Ayer, en la tarde, mientras leía a un joven Felisberto Hernández, saqué mi cuaderno y me puse a anotar cosas.
[Felisberto Hernández, en sus primero cuentos, habla de dioses, de planetas y de locuras; una percepción un tanto ingenua y primitiva de contar historias, tal vez, como aquella carta de tarot que puede regresarnos a un enfadoso estado de pureza.
Las pocas veces que leí a Felisberto en la universidad, lo recordaba como un viejo contemplativo, no este joven megalómano. Pero incluso su tratamiento de estos temas, llegué a pensar, es envidiable.
Muchos jóvenes piensan en dioses y maneras de destruir el mundo, sus primeros piensos son estridentes, a veces patéticos, pero no Felisberto, no del todo, porque en Felisberto también hay algo de redención
Sin embargo, es muy pronto para decir. Apenas he leído unas páginas. El pensamiento está en construcción. Puede que me arrepienta de haber leído a Felisberto y pretenderé que nunca lo leí, y pensaré que todo tiempo pasado, imaginativo, fue mejor.]
Igual que los niños dormidos cuando los acunan, los peregrinos no se daban cuenta que la Tierra los acunaba. Pero la Tierra era maravillosa, los acunaba a todos igual, y les daba el día y la noche.
Felisberto Hernández.
Creo en la felicidad de tener papel y tinta.
Este año, me ha costado trabajo lidiar con pantallas y he tenido que obligarme a cargar siempre un cuaderno conmigo; por más que intento ver los black mirrors como instrumentos de creación y de dibujo, acaban relegándose a lo que son: mero entretenimiento, un espejo para verse arrugado y orejudo, un show de luces que eventualmente le pega a la cabeza.
Quizás es la textura, quizás es lo orgánico y lo definitivo del papel.
Cuando era un muchacho de unos diez, doce, miraba en una pantalla verde, monocromática, un gran espacio de libertad: abría el procesador de texto y escribía alguna historia, o hacía una larga lista de deseos, de cosas que me hubiera gustado hacer (tres verbos, por cierto), de máximas de vida que surgen desde la poca experiencia pero con suficientes buenos deseos como para creer que algo de eso pasará, se cumplirá por haberlo manifestado en el fondo de pantalla de la Matrix.
Alguien dibujó un corazón en las esquinas de una de mis hojas.
Además de mi regreso insulso al papel y la tinta, antes de que se me olvide el chiste, escribo que ayer estuve en una conferencia sobre censura política, violencia de género política y periodismo.
[Fue una ponencia muy interesante y, nada más porque lo anoté en papel, lo voy a anotar aquí: los tres ponentes me parecieron personas muy atractivas. El papel perdonará la banalidad.]
Adelante de mí, se sentó un señor tan calvo como yo y estorbaba mi línea directa de visión para escuchar a una de los ponentes. Luego descubrí que es el padre de una de mis alumnas, una que tuve en pandemia y pensé que jamás vería en persona. Fue gracioso porque el señor siempre ladeaba la cabeza para un lado, y luego para el otro. Y como no podía ver a la ponente, yo ladeaba la cabeza de lado contrario a como la tenía él.
Así, sin quererlo, nos convertimos en esta criatura extraña, de dos cabezas, que tenía un ritmo muy peculiar.
Él a la izquierda,
yo a la derecha,
él a la derecha,
yo a la izquierda,
ad infinitum.