
Juventud: le puse a mi blog el nombre de Canción para el desvelo (otra vez), porque si algo me gustaba hacer cuando no podía dormir, era escribir. Me desvelaba mucho, escribía mucho. Alguna vez —en ese estado agradable que trae el dormir poco, porque uno piensa lento, y sin mucha resistencia— pensé que podía vivir de eso.
Giro: la escritura, sin embargo, es vida. Escribir me ha mostrado nuevos oficios y modos de vivir; la escritura me ha mantenido vivo; la escritura ha vivificado mis múltiples ocios; la escritura también me ha alimentado pero nunca —quizás a veces me lamento de esto porque alguna vez pensé que la escritura debía ser una puerta a algunos placeres y vicios— en exceso.
Adultez: entonces me desvelé más, publiqué algunos libros, gané algunos concursos, una beca FONCA, escribí pocos guiones (que se perdieron como lágrimas en la lluvia), revisé otros tantos, revisé proyectos ajenos que se ganaron becas y concursos, hice muchas traducciones, me enfermé, dejé de escribir porque enfermé, dejé de vivir de noche porque estaba cansado [tan cansado], me puse a leer el Quijote porque si me moría quería que fuera mi último libro, la enfermedad me empujó a escribir unas cosas bien raras [solamente de día], enloquecí, enloquecí un poco más…

Ojos: pelados, bien abiertos. Tomas una o dos tazas de café, escuchas una canción interna, la del corazón; latido tras latido. Mientras pasan las películas viejas, en blanco y negro; miras como Dolores del Río es abrazada por Pedro Armendáriz y él dice: «te quiero, es que te he querido siempre», crees que puedes encontrar algo en tu interior que nadie más ha visto. La mentira es agradable.
Despertar: como soy el Dungeon Master de una partida de DCC (parecido al Dungeons and Dragons, pero más caótico y divertido), soñé que tiraba unos dados y descubría el mapa a un laberinto. Pensé algo así cómo: «un momento, esto no es mío, es para mis alumnos, mis muchachos, mis sobrinos, mis hijos» y abrí los ojos. [¿Mis qué? Me va a dar algo, me caen a toda madre pero oye, aguanta vara]. Desperté. Supe instantáneamente que me había excedido con la cafeína, y que lo estaba pagando, porque a partir de ese momento mi cerebro no dejó de tirar dados para responderse las cosas más triviales. Y miré el techo durante unas horas, como lo miran los ludópatas y los arrepentidos. Después de un par de horas de pretender que estaba soñando, me levanté, fui a la computadora, abrí uno de esos documentos de texto, y empecé a escribir como si fuera un muchacho de 12, un muchacho de 21, un señor de 27, un señor de 34, un señor de 42…
