Ejército

La otra vez, como si tuviera 24 años, anoté en mi libreta: “cuáles son los límites del deseo”. La libreta me da ternura, porque por su carátula, uno pensaría que es la libreta de un contador, o de un matemático, o de un cineasta neoyorquino. Y luego anoté un par de preguntas más que pretendían ayudarme a elaborar alguna respuesta. Un clásico: “sigo pensando en ello”.

He aprendido más a través de los errores y las preguntas que con una simulación de sabiduría. Cuando preguntas cosas, estás un paso más cerca de llegar a la verdad y si para ti eso es importante, bueno, entonces es un camino de cuestionamientos (el horror).

Reafirmar esto me ha dado una felicidad insana, demoniaca.

Ser ignorante es estar vivo.

[Por eso, todo el tiempo, me pregunto cosas. Incluso aquello que supuestamente ya debería saber, o ya debería entender (quién determina esto, quizás esa es otra pregunta, una de las más vitales.)]

Luego anoté, unas líneas más tarde, como si el pensamiento del deseo siguiera encendido en paralelo: “lo absurdo de pensar cuando se tiene deseo”.

Pensé en Barthes, también en Deleuze, al primero porque lo quiero y al segundo porque lo desprecio; pero independientemente de mis sentimientos, y lo visceral, ambos ayudaron a formar la simulación de la mente que piensa.

Igual que otros cientos de autores.

Nota: ¿te has fijado cómo se avergüenzan tus familiares y tus amigos cuando descubres qué razones forman su deseo?

El cerebro no es el órgano del deseo (el cerebro estimulado, navegando en los recuerdos de ciertos orgasmos, ciertas erecciones, algunas humedades), porque el deseo es materia prima, un color primario que inunda nuestra vida, nuestras decisiones.

Aunque algunos disfrutan la imagen portentosa de que el cerebro tiene erecciones, o dilataciones, o cosas locas.

El cerebro es un órgano que también es controlado por sencillos propósitos. Poco se razona cuando quiere estar con alguien, sonreír con alguien, dormir con alguien.

Anoté más tarde, como si fuera Juliette encerrada en el manicomio: “Hablar de la verga, del sexo, del coño, del cuerpo sometido. Por qué nos avergüenza tanto”.

[El cuerpo se somete cuando se trata de desear.]

Luego de eso no anoté, pero me hubiera gustado hacerlo, que a mis veintitantos hablaba del cuerpo, del sudor, de los fluídos y me pitorreaba de la vergüenza.

Unos años después, traté de intelectualizar el deseo, comprender —precisamente— los límites para hablar del cuerpo. No anoté, quizás no sea necesario, que debería comprometerme a hablar nuevamente del cuerpo y del deseo sin estos filtros que uno coloca.

Los filtros, ladraría mi perro, son sus enemigos invisibles.

[Muchacha de instagram se pone el filtro de perrito para hacer la cara ahegao más chafa del mundo.]

Al usar una inteligencia artificial, una de las cosas que me parece muy graciosas, es que trata de poner valores y límites morales al usuario. Es imposible escribir algo bonito, la totalidad, usando una inteligencia artificial pública porque siempre estará limitada por los valores que determine la compañía que la maneja.

Un párrafo más tarde, me puse sentimental: “Mi único sueño es escribir libros. El deseo se escribe como parte de un sueño”. Por decir que el deseo no solo parte de la carne —aunque sí—, pero también del pensamiento, de la fantasía y del sueño.

Los límites de carne se rompen a través de la imaginación y de la inocencia del juego.

Lo anoto por aquí, epitafio y versión del director, para no olvidar, en un post-it y en una playera: “El deseo es escritura, es pensamiento, es existencia”.