar:
nunca conocí al mío,
yo no esperé como los otros,
la imposibilidad de la sanación,
la reconstrucción del mito,
y solo es un instante,
pero veo su rostro,
me sonrío y digo,
sin saber muy bien por qué:
yo no,
no tengo de quién despedirme.
No puedo ser un héroe,
es un destino rechazado,
no tengo un padre ni el deseo de matarlo.
