Cuando abrí la puerta de mi baño, tuve un pensamiento: “no puede ser de otra forma; siempre abierta”. Luego traté de justificar mi pensamiento: “para que esté mejor iluminada, para que circule mejor el aire, para no sentirme encerrado”.
Seguí pensando en ello, cuando ya era hora de pensar en otras cosas.
Entonces probé con otras puertas: abrirlas y cerrarlas, y más allá de comprender la distribución de la luz, de los espacios y del aire circulante, entendí que cada puerta en casa tenía un deber estar.
Probé abriendo la puerta de la habitación de invitados, y cuando lo hice, escuché claramente como se abrió la puerta del sótano. Veinte años cerrada, porque alguien había trabado la cerradura, y así de fácil se solucionó un misterio. Cerré la del tercer baño y la puerta de la cocina quedó entrecerrada. Luego, por curiosidad y estupidez, abrí unas ventanas y no ocurrió nada.
¿Pero no es la ventana una manera de puerta?
¿La posiblidad frágil de cristal para escapar en cualquier momento?

Subí al sexto piso y descubrí un largo pasillo lleno de puertas, uno que no había visto antes. También había, al menos, unos veinte gatos que saltaban a los picaportes para abrirlas y cerrarlas.
Traté de razonar con ellos, pero no se dejaron: saltaban como imbéciles felices y amenazaban con rasguñarme y mordisquearme si intervenía en su reconfiguración.
—Pero es que entiendan, si me dejan, resolveremos el gran misterio.
A ningún gato le interesaba la solución de mi propia vida.
Uno de ellos, el más pequeño pero el más sabio de todos, se quedó a vivir en mi cabeza. Desde entonces, algunos gatos me respetaban un poco más.

El pequeño me enseñó a hablar gato para que me dejaran participar en sus juegos de abrir y cerrar puertas. Ellos me adoptaron como una curiosidad, pero aún así, dependía mayormente de su humor.
Me hablaron de sus dioses, de cómo usaban las ventanas para conseguir comida, de mis vecinos y cómo estaban teniendo familias, e hijos, y amantes, y coches nuevos.
Pasaron tres años, me alimenté de ratas, palomas y de cucarachas, las que me traían los gatos, y del agua de los excusados que casi siempre estaban limpios (no sabía que mi casa tuviera tantos baños).
Algunas veces tenía suerte, y descubría en el largo pasillo que alguna de las puertas escondía un gran banquete.
Yo pasaba a comer.
No me iba a preguntar quién o cómo.
Porque si empezaba a preguntarme cosas, algo me iba a matar.
Me crecieron incesantemente la barba y los pelos. Los usaba a manera de un palacio de la memoria, para registrar la configuración de las puertas en el piso seis, el cual era el más complejo, pero eventualmente registré todos los pisos.
Abrir o cerrar una puerta, como era la regla, afectaba las puertas de toda la casa.
Imagínate cuando lo hacían los gatos y yo estaba lejos, por ejemplo, en el sótano, el que nunca debe ser nombrado porque guarda un secreto.
[El secreto del sótano es un tanto ordinario. Por eso no les diré de qué se compone: 35 litros de agua, 20 kilos de carbón, 4 litros de amonia, 1.5 kilos de cal, 800 gramos de fósforo, 250 gramos de sal, 100 gramos de salitre, 80 gramos de sulfuro, 7.5 gramos de fluorita, 5 gramos de hierro, 3 gramos de silicón y algunos otros quince elementos.]
Empecé a trenzarme los pelos, con ellos hice un mapa de mi propia casa, la cual parecía estar haciéndose cada vez más grande.
Aprendí cuan limitada estaba mi imaginación cuando se trataba de mi propia casa, yo creí que mi casa era habitarla brevemente, un lugar para dormir después del trabajo, uno donde guardar mis libros y mi ropa, uno para masturbarme en las noches y quedarme dormido.
No sabía que mi casa escondiera tantos espacios, tantos secretos.
Usaba mis trenzas para reescribir los mapas del primer piso, el segundo, y la oscuridad terrible del piso tres, y la única puerta ventana del piso cuatro, y la extraña arquitectura del piso cinco.
Sospeché, también, que esto no podría durar mucho tiempo: así como nació de la nada el piso seis, pronto los demás podían desaparecer, o extenderse.
El gatito me golpeó aprobadoramente en la cabeza cuando entendí que mi mapa era inútil, pero no estaba ahí mi mayor obsesión.
Después de seis años, me entregué al juego.
Porque si el mapa era inútil, qué otra cosa podía hacer que seguir jugando y dejar que mis instintos estudiaran la situación. A través del azar, resolví las puertas del piso seis.
Abre, cierra, abre, cierra, baja al sótano, cierra, piso tres, los fantasmas metieron sus manos a mi corazón, cerraron algunas válvulas pero me permitieron seguir, cierra, abre, mira la ventana, mira la ventana, mira la ventana, regresa, piso cuatro, piso seis, gatos hicieron un desmadre, regresa, piso tres, ríete, imbécil, ríete que te estás divirtiendo, entrega tu vida al juego.
Eventualmente, después de mucho trabajo, encontré una puerta negra que me revelaba el camino al piso siete. El gatito se bajó de mi cabeza, dio la media vuelta para despedirse de mí y se regresó a su hogar.
Yo subí catorce escalones, luego veintiocho, y finalmente cincuenta y seis.

Estaba muy cansado, pero al final me encontré con una ventana.
¿No era la ventana una posibilidad frágil?
Pues corrí y me lancé por la ventana, como un musculoso héroe de acción, como persona entregada al último juego. Se escuchó el escándalo del cristal que lo rompió todo, un escándalo como de película ochentera. Luego pensé que había sido muy tonto, que para evitarme estos melodramas pude abrir la ventana antes de tirarme del piso siete, pero es que para entregar la vida, uno debe entregar la vida, sin medias tintas.
Cuando abrí los ojos, estaba en una isla.
Empecé a contar los granos de arena para no sentirme tan solo.
